Tomás Trigo, “La existencia de Dios. Otra perspectiva”

«Si tú me dices: muéstrame a tu Dios; yo te diré a mi vez: muéstrame tú a al hombre que hay en ti y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven y si oyen los oídos de tu corazón»
(S. Teófilo de Antioquía)

Continuar leyendo “Tomás Trigo, “La existencia de Dios. Otra perspectiva””

José María Barrio, “Antropología del hecho religioso”, 1.XI.06

Tal como se dice en la Presentación, “este libro trata de poner de relieve la influencia positiva que ha tenido la religión en el desarrollo de la civilización humana”. Para ello el autor –Profesor Titular de la Universidad Complutense– recorre un itinerario que pasa por tres fases: la descripción del hecho religioso desde la antropología filosófica y cultural, una breve relación de las principales tradiciones religiosas, tanto de las antiguas religiones orientales como de los tres grandes monoteísmos históricos y, por fin, un análisis de la respuesta al desafío que para la razón humana supone la propuesta religiosa.

La religión sale al paso de los grandes interrogantes acerca del origen y sentido de la vida humana, el problema del mal y la necesidad que el hombre experimenta de salvarse, a menudo de salvarse de sí mismo. Pero ante todo surge del saberse criatura, del radical no deberse a sí mismo y la consecuente actitud del agradecimiento. En algún momento de su vida, todo ser humano se tropieza inevitablemente con estos interrogantes y con la necesidad de darles alguna respuesta para hacer su vida más habitable y vivirla inteligentemente. Ya decían los griegos que no es humana una vida inanalizada.

Aunque el fenómeno religioso se ubica primeramente en la interioridad de cada ser humano que se vive instado a dar una respuesta a la cuestión del sentido, igualmente trasciende a la esfera social y pública a través del lenguaje verbal y gestual, mediante la palabra y el rito. “Quienes pretenden reducir la religión –o la ética– a la dimensión exclusivamente ‘privada’ de la existencia humana, no han entendido lo que es la religión, o la ética. Aristóteles sí lo entendió. Ninguna de estas dos cosas puede privatizarse”. En efecto, según el autor, la religión, por su propia naturaleza, tiende a profesarse, a declararse –naturalmente en formas muy variadas– pues constituye uno de los argumentos esenciales de la conversación humana realmente significativa. Por otro lado, toda cultura se constituye y articula, en sus elementos principales, en referencia al núcleo religioso de la misma. El fenómeno y la vivencia religiosa puede rastrearse en numerosas expresiones artísticas, filosóficas, sociales, institucionales, etc., que, sin esa referencia básica, simplemente serían ilegibles. Además de ser un elemento dinamizador esencial de toda cultura, de hecho no se conoce ninguna cultura atea o agnóstica. (Hay, por supuesto, individuos ateos, agnósticos o indiferentes a lo religioso en todos los espacios culturales, pero ninguna cultura, como tal, puede explicarse sin la religión que la ha constituido. Esto no es una hipótesis metafísica, sino una evidencia, digamos, empírica para la antropología cultural).

El autor pone de manifiesto cómo la religión se hace cultura, pero sin reducirse a ella. Ante todo ha de entenderse desde su dimensión cultual. Se analizan los elementos fundamentales del credo y el culto en las grandes religiones históricas. El libro dedica un capítulo especial a la aportación del cristianismo a Europa, donde hoy se cuestiona la presencia pública de lo religioso por parte de las instancias que detentan el poder cultural en beneficio de una laicidad entendida injustamente. A menudo se olvida: 1º) que la laicidad es precisamente un invento cristiano (“Dad al César lo que es del César”, pedía Jesucristo a sus seguidores); la laicidad cristiana promueve la libertad religiosa, entendiendo por ella no sólo la libertad de cada ciudadano para profesar la religión que crea verdadera sino también la “libertad frente a la religión” de quien no desee profesar ninguna; 2º) es enteramente inevidente que la profesión de una fe religiosa suponga un agravio para quienes profesan otro credo o para quienes no profesan ninguno; 3º) está aún por demostrar que el ateísmo o el agnosticismo sean “terreno común” para establecer a partir de ahí un diálogo social significativo en el que todos los ciudadanos puedan entenderse. La razón que aducen quienes pretenden hacer creer a todo el mundo –y enseñarlo a los niños y jóvenes en la escuela– que Europa nace con la revolución francesa es que el cristianismo ha sido la causa de mucha violencia e intolerancia en la historia europea. Pero pretender reducir la influencia cristiana en Europa tan sólo a eso exige, a su vez, obviar otros numerosos elementos mucho más positivos que ha aportado y, sobre todo, que en la historia contemporánea europea los mayores episodios de violencia política se han debido precisamente al influjo de las ideologías anticristianas.

