César Vidal, “Isabel ¿santa o villana?”, Calibán, 1.X.2002

Acusada de intolerante, racista e incluso sucia, Isabel la Católica vuelve a ser noticia una vez más en virtud de la publicación de varios libros relacionados con ella y el relanzamiento de su causa de beatificación. Sin embargo, ¿cómo fue realmente Isabel la Católica? La utilización que el régimen de Franco hizo de los Reyes Católicos facilitó la tarea de todos aquellos que sentían por otras razones una especial repulsión hacia su legado y deseaban denigrarlo. Los enemigos de la memoria relacionada con los Reyes Católicos han ido históricamente de los republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional consumada – que no iniciada – por Isabel y Fernando. Sobre estas razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de leyendas especialmente contrarias a la reina de Castilla tachándola de sucia, intolerante, fanática y racista. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste la más elemental confrontación con las fuentes históricas. Empecemos por la leyenda relativa a una Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara. Lo que nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de pulcritud sorprendente para su época; que se esforzó por hacer extensivas al conjunto de la población sus normas de conducta acentuadamente higiénica; que los informes de los médicos de la corte señalan su especial preocupación “por la higiene o los alimentos”. No menos difícil de sostener es la acusación de racista lanzada sobre Isabel. No sólo fue ella la principal inspiradora de las Leyes de Indias que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho frente a las codicias de no pocos sino que además el número de judíos que trabajaron para ella antes y después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Nombres de gente de estirpe judía como Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Alvarez de Toledo o el padre Mariana entre otros muchos son muestra de hasta qué punto Isabel no fue nunca racista. Este tipo de ataques ha intentado sostenerse sobre todo en episodios como la Expulsión de los judíos y el final de la Reconquista. La expulsión de los judíos significó un conjunto de dolorosísimos dramas humanos pero en su época la acción distó mucho de tener esa connotación tan negativa. Las fuentes históricas nos muestran no sólo que la medida fue precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o Alemania sino que incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no actuaron movidos por el ánimo de lucro. En su momento, la decisión estuvo además relacionada con el proceso de Yuçé Franco y otros judíos que confesaron haber matado a un niño en la localidad de la Guardia en un remedo blasfemo de la Pasión de Jesús y, muy especialmente, con los intentos de ciertos sectores del judaísmo hispano por traer de vuelta a la fe de sus padres a algunos conversos. Actualmente, los historiadores tienden a considerar el caso del niño de la Guardia como un fraude judicial pero lo cierto es que en aquella época las formalidades legales se respetaron escrupulosamente y este hecho, unido a la gravedad del crimen, provocó una animadversión en la población que, en apariencia, sólo podía calmarse con la expulsión de un colectivo odiado. Por otro lado, Isabel se preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas poblaciones como la actual Fresno el Viejo. Por si fuera poco, durante los ciento cincuenta años siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre – habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría – y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones europeas. Aún más fácil de comprender resulta el final de la Reconquista. Que los Reyes Católicos, tras reunir los territorios de Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada había capitulado, los judíos danzaran para celebrarlo ya que también ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana. Sin embargo, la grandeza – grandeza difícilmente negable – de Isabel de Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de escasa consistencia sino en que fue una reina verdaderamente excepcional en lo político, en lo humano y en lo espiritual. Por ejemplo, supo comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al incremento de la presión fiscal. Asimismo fue enemiga resuelta de las conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de 27 de enero de 1500. Además, en agudo contraste con la figura de su hermanastro y antecesor Enrique IV el Impotente, Isabel fue partidaria de una adjudicación de funciones públicas que no derivara del favor real sino de los méritos del aspirante. Esa circunstancia basta por sí sola para explicar buena parte de los méritos de gestión del reinado y, especialmente, el deseo que Isabel tenía de que las mujeres pudieran recibir una educación académica similar a la de los hombres. Como ella misma diría “no es regla que todos los niños son de juicio claro y todas las niñas de entendimiento obscuro”. Aún más notable es el aspecto humanitario de la personalidad de la reina. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia de que Colón había traido de América indígenas a los que había vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en libertad con cargo a las arcas del reino. Aunque fue una excelente mujer de estado, Isabel no dejó jamás de mostrar una profunda preocupación por la suerte de los más débiles y desfavorecidos. A ella hay que atribuirle el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para viudas y huérfanos de guerra – una disposición tomada después de la guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban exhaustas – o la creación de los primeros hospitales de campaña durante la guerra de Granada. A todo lo anterior hay que añadir su ejemplaridad de vida o, de manera muy especial, su celo por la expansión del Evangelio por encima de cualquier otra consideración. Desde luego, el descubrimiento y la posterior colonización de América son incomprensibles sin una mención cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento por Isabel la Católica y recogidas en diferentes documentos de la época. Todo ello explica que su figura fuera muy estimada en su época y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de la santidad. De hecho, los ataques contra su persona procedieron exclusivamente de enemigos que temían lo que representaba e históricamente se han caracterizado por su falacia. Poco ha cambiado al respecto. En la actualidad, los ataques contra Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica – como muestra la leyenda de su camisa sucia – o de una repugnancia ante sus logros excepcionales. En contra de esa visión marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la época y las opiniones favorables de personajes de la talla de Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott, Ludwig Pfandl, Marcel Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o incluso Johnson y Eisenhower, ambos presidentes de Estados Unidos, entre muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.

