Francisco J. Mendiguchía, “La suerte de tener un hijo listo”

Algunos pensarán que con el título de este libro, “Los problemas psicológicos de los hijos”, este capítulo sobra, y sin embargo esto no es así, porque la superdotación también puede producir problemas.

A propósito de esto, recuerdo que una vez entró un niño de seis años en mi consulta, se sentó en una silla delante de mi mesa de trabajo, me miró fijamente y me espetó a modo de saludo: «¡Odio a los psiquiatras!» Se trataba de un niño superdotado que tenía ya importantes problemas en el colegio y de conducta. Por ello había sido visto anteriormente por otros profesionales y el niño estaba ya harto de entrevistas y exámenes psicológicos.

Este ejemplo nos muestra que los superdotados pueden tener problemas psicológicos, algunos porque son personas como todo el mundo y tienen conflictos afectivos, emocionales, de relación o de conducta y otros, porque sus problemas son debidos precisamente a que son superdotados.

Realmente la denominación de superdotado es un poco ambigua, pues la superdotación puede no ser intelectual, sino de alguna otra capacidad o cualidad como son el arte, la música, la mecánica o el deporte y, sin embargo, cuando se habla de que un niño es un superdotado, todo el mundo entiende que posee unas cualidades intelectuales superiores.

El concepto de superdotado tampoco es superponible al de «niño precoz» o «niño prodigio» pues, aunque la mayoría de las veces el superdotado es también precoz, no sucede lo mismo a la inversa, no todos los niños precoces son superdotados.

¿Cuáles son los criterios para el diagnóstico de la sobredotación intelectual? Nos podemos servir de varios: rendimientos escolares, capacidad de liderazgo, conducta correspondiente a niños de mayor edad, curiosidad y avidez por conocer cosas nuevas, desarrollo precoz del lenguaje, etc. Realmente éstos no son más que indicadores ya que, el método más seguro, son los tests que miden el nivel mental, es decir los tests psicométricos, los normales o los esencialmente elaborados para estos casos.

Con arreglo a los resultados obtenidos con estos tests se puede definir como superdotado al que alcanza un nivel de 140. Hasta no hace mucho tiempo el listón estaba en los 130, pero lo mismo que se amplió la banda normal por abajo, se hizo también por arriba, por lo que la proporción de niños normales (a mi ya desaparecido amigo Dr. Díaz Mor le gustaba más la palabra «normativos») ha aumentado bastante en estos últimos veinte años.

De todas maneras, aun estirando el límite superior hasta un C. I. de 120, ¿qué pasa con los que se encuentran entre 120 y 140? Que les llamamos simplemente «listos» o «brillantes». Y por arriba, ¿hasta dónde se llega? Parece ser que los «genios» como Einstein tienen un C.I. alrededor de 180, aunque a estos niveles los tests sirven ya para muy poco y las cifras son más bien convencionales. El número de superdotados no se conoce muy bien, pero la mayoría de las estadísticas dicen que entre el 1 y el 3% de la población infantil tienen un C. I., por encima de 130, aunque sólo el 0,1% llega a tener un C.I. de 150 o más, mientras que el 6% de esta población pasan de un C. I. de 120.

¿Se hereda o no? Un problema que ha preocupado mucho a la gente desde siempre, es el de si la superdotación intelectiva se hereda. La verdad es que no lo sabemos muy bien, a pesar de que, ya en 1869, sir Francis Galton publicó su obra “Heredetary Genius” en la que parecía llegar a la conclusión de que sí, que era hereditario, aunque también formuló su ley de la «regresión a la medianía» por la que, si bien el hijo de un hombre muy lista es más listo que los demás, sin embargo no lo es tanto como su padre y lo mismo sucede con el nieto; otro tanto ocurre al revés: el hijo de un hombre no muy listo lo es más que su padre y su nieto más listo que los dos, con lo que se consigue evitar que, al cabo de muchas generaciones la humanidad quedara dividida en dos grandes grupos, el de los listos y el de los tontos.

A esta teoría genética se opuso enseguida la ambientalista o culturalista, que sostiene que los buenos resultados que se obtienen en los parientes de personas sobresalientes son debidos al medio ambiente en que se han desarrollado. La familia Bach ¿había heredado una superior capacidad musical o es que desde sus primeros años estuvieron oyendo buena música a todas horas? Esta lucha entre geneticistas y culturalistas no ha terminado aún, pero quizá los actuales avances de la genética permitan el descubrimiento del gen o genes responsables de eso que llamamos inteligencia; lo que sí sabemos es que hay que cultivarla desde los primeros años de la vida y que una alimentación insuficiente, como la de los países del tercer mundo, constituye un grave “handicap” para su desarrollo.

Otra cosa que preocupó mucho en tiempos pasados fue la posible relación entre genio y locura y entre genio y muerte. En relación con la posible temprana muerte de los genios tenemos el caso del niño alemán Ch. H. Heiniken, nacido en 1721, que a los cuatro años sabía leer, citar mil quinientos proverbios latinos y responder a cualquier pregunta sobre historia, pero que a los cinco años murió. En contraste con esta macabra historia, los alemanes tienen otra menos deprimente, la del niño Karl Wite que, a los nueve años, sabía francés, griego, latín e italiano, además del alemán, claro, que a los catorce recibió el título de doctor en Filosofía y que, sin embargo, murió octogenario.

En otros casos no es el temor a la muerte sino a la locura lo que preocupa a la gente, aun en nuestros días, como se dice en inglés «early ripe, early rot» (pronto maduro, pronto podrido); y sin embargo, el único estudio serio de seguimiento de niños superdotados, el del norteamericano Terman, demostró que su salud mental no difería de la del resto de la población.

Es muy curioso que, en cuentos, historietas, cómics, chistes, etc., se describe siempre un tipo de niño listo, sabelotodo y empollón y, al mismo tiempo, escuchimizado, enclenque, con gafas y antipático, del que se burlan los demás niños. No es verdad en absoluto, estos niños son físicamente tan normales como los demás, constituyendo el origen de este estereotipo un simple mecanismo de compensación de los menos dotados intelectualmente.

Lo que sí es verdad es que estos niños suelen empezar a dar guerra desde que son pequeños, pues los padres se sienten muchas veces desconcertados frente a ellos «que se las saben todas» y que rechazan jugar con otros niños de su edad, prefiriendo la compañía de los mayores y aun la de los adultos, que les rechazan, unos porque físicamente son menores que ellos y los otros porque hablan y dicen cosas que un niño «no debe saber».

El resultado es que el superdotado acabe sintiendo su superdotación como una carga, y esto les hace ser un poco aislacionistas, egocéntricos, poco tolerantes con las frustraciones y, a veces, con rasgos obsesivos; sin embargo estos rasgos no se dan en todos y no constituyen realmente una caracterología constante en los superdotados.

En el colegio suelen ser alumnos de comprensión rápida, memoria excelente, muy curiosos y de gran afición a la lectura, por lo que, estudiando generalmente menos tiempo que sus compañeros, van uno o dos años por delante de ellos.

Inconvenientes de la superdotación Sin embargo, y a pesar de su superdotación, hay un cierto número de niños que fracasan en el colegio por diversas causas como son la subestimación del trabajo a realizar, el aburrimiento que sienten en clase al terminar los deberes antes que los demás, enfrascarse en sus propias elucubraciones sin atender lo que está explicando el profesor o, si son un poco inquietos, por ponerse a incordiar a los compañeros por sobrarles tiempo, así como por la dispersión de sus esfuerzos al querer abarcar demasiado fiándose en sus cualidades superiores. Una vez vi un caso de un superdotado que «rechazaba» su superioridad intelectiva y sus ventajas, procurando sacar malas notas, para no sentirse aislado de sus compañeros.

¿Estudios normales o estudios especiales? Entremos ahora en un tema muy debatido, la formación de estos niños. Ya en la antigua Grecia, Platón propiciaba en su “República” la aplicación de una serie de pruebas destinadas a descubrir los talentos del país para educarlos y convertirles en conductores del Estado.

Cuenta la leyenda que Carlomagno quiso hacer algo parecido; lo que sí es histórico es que, en el siglo XVI, Solimán el Magnífico mandaba emisarios a todos los rincones de su imperio para que seleccionasen los que más sobresalían en las escuelas, fueran mahometanos o cristianos, para hacerles los conductores religiosos, los científicos, los artistas y los guerreros del país.

En 1862, el director de las escuelas públicas de la ciudad de San Luis en EE.UU, inventó un método de promoción de niños superdotados que recibió el nombre de «skipping», que consistía en «saltar» las programaciones.

También en Norteamérica, en la última década del siglo pasado, surgen los dos métodos, que todavía se disputan el honor de ser el mejor para educar niños superdotados: La «aceleración», que consiste en hacer clases paralelas con un mismo programa, una de las cuales recorre el programa en ocho meses, mientras que la otra, a la que asisten los mejor dotados, lo hacen en seis.

La «profundización», que desde 1920 se conoce con el nombre de «enriquecimiento», que a su vez no es más que una densificación de los programas, no en el sentido de añadir nuevas materias, sino en el de ensanchar el horizonte de estos niños estimulando, al mismo tiempo, sus actividades creativas.

Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo en la conveniencia de agrupar a los superdotados en clases o centros especiales, pues dicen que así se puede desarrollar un «espíritu de casta» que puede ser perjudicial para la futura integración social y familiar.

Es evidente que estos colegios especializados no están al alcance de todo el mundo y es a los profesores a los que les incumbe la tarea, difícil tarea por otro lado, de conjugar los dos métodos antes descritos, sin que el niño salga de su ambiente normal, quizá opiniéndose al deseo de los propios padres, que preferirían únicamente el método acelerado por una comprensible ambición de demostrar que sus hijos son superiores, terminando los estudios antes que sus compañeros.