La última parte del libro reivindica el carácter racional de las creencias religiosas y expone los principios básicos del diálogo entre fe y razón. Las creencias religiosas, y muy en particular las creencias monoteístas, afirman a Dios como “Logos” creador, y que la creación responde a un diseño inteligente, no al azar ni la casualidad. La inteligibilidad del mundo –idea que ha hecho posible la ciencia tal como la conocemos en Occidente– responde a la creación de un Dios sabio, que no “juega a los dados” cuando crea el mundo. El actual Papa católico se ha referido en numerosas ocasiones a Dios como alguien a cuya naturaleza repugna actuar contra la razón. Es sabido el revuelo que en ciertos sectores del mundo musulmán causaron las palabras que en este sentido pronunció Benedicto XVI en la Universidad de Regensburg.

Como apéndice, el libro incluye la versión castellana del diálogo que en enero del 2004 mantuvieron en torno al tema “Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal” el entonces Cardenal Joseph Ratzinger y el profesor Jürgen Habermas en la Academia Católica de Baviera. Se trata de una de las discusiones intelectuales más interesantes que se han producido últimamente. El autor incluye la presentación que hizo de los contertulios el director de la Academia, Dr. Florian Schuller y algunos comentarios de la prensa alemana de esos días, que ponen de manifiesto la sorpresa que en muchos ambientes produjo el discurso de Habermas. Referente fundamental de la tradición frankfurtiana y del pensamiento “postmetafísico” y postreligioso en Europa, el filósofo reconoce aquí que la supervivencia del Estado democrático y liberal únicamente será posible merced a ciertas actitudes y aptitudes morales y cívicas que hoy en día tan sólo atesoran las tradiciones religiosas, y en Europa particularmente el cristianismo. Por otro lado, afirma de manera inequívoca que es contrario a la esencia misma del Estado democrático y liberal promover el laicismo desde el poder político.

José Ramón Ayllón, “Entender el silencio de Dios eterno”, Arvo, 15.XI.02

Un niño judío, Elie Wiesel, llegó una noche a un campo de exterminio y más tarde escribió lo siguiente: “No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargo su carga: ¡eran niños! Si, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenia que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y esas caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.” Aquel niño judío no pudo entender el silencio del Dios eterno en el que creía, del Señor del Universo, del Todopoderoso y Terrible. Tampoco pudo entender la plegaria sabática de los demás prisioneros. “Todas mis fibras se rebelaban. ¿Lo alabaría yo porque había hecho quemar a millares de niños en las fosas? ¿Porque hacia funcionar seis crematorios noche y día? ¿porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y tantas fábricas de la muerte? Un Dios todopoderoso y bueno, ¿podía crear un mundo sin mal. Si no podía, no es todopoderoso; si podía, le falta bondad. Estamos ante el dilema clásico, desde Confucio hasta Voltaire; la existencia del mal y del sufrimiento es el principal obstáculo para la fe en Dios, y el argumento más importante en favor del ateísmo. Los hombres niegan a Dios porque observan que el mal triunfa, porque experimentan sufrimientos sin sentido. Sin embargo, la fe en Dios y en los dioses nació porque los hombres sufrían y sentían la necesidad de liberarse del mal. La existencia del mal se convierte en prueba de la existencia de Dios cuando provoca el descontento de este mundo y orienta a los hombres hacia otro mundo distinto. Los sofistas fueron los primeros en apreciar ese fundamento empírico de la conciencia religiosa.