César Vidal, “Isabel ¿santa o villana?”, Calibán, 1.X.02

Acusada de intolerante, racista e incluso sucia, Isabel la Católica vuelve a ser noticia una vez más en virtud de la publicación de varios libros relacionados con ella y el relanzamiento de su causa de beatificación. Sin embargo, ¿cómo fue realmente Isabel la Católica? La utilización que el régimen de Franco hizo de los Reyes Católicos facilitó la tarea de todos aquellos que sentían por otras razones una especial repulsión hacia su legado y deseaban denigrarlo. Los enemigos de la memoria relacionada con los Reyes Católicos han ido históricamente de los republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional consumada – que no iniciada – por Isabel y Fernando. Sobre estas razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de leyendas especialmente contrarias a la reina de Castilla tachándola de sucia, intolerante, fanática y racista. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste la más elemental confrontación con las fuentes históricas. Empecemos por la leyenda relativa a una Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara. Lo que nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de pulcritud sorprendente para su época; que se esforzó por hacer extensivas al conjunto de la población sus normas de conducta acentuadamente higiénica; que los informes de los médicos de la corte señalan su especial preocupación “por la higiene o los alimentos”. No menos difícil de sostener es la acusación de racista lanzada sobre Isabel. No sólo fue ella la principal inspiradora de las Leyes de Indias que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho frente a las codicias de no pocos sino que además el número de judíos que trabajaron para ella antes y después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Nombres de gente de estirpe judía como Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Alvarez de Toledo o el padre Mariana entre otros muchos son muestra de hasta qué punto Isabel no fue nunca racista. Este tipo de ataques ha intentado sostenerse sobre todo en episodios como la Expulsión de los judíos y el final de la Reconquista. La expulsión de los judíos significó un conjunto de dolorosísimos dramas humanos pero en su época la acción distó mucho de tener esa connotación tan negativa. Las fuentes históricas nos muestran no sólo que la medida fue precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o Alemania sino que incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no actuaron movidos por el ánimo de lucro. En su momento, la decisión estuvo además relacionada con el proceso de Yuçé Franco y otros judíos que confesaron haber matado a un niño en la localidad de la Guardia en un remedo blasfemo de la Pasión de Jesús y, muy especialmente, con los intentos de ciertos sectores del judaísmo hispano por traer de vuelta a la fe de sus padres a algunos conversos. Actualmente, los historiadores tienden a considerar el caso del niño de la Guardia como un fraude judicial pero lo cierto es que en aquella época las formalidades legales se respetaron escrupulosamente y este hecho, unido a la gravedad del crimen, provocó una animadversión en la población que, en apariencia, sólo podía calmarse con la expulsión de un colectivo odiado. Por otro lado, Isabel se preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas poblaciones como la actual Fresno el Viejo. Por si fuera poco, durante los ciento cincuenta años siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre – habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría – y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones europeas. Aún más fácil de comprender resulta el final de la Reconquista. Que los Reyes Católicos, tras reunir los territorios de Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada había capitulado, los judíos danzaran para celebrarlo ya que también ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana. Sin embargo, la grandeza – grandeza difícilmente negable – de Isabel de Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de escasa consistencia sino en que fue una reina verdaderamente excepcional en lo político, en lo humano y en lo espiritual. Por ejemplo, supo comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al incremento de la presión fiscal. Asimismo fue enemiga resuelta de las conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de 27 de enero de 1500. Además, en agudo contraste con la figura de su hermanastro y antecesor Enrique IV el Impotente, Isabel fue partidaria de una adjudicación de funciones públicas que no derivara del favor real sino de los méritos del aspirante. Esa circunstancia basta por sí sola para explicar buena parte de los méritos de gestión del reinado y, especialmente, el deseo que Isabel tenía de que las mujeres pudieran recibir una educación académica similar a la de los hombres. Como ella misma diría “no es regla que todos los niños son de juicio claro y todas las niñas de entendimiento obscuro”. Aún más notable es el aspecto humanitario de la personalidad de la reina. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia de que Colón había traido de América indígenas a los que había vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en libertad con cargo a las arcas del reino. Aunque fue una excelente mujer de estado, Isabel no dejó jamás de mostrar una profunda preocupación por la suerte de los más débiles y desfavorecidos. A ella hay que atribuirle el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para viudas y huérfanos de guerra – una disposición tomada después de la guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban exhaustas – o la creación de los primeros hospitales de campaña durante la guerra de Granada. A todo lo anterior hay que añadir su ejemplaridad de vida o, de manera muy especial, su celo por la expansión del Evangelio por encima de cualquier otra consideración. Desde luego, el descubrimiento y la posterior colonización de América son incomprensibles sin una mención cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento por Isabel la Católica y recogidas en diferentes documentos de la época. Todo ello explica que su figura fuera muy estimada en su época y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de la santidad. De hecho, los ataques contra su persona procedieron exclusivamente de enemigos que temían lo que representaba e históricamente se han caracterizado por su falacia. Poco ha cambiado al respecto. En la actualidad, los ataques contra Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica – como muestra la leyenda de su camisa sucia – o de una repugnancia ante sus logros excepcionales. En contra de esa visión marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la época y las opiniones favorables de personajes de la talla de Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott, Ludwig Pfandl, Marcel Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o incluso Johnson y Eisenhower, ambos presidentes de Estados Unidos, entre muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.