Por otra parte, los padres no deben nunca olvidar que el desarrollo afectivo de los hijos superdotados puede no correr paralelo al intelectivo y tener necesidades sentimentales o emocionales más acordes con su edad real que con la mental. Así un niño de cuatro años puede saber ya leer y hasta multiplicar, pero necesitará que alguna vez la madre le haga algún mimo o le acune para ayudarle a dormir.

Francisco J. Mendiguchía, “El acoso sexual… a la infancia”

Hoy en día está muy de moda el término «acoso sexual» para referirse a las mujeres que sufren algún tipo de persecución sexual por parte de los hombres y, casi todos los días, aparecen en periódicos, revistas, radio o televisión, noticias sobre este tema y son frecuentes los debates, en estos dos últimos medios de comunicación, entre personas más o menos conocidas de la sociedad que discuten apasionadamente sobre el mismo.

Es curioso, sin embargo, que nadie mencione el otro acoso sexual, el que sufren los niños, no ya en el sentido que se da a este tipo de «relaciones» entre adultos, que también lo hay y de consecuencias mucho más graves, sino en el del bombardeo de incitaciones a la sexualidad que la infancia sufre a todas horas y desde todas partes, aun en los sitios o en los medios más inesperados. Y ello está cambiando vertiginosamente, no sólo el comportamiento sexual de nuestros niños y adolescentes, sino también el modelo de familia y de sociedad vigentes hasta este último cuarto de siglo.

Hace no mucho tiempo vimos y oímos, en un programa de televisión en el que intervenían padres e hijos, aunque separadamente en ciertos momentos, cómo dos niños, dos hermanos de diez y doce años, a la pregunta de la presentadora de ¿cuál creéis vosotros que fue el motivo de que vuestros padres se enamoraran y casaran?, respondieron, uno detrás del otro, la misma cosa: que lo más importante fueron los atributos anatómicos de la madre (naturalmente los niños se expresaron en realidad con otras palabras).

Hay que decir que parecía una familia media acomodada, que había dado a sus hijos una educación aparentemente esmerada, aunque ya podemos figurarnos de dónde habían sacado las respuestas los dos niños y qué cualidades femeninas iban, bueno, ya lo eran, a ser las apreciadas en un futuro no muy lejano.

Esta escena que acabo de relatar hubiera sido impensable no más lejos de hace veinte años, no digamos cuarenta o cincuenta. ¿Qué ha pasado para que suceda? Entre otras muchas cosas se ha producido lo que, en conjunto, se conoce con el nombre de «revolución sexual», que comenzó con las teorías freudianas sobre el sexo, que se desarrolló después de la primera guerra mundial y, sobre todo, de la segunda y que hoy se encuentra en pleno apogeo. Esta revolución ha coincidido en el tiempo y en el espacio (el mundo occidental) con otra, el llamado «movimiento de la liberación de la mujer», que incluye, dentro de otras muy justas reivindicaciones sociales, el de una libertad sexual semejante a la que gozaba el hombre y que comenzaría ya en la infancia.

Todo ello ha producido que familia, escuela y sociedad estén invadidas de sexo. Todo es válido, no hay inhibiciones, no debe haber prohibiciones y los individuos que intentan substraerse a esta intoxicación masiva empiezan a ser considerados como marginados.

Este problema de la «sexualidad sin fronteras» preocupa ya seriamente a una parte de la sociedad, aunque es más inquietante para los padres de chicas adolescentes, por las consecuencias que, a pesar de todo, pueden derivarse para ellas y sus familias, pues parece que en España andamos ya por los treinta mil embarazos de menores al año. Pero, aun sin consecuencias, los padres advierten que en las adolescentes, la fractura generacional, el «gap» de los angloparlantes, ha sido abismal.

No hace mucho tiempo, una señora, que se encontraba muy inquieta por la conducta desordenada que llevaba una hija suya de diecisiete años, me preguntaba: «Doctor, ¿usted cree que mi hija habrá tenido ya relaciones íntimas con alguno de los chicos con quien sale». Yo, que todavía no había visto a la chica tuve que contestarle: «Señora, el 70% de las chicas de la edad de su hija ya las tienen, pero con la conducta que usted me dice que ella lleva, las probabilidades suben al 100%.» Efectivamente, cuando hablé a solas con la chica, se confirmó plenamente el pronóstico.

Estas mismas estadísticas nos dicen que a los quince años, cerca del 20% de las adolescentes han tenido ya la primera experiencia sexual completa. Por cierto, que los defensores de la igualdad total entre el hombre y la mujer, pueden sentirse plenamente satisfechos en el aspecto que ahora tratamos, pues estas estadísticas revelan absoluta paridad entre chicos y chicas.

Todo esto nos lleva a considerar el problema de la precocidad en las relaciones sexuales y su trivialización. Un ginecólogo amigo mío, me contaba que un día se le presentó, en su consulta de la Seguridad Social, una chica de quince años con la petición de que le recetara unos anovulatorios, y al preguntarle mi amigo que para qué los quería, la respuesta fue: «Es que ya he cumplido los quince años y, en cualquier momento, tendré mi primera relación sexual, por lo que quiero estar prevenida.» El problema no está sólo en el aumento galopante de los embarazos de adolescentes, con sus secuelas de abortos o maternidades precoces, amén del crecimiento de las enfermedades de transmisión sexual, sino también en los efectos que, a la larga, acaban produciendo en la personalidad, y aun en la propia sexualidad, de estos jóvenes inmaduros, física, emocional y psicológicamente para comenzar tan pronto una vida sexual que acaba siendo promiscua y que conduce a una conducta desinhibida que no se limita a lo sexual sino que se difunde a todo el ser del joven. Son los chicos y chicas del «todo vale», en cualquier circunstancia de la vida y ante cualquier problema. Lo malo es que de adulto, sus respuestas seguirán siendo las mismas.

Veamos ahora algunas de las circunstancias que están contribuyendo poco a poco a estos cambios de la conducta sexual de niños y adolescentes.

Consideremos en primer lugar el ambiente en el que se desarrollan los primeros años del niño, es decir, la familia.

Condicionamientos familiares En el capítulo dedicado al complejo de Edipo, comentaba la costumbre adquirida por algunos, bastantes, matrimonios, de exhibirse desnudos, parcial o completamente, delante de sus hijos pequeños. Esta desnudez puede ser física, pero también puede ser psicológica cuando hablan delante de ellos de sus intimidades, aun de las sexuales, tal como veíamos en el caso de los dos niños del programa de la TV.

A este respecto de las costumbres parentales, recuerdo que el único caso visto por mí de aberración sexual a una edad tan temprana como los tres años, fue el de una niña de este tiempo, cuyos padres me decían muy extrañados: «Doctor, no sabemos por qué hará eso la niña, pues en nuestra casa somos muy liberales en esto del sexo y ella nos ha visto desnudos muchas veces, y hasta nos bañamos toda la familia juntos.» Les hice ver, con el mayor tacto que pude, dónde residía el problema y, al poco tiempo, dejó de imitar lo que había visto e imitado.

Sin salir del hogar, trataremos ahora de ese personaje, parlanchín, omnipresente y podríamos decir que casi omnipotente, al que se le ve y escucha más que a cualquier miembro de la familia, incluidos los padres. Como habrán adivinado los lectores me estoy refiriendo a la televisión, y aunque este problema se trata más ampliamente en otro capítulo, es curioso el hecho de que se hayan producido protestas múltiples por la gran cantidad de escenas violentas que aparecen en la pantalla, porque se supone, y con razón, que pueden incitar a la violencia a los niños y adolescentes que las contemplan y, sin embargo, son muy pocos los que se han atrevido a hablar, quizá para que no se les tache de retrógrados, del gran número de escenas de la más cruda sexualidad que los niños pueden ver en TV.

Para muchos niños de seis o siete años, ya no tienen secretos las relaciones sexuales completas, no ya entre marido y mujer, que también se ven, sino entre hombres y mujeres y aun entre adolescentes, por ahora de distinto sexo, que no tienen más lazo común que el de acabar de conocerse, pareciendo que la relación sexual constituye un rito casi obligado para acabar los encuentros entre dos o más personas.

Ni qué decir tiene que los niños que ven mucha televisión acaban considerando normal que cuando un esposo o una esposa hacen un viaje solos, o se van simplemente unas horas fuera de casa, aprovechan unas y otros para cometer adulterio con algún amigo o amiga, o ni siquiera eso, con un simple conocido accidentalmente.

Se pueden ver series, como una muy conocida, dado la hora de la emisión, en la que unas señoras, que no sólo podrían ser las madres sino también las abuelas de los niños que la pueden estar viendo, no hablan más que de sexo y de sus respectivos líos amorosos, como si esto fuera lo más normal del mundo a esas edades. En otra serie, una señora y su hija comparten los favores de un apuesto joven, con escenas que ni los más atrevidos «vaudevilles» franceses de hace algunos años, se hubieran atrevido a sacar a un escenario. Y como éstas, montones y montones de series televisivas que los niños se tragan sin pestañear con la aprobación y el consentimiento de los padres. Yo creo que no hay una sola serie de las «especiales» para adolescentes, que no sea una invitación pura y simple al sexo libre.

Todo lo dicho se refiere a unas horas del día que pudiéramos llamar normales, porque después, sobre todo en algunos canales especializados en desnudismo y pornografía, se emiten numerosas series y películas eróticas que, en teoría, los niños y adolescentes no deberían ver, pero que el uso, cada vez más extendido, de que los chicos y chicas tenga un aparato de TV en su habitación, hace que la seguridad de que no las van a ver desaparece por completo, y lo que ven en esas películas acabará por entrar en su concepto de «normalidad».