Es oportuno volver a las palabras de Zeus y recordar que no es decente echar sobre Dios la responsabilidad de nuestros crímenes. Pero nos gustaría preguntarle por qué se ha concedido a los hombres la enorme libertad de torturar a sus semejantes; nos gustaría preguntar. Como Shakespeare, por qué el alma humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de nobleza, puede ser el nido de los instintos más deshumanizados. Quizá sirva como respuesta la que ofrece Jean-Marie Lustiger, otro muchacho judío con una historia similar: “Yo tenía la sensación de que nos hundíamos en un abismo infernal, en una injusticia monstruosa. Hay en la experiencia humana abismos de maldad que la razón no puede ni siquiera calificar. Buenos virajes hacia lo irracional, donde las causas no están en proporción con los efectos. Y los hombres que encarnan esa maldad parecen pobres actores, porque el mal que sale de ellos les excede infinitamente. Son peleles, títeres insignificantes de un mal absoluto que los desborda. Y el rostro que se oculta no es el suyo es el de Satán. Sólo así se explica que una civilización que desea la razón y la justicia caiga en todo lo contrario: en la aniquilación y en el absurdo absoluto”.

Los dos adolescentes se salvaron de la barbarie nazi. Medio siglo después, a Wiesel le concedían el Premio Nobel de la Paz y Lustiger se convertía en arzobispo de París. La respuesta de Lustiger no es original. Desde antiguo, la magnitud del mal hace intuir, junto con un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes sobrehumanos. Pero, si el Dios bueno es todopoderoso, aparece como último responsable del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Sumergida en el mal, la historia humana se convierte a veces en un juicio a Dios, en su acusación por parte del hombre. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo; ya sucedió en el siglo de Voltaire, y sucede ahora. El periodista Vittorio Messori interpela al papa, representante y defensor del Dios bíblico: “¿Cómo se puede confiar en un Dios que se supone Padre misericordioso, a la vista del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen dominar la gran Historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros?” “La contestación del Pontífice es de una radicalidad proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana? ¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. “Si no hubiera existido esa agonía en la cruz -dice Juan Pablo II-, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar.” Cuando Ulises regresa a Ítaca -su patria-, se presenta disfrazado ante su porquero Eumeo con aspecto de anciano harapiento. Eumeo no le reconoce, pero se compadece y le acoge con hospitalidad. Ulises lo agradece de veras y el porquero le explica que “no es santo deshonrar a un extraño ni aunque viniera uno más miserable que tú, pues todos los forasteros y mendigos son de Zeus”. Desde Homero, la referencia a la Divinidad se ve como indispensable para dotar al hombre de inviolabilidad. El Libro Eterno, más explícito, define al hombre como hijo de Dios, y sabemos que cualquier otra definición rebaja peligrosamente su dignidad. Si ser considerado hijo de Dios no siempre ha sido suficiente para proteger al hombre, ser mero animal racional o animal social es dar demasiadas facilidades para pisotearlo.

André Frossard, “¿Y si la ciencia demostrara que Dios no existe?”, Arvo, 15.XI.02

“Esta pregunta se hace eco de un temor, muy habitual entre los creyentes, ante el auge de las ciencias naturales que contradicen en no pocos puntos su credo religioso, al tiempo que manifiesta una esperanza avivada periódicamente por el ateísmo militante. Ese temor fue el que indujo a los rectores de la Iglesia a condenara Galileo, no a la hoguera, ciertamente, sino a una especie de “arresto domiciliario”, castigo que no deja de tener su ironía referido á un hombre que se mostraba seguro de estar dando vueltas alrededor del sol. Para aquellos eclesiásticos, la tierra debía ocupar el centro del mundo universo, y pretender lo contrario suponía infligir a la Escritura santa un agravio lindante con la blasfemia. Tuvo que pasar un siglo para que se reconociera el error y para que se cayera en la cuenta de que la importancia de la tierra no dependía de su localización en el espacio. Los creyentes sufrieron mucho en el siglo XIX ante las declaraciones de Marcelin Berthelot en el sentido de que “en adelante, el universo no guardará secreto alguno para los sabios”. En esa línea, es razonable pensar que llegue el día en, que se prescinda de “la hipótesis de Dios” forjada en los siglos oscuros de la ignorancia.” Sin embargo, el objeto de la ciencia no es más que lo observable y lo medible, y Dios no es nulo uno ni lo otro.

Para demostrar que Dios no existe, sería menester que lo que vosotros llamáis “la ciencia” descubriera un primer elemento que no tuviera causa, que existiera por él mismo, y cuya presencia explicara todo lo demás sin dejar nada fuera. Y justamente ese elemento es lo que nosotros llamamos Dios.

Extracto de “Preguntas sobre Dios”, Rialp, Madrid 1991, pp. 70-71.