Luis Suárez, “La beatificación de Isabel la Católica y los judíos”, Zenit, 3.IV.03

«La beatificación de Isabel la Católica sería muy importante para las relaciones entre Europa y América».

Entrevista a Luis Suárez, historiador y testigo en el proceso de beatificación.

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Luis Suárez, “Isabel la Católica y los derechos humanos”, La Razón, 3.IV.02

Entrevista de Álex Navajas Continuar leyendo “Luis Suárez, “Isabel la Católica y los derechos humanos”, La Razón, 3.IV.02″

Luis Suárez, “Isabel de Castilla, mujer que reinó”, Alfa y Omega, 4.IV.2002

En torno a la propuesta de la Conferencia Episcopal Española, que mantiene estrecha comunicación con Hispanoamérica, para que se aceleren los trámites del proceso iniciado en 1958 en torno a las virtudes de Isabel la Católica, ha surgido una apasionada polémica, en que, curiosamente, la parte principal y más sonora corresponde a quienes están fuera de la Iglesia o, incluso, de toda religión. Esto obliga a preguntarse por las razones profundas de tal irritación. No se despiertan polémicas de esta especie en torno a otros personajes, magnificados en sus respectivos ámbitos. Para un católico la cuestión no puede ser más simple: la Iglesia cuenta con medios más que suficientes para examinar la muy copiosa documentación recogida, los argumentos a favor y en contra, tomando finalmente una decisión. No voy a cometer aquí el error de prejuzgar cuál pueda ser ésta. A mí me basta con decir que mi confianza en la Iglesia es tan completa que no me abriga la menor duda: ella sabrá bien, al final, lo que conviene hacer. Pues la cuestión no depende de nosotros, los historiadores, a quienes corresponde indagar cómo las cosas fueron en realidad.