A esto añadiremos que en muchos anuncios, y se ha calculado que al año se pueden ver hasta quince mil, hay claras insinuaciones y referencias sexuales y, como colofón, una propaganda «sanitaria» comercial y aun estatal, que invita a los jóvenes a tener relaciones sexuales completas, aunque eso si, utilizando medios mecánicos para evitar problemas.

Dentro de esta sexualización del mundo infantil, hay que señalar también el cambio que están sufriendo sus lecturas, esos denominados cómics, escritos y dibujados expresamente para ellos, que están plagados de escenas de violencia, sadismo y una sexualidad mal encubierta y que los padres compran a sus hijos como si de los antiguos e inocentes tebeos se tratara.

Para terminar con los problemas que se pueden encontrar en el hogar, tenemos el de las líneas telefónicas o páginas de internet eróticas, que por la facilidad del servicio, hace que sean utilizados por los niños sin que sus padres se enteren.

El factor colegio y la educación sexual Pasemos ahora a ocuparnos de otro factor importante en el problema que nos preocupa, la escuela y, dentro de ella, de la coeducación y de la educación sexual.

La coeducación, en sí, no es mala, pues los niños y niñas juegan juntos fueran de las horas escolares y durante las vacaciones. ¿Por qué no han de estudiar juntos? Esto parece tan razonable que hasta muchas órdenes religiosas tienen colegios mixtos. El problema reside en la clase de colegios al que los padres mandan a sus hijos, porque en algunos de ellos, naturalmente en nombre del progreso y de la liberación sexual, se hacen acampadas y otras actividades parecidas donde niños y niñas duermen en el mismo dormitorio.

Por supuesto que la educación monosexual, es decir, con chico y chica en distintos colegios, sigue teniendo los mismos valores que tuvo siempre; muchas generaciones de hombres y mujeres hemos sido así educados y no parece que nos haya ido tan mal.

Sobre el tema de la educación sexual se han escrito toneladas de papel, se han pronunciado miles de conferencias y se han dado cientos de cursillos para padres y educadores y parece que se ha llegado a un consenso sobre su utilidad para evitar la falta de información o, valga la paradoja, una información deformada.

Que el niño y la niña estén enterados de cómo funciona el organismo y de cómo se produce desde un principio la maternidad, ayudará a evitar muchas fantasías sobre estos temas que, sobre todo en las niñas, pueden originar angustias y sobresaltos. Ahora bien, de ahí a enseñar a preadolescentes de diez y doce años las técnicas de acoplamiento sexual va un abismo. Y eso es lo que en determinados países y determinados colegios se enseña, produciendo, casi matemáticamente, una precocidad en las relaciones sexuales, porque es muy tentador pasar de la teoría a la práctica. Humorísticamente podríamos comparar esta información con las clases de cocina, en las que las alumnas acaban comiéndose sus propios trabajos culinarios.

El problema reside en que, en muchos sitios se confunde la educación sexual con la información sexual y, si me apuran, con la información genital. La verdadera educación es la «formación», tanto en esta materia como en otras. Por ello no puede abordarse lo propiamente sexual sin tratar los aspectos afectivos, emocionales y éticos de la relación mujer-hombre, para evitar que se acabe considerando las personas del otro sexo como un «objeto de placen» y no como un «sujeto», con toda la riqueza que cada chico o chica posee en sus cualidades personales.

En relación con estos temas, es muy revelador el que, en una reciente reunión de la Asociación Médica Británica, sonó la alarma general cuando se reveló que, en Inglaterra, se producían ya 117.000 embarazos anuales en chicas de quince a diecinueve años. La solución que preconizaron algunos médicos fue la de comenzar la educación sexual «obligatoria» a partir de los seis años «lo más tarde», es decir, que para hacer frente a las consecuencias de una excesiva libertad sexual, lo mejor era aprender sexo antes de los seis años. Sin embargo, la mayoría opinó que el remedio iba a agravar más la enfermedad, pues los embarazos juveniles no eran más que el signo de que el sistema familiar inglés estaba desintegrándose y que lo que había que hacer era combatir el mal, no los síntomas, llegándose a la conclusión final de que, «si se trata de construir, hay que hacerlo a partir de los fundamentos de la fidelidad y no de la promiscuidad protegida».

El quién y el cuándo de la educación sexual son los otros dos temas importantes de ésta. Es incuestionable que toda esta información debe ser suministrada cuando la madurez intelectiva del niño lo permita, pues las cosas a medio entender producen unas fantasías erróneas, aún más perjudiciales que la pura ignorancia.

En cuanto al quién, creo que, salvo casos muy concretos de confianza en el profesorado, la educación sexual debe ser, por lo menos, comenzada en el propio hogar y por los propios padres, aunque éstos tengan que vencer, primero, su propia ignorancia en algunos aspectos, pues no todos tienen por qué saber donde está la Trompa de Falopio y segundo, cierto pudor de hablar «de estas cosas» a los hijos. Mi consejo es que se lean alguno de los manuales de confianza que hay en el mercado.

Una cosa muy importante que los padres deben inculcar a sus hijos es que los conceptos de virilidad y feminidad se refieren, no sólo a lo estrictamente sexual, sino también a un conjunto de cualidades psicológicas que configuran los prototipos hombre-mujer y que se puede ser muy viril o muy femenina dentro de una castidad libremente asumida.

Los condicionamientos sociales El tercer factor que interviene, también muy activamente, en lo que he llamado «acoso sexual a la infancia», es la sociedad en su conjunto. Veamos cómo.

Hace casi veinte años vi a una chica de diecisiete, que trabajaba en unos grandes almacenes, y cuya familia la llevaba a la consulta porque se estaba volviendo bastante rara: no quería salir de casa, parecía muy deprimida y no quería decir lo que le pasaba. Cuando quedó a solas conmigo me confesó que si no salla apenas de casa, iba reduciendo sus amistades y se encontraba un poco triste, era porque se iba encontrando cada vez más aislada, al hacer gala sus compañeras de una libertad sexual que a ella no le gustaba y, ante esta situación, no sabía qué hacer.

Fue la primera vez que se me presentaba un caso semejante pero, a partir de entonces, lo he visto en bastantes ocasiones y son un exponente del aislamiento social al que se ven sometidos los adolescentes de ambos sexos que se resisten a las costumbres actuales en materia de sexualidad. Sin embargo me ha parecido notar, en los últimos dos o tres años, que el sexo libre ya no está tan bien visto como antes y que la castidad empieza a ser otra vez valorada positivamente, al menos en las chicas.

Y es que nuestros adolescentes han cambiado, en estos últimos veinte años, sus hábitos sociales y se comportan según los dictados de una cultura dominante que ha uniformado a media humanidad juvenil. Todos visten los mismos vaqueros, escuchan la misma música, beben Coca Cola y comen hamburguesas, tal como lo ven en las películas, aparece en las pantallas de TV o les inducen los anuncios de las multinacionales. Dentro de esta uniformidad está la conducta sexual que, según estos medios de comunicación de masas, es de absoluta libertad.

Si ya es difícil substraerse a esta presión del medio ambiente, el Estado lo ha puesto aún más, al divulgar desde un ministerio y mediante folletos que reparten gratuitamente a los escolares, las excelencias de la masturbación solitaria o en comandita y lo beneficioso que es para su «realización sexual».

Por todo ello conviene aclarar dos cosas. Si es falso que la masturbación produce graves enfermedades de la médula o debilita la mente, no lo es menos que la continencia sexual puede ser causa de neurosis, depresiones o aun enfermedades mentales. Si un chico o una chica no desea mantener relaciones sexuales, no ha de ser mirado como un bicho raro o aun insultado más o menos veladamente con adjetivos como el de «reprimido», pues la represión no es una imposición de la que hay que liberarse, sino que el control de los instintos puede ser algo voluntario y activo, control que, naturalmente, debe empezar y acabar en uno mismo, sin intentar imponérselo a los demás por la fuerza, así como que los demás tampoco deben imponer su descontrol al que no quiere descontrolarse.

A propósito: ¿se acuerda alguien que fue el propio Freud el que desarrolló la teoría de la sublimación de los instintos? En resumen, que hay que huir de las exageraciones. Ni prohibir decir la palabra «pierna» delante de una señora, como dicen que pasaba en la corte de la Reina Victoria de Inglaterra, ni declarar las relaciones sexuales de uso obligatorio en la adolescencia, bajo pena de ostracismo.

Francisco J. Mendiguchía, “El pobre niño rico”

Hace ya más de cincuenta años, se estrenó en nuestro país una película que se titulaba “La pobre niña rica” y que estaba protagonizada por una célebre pequeña actriz llamada Shirley Temple. Siempre me pareció un título bastante pretencioso, manifiestamente injusto y aun algo demagógico, pues, ¿cómo compadecer a un niño que es rico? Lo lógico es que hay que tener mucha más compasión por uno que es pobre y, por lo tanto, carece de muchas cosas que el rico posee.

Sin embargo, y precisamente en el país donde viven más niños ricos por kilómetro cuadrado, en los Estados Unidos de América, un ilustre pediatra, el Dr. Ralph E. Minear, profesor de la Universidad de Harvard, ha acuñado un original término para designar un nuevo síndrome descubierto por él, la «ricopatía», es decir, la riqueza como factor patológico, que puede dañar el desarrollo de la personalidad y aun la salud física de los niños.

Posiblemente sea algo exagerado el término, pero lo que sí es cierto, es que podríamos hablar de «síndrome del niño rico», como algo que se presenta, no ya en Norteamérica, sino en nuestra propia sociedad consumista actual, con el agravante de que lo presentan, no sólo familias que pudiéramos llamar ricas, sino que se ha extendido a otras capas sociales más deprimidas, cultural y económicamente.