——————————————————————————– El autor, André Frossard André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

Ateo perfecto, ni se planteaba el problema de Dios El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: “Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…) El mundo: material y explicable Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…) No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Fascinado por Marx Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…) El domingo El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…” Navidad sin sentido En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Sus padres unidos por el socialismo Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

La política llenaba la vida familiar Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…) Jesucristo hubiera sido de los suyos Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”.

Encontró a Dios sin buscarlo Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios. Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

Cómo lo encontró No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…) Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…) Una revolución exraordinaria Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó. Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Best-seller mundial Frossard escribió el libro de su conversión, “Dios existe. Yo me lo encontré” (Editorial Rialp), que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

Fernando Ocáriz, “Sobre la Declaración Dominus Iesus”, 28.IX.00

Señalar obstáculos no es crearlos.

Continuar leyendo “Fernando Ocáriz, “Sobre la Declaración Dominus Iesus”, 28.IX.00″

Paul Johnson, “Devolvamos a Dios su sitio”, Nueva Revista, VI-VII.96

Fuerzas aparentemente irresistibles se agotan de repente sin avisar y modas dominantes se desvanecen, mientras reliquias a medio deshacer sobreviven. Los hombres y las ideas del ayer siguen su camino paso a paso, sin detenerse.

El gran acontecimiento del siglo xx ha sido la Muerte de Dios. Y ha sido un acontecimiento frustrado. Los intelectuales decimonónicos no estaban de acuerdo con la idea de Nietzsche de que Dios ya había muerto, pero estaban seguros de que sí lo estaría hacia el año 2000. Durante el siglo XX, los intelectuales han dado por sentado que la idea de Dios desaparecería prácticamente en el mundo occidental, y que sólo las sociedades atrasadas conservarían esa “superstición” religiosa. Y sin embargo, aquí estamos, al final de lo que supuestamente iba a ser el primer siglo de ateísmo, con Dios vivo y coleando, reinando en los corazones de miles de millones de personas en todo el mundo. Por supuesto, que gracias al crecimiento de la población hoy hay más gente que cree en Dios que a comienzos de siglo, y evidentemente, también hay más agnósticos; pero también creo que no hay más ateos que antes. El número de personas dispuestas a afirmar con contundencia que Dios no existe se ha reducido significativamente desde aquellos “buenos tiempos” del ateísmo organizado, a finales del pasado siglo: la Universidad de Oxford, bastión de las causas perdidas, ha nombrado hace poco a Richard Dawkins primer catedrático de Ateísmo: todo un síntoma. A finales del siglo XX, el porvenir de Dios es, en efecto esperanzador; incluso podría convertirse en Su siglo por excelencia. En el siglo XIX venerábamos el Progreso. Era algo real, visible, avanzaba con rapidez y resultaba, por regla general, benéfico, pero las desastrosas consecuencias de la Primera Guerra Mundial le hicieron perder su sentido y orientación. El Progreso había defraudado a la humanidad. Así pues, volvimos el rostro hacia la Ideología -hacia el comunismo, el fascismo, el “freudianismo”, e incluso hacia otros “ismos” más sombríos-. El siglo XX ha sido “la Edad de la Ideología” como el XIX lo fue del Progreso. Pero la Ideología también decepcionó a sus partidarios, y finalmente se hizo añicos a comienzos de los 90..

Una de las cosas que enseña la Historia acerca del género humano es que no podemos vivir sin creer en algo: la falta de creencias nos resulta insoportable. Quizá Dios, después de luchar por su supervivencia a lo largo del siglo xx, llene el vacío del siglo XXI y se convierta así en el heredero universal de aquellos titanes muertos. Llevo tiempo reflexionando sobre esta posibilidad, porque estoy a punto de publicar un pequeño estudio sobre Dios titulado The Quest for God: A Personal Pilgrimage (A la busqueda de Dios: un peregrinaje personal), que no será primordialmente, una obra piadosa; es una investigación, una pesquisa, aunque soy el primero en reconocer que no del todo lograda. Lo he escrito para satisfacer algo que percibo como una necesidad generalizada. Cuando las conversaciones empiezan a girar -lo que suele suceder- en torno a qué nos creemos hoy, suelo preguntar a la gente si cree en Dios: normalmente me responden con un sí: pero si insisto en lo que quieren decir con eso, dan la callada por respuesta o apartan la pregunta con bromas del tipo “estás yendo demasiado lejos, querido Watson” o “detalla más tu pregunta”. A la gente no le gusta decir “no sé”, o admitir que, por el momento, han pospuesto su reflexión sobre el significado de Dios, o sobre el hecho de aceptar Su existencia. Procuran evitar pensar sobre Dios de la misma forma que preferirían no pensar en la muerte -en la de ellos, quiero decir-. Incluso si intentan reflexionar sobre Dios, no saben cómo hacerlo. Por eso, me decidí a escribir un libro, para ordenar mis ideas sobre Dios, con la esperanza de que su lectura ayudaría a otras gentes a hacer lo propio con las suyas..