No caigamos en dislates. Anda por ahí una página web en que se pretende decir que los judíos eran amenazados de muerte si no se bautizaban. Seriedad. Todo el mundo es libre de formular opiniones, pero la mentira es como una serpiente que devora a quien la produce. Otros pretenden decir que para ello tenía que conculcar derechos de ciudadanía. En el siglo XV, en todos los países, la ciudadanía estaba ligada al principio religioso, de modo que el no fiel podía ser un huésped tolerado y sufrido –ésta es la frase exacta que utilizan los documentos– pero no un súbdito. Al huésped, al que se le cobra una determinada cantidad por cabeza a cambio del derecho de estancia, se le podía suspender ese permiso. Lo habían hecho Inglaterra, Francia y todos los países europeos conforme llegaban a su madurez política. De modo que España fue el último. Se trata, en todo caso, de un error colectivo, general y no de una decisión personal. ¿Saben ustedes que el claustro de la Universidad de París se reunió para felicitar a los reyes por la medida que, al fin, habían tomado? Isabel fue, ante todo, una mujer. Tuvo la suerte de ser educada fuera de la Corte, librándose así de influencias perniciosas. Cuando fue mayor, ella se ocupó de los bastardos de su marido, de los del cardenal Mendoza y de los de la reina Juana, esposa de Enrique IV, justificando su conducta con el propósito de que no se perdieran. Por vez primera impuso a su marido la norma jurídica de que en Castilla las mujeres no sólo no transmiten derechos sino que pueden reinar. Y esta norma estaría vigente hasta principios del siglo XVIII en que, por razones de progreso ilustrado, se impuso la ley Sálica que nos produjo algunas hermosas guerras civiles en el siglo XIX. Firmó una ley que suprimía cualquier resto de servidumbre entre sus súbditos, después de que su marido hubiera resuelto, con admirable maestría, el problema de los remensas de Cataluña. Las tres personas que más influyeron, Teresa Enríquez, Beatriz de Silva, Hernando de Talavera compartieron el mismo grado de santidad… Si fray Hernando no está hoy en los altares, es porque –razones de humildad– los Jerónimos se prohibían a sí mismos promover procesos canónicos.

Una mujer que reinó. Es muy difícil, para nosotros, los historiadores, distinguir el papel que ella o su marido desempeñaron en los acontecimientos, ya que cuidaban mucho de aparecer juntos. Para ambos, el amor –y fue grande el que se profesaron– no era consecuencia de la atracción mutua sino del deber que conduce a una entrega. Así lo reconocieron en el momento final de su existencia. Reinar era llevar a nivel alto las obligaciones que significa la monarquía, que es aquella forma de Estado que se apoya, exquisitamente, en el cumplimiento de la ley. Tal vez lo que muchas mentalidades actuales encuentran intolerable es que afirmara, como todos los grandes pensadores de su tiempo, que la ley divina está por encima de todo: las leyes humanas positivas tienen que someterse a aquélla. En consecuencia, muchos aspectos que, hoy, resultan simplemente opinables, para las gentes de su generación, y para ella de un modo particular, estaban axiomáticamente establecidas y fuera de su control.

Probablemente es aquí en donde encontramos la clave de otras muchas cosas. Los reyes, que fueron oficialmente llamados Católicos, entendían que el Estado, naciente a la sazón, se encuentra supeditado a la noción del orden moral objetivo. Por eso, continuando una línea que el Papa Clemente VI iniciara a mediados del siglo XIV, reconocieron en los habitantes de las islas recién descubiertas a seres humanos dotados de los derechos esenciales inherentes a la persona humana, que no dependen de un acuerdo entre los hombres, sino de que son criaturas divinas. Ciertamente en esta línea de conducta –puede decirse que estamos en el primer tramo hacia la construcción de tal doctrina– ella se vio defraudada. Los encargados de ejecutar la empresa, buscando beneficios particulares, conculcaron y destruyeron muchas veces esos principios. Ésta es otra de las realidades que es preciso tener en cuenta.