Veamos en qué consiste este nuevo síndrome. Lo he visto más de una vez en mi ejercicio profesional bajo la forma de una carencia de eso que podríamos llamar voluntad y que, en estos casos, no es más que una carencia de motivaciones. Los síntomas consisten en ausencia de ilusiones, estado de ánimo deprimido con apatía, desgana y tristeza, síntomas psicosomáticos del tipo de cefaleas, vómitos, diarreas, etcétera, o trastornos de la conducta con enfrentamientos con los padres, que creen ingenuamente tener comprado el amor y la obediencia de sus hijos, dándoles todo lo que piden, y aun lo que no piden.

Cuando investigaba estos casos a fondo, veía que lo único que les pasaba era que tenían un exceso de todo, ya no apetecían nada, estaban de vuelta de todo y hastiados de casi todo, en una palabra, se habían convertido en unos escépticos prematuros que más parecían viejos que niños.

Los juguetes infantiles Y ¿qué cosas son éstas que pueden tener en demasía? Empecemos por lo más infantil: los juguetes. Hace poco se ha inaugurado cerca de Madrid la tienda de juguetes «mayor del mundo», y efectivamente lo debe ser, pues en sus grandes estanterías se acumulan miles y miles de ellos perfectamente clasificados por sexos y edades, desde el bebé hasta el adolescente, de precios bastante elevados en general, y de complejo manejo la mayoría; lo curioso es que en el lugar donde resido, que no llega a los tres mil habitantes, también se ha inaugurado ¡otra juguetería! Estos dos hechos nos indican que la tendencia al consumo de juguetes es cada vez más alta y su fabricación y comercialización mueve grandes cantidades de dinero.

Yo, como buen abuelo, también fui a comprar los correspondientes regalos a mis nietos en las últimas fiestas y pude darme cuenta que, en los grandes almacenes sobre todo, la gente sacaba sus carritos repletos de juguetes. Se ha producido una verdadera rivalidad entre las familias, para ver cuál de ellas los compra más y mejores a sus hijos, pues ello es índice de buen nivel de vida y de prestigio social: «Nuestro hijo tiene tantos o más, y mejores, juguetes que el vuestro».

Y los niños, ¿qué piensan de todo ello? Naturalmente están encantados y casi no tienen tiempo de jugar con tantos. Sin embargo, a poco de comprada, la mitad de toda su juguetería está ya rota, generalmente por lo deleznable del material con que está hecha. Una cuarta parte no es utilizable porque han perdido la mitad de las piezas de los complicados aparatos en que se han convertido los juguetes y sólo juegan con la otra cuarta parte que, ¡vaya casualidad!, son casi los mismos con los que nosotros jugábamos hace sesenta años: pelotas, muñecas, coches, cocinas y construcciones En lo que realmente hemos avanzado en este capítulo, es en los conocidos con el nombre de «juguetes educativos», que estimulan el desarrollo sensorial e ideativo del niño. Sin embargo no hay que perder de vista que el juguete en sí, sin más adjetivos, para lo primero que tiene que servir es para divertir al niño, al mismo tiempo que estimula su imaginación y hacerle entrar en ese mundo maravilloso, fantástico e irrepetible de los juegos infantiles, y para esto sirven lo mismo los juguetes caros que los baratos. El niño es tan «general» encima de un precioso caballo de peluche, que subido en el bastón del abuelo, o por lo menos así era antes.

Hoy en día, y debido a esa gran cantidad de juguetes que tienen, los niños han empezado a despreciar enseguida los viejos, exigiendo uno nuevo al que no le falte nada; ya no le sirve el “pars pro toto” (la parte equivale al todo) de la vieja psicología del juego infantil y ahora, si a una muñeca le falta un dedo hay que tirarla. Antes, cuanto más vieja y rota estaba, más la quería la niña. Hoy un coche sin una rueda ya no es un coche. En pocas palabras, el niño se está haciendo tan materialista como el mundo en que vive, se va convirtiendo en un redomado consumista y se sentirá desgraciado y frustrado si no tiene más y mejores cosas que los demás.

¿Y los juguetes bélicos? ¿Deben prohibirse porque fomentan la agresividad infantil y son los responsables de la violencia de los adultos y de las guerras que éstos desencadenan? La verdad es que el niño tiene siempre una dosis de agresividad y más vale que haga su catarsis simulando batallas con soldados de plástico, que a pedradas, que sí que hacen heridos de verdad y, por ello, siempre ha jugado con juguetes bélicos, los etruscos con espadas y escudos de madera y los de ahora con vehículos intergalácticos.

En el fondo, la sociedad entera está asustada por la violencia que está desarrollando la infancia y la adolescencia y buscan un chivo expiatorio en los juguetes bélicos, para no admitir que es ella la verdadera culpable por su educación absolutamente permisiva, la visión diaria en la televisión de escenas de la más cruda violencia y la violencia real de agresiones, atentados y guerras de verdad que los adultos promueven.

A los hombres, lo que hay que decirles es: dejen ustedes de fabricar aviones, cañones y tanques, y los niños no podrán imitarlos en sus juegos, no hagan guerras y no jugarán a ellas.

Pero no son sólo juguetes lo que se puede dar al niño o adolescente en demasía, sino que son otras muchas cosas, tales como ropa (un adolescente, como cualquier dama elegante, necesita estrenar con frecuencia pantalones, camisas o zapatos de determinadas marcas, para no parecer menos que los demás), relojes y bolígrafos caros (que pierden indefectiblemente al poco tiempo), costosos equipos de deporte y tantas y tantas otras cosas que los anuncios, sobre todo los televisivos, les meten por los ojos y la voluntad.

Consecuencias en los hijos y en los padres Una pregunta inquietante que los padres deben hacerse, es si todo este dar demasiadas cosas a los hijos, no es porque es más fácil y más cómodo que dedicarles más atención y un poco más de tiempo para educarlos que, desde luego, es más incómodo.

Porque esta comodidad acabará volviéndose contra ellos, ya que el niño, acostumbrado a muchas y caras cosas, les pedirá cada vez más, en cantidad y calidad, llegando un día en que no podrán satisfacer sus deseos, y entonces los hijos se volverán contra ellos, culpándoles de haberles acostumbrado mal.

Quizá uno de los aspectos más negativos de este exceso de cosas que los hijos tienen, juguetes, ropa, golosinas, etc., es la distorsión que esto produce en su sentido ético de la justicia distributiva y el desarrollo de una filosofía en la que predomina la idea de que, en este mundo, lo ideal es tener siempre más y mejor de lo que tienen los demás.

En el futuro, el único objetivo de estos niños será este «más y mejor» y por ello carecerán del concepto moral de que no se debe tener siempre de todo en demasía, aunque se pueda, mientras haya otros que no tienen de nada o muy poco, es decir, se habrán convertido en unos seres básicamente egoístas e insolidarios.

Otro mal que se hace al niño, es acostumbrarle a recibir todo sin esfuerzo por su parte, y casi siempre sin merecerlo, por lo que, cuando se le empieza a exigir trabajo y sacrificios, como sucede muy tempranamente en la vida, se encuentran completamente en desventaja frente a los que saben, porque así se lo han enseñado, que lo que se desea, algo cuesta.

Numerosos fracasos escolares no tienen más base que esta imposibilidad para el esfuerzo del estudio. ¡Cuántas veces he oído a niños y jóvenes «es que no me gusta estudiar»! Y cuando les hago ver que es muy raro que a algún niño le guste estudiar, pero que lo hacen porque tienen que hacerlo aunque les cueste, acaban reconociendo que a ellos no le han acostumbrado a esforzarse por nada, porque siempre han tenido de todo, sin necesidad de mover un dedo.

Si miramos el problema desde otro punto de vista, el de los padres, no es infrecuente que éstos, que han proporcionado a sus hijos todo lo mejor, juguetes, vestidos, bicicletas, motos, colegios, estancias en el extranjero para aprender idiomas o para esquiar, acaben considerando a los hijos como una inversión. Lo mismo que si hubieran puesto su dinero en unas acciones o en unos bonos del Tesoro, y tienen que producir enseguida dividendos, devolviendo a los padres el capital que éstos han gastado.

Esto les lleva a exigir a los hijos que sean los primeros en todo, los más sobresalientes en clase, los mejores deportistas, los de más éxito social, en concreto que sean superiores a los demás, ¡ah! y además que les adoren porque han sido tan buenos con ellos.

Pero como todo esto sucede menos veces de lo que ellos creen, pues con su comportamiento están contribuyendo a que pase lo contrario, la frustración que esto les produce les lleva a considerar a sus hijos como unos monstruos desagradecidos indignos de que ellos se sigan «sacrificando». La frase: «Doctor, hemos procurado que siempre tenga lo mejor y mire cómo nos lo paga», la hemos oído muchas veces y cuesta mucho convencer a los padres de lo equivocado de su proceder y de que ellos son realmente los responsable de la conducta de sus hijos.

Otro problema importante es que los niños que tienen mucho de todo pierden la ilusión por las cosas y ya no esperan emocionados las fiestas propias para recibir regalo como su santo o cumpleaños, o las Navidades, por ejemplo y entonces tienden a buscar emociones nuevas. A esto se debe, en parte, que los niños se dediquen a robar cosas, aunque sean bolígrafos, que realmente no les sirven para nada. El caso es sentir la emoción de que les puedan coger y hasta organizan verdaderos campeonatos en los colegios para ver quién, o qué grupo, es capaz de robar más cosas o de más valor.