He abarcado en él la mayoría de las cuestiones, incluso las más complicadas, como por ejemplo: quién es Dios, por qué creó el Universo, cómo lo gobierna -si es que realmente lo hace- y por qué permite que prospere el mal. Hablo de los animales y de la posibilidad de que tengan alma, de la tierra y su futuro, de la probabilidad de vida en otros mundos, y de cómo afectaría eso a la idea de “nuestro” Dios. Y me he ocupado de las Postrimerías: la Muerte, el Juicio Final, el Cielo y el Infierno, y finalmente, de la oración, el asunto de mayor trascendencia, pues constituye nuestra forma de ponernos en contacto con ese misterioso Ser..

Escribir este libro ha revestido más dificultades de las que hubiera podido imaginar, porque descubrí las carencias y los abismos de incertidumbre y duda que albergaba en mi interior. Creí que tendría respuesta para la mayoría de las preguntas, pero caí en la cuenta de las pocas que tenía, por lo que tuve que estudiar todo de nuevo y dedicar muchísimas horas a la lectura. Pero estoy satisfecho del esfuerzo realizado porque ahora tengo las cosas mucho más claras que antes. También mi fe es más firme y, sobre todo, estoy inmensamente satisfecho de haber conseguido conservar prácticamente intactas, de una forma u otra, y a través de los avatares sufridos durante seis décadas, las creencias que me enseñaron mis padres. La fe en un Dios justo y todopoderoso es el mayor de los regalos. Podemos preferir nacer guapos o ricos, listos o atractivos, pero la fe es una herencia mucho más valiosa que cualquiera de esos dones..

Cuando paso el fin de semana en Londres voy a misa de once al convento de los Carmelitas de la calle Kensington Church. Esta misa, cantada en latín, con una sencilla homilía, y en la que todos los asistentes comulgan, representa todo el esplendor y atractivo del catolicismo. Después de la misa suelo tomar café, con Antonia Fraser, mi amiga de siempre y colega, y a menudo hablamos de la suerte que es ser católicos y tener acceso a este sustento espiritual único; puede sonar a complacencia, pero no es más que humilde gratitud. Nuestra fe es una especie de armadura que, lo merezcamos o no, nos protege frente a los ataques y sinsabores de la vida, y nos hace sentirnos seguros y privilegiados en su seno.

Me gustaría que todo el mundo tuviera algo parecido, y aunque no hago proselitismo, sí rezo por la conversión de las personas que quiero y, por supuesto, por la de toda la humanidad. Estoy deseando medir mis fuerzas en un debate con los adalides del otro lado. Si Dawkins, el catedrático de Ateísmo de Oxford, quiere debatir conmigo, me da lo mismo discutir acerca de la existencia de Dios en la radio, en la televisión o en cualquier otro foro público: ya ha llegado el momento de asumir con firmeza las propias creencias y defenderlas. A medida que se acerca el nuevo milenio, tengo la impresión de que este fermento de religiosidad que ya existe se multiplicará. Muchos renacimientos religiosos han brotado de lo más profundo de la sociedad. El cristianismo mismo empezó como una religión para los pobres, para las mujeres, los desfavorecidos, los parias. Puede que ocurra de nuevo así, pero sospecho que más bien prenderá -al menos en mi país- entre las clases altas, entre los intelectuales y las gentes instruidas. A mi juicio, vamos a vivir tiempos apasionantes en los próximos años, al comienzo de un nuevo siglo en el que Dios encontrará de nuevo su plena justificación. La batalla será encarnizada. Si tengo fuerzas, estaré en primera línea de combate.

Tomado de NUEVA REVISTA, nº 45, Junio-Julio 1996, pp. 66-69.