Cuando, en 1958, se inició el proceso y se pidió a algunos historiadores que aportaran su ayuda y su consejo, recuerdo muy bien que una de las condiciones fundamentales que entonces se manejó consistía precisamente en esto: había muchos puntos oscuros; lo importante era descubrir la verdad, sin juicios previos, sin metas prefabricadas. Es mucho lo que se ha avanzado. Hoy estamos bastante seguros de las coordenadas personales y políticas que enmarcan este reinado excepcional. Pero los prejuicios, entre los que no saben Historia y por eso es fácil valerse de ella, siguen subsistiendo. Sólo la verdad puede otorgar la libertad de juicio. Confieso que cuanto más penetro en el conocimiento de aquel tiempo, de sus errores, de sus virtudes, de sus avances y de sus defectos, más crece la admiración por esta figura singular a quien Dios encomendó en este mundo los oficios más difíciles y más fecundos: el de mujer y el de reina. Pues allí nació España. Allí se afirmó esa veta de la modernidad que conduce, por la vía de la racionalidad y el libre albedrío, al derecho de gentes. Y ese amor recíproco hacia la Universidad, casa del saber, como aún puede leerse, en griego, en el frontis de la de Salamanca.

Jesús Sanz, “Si Isabel es santa, es problema de la Iglesia”, PUP, 4.III.02

Tal como informaba en ABC César Alonso de los Ríos, ha vuelto a ponerse sobre el tapete la canonización de Isabel la Católica. Hace poco tuve que reírme porque alguien dijo que la educación en España acusaba una excesiva influencia del cristianismo. Pero es cierto que, si no en la educación, en otros aspectos de nuestra sociedad lo cristiano mantiene aún un peso considerable. Es lógico, pues quince siglos de historia no se borran así como así. Pero choca que sean a veces los enemigos de la Iglesia quienes contribuyen a hacer notorio ese peso. Lo digo por lo a pecho que se suelen tomar este asunto de las canonizaciones. Lo lógico sería que si la Iglesia es, como ellos pretenden, una entidad anacrónica y totalmente en declive, les importara bastante poco que canonizasen a Isabel la Católica o a Paulino Uzcudun: allá los curas con sus cosas. Y, sin embargo, su grito en el cielo viene a confirmar que, de algún modo, el dictamen de la Iglesia tiene aún una relevancia no pequeña: vamos, que va a misa.

Personalmente, me encantaría tener una reina santa. Y más si no hubiese sido una simple “esposa de rey”, sino una competente administradora de la cosa pública. Pero sé también que en esto de las canonizaciones interviene también el factor de la oportunidad: durante mucho tiempo se paralizó la causa de los mártires españoles de la guerra civil, para evitar que fuesen instrumentados políticamente. Y los Reyes Católicos, a pesar del tiempo transcurrido, son aún signo de contradicción. Y está, claro, la cuestión de los judíos: ¿hasta qué punto merece la pena hurgar en una herida como esa y romper puentes hacia el diálogo? Desde luego, no creo que el asunto de la expulsión de los judíos merme un ápice la potencial santidad de la reina Isabel. No por lo que dice Alonso de los Ríos de que hay que tratar ese caso “a partir de los valores culturales de su tiempo”: lo que era pecado en el siglo XV lo es en el XXI, y si hay un episodio que haría dudar de la santidad de alguien en nuestra época, cabría dudar igualmente si sucede hace cinco siglos. Hitler y Stalin habrían sido igual de canallas en la edad del bronce.

Pero una cosa es llevar a cabo una acción de gobierno de todo punto inicua y otra tomar una decisión de Estado que, causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estima en conciencia digna de ejecutarse por el bien de los más. Si yo pensara, con bastante fundamento, que una minoría escasamente integrada en la nación y con unas fuertes señas de identidad conspira contra la seguridad del Estado, probablemente también me sintiera urgido a adoptar medidas drásticas. Por ejemplo, a exigirles fidelidad a las normas del juego democrático: que no de modo diferente se consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán al cabo de cinco siglos las leyes restrictivas sobre inmigración o las expulsiones de los ilegales, que me imagino deben de causarles bastante trastorno. Pero no veo impedido de llegar a los altares a quien ha de tomar esas medidas.

En fin, como dice Alonso de los Ríos, si la Iglesia canoniza o no a la reina Isabel, “es su facultad. Ella administra la política de ejemplaridad católica”. Y si la reina forma ya en la Iglesia triunfante, creo que le importará bastante poco figurar o no en una lista.

Francesco Pappalardo y otros, “Isabel de Castilla”, Arbil, 25.V.2002

Isabel de Castilla (1451-1504).