En relación con esto, pero ya en adolescentes, se está produciendo lo que los sociólogos conocen con el nombre de «áreas de delincuencia» o «zonas de conflictividad», pero no en zonas suburbiales o de marginación social, sino en núcleos habitados por familias de clase media o alta, en las que. el aburrimiento y el afán de experimentar nuevas sensaciones, genera la comisión de actos predelictivos o francamente delictivos, como rotura de farolas, consumo de drogas blandas, robos, agresiones o asaltos sexuales.

Francisco J. Mendiguchía, “La televisión y la infancia (la caja no tan tonta)”

Allá por los años cincuenta, estaba muy de moda una de esas canciones sencillas y pegadizas, cuyo estribillo comenzaba con la frase «la televisión pronto llegará», del resto ya no me acuerdo, pero cantaba las excelencias de un nuevo medio audiovisual, con el que lo íbamos a pasar muy bien y con el que tendríamos distracción asegurada para nuestros ratos de ocio. Todo ello, sin salir de casa y sentados en un cómodo sillón.

Mas he aquí que, cuarenta años después, en libros y revistas dedicados a la psicología y psiquiatría infanto-juveniles, se pueden leer cosas como las siguientes: «Las generaciones que crecieron bajo la total influencia de la televisión, se diferencian claramente de las anteriores por un desvío del pensamiento racional lógico y sano, por una manifiesta inclinación a la falta de continuidad, a lo mágico y sobrenatural, por poner especial énfasis en lo sensorial y por la entrega al éxtasis de la música y de la droga.» «Intentamos describir aquí un cuadro neurótico, rayando en la psicosis, que denominamos televiosis o televisitis, esto es, una neurosis causada por la televisión. Consideramos que se trata de una enfermedad mental bastante seria, que encuadramos como situación crítica, o sea, posible de sucumbir a la desorganización psicótica y transformarse en psicosis.» (Todo esto se refiere a niños.) «En este contingente de teleadictos (niños y adolescentes) se encuentra un alto índice de conductas obsesivo-compulsivas, ansiosas y delirantes, semejantes a las de los cleptómanos, exhibicionistas y ludópatas.» «La televisión envía al niño falsos mensajes como éstos: el contacto corriente entre hombres y mujeres conduce invariablemente a relaciones intimas de carácter sexual mientras que cuestiones morales, como la prohibición de las relaciones sexuales pre o extramatrimoniales, pocas veces se mencionan.» «Lo lamentable, lo verdaderamente terrible, es que la televisión ataca a traición.» Es decir que la TV (así la denominaremos a partir de ahora) ha pasado a constituir, para muchos psiquiatras, psicólogos y educadores, algo peligroso para la salud mental de los niños y de los adolescentes y, por lo tanto, de los hombres que serán mañana, en vez de la sana diversión que creíamos que iba a ser y el excelente medio educativo que después vimos que podía llegar a convertirse, y todo ello en menos de cincuenta años.

Parece como si el hombre hubiera creado un instrumento hecho para su entretenimiento y hasta para su formación, y, como el aprendiz de brujo, se le hubiera escapado su control y vuelto contra él, de tal forma que ya han empezado a crearse en todos los países, incluida España, asociaciones para «defender» a la infancia y la juventud del peligro que la TV supone para ellos.

Los Estados también empezaron a preocuparse, tal como lo demuestran los trabajos del Centro Internacional de la Infancia, que datan ya de 1962, la Comisión Eisenhower y la Comisión Nacional sobre las Causas y la Prevención de la Violencia del Presidente Johnson de 1968. Estas comisiones llegaron a la conclusión de que «los niños pueden aprender, y de hecho lo hacen, una conducta agresiva de lo que ven en la pantalla de TV» y, hasta en la misma Unión Soviética, se llegó a considerar que una censura previa podía ser útil para la prevención de la delincuencia en su país.

No deja de resultar curioso que lo único que preocupaba a estas comisiones, a la mayoría de los trabajos que iban apareciendo en las revistas médicas (JAMA y New Englad Journal of Medicine, de 1975) y a bastantes de estas asociaciones de «defensa contra la TV», era la violencia, y llevaban todos el mismo mensaje: poner fin a la violencia en la TV. Como veremos a lo largo de este capítulo, los problemas de la TV son bastante más complejos, y seguramente más graves, que el de la violencia.

El tiempo que los niños consumen viendo televisión Empecemos por uno de estos problemas: la «cantidad de TV que ven los niños.

En España disponemos de numerosos canales. Sus horarios son variables pero algunos de ellos empiezan ya a las siete de la mañana y terminan a las tres o las cuatro de la madrugada, o incluso transmiten las veinticuatro horas del día. Existe una cierta especialización, hay canales en los que domina lo cultural y lo deportivo, y otros que se han especializado en lo erótico y en lo pornográfico; pero la mayoría emiten noticias, películas, concursos, deportes, coloquios, etcétera en proporción variable según los canales.

¿Cuánta gente dispone ya de TV? Se ha extendido muchísimo la costumbre de tener dos, tres o más televisores por casa. Como un índice, aunque sea un poco anecdótico, de este crecimiento, se ha de señalar que en EE.UU. un millón de hogares tiene TV en los cuartos de baño.

Pero nuestro problema, en cuanto a cantidad, es determinar cuánta TV ven los niños. Sobre este asunto hay también bastantes estudios. Éstos son algunos datos: En EE.UU. se llega a las cuarenta horas semanales y de veinticinco a treinta en Francia. En España se puede calcular que, el término medio de tiempo de visión, se encuentra ya en las tres y media a cuatro horas diarias, cifra que se puede duplicar en sábados, domingos y vacaciones de invierno, es decir, un tercio del tiempo que están despiertos.

Se ha calculado que un escolar pasa, al cabo de un año, tres mil seiscientas horas en la cama, seiscientas en vestirse y arreglarse, setecientas en las comidas, novecientas en clases escolares, mil setecientas libres y mil doscientas viendo TV. (Datos del Instituto del Niño y de la Familia de Francia.) En relación con la edad, el número de horas que pasa el niño ante el televisor se va elevando desde los dos a los diez años y desciende después hasta los quince, en que se alcanzan las cifras de los adultos. Sin embargo, lo que se llama «visualización activa» aumenta rápidamente en los años preescolares, se mantiene estable entre los cinco y diez años y aumenta otra vez ligeramente entre los diez y los quince. Hoy día, un niño de dos a cinco años pasa 25 horas a la semana delante de la TV.

Como resumen de esta exposición de cifras, se ha calculado que un niño actual, cuando llegue a los sesenta años habrá pasado, si siguen las cosas como hasta ahora, ocho años, es decir, más de la décima parte de su vida delante del televisor.

Todos los datos expuestos hasta aquí son los que se pueden considerar normales, pero existen casos especiales de lo que se conoce con el nombre de «teleadicción», en los que el niño puede pasarse seis o más horas delante del televisor, si bien es verdad que estos casos son más frecuentes entre los adolescentes que en los niños, sobre todo en lo que hemos llamado televisión activa.

En estos casos de teleadicción llegan a producirse conductas que rayan casi en la anormalidad, ya que los chicos se recluyen en casa y, dentro de ésta, se aíslan en la habitación donde tienen la TV, dejan de salir a jugar y a divertirse con los amigos y se sumergen en el mágico y falso mundo de los programas televisados, con tal fuerza, que pueden pasarse horas inmóviles, con la habitación en penumbra y una ruptura casi total con el mundo exterior, por lo que acaban desarrollando una personalidad extraña de gran introversión e inafectividad, cercana a lo que los psiquiatras conocen con el nombre de personalidades esquizoides.

La denominación de adición no es exagerada pues, si por alguna causa, les falta su aparato de TV, se presentan verdaderos síntomas de abstinencia, que cesan cuando su querida TV vuelve a su habitación. Esto es lo que los americanos llaman «Plug-In Drug» o sea «droga del enchufar» y, para su tratamiento, hay que proceder a una disminución progresiva de la «dosis» de contemplación de TV y romper poco a poco su tendencia al aislamiento, haciendo que la vean en compañía del resto de la familia, metiéndoles así, poco a poco en una «visión compartida», mediante comentarios v° críticas de lo que se está viendo.

La influencia de la TV en la infancia es tan grande, que se ha comprobado que niños de doce a veinticuatro meses son ya capaces de imitar, a veces sólo en veinticuatro horas, los gestos y actitudes que han visto en la TV. Se me dirá que a esta edad los niños no ven TV, pues sí que la ven, porque son colocados, en muchas ocasiones, delante del televisor por los padres que así pueden dedicarse a otros menesteres. Además es conocido que hoy hay niñeras por horas, para cuando los padres se ausentan del hogar, las llamadas «baby sister» o «canguros» que, en cuanto los padres se marchan de casa, enchufan el televisor, colocan al niño delante y ellas se dedican a otras cosas, generalmente a leer o estudiar, dado que muchas son estudiantes.

La visión de televisión en el desarrollo psicológico Los efectos de TV han sido bien estudiados en niños pequeños y se han comprobado movimientos por inducción posturo-motriz y modificaciones emocionales, que pueden apreciarse a simple vista por sudoración o variaciones en el pulso, o más instrumentalmente, por alteraciones de los dermatogramas, de los trazados electrocardiográficos y del electroencefalograma. Desde un punto de vista psicológico, se ve que existe también una cierta pérdida de la organización temporal y espacial, pues acaban por no enterarse de dónde se encuentran ni del tiempo que ha pasado.