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad y cultura”, Madrid, 16.II.2000

Reflexiones a propósito de la encíclica "Fides et ratio".

Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Fe, verdad y cultura”, Madrid, 16.II.2000″

Joseph Ratzinger, “Debate sobre la existencia de Dios”, Zenit, 23.IX.2000

Debate entre Joseph Ratzinger y Flores d"Arcais. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Debate sobre la existencia de Dios”, Zenit, 23.IX.2000″

Joseph Ratzinger, “Sin Dios, hay demasiados infiernos en esta tierra”, París, 6.IV.2001

Para el cardenal Joseph Ratzinger el infierno es en realidad la ausencia de Dios, como lo demuestran los acontecimientos del siglo XX y hechos a los que aluden palabras tan terribles como Auschwitz, archipiélago Gulag o nombres como Hitler, Stalin o Pol Pot. El prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe expuso esta reflexión al pronunciar la última intervención de Cuaresma en la catedral de Notre-Dame de París por invitación del cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de esa ciudad. El texto ha sido publicado por el diario católico «La Croix». Para Ratzinger la definición del infierno es precisamente vivir en la ausencia de Dios. El cardenal alemán aseguró que basta dar una ojeada al siglo pasado para percatarse: «Estos infiernos fueron fabricados –dijo el cardenal– para preparar un mundo futuro de hombres que se bastaran a sí mismos, convencidos de no tener ya necesidad de Dios». «Donde no hay Dios, despunta el infierno, y el infierno persiste sencillamente a través de la ausencia de Dios», añadió. Lo más paradójico, continuó constatando, es que esta exclusión de Dios se hace de manera sutil, casi siempre afirmando que se quiere el bien de los hombres. «Cuando hoy se hace comercio de órganos humanos, cuando se fabrican fetos para disponer de órganos de reserva o para hacer progresar la investigación y la medicina preventiva, muchos consideran como implícito el contenido humano de estas prácticas, pero el desprecio del hombre que está debajo –cuando se usa y se abusa del hombre– conduce, se quiera o no, al descenso a los infiernos». El cardenal subrayó que la respuesta de los cristianos a estas situación, en los albores del tercer milenio, «es al mismo tiempo sencilla e inmensa: testimoniar a Dios, abrir ventanas de par en par y cuidar así que su luz pueda brillar entre nosotros, de manera que podamos dejar espacio a su presencia. Demos la vuelta a las cosas: donde está Dios, está el cielo; a pesar del precio de las miserias de nuestra existencia, la vida se ilumina». Zenit, ZS01041002

Joaquín Monrós, “Mi querido agnóstico”, Arvo, 19.III.02

Un físico divulgador de la teoría de la relatividad de Einstein, en una entrevista reciente, afirma de aquel genio del siglo XX: “Tenía una creencia: creía que nuestra inteligencia nos hace ver las cosas separadas, pero que detrás de esa apariencia se oculta la unidad de todo lo creado por Dios.” Es conocida la expresión de Einstein: “Dios no juega a los dados”, aludiendo a que actúa por finalidades precisas, gracias a lo cual es posible conocerle, investigar, etc.. Albert Einstein, en “The evolution of physic”, (New York 1938), argumentó con especial énfasis que el hombre de ciencia necesita poseer una “profunda fe” para alcanzar la certeza de que las reglas válidas para el mundo de la existencia es racional, es decir, es comprensible para la razón. No concebía un científico sin esa fe. Es evidente que esa manifestación de sus pensamientos tenía que provenir de lo más profundo de sus convicciones. La medida de esa profundidad se puede apreciar muy claramente en la más famosa de sus afirmaciones: “La ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega” Por contraste, al leer en los periódicos, o escuchar en las entrevistas que alguien se define “agnóstico”, me recuerda un simpático artículo de Louis de Wohl titulado así: ¡Mi querido agnóstico!. Reproduzco sus argumentos ya que pueden aclarar la ternura que produce semejante declaración y el esfuerzo que hay que hacer para continuar leyendo o escuchando después de esta personal afirmación.