Isabel, cuyo proceso de beatificación está en camino, es modelo de vida para los regidores de los Estados, a los que muestra el camino de la caridad política; para los laicos, a los que enseña cómo perseguir el reino de Dios tratando las cosas temporales; para las familias y para las mujeres, como hija, hermana, esposa, madre cuidadosa y atenta de cinco hijos, en los que se volcó sin descuidar los asuntos de gobierno.

Los primeros años de reinado Isabel de Castilla nace en Madrigal de las Altas Torres, en las cercanías de Ávila, el 22 de abril de 1451, hija del rey Juan II (1405-1454) y de Isabel de Portugal (m. 1496), su segunda mujer. Desde los tres hasta los diez años de edad vive en Arévalo, también en las cercanías de Ávila, educada con amor por su madre y guiada espiritualmente por los franciscanos. Llamada a la corte de Segovia por su hermano, el nuevo soberano Enrique IV (1425-1474), da pruebas de madurez solicitando y consiguiendo el permiso de vivir en casa propia para escapar de la vida licenciosa de la Corte. A la edad de diecisiete años demuestra tener un carácter enérgico y decidido, rechazando las propuestas de los partidarios de su hermano menor Alfonso (1453-1468), fallecido prematuramente, para ser proclamada reina en lugar del rey Enrique, cuya política había suscitado la oposición armada de una parte de la nobleza y del país.

El 19 de octubre de 1469, tras haber rechazado numerosos pretendientes propuestos por el soberano, se casa con don Fernando (1452-1516), príncipe heredero de Aragón y rey de Sicilia, que se compromete a llevar a su fin junto con su consorte, apenas fuera posible, la Reconquista. Finalmente, a la muerte de su hermano Enrique, es coronada reina de Castilla y León el 13 de diciembre de 1474, en Segovia, donde consagra el reino a Dios, jura fidelidad a las leyes de la Iglesia y se compromete a respetar la libertad y los privilegios del Reino y a que reine la justicia.

La joven reina se encuentra a la cabeza de una sociedad rica en vitalidad y energía, pero debilitada por conflictos internos y por la administración poco diligente de sus predecesores. Desde el principio de su reinado convoca a toda la nación a asambleas generales para la elaboración del programa de gobierno y varias veces reúne las Cortes de Castilla, formadas por los representantes de la nobleza y del clero y por los delegados de las ciudades, a las que pide auxilium y consilium antes de tomar las decisiones más importantes. Gracias a la participación de la nación en la actividad reformadora y al respeto por las libertades regionales y por los fueros, Isabel goza de un amplio consenso, que le permite alcanzar en un tiempo breve la pacificación del país. Además ordena la redacción de un código válido para todo el Reino, que es publicado en 1484 con el título de Ordenanzas Reales de Castilla; preside casi semanalmente las sesiones de los tribunales y otorga pública audiencia a quienquiera que lo solicite. Su sentido de la justicia y su clemencia conquistan rápidamente el país.

Isabel contribuye también de manera importante a la reforma de la Iglesia en Castilla, merced al apoyo del Papa Alejandro VI (1492-1503), que le concede amplios poderes, y a la ayuda del franciscano Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517), su confesor y luego arzobispo de Toledo. La reforma del clero y de las órdenes religiosas favorece la formación de un episcopado muy preparado y a la altura de los servicios universales a los que la Iglesia española será muy pronto llamada, como también la aparición de una legión de santos -entre ellos san Ignacio de Loyola (1491-1556) y santa Teresa de Ávila (1515-1582)- y de misioneros, que alcanzarán notoriedad especialmente en la evangelización de las Canarias, del emirato musulmán de Granada, de las Américas y de las Filipinas.

Isabel promociona también los estudios eclesiásticos, fundando numerosas universidades -primero la de Alcalá de Henares, que se convierte en el centro más importante de estudios bíblicos y teológicos del Reino-, y creando colegios y academias para laicos de ambos sexos, que dan a España una clase dirigente bien preparada y una nómina de hombres de vasta cultura y de profunda religiosidad que en los años venideros ofrecerán contribuciones importantes al Renacimiento español, que será ampliamente cristiano, a la Reforma católica y al Concilio de Trento (1545-1563).

