Un poco de historia sobre el derecho a la educación

Los derechos en el ámbito escolar apenas se desarrollaron hasta el siglo XIX, cuando en casi todo el mundo occidental el Estado moderno se fue haciendo cargo de la educación como un servicio de interés público.

Hasta el siglo XVI, se impartía a los chicos una cierta instrucción elemental, que solía prepararles para seguir el oficio de sus padres, haciendo hincapié habitualmente en la alfabetización y en el cálculo, y algunas veces en los idiomas. Algo similar sucedía en las escuelas de las catedrales y monasterios. Con la llegada de la Reforma, la escuela asumió en muchos casos una dimensión confesional, y tanto protestantes como católicos vincularon de alguna forma la escuela con la tarea evangelizadora, lo que supuso un impulso muy importante, tanto en la educación de las clases altas como de los más desfavorecidos.

La idea de la educación como un servicio regulado y dirigido por los poderes públicos tuvo un desarrollo posterior, impulsado sobre todo por la Ilustración. Y en ese proceso hay un momento histórico especialmente significativo, con motivo de la Revolución Francesa y la nacionalización de los bienes eclesiásticos en 1789. La Iglesia católica de Francia era titular de numerosas instituciones de caridad y de enseñanza, que se financiaban con las rentas que producían sus bienes. Al nacionalizarse todo ese patrimonio, la gestión de todas esas actividades de beneficencia y educación quedó encomendada al gobierno como un servicio público.

Esta medida revolucionaria no fue una improvisación del momento. Desde tiempo atrás, toda una serie de personas influyentes reclamaban para toda Francia una educación homogénea y gestionada por el Estado. Unas décadas antes, Prusia había empezado a impulsar la escolarización generalizada como un medio para generar una unidad política, aunque en ese caso fue sin apenas conflicto social, pues esa enseñanza se impartió sobre una base confesional gestionada por el propio gobierno.

En el caso francés, el programa jacobino de la Revolución buscaba contrarrestar las diversas lealtades regionales, pero sobre todo eliminar la influencia de la Iglesia católica, para implantar un programa de escolarización estatal cuyo enfoque principal era generar una identidad nacional y política. Esto se convirtió en poco tiempo en un interés común de las élites seculares en casi todos los países europeos, sobre todo allí donde la Iglesia católica tenía más arraigo, como Bélgica, Portugal, Italia, Austria y España. También sucedió en América Latina, donde se generaron conflictos sociales y políticos debido a que los católicos buscaron, con más o menos éxito, mantener sus escuelas. En los países con una fuerte presencia protestante, como en Escandinavia y Gran Bretaña, las iglesias tendían a colaborar con el correspondiente gobierno, pues al fin y al acabo solían depender de él, y por ese motivo hubo mucho menos conflicto.

Los ilustrados franceses mantenían la idea estamental de la época sobre la educación. Basta recordar la famosa afirmación de Rousseau en su Emilio: «El pobre no tiene necesidad de educación; la de su estado es suficiente», por no citar las referentes a la educación de la mujer. Por entonces se impuso la clara convicción de que el nuevo sistema educativo debía estar organizado y controlado por el Estado, dirigido sobre todo a varones de determinado nivel social, y aún tardaría un tiempo en asentarse de modo realista la idea de escolarizar a todos.

Desde el principio se presentaron diversos dilemas, con distinta intensidad en los diferentes países. ¿El control debía corresponder al Estado, a las autoridades provinciales o municipales? ¿La educación debía ser de pago, o gratuita? ¿Debía ser obligatoria? ¿Hasta qué edad o qué nivel de conocimientos? ¿Debía ser un monopolio de los poderes públicos? ¿La educación busca transmitir conocimientos, o también un control social, o la lealtad a una identidad nacional, o la autonomía de las personas y su emancipación social?

La Constitución francesa de 1791 hablaba de establecer «una instrucción pública, común a todos los ciudadanos, gratuita en aquellas etapas indispensables para todos los hombres». Fue consolidándose poco a poco la idea de gratuidad para un tramo de instrucción elemental que se ofrece a todos, seguido de otro tramo de instrucción superior para las capas medias y altas de la sociedad, que sería de pago. Esta idea es la que más se extenderá en todo el mundo occidental a lo largo del siglo XIX.

Es así como el impulso de la educación fue un elemento decisivo para el nuevo concepto de Estado, pues desde el comienzo se consideró muy importante para la integración de diferentes regiones dentro de una identidad o conciencia nacionales, o para asimilar los grandes colectivos procedentes de la inmigración. La consolidación del Estado se vinculó casi siempre a la creación de sistemas educativos nacionales, tanto pensando en formar personas para consolidar el aparato político y de la administración pública, como para asentar los valores ciudadanos que legitimaban su poder. La educación se mostró de pronto como un formidable instrumento de cohesión social y nacional. Fue el crisol que permitía fundir y asimilar culturas de diferente origen e integrarlas en una cultura común. Sirvió también para extender e implantar la lengua nacional hasta el último rincón o la última aldea de todo su territorio. De este modo todas las sociedades occidentales emplearon el sistema educativo para transmitir los valores que la clase dirigente consideraba más necesarios o urgentes. Y a medida que avanzó la revolución industrial, también la educación recibió la misión de suministrar los conocimientos precisos que demandaba el nuevo desarrollo económico y técnico.

Podría concluirse que hasta el siglo XVIII la educación era un mosaico de instituciones educativas gestionadas por diversas instituciones religiosas, autoridades locales o pequeñas escuelas privadas. En el siglo XIX irrumpe con fuerza el sistema educativo nacional, cuyo control e inspección corresponden al Estado, con unos fines definidos mediante leyes aprobadas en los parlamentos, y con una ordenación académica que regula los diversos niveles educativos con sus correspondientes planes de estudio, sometido todo ello a las decisiones y competencia de los poderes públicos.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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