Escribe de Wohl, en “Adán , Eva y el mono”, (p. 169): “Muchas veces me he preguntado si usted seguiría llamándose a sí mismo agnóstico, si supiera que esta palabra no quiere decir otra cosa que «ignorante». Quizás… con una discreta alusión al sabio Sócrates, que también declaró que no sabía casi nada. Pero muchos de vosotros se llaman a sí mismos agnósticos sin haber oído jamás hablar de Sócrates. La fórmula básica de vuestro pensamiento viene a ser así: «No tengo suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de que no existe. Por tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo».

Esto estaría muy bien si usted no se conformara con ello. Pero eso es precisamente lo que hace la mayoría de ustedes. Y no correrían ustedes ese riesgo en cualquier otra actividad humana. Si al señor A le aseguraran que a una hora de ferrocarril alguien esperaba su visita para entregarle quinientas mil pesetas y el señor B le dijera que eso no puede ser verdad, ¿se quedaría usted tan tranquilo sin hacer nada (siempre en el supuesto de que tanto el señor A como el señor B sean igualmente personas dignas de confianza)? ¿No intentaría usted por lo menos informarse?. No deja uno de lado sin más quinientas mil pesetas. Pero a Dios si le deja de lado.

Del ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios, no puede esperarse que continúe buscando. Pero al agnóstico no se le puede permitir. Mientras admita que quizás sí pudiera existir Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si permanece en su ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que demostrar su total indiferencia ante el problema. No es ni «ardiente» como creyente, ni «frío»como ateo: es tibio; y de los tibios dice el Espíritu Santo, en el Apocalipsis, la espantosa frase de que «Dios los vomitará de su boca».

Y la búsqueda deberá ser honrada. No sirve «convencerse» de la no existencia de Dios, dejándose servir un par de “slogans” más o menos plausibles. ¡Quien busca honradamente, halla! Ser agnóstico puede aceptarse. Pero continuar siéndolo…, eso sólo puede llevar a la perdición.” Santo Tomás empleando un tono sencillo y directo, tan sólo un año antes de morir, al predicar unos sermones de Cuaresma en Nápoles, pone también en evidencia la ignorancia del agnóstico. Al explicar el primer artículo del Credo apelaba al argumento teleológico (finalístico) de este modo: “Debe considerarse qué significa el nombre Dios, que no es otra cosa sino el gobernador y provisor de todas las cosas. Por tanto cree que Dios existe el que cree que todas las cosas de este mundo están gobernadas y previstas por Él. Quien cree que todo sucede por casualidad, no cree que existe Dios. Pero no se encuentra nadie tan tonto que no crea que las cosas naturales sean gobernadas, previstas y dispuestas, ya que proceden según el orden y tiempos ciertos. En efecto, vemos que el sol, la luna y las estrellas, y todas las demás cosas naturales guardan un curso determinado, lo cual no sucedería si se diese por casualidad: de donde, si hubiese alguien que no creyera que Dios existe, sería tonto”. Resalta en ese texto el tono sencillo y directo, acorde con el carácter popular de la predicación cuaresmal.

Me permitiría aconsejar a mi querido agnóstico un reciente libro titulado “La mente del universo” (Pamplona 1999), que ha causado impacto en la comunidad científica internacional. Su autor Mariano Artigas, es doctor en ciencias físicas y en filosofía, profesor de filosofía de la naturaleza y de las ciencias. En los últimos años ha recibido un premio y una ayuda de investigación de la Fundación Templeton de los Estados Unidos.

De esta obra han hecho elogiosos comentarios científicos e investigadores como el Martin Hewlett, Departamento de Biología molecular y celular, Universidad de Arizona que dice: ”El libro de Artigas debería ser leído por todos los que comienzan a estudiar ciencias, y también por todos los que se dedican a enseñarles”.

William E. Carroll, del Departamento de Historia, Cornell College (Iowa, (USA) afirma: “Artigas demuestra un dominio impresionante de los temas fundamentales de las ciencia naturales, de la filosofía y de la religión. La mente del universo es una contribución importante al estudio interdisciplinar de la ciencia y la religión” La religión evita las mitificaciones. Es el conocimiento y la inteligencia de que no somos lo último ni somos el Origen. El Origen es Dios. Porque conoce a Dios, el hombre es capaz de no fabricar mitos (ídolos), de experimentarse incompleto, aunque con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le aparecen entonces como productos y, en su caso, como instrumentos. Nunca como absolutos, porque hay un sólo Absoluto, que es Dios.

A todos dice el salmista (S.19,1): “Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento las obras de sus manos”