La Inquisición y la expulsión de los judíos La defensa y la difusión de la fe constituyen la preocupación principal de Isabel, que para conseguirlo solicita y obtiene del Pontífice la creación de un tribunal de la Inquisición, considerada necesaria para encarar la amenaza representada por las falsas conversiones de judíos y de musulmanes.

En los reinos de la península ibérica los judíos, muy numerosos, tenían desde siglos un estatuto no escrito de tolerancia y gozaban de una protección particular por parte de los soberanos. En cambio, las relaciones a nivel popular entre judíos y cristianos eran muy difíciles, sobre todo porque a los primeros no sólo se les consentía tener abiertas las tiendas en ocasión de las numerosas festividades religiosas, sino también efectuar préstamos con intereses, en una época en la que el dinero no era considerado como un medio para conseguir la riqueza. La situación se complicaba aún más por la presencia de numerosos conversos, o sea, de judíos convertidos al catolicismo, que dominaban la economía y la cultura, pero que a veces mostraban una adhesión puramente formal a la fe católica y celebraban en público ritos inequívocamente judaicos. Cuando Isabel asciende al trono la convivencia entre judíos y cristianos está muy deteriorada y el problema de los falsos conversos -según el autorizado historiador de la Iglesia Ludwig von Pastor (1854-1928)- era de una dimensión tal que incluso llegaba a cuestionar la existencia o no de la España cristiana.

Solicitado por Isabel y por su marido Fernando de Aragón -que inútilmente habían impulsado una campaña pacífica de persuasión para con los judaizantes- el 1 de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV (1471-1484) crea la Inquisición en Castilla, con jurisdicción solamente para los cristianos bautizados. Por lo tanto, ningún judío fue jamás condenado como tal, mientras que fueron condenados los que se fingían católicos para conseguir ventajas. La Inquisición, arremetiendo sobre un porcentaje reducido de conversos y moriscos, acredita que todos los demás eran verdaderos conversos y que nadie tenía el derecho de discriminarlos o de atacarles con la violencia.

En los años posteriores a la creación de la Inquisición es de todas formas necesario proceder al alejamiento de los judíos de Castilla y de Aragón. Preocupados por la creciente infiltración de los falsos conversos en los altos cargos civiles y eclesiásticos y por las graves tensiones que debilitan la unidad del país, el 31 de marzo de 1492 Isabel y Fernando se ven obligados a revocar el derecho de residencia a los judíos no conversos. Los dos soberanos, esperando la conversión de la gran mayoría de los judíos y la permanencia en sus lugares, hacen preceder la medida por una gran campaña de evangelización.

De Granada a San Salvador La tensión hacia la unidad religiosa, mucho más comprensible en una época en la que la adhesión de los ciudadanos a la misma fe era el elemento fundante de los Estados, alienta también la lucha plurisecular por la liberación del territorio ibérico de la dominación musulmana. La definitiva conquista de los últimos baluartes andaluces es gloria de todos los españoles, pero en particular de Isabel, que por llevar a buen término la Reconquista entrega todas sus energías y su dinero, manda construir carreteras y ciudades, recluta tropas de élite, atiende a la asistencia de heridos y de enfermos.

La victoria sobre los musulmanes, sancionada por la capitulación de Granada el 2 de enero de 1492, tras diez años de combates, es el acontecimiento más importante de la política europea de su tiempo y provoca gran júbilo en todo el mundo cristiano. El entusiasmo religioso y nacional que sostiene la empresa explica también el hecho de que los soberanos acojan el proyecto, aparentemente irrealizable, de Cristóbal Colón (1451-1506): las Capitulaciones de Santa Fe, el documento en el que se ponía en marcha su expedición, son, justamente, firmadas en el cuartel general de Granada, dos meses después de la reconquista de la ciudad.

La esperanza de Isabel es la de conducir a otros pueblos a la verdadera fe y no repara ni en gastos ni en dificultades para honrar los compromisos con Alejandro VI, que había concedido a los soberanos el derecho de patronazgo sobre las nuevas tierras a cambio de precisas obligaciones de evangelización. La reina, que ya en 1478 había hecho liberar a los esclavos de los colonos en las Canarias, prohíbe enseguida la esclavitud de los indígenas en el Nuevo Mundo y la decisión es respetada por todos sus sucesores. Merced al compromiso de Isabel y de sus sucesores el encuentro entre pueblos tan distintos, como los ibéricos y los indios americanos, es muy fecundo, alienta una auténtica integración racial -que se realiza bajo el signo del catolicismo, sin encontrar las dificultades típicas de la colonización de tipo protestante- y establece el nacimiento de una nueva y original civilización cristiana.