En algunos casos puede producirse retraso en la aparición del sueño, disminución de las horas de sueño nocturno y perturbación por ello de la vigilancia y atención diurnas. Estas alteraciones pueden llegar a ser realmente importantes en los casos de abuso del cambio rápido de canales, el conocido «zapping» impuesto por los adultos o por el mismo niño, pues llegan a modificar los procesos de aprendizaje en la escuela por atención saltígrada (enfermedad del «zapping»).

Independientemente de los fenómenos antes citados y después de varias horas de visualización televisiva, pueden aparecer alteraciones como fatiga visual, dolores de cabeza y, en niños predispuestos, crisis de jaqueca. Mención especial merece la posibilidad, afortunadamente no muy frecuente, de desencadenamiento de crisis epilépticas, como consecuencia directa de mirar la pantalla de TV, en niños que padecen un tipo especial de epilepsia llamada fotosensible. También se han descrito crisis psicomotoras desencadenadas por la temática de la emisión, sobre todo en niños con problemas familiares.

¿Interviene la TV en el desarrollo intelectivo del niño? Hay respuestas para todos los gustos. En un principio se pensó que lo aceleraría, dado el aumento de la estimulación sensorial y psíquica que produce, pero estudios posteriores han demostrado que el niño pequeño necesita que las imágenes de las personas y de los objetos tengan una cierta constancia y regularidad, a fin de mantenerlas en la memoria, y las de TV son, por el contrario, de una gran fugacidad. Por lo tanto, la visión excesiva de TV constituye una dificultad para la construcción de las imágenes en la memoria y es origen de una dispersión caótica de las mismas en la mente infantil, uniéndose a esto una perturbación de la atención acústica producida por los ruidos excesivos e inconexos, cosas ambas que se dan en alto grado en las películas de dibujos animados, que son las que más se visionan a estas edades.

Todo ello origina un barullo confusional que puede llevar a un trastorno en el aprendizaje, incluido el habla, y a una distorsión del desarrollo preoperatorio intelectivo y de las operaciones concretas. Asimismo la conciencia del mundo está enormemente deformada y, según algunos autores norteamericanos, las generaciones que van creciendo en su país bajo la influencia de la TV, muestran un desvío del pensamiento lógico y racional, una gran inclinación a todo lo mágico y una tendencia a la discontinuidad.

En relación específica con nuestro país, tenemos el que la mayoría de las películas y series que ven los niños en la TV, están dobladas del inglés, cuyos parlamentos son muy breves y muy limitados en cuanto al número y extensión de las palabras, en contraposición con la riqueza del castellano. Esto produce que las frases dobladas resulten breves, cortantes y, la mayoría de las veces, con un acento que no es el nuestro. Así, el niño termina por acostumbrarse a un léxico en el que predominan los monosílabos, de lo que resulta la pobreza actual del lenguaje de los jóvenes, aumentada a su vez por el hecho de que, cuanto más televisión se ve, menos se lee.

Todo lo expuesto hasta aquí en cuanto al desarrollo intelectivo, explica fácilmente que la adición a la TV sea una de las concausas, no la única por supuesto, del incremento del fracaso escolar, de tal forma, que ante cualquier niño que nos llega con este problema, es preceptivo preguntar a los padres sobre los hábitos televisivos del niño.

Sin llegar a los extremos de la teleadicción, la influencia de la TV en la personalidad del niño es también muy grande. El niño que ve mucha TV acaba siendo un poco introvertido, de escasa comunicación familiar y social, con un concepto distorsionado de la realidad y con tendencia a sumergirse en soliloquios imaginativos que pueden simular conductas semiautistas, habiéndose llegado a hablar de «perversión ecológica» por la falta de contacto con el entorno natural.

Más grave es el hecho de que pueda existir una cierta relación, por muy lejana que ésta sea, entre la dependencia televisiva y la adición a las drogas, pues, al fin y al cabo, en ambas se produce una evasión o escapismo de la realidad y, cuando por la edad el primer mecanismo no basta, se puede recurrir al segundo.

Otro aspecto negativo de la influencia de la TV, son las crisis de ansiedad y los miedos infantiles frente a las películas de terror. Estas películas les asustan, aunque al mismo tiempo no puedan resistirse a la tentación de verlas, en una relación ambivalente sadomasoquista típica de los años de la preadolescencia. Las reacciones de pánico y ansiedad, los terrores nocturnos y los miedos a quedarse solos en casa, son frecuentes después de haber visto una película terrorífica. Ha sido paradigmática la epidemia de miedos y terrores nocturnos provocados por la emisión en TV de la película “El exorcista”, de la cual vi yo más de un caso y que la revista «Time» calificó de «Exorcist fever».

Cuando las películas o series son realmente de terror, suelen visionarse por la noche y es fácil para los padres que sus hijos no las vean, lo malo es que hay películas de dibujos animados que, aun hechas específicamente para niños, son también terroríficas, pobladas de monstruos y personajes alucinantes y en las que se mezclan terror y violencia en gran proporción.

Con esta mención de las películas de terror hemos entrado en otro de los grandes problemas de la TV en relación con los niños y adolescentes: el contenido de los espacios televisivos.

Violencia y sexo en la televisión Empezaremos por uno que ya hemos mencionado anteriormente: la violencia. Hace ya más de veinticinco años que en Norteamérica se creó una «Comisión Nacional para el Estudio de las Causas y Prevención de la Violencia», y en ella se trataba extensamente de la influencia de la TV en la aparición de conductas violentas en niños y jóvenes. En 1972, un estudio de más de veinte años, mostraba que la preferencia por los programas violentos de TV estaba relacionada con agresiones concurrentes o subsiguientes y, en 1978, una investigación llevada a cabo en Inglaterra, delataba en forma inequívoca que los adolescentes que veían mayor número de programas violentos resultaban significativamente más agresivos que los que no veían tales programas.

En 1986 se realizó en Canadá un fascinante estudio en pequeñas poblaciones de aquel país, antes de la introducción de la TV en 1973 y después de la misma, y se vio un aumento de las conductas agresivas, tanto físicas como verbales, en los niños de las escuelas primarias, según iban teniendo acceso a la visión de programas televisivos.

Como los trabajos citados hay otros muchos y, aunque en algunos los resultados no son tan significativos, el informe norteamericano de su Instituto Nacional de Salud Mental es tajante: «Hay un consenso, entre la mayoría de los investigadores, en el sentido de que la violencia en TV provoca comportamientos agresivos en niños y adolescentes cuando ven los programas.» Todas estas investigaciones quieren decir que, mediante los programas de TV, se produce un verdadero aprendizaje de las conductas violentas y hasta se ha llegado a diseñar un tipo de «niño diana», que recibe más violencia que los demás por parte de sus compañeros y que coincide con el descrito preferentemente en las películas y series de TV.

Se dice también que la exposición prolongada de la TV durante la infancia multiplicaría por dos el riesgo de homicidio en la edad adulta y que asimismo podría ser responsable de la mitad de los diez mil que cada año se producen en Estados Unidos, ya que en este país se ven en TV una media de veinte mil actos violentos y once mil muertes en este mismo período de tiempo.

Un niño americano ve una media de siete actos de violencia por hora de visión; menos mal que en los jóvenes británicos la media es sólo de cuatro. Mucho nos tememos que el niño español esté más cerca del norteamericano que del británico, dada la procedencia de los filmes emitidos por las televisiones españolas.

Hemos visto que todos los estudios hasta ahora mencionados se refieren a la violencia hacia los demás, es decir, a la heteroagresividad; pero un estudio reciente ha mostrado que las tentativas de suicidio y los suicidios consumados, aumentan claramente en las dos semanas que siguen a emisiones televisivas que comportan escenas de suicidio. En nuestro caso son los adolescentes los más expuestos, dada su mayor sugestibilidad.

Pasando a otro tema sobre los contenidos de la TV, me referiré al sexual. En el capítulo sobre Acoso Sexual a la Infancia, he mostrado la gran influencia de la TV en el cambio de hábitos en la conducta sexual de niños y adolescentes. Este hecho ha sido mucho menos estudiado que el de la violencia, a pesar de la importancia que tiene para explicar las modificaciones que se están produciendo en las estructuras familiares y sociales de nuestros días. Por ello, no quiero pasar de largo sobre este tema sin citar dos opiniones de dos conocidos paidopsiquiatras: «Las conductas sexuales de los adolescentes pueden ser modificadas por ciertas emisiones televisivas y por los filmes retransmitidos, ya sean emisiones corrientes, eróticas o pornográficas, pudiendo estas últimas provocar el paso al acto’, sobre todo si van acompañadas de violencia» (P. Royer).

Publicidad, ética y cultura Otro aspecto muy estudiado en TV es el de la publicidad, dada la gran cantidad de spots publicitarios que el niño ve al cabo del año: de dieciséis a dieciocho mil para el norteamericano y de cuatro a seis mil para el europeo occidental, lo que supone que al graduarse de bachilleres, o el equivalente que haya en cada país, habrán visto más de cien mil de estos spots.

El impacto de la publicidad sobre los niños es tan grande, que muchos de ellos prefieren los espacios publicitarios a los demás y, dada su sugestibilidad y su capacidad para dejarse influenciar, lo normal es que sigan fielmente sus indicaciones y acaben comiendo lo que los anuncios les sugieren, jugando con juguetes, a veces absurdos, que los fabricantes les meten por los ojos y deseando lo que los spots les inducen a desear. Todo ello puede ser fuente de conflictos entre hijos y padres, cuando éstos no quieren, o no pueden, acceder a sus deseos, pero si acceden puede ser aún peor, como vimos al hablar sobre “El Pobre Niño Rico”.

Otro de los aspectos más negativos de la TV, tanto en España como en el resto de los países del mundo, es la distorsión de los valores culturales y morales. Según los especialistas, cuando un niño llega a la edad de tener opiniones propias, habrá visto por televisión más de treinta mil historias electrónicas y esta gran cantidad de conocimientos fantásticos habrá creado ya una mitología cultural, con unas normas y creencias que determinarán comportamientos apartados de los valores éticos y morales que, aún no hace muchos años, eran el fundamento de la sociedad.

La honradez, el respeto a los mayores, la consideración hacia el prójimo, la justicia, la caridad, el valor del trabajo y la consideración de la familia como base de la sociedad, han sido substituidos por el enriquecimiento a toda costa y como sea; el culto a la fuerza como arma para triunfar en la vida; el atropello de los derechos de los demás para lograr los objetivos apetecidos; el uso y abuso del alcohol como algo usual; la práctica del aborto como una cosa corriente y carente de toda significación moral, y hasta el uso de cocaína como algo natural y sin efecto negativo alguno.

De los valores religiosos más vale no hablar: Dios, las creencias religiosas, el modo cristiano de vivir, han desaparecido de las pantallas de TV y casi más vale que no aparezcan pues, cuando lo hacen es casi siempre como objeto de menosprecio y hasta ocasión para hacer un chiste o provocar una situación hilarante, cuando no suponen un ataque directo a las creencias religiosas y al modo cristiano de vivir. Al menos, esto es lo que ocurre actualmente en nuestro país.

Todo lo dicho hasta aquí de la TV normal, se complica con los vídeos, en los que la violencia y el sexo acaparan la mayoría de los títulos y que escapan al control de los padres mucho más fácilmente que las emisiones normales. En su favor hay que decir que se dispone también de vídeos para niños que pueden seleccionarse previamente, cosa que no se puede hacer con las emisiones normales, que ya están programadas de antemano.

Aspectos físicos Para terminar con los efectos negativos del uso y, sobre todo, del abuso de la TV, mencionaremos la alerta dada por los pediatras del peligro de la aparición de la obesidad en los niños, producida por la disminución de la actividad y del gasto energético que la visión de horas de TV conlleva, obesidad que se aumenta con la costumbre de consumir durante este tiempo todo tipo de golosinas.

Últimamente se ha señalado la posibilidad, aún no demostrada de una forma rotunda, de un aumento de la tasa de colesterol, que crece en proporción directa de las horas que pasa el niño ante el televisor. Se ha descrito también la aparición de alteraciones posturales (cifosis, escoliosis, etc.) por la adopción de posturas viciosas para ver la TV, si éstas se prolongan durante mucho tiempo.

La TV es también culpable, aunque no sola, del fomento del «culto al cuerpo» que ha invadido la juventud, y lo que no es la juventud, propiciado por el triunfo en sus pantallas de chicas esculturales o chicos apolíneos y el fracaso, y aun la burla, de los que no lo son. Esto ha producido una verdadera obsesión por la figura y ha llevado al seguimiento de unas dietas alimenticias que pueden acabar en algo que se ha convertido en una verdadera plaga entre los adolescentes, la llamada «anorexia nerviosa», que es un cuadro clínico realmente importante y a veces grave. Paradójicamente se produce también otro cuadro obsesivo, la «bulimia», u obsesión por comer en cantidades ingentes, pero a escondidas y con maniobras para defenderse de la obesidad como provocación del vómito, el uso de laxantes o el abuso del «footing».

La televisión también puede ser positiva Después de leer todo lo escrito hasta aquí sobre la televisión, el lector se preguntará si ésta tiene algo de bueno, porque todo parece malo e indeseable. La respuesta es que sí, que claro que tiene cosas buenas y más que podría tener. Si se ha hecho hincapié en lo malo es para poder evitarlo.

Es evidente que la TV es una gran distracción para personas que viven solas, para los enfermos, para los ancianos, etcétera, para los cuales constituye un gran consuelo en su soledad y aun para adultos que no les pasa nada, pero que les sirve para relajarse, en este mundo cada vez más conflictivo y duro.

Si nos ceñimos a los niños, vemos que la TV puede ser, no sólo un medio de distracción, que lo es mediante los programas infantiles adecuados a sus mentes, sino que además están los programas educativos que enseñan a los niños el amor a la naturaleza, a las bellas artes, a las costumbres de otros pueblos y razas, a la convivencia humana, al compañerismo y aun a facilitar al niño su aprendizaje escolar (un programa modélico en este sentido fue, tiempo atrás, uno que se llamaba «Barrio Sésamo»).

De lo que hoy no disponemos, y sigo hablando de nuestro país, son espacios dedicados a la exaltación de los valores éticos, morales y religiosos específicos para niños y adolescentes, como aquel inolvidable “Siempre alegres para hacer felices a los demás”, de los años sesenta.

Consejos a los padres Así las cosas, ¿qué pueden hacer los padres respecto a la TV y a sus hijos? Responderé planteando y respondiendo las siguientes preguntas: ¿Cuánta TV? En un principio se pensó que los niños menores de cinco años no deberían verla en absoluto, de cinco a ocho años, la contemplación de programas televisivos debería ser ocasional, y de los ocho a los diez sólo tres o cuatro veces por semana. Esto es imposible de cumplir hoy en día, pero sí hay que procurar que los niños no vean entre semana más de media o una hora diaria y no pasar de dos o tres horas los sábados y domingos.

¿Cómo contemplarla? Evitando en lo posible la contemplación pasiva y hacer que los niños participen, entre ellas y con adultos, con comentarios sobre lo que están viendo u oyendo. No ver nunca TV en habitaciones completamente a obscuras, ni demasiado cerca del televisor, ni tampoco desde el mismo sitio o la misma postura. ¡Cuidado con el mando a distancia y el abuso del «zapping»! ¿El qué? Los padres deben elegir y supervisar cuidadosamente los programas que los niños han de ver y no dejarse llevar por la comodidad de aceptar, «por no discutir», que vean toda clase de programas, especialmente los indicados para adultos.

No quiero terminar este capítulo sin hacer una pequeña aclaración sobre algo que se dice en el comienzo del mismo y que, acaso, pudiera asustar a los padres: la TV no produce nunca «per se» ideas delirantes. Sólo puede convertirse en objeto de delirio en personas, adolescentes incluidos, que están predispuestas a delirar por alguna enfermedad mental.

Francisco J. Mendiguchía, “Guerra fría, convivencia pacífica y amor fraternal”

Desde la terminación de la última guerra mundial «caliente», han sido frecuentes en los medios de comunicación los términos de «guerra fría» para designar un estado de belicosidad cercano a la agresión, aunque sin utilizar armas de fuego y de «convivencia pacífica», que significa ya un paso adelante en las buenas relaciones interhumanas; se convive, sin guerras frías ni calientes, pero de ahí no se pasa, y convivir no es amar.

Esto viene a cuento de que, para muchos autores, la familia constituye también un campo de batalla entre los hermanos que la componen, unas veces caliente ¡cuántas bofetadas se dan, si son pequeños o cuántas broncas tienen, si son mayores, al cabo del tiempo! y otras fría (no se hablan, no quieren salir juntos). Hay también temporadas de convivencia pacífica en las que todo parece ir sobre ruedas y, cómo no, momentos de amor y fraternidad plena, que muestran que no en vano son hermanos y se aman entre ellos.

Se trata de una mezcla de amores, los más, y de odios, los menos, naturalmente a nivel infantil, que se encuentra bajo el arbitraje de esa especie de «Comité de Seguridad» que son los padres, aunque éstos sean los primeros, sobre todo la madre, que se ven involucrados en estos problemas de rivalidades infantiles.

Por ello, las relaciones entre hermanos, así como el orden de su colocación en la familia con arreglo a la fecha de su nacimiento (primogénito, benjamín, etc.), han sido objeto de una abundante literatura que ha llevado a la confección de esquemas y plantillas, que se han vuelto rígidas con el paso del tiempo: hijo mayor dominante, segundo envidioso, «niño sándwich» si son tres y él está en medio, aplastado entre los otros dos, etc.

Estos esquemas han de someterse a revisión en cada caso y, antes de colocar al niño apelativos prefabricados, ha de investigarse el conjunto de las relaciones intrafamiliares, la dinámica familiar en el transcurso del tiempo y la personalidad del niño. A veces ocurre que el niño que nos traen a que lo veamos es el más sano de todos y es otro el que necesitaría nuestra atención. Estos casos se conocen con el nombre de «niño equivocado» y no son infrecuentes en nuestra práctica profesional.

La estructura familiar Lo primero que hay que tener en cuenta es que la familia, que aparentemente es la misma, no lo es a lo largo de los años pues, por muy estática que parezca, sus miembros van teniendo distinta edad. No es lo mismo nacer cuando los padres tienen veinticinco años, que hacerlo cuando tienen cuarenta, cosa que explica en parte la diferencia entre los primogénitos y los benjamines. Asimismo pueden influir otra serie de circunstancias, como pueden ser los cambios de residencia, vaivenes económicos, cambios sociales, enfermedades, etc.

Para demostrar la influencia de estos condicionamientos sobre el niño, el americano Watson porfía un ejemplo que, aunque teórico y exagerado, puede ser muy ilustrativo: Nace el primer hijo y, como es varón, el padre le guía y tutela, le da su misma carrera y acaba siendo un triunfador.

Nace después el segundo pero, como la madre esperaba una hija, hace de él un elegante presumido, le casa con una rica heredera y también se sitúa muy bien en la vida.

Pero ¡ay! nace el tercero, también varón, cuando ya no era deseado, le maleduca una sirvienta que lo seduce a temprana edad y el chófer hace de él un ladrón.

Como se ve por el ejemplo, para el autor, que no en balde fue el creador del conductismo o behaviorismo, sólo cuentan las circunstancias ambientales. Sin embargo, hoy en día se va volviendo otra vez a considerar muy importantes los factores de personalidad, heredados o no, de origen constitucional, hoy llamados genéticos, que determinan que, si por ejemplo, el primogénito es un inseguro y dubitativo (los psiquiatras les llamamos anancásticos), será difícilmente un niño dominante, por muy privilegiada que sea la situación en la que se encuentra dentro del hogar.

Teniendo en cuenta estas salvedades, se pueden, sin embargo, esbozar unos cuadros en relación con las circunstancias familiares de cada hijo: Se ha dicho siempre que la primogenitura da, al hijo que la disfruta, un dominio sobre los demás, cosa que se traduce en una personalidad autoritaria y dominante. Realmente creo que se ha sobrevalorado esta situación, en recuerdo quizá de cuando el primogénito heredaba el patrimonio familiar, cosa que ya no sucede en casi ninguna parte. Por el contrario, el primer hijo tiene en su contra varios factores, como son los de que, durante algún tiempo, es también hijo único y, cuando nace el segundo sufre con más intensidad su «destronamiento». Además, como es el mayor, ha de ser ejemplo y guía para los que vienen detrás, contando por ello con menos benevolencia para sus defectos y fracasos.

Además de ello, el primogénito tiene que sufrir que sus padres hagan su aprendizaje con él, cayendo sobre sus espaldas su inexperiencia, sus dudas y titubeos educativos y su miedo a ser blandos en su manera de tratarle, ensayando en él «todo» lo que dicen los manuales de educación infantil, para estar así más seguros de lo que hacen.

Al benjamín de la familia, que suele nacer cuando los padres son ya más maduros y menos rígidos, se le suele exigir menos, se le hiperprotege y mima más y por ello puede convertirse en un pequeño tirano al que hay que darle siempre la razón, sobre todo si ha llegado un poco tardíamente y hay mucha diferencia de edad entre sus hermanos y él. Menos frecuentemente, pero posible, es que se desarrolle en él lo que pudiéramos llamar «complejo de enano» y que consiste en sentirse disminuido frente a los demás hermanos, a los que admira y envidia por ser mayores, más fuertes físicamente y con más privilegios que él.

Celos entre hermanos Con el horrendo nombre de “complejo de Caín” conoce el psicoanálisis los sentimientos de celos entre hermanos, envidias y celos que son, por otra parte, una constante en todas las relaciones humanas de cualquier edad y condición, sobre todo si existe una situación de competencia y las posibilidades de alcanzar lo disputado no son iguales para todos.

Evidentemente, en toda sociedad infantil se dan estas circunstancias y, por lo tanto, hay celos y envidias que se hacen más notorias cuanto más intimo es el contacto, tal como sucede en las pandillas, en la escuela y, sobre todo, en la familia, en la que las condiciones apuntadas son particularmente acusadas; existe desigualdad (uno es más torpe e inhábil que otro, parece que existe uno más preferido que los demás por el padre o por la madre, el regalo que uno ha recibido es peor que el de otro, etc.) y desde luego hay competencia (todos quieren, algunos más que otros, acaparar el cariño de uno de los padres, o quizá del abuelo, o quieren ser los primeros en alguna situación dada o bien uno se cree con más derechos que otros a que se les alabe por algo, etc.).

Esta situación de competencia es más evidente ante el nacimiento de un nuevo hermano que viene a destronar al hasta entonces rey de la casa, que era por supuesto el más pequeño de la familia. Se produce entonces una situación de tirantez que conocen bien los padres y en la que, el ya penúltimo, se vuelve más exigente, quiere que la madre le demuestre más cariño y le dedique más tiempo, que le den de comer cuando lo hacía ya él solo y, cuando no le ven, le quita el chupete al hermanito. En conjunto, sufre lo que se denomina una «regresión» a etapas infantiles ya pasadas, que puede llegar a la reaparición de una enuresis nocturna o la vuelta al empleo de un lenguaje que ya no utilizaba.

Esta situación de celos es pasajera si no se cristaliza por una desacertada actuación de los padres, bien por no hacer caso en absoluto de las demandas del niño, bien por doblegarse, también absolutamente, a su chantaje. Lo que hay que hacer ver al «desposeído» es que se le sigue queriendo igual, pero que tiene que compartir ese amor y esa madre con el recién venido.

El hecho que suele acabar con el problema es la llegada de otro nuevo, que viene a substituir en el trono al anterior destronador, repitiéndose el ciclo hasta que se interrumpen los nacimientos. Esta situación descrita es mínima, o no existe, cuando es grande la diferencia de edad entre el último y el recién nacido, por lo menos de cinco años, pues entonces el mayor sublima su envidia sintiéndose protector y paternal con el pequeño.

Estas reacciones celotípicas son tan naturales, que hasta se han podido observar en chimpancés que, ante un nuevo alumbramiento de la madre, los otros, sobre todo el más pequeño, se vuelven más agresivos, tercos y exigentes del contacto con la misma.

Para investigar esta problemática del niño, yo he aplicado mucho el test de «Las Fábulas» de Louisse Düss, pues una de ellas, la número tres, se dedica específicamente a detectar este problema. En este test proyectivo se le pide al niño que complete un cuento que le vamos a relatar. En nuestro caso la fábula es como sigue: «Una oveja tiene un corderito al que le da leche mañana y tarde; cuando la oveja tiene un corderito más pequeño, llama al mayor y le dice que no tiene bastante leche para los dos y que él se tiene que ir a comer hierba. ¿Qué hizo el corderito mayor?» Las respuestas, en la mayoría de los casos, son que el mayor se va a comer hierba, sin más complicaciones. Pero, cuando no se ha superado la situación de celos, éstos pueden manifestarse en respuestas que se agrupan del modo siguiente: a) Sustitución de la madre: «Se buscaría otra oveja para que le diera la leche.» b) Sustitución del hijo: «Se tomaría él la leche y que el pequeño se busque otra oveja.» c) Agresión: «Mataría al pequeño y se tomaría la leche de la madre.» Para el psicoanálisis, el complejo de Caín no es más que una proyección del complejo de Edipo, producido por el desplazamiento hacia el hermano del odio hacia el padre, por ello «los hermanos nacen ya enemigos», decía en su libro “El alma infantil y el psicoanálisis” el ya citado Dr. Baudouin, pero justamente pone el ejemplo de Víctor Hugo, quien desde los primeros años de su vida estuvo dominado por el afán de igualar y sobrepasar a sus hermanos mayores (para mayor ironía, el mayor de los tres que eran se llamaba Abel), lo que venía a dar la razón a Adler y su doctrina, para el que lo verdaderamente importante es el «instinto de poder», es decir, ser el primero en todo (en el cariño y atención de la madre, en inteligencia, en tener más juguetes).

A pesar de todo, hay que tranquilizar a los padres cuando nos consultan por estas problemas de rivalidades y celos entre los hermanos, pues hay que considerarlos normales, se superan fácilmente y hasta constituyen un excelente aprendizaje para la futura integración social del niño, que así va comprendiendo que hay que compartir con los demás y que esto se hace más fácilmente si, como entre hermanos, existe también amor.

No quiero terminar este tema, que se considera nada menos que en la Clasificación Internacional de Enfermedades bajo el título de «Trastornos de rivalidad entre hermanos», sin mencionar que fue magníficamente descrito por San Agustín, el Obispo de Hipona, quien hace ya más de mil quinientos años escribió lo siguiente: «He visto y observado un niño enfermo de celos, no hablaba todavía pero, muy pálido, dirigía miradas malévolas a su hermano de leche que mamaba.» Los hijos únicos Pero, ¿qué pasa si no existe más que Abel? Pues que lo puede haber ningún Caín, y esto es lo que sucede con los hijos únicos. El llamado «síndrome del hijo único» es descrito en todos los manuales de psicología y psicopatología infantiles, así como también es recogido por la sabiduría popular y es significativo que, tanto en el aspecto científico como en el otro, el hijo único es considerado muy peyorativamente, reconociéndosele pocos aspectos positivos y sí muchos negativos.

Se ha dicho de él: «el hijo único es demasiado egoísta, tiraniza a los que le rodean y no tolera otros dioses junto a él»; «el hijo único es un ser frágil, caprichoso, tímido, tiránico con los demás, indolente»; «tendrá dificultades de adaptación con sus compañeros y se integrará mal en un grupo», y otras lindezas por el estilo.

Sin embargo, también ha tenido algún defensor, como los profesores Tramer y Kanner que decían: «no debe entenderse que todo hijo único tenga que desarrollarse de un modo desfavorable» y «ser hijo único no es en sí una enfermedad». Si pasamos al terreno de lo patológico, vemos que la proporción de perturbaciones psicológicas necesitadas de algún tipo de tratamiento es, poco más o menos, igual en los hijos únicos que en el resto de los niños.

Sus rasgos negativos son achacados al hecho de que, al no tener hermanos, carece de la necesaria competitividad y ello aumenta su egocentrismo y le discapacita para tolerar las frustraciones. A esta situación se suma, la mayoría de las veces, otra de hiperprotección que les hace caprichosos y tiránicos y todo ello conduce a su inadaptación.

Estas características pueden darse, y de hecho se dan, en algunos hijos únicos, pero no las creo tan universales y definidas como para conformar un «síndrome de hijo Único» pues en otras muchas ocasiones no aparece en absoluto. La que sí es verdaderamente nefasta es la conjunción, hijo único-padres viejos, pues en ella sí que suele ser frecuente el desarrollo de todos estos rasgos negativos en el niño.

Algunos opinan que los hijos únicos son más inteligentes, yo no lo creo así; lo que sucede es que se produce una cierta precocidad en su desarrollo psicológico debida