A finales de 1494 el Papa Alejandro VI concede a Fernando y a Isabel el título de Reyes Católicos como recompensa por sus virtudes, por el celo en defensa de la fe y de la Sede Apostólica, por las reformas aportadas en la disciplina del clero y de las órdenes religiosas, y por el sometimiento de los moros.

La reina, no obstante las graves desventuras familiares que afligen los últimos años de su vida -el fallecimiento de su único hijo varón, Juan (1478-1497), de su joven hija Isabel (1470-1498), de su nieto Miguel, además de la ofuscación mental de su hija Juana (1479-1555)-, jamás falta a sus obligaciones. Combativa hasta el final y animada por una fe heroica, muere en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504.

La causa de beatificación A pesar de que entre sus contemporáneos fuera casi unánime la aprobación de las virtudes de Isabel y la admiración por su vida ejemplar, la difusión de una “leyenda negra” sobre la España católica, las guerras de religión y la dificultad de consultar los documentos retrasan abundantemente la apertura de la causa de beatificación. Pero la fama de santidad de la reina crece con el paso de los siglos y con el proceder de la investigación histórica, hasta que en 1958 se abre en la diócesis de Valladolid la fase preliminar del proceso de canonización, con la constitución de una comisión de expertos llamada a examinar más de cien mil documentos conservados en los archivos de España y del Vaticano. El 26 de noviembre de 1971 se instruye el proceso ordinario diocesano, que concluye tras la celebración de ochenta sesiones; el proceso apostólico en Roma se abre el 18 de noviembre de 1972 y, tras catorce años de trabajos, se lleva a cabo la composición de la Positio historica super vita, virtutibus et fama sanctitatis de la sierva de Dios, de la cual seis consultores de la Congregación de las Causas de los Santos, en la reunión del 6 de noviembre de 1990, expresan un juicio positivo. Los actos son trasladados a una comisión teológica para que se pronuncie sobre el mérito de la causa, pero el íter recibe un frenazo con ocasión del quinto centenario del descubrimiento y evangelización de América, que asistió al desencadenamiento de polémicas instrumentales por parte de cuantos consideran que la beatificación de la reina perjudicaría al espíritu ecuménico y que la creación del tribunal de la Inquisición y la “conquista” de América son obstáculos insuperables para el reconocimiento de la santidad de Isabel.

Un Comité Promotor de la Causa ha sido creado por alrededor de cincuenta cardenales, arzobispos y obispos de varias nacionalidades y por personajes ilustres del mundo católico para solicitar la beatificación de la sierva de Dios que -como afirma el canonista claretiano argentino Anastasio Gutiérrez Poza (1911-1998), postulador de la causa- es modelo de vida para los regidores de los Estados, a los que muestra el camino de la caridad política; para los laicos, a los que enseña cómo perseguir el reino de Dios tratando las cosas temporales; para las familias y para las mujeres, como hija, hermana, esposa, madre cuidadosa y atenta de cinco hijos, en los que se volcó sin descuidar los asuntos de gobierno. No obstante, su principal enseñanza consiste en el cuidado por el empeño misionero, que anima todas sus grandes empresas y que insta a proponerla como modelo de la primera y de la nueva evangelización del mundo en general y de Europa en particular.

Por Francesco Pappalardo, T. Angel Expósito y Jorge Soley Climent Para profundizar: Joseph Pérez, Isabella e Ferdinando, trad. It., SEI, Turín 1991; A. Gutiérrez Poza C.M.F., La serva di Dio Isabella la Cattolica, modello per la nuova evangelizzazione, entrevista realizada por el que suscribe, en Cristianità, año XX, n. 204, abril 1992, págs. 11-16; y Jean Dumont, Il Vangelo nelle Americhe. Dalla barbarie alla civiltà. Con un´appendice sul processo di beatificazione della regina Isabella la Cattolica, trad. It., con un prefacio de Marco Tangheroni, Effedieffe, Milán 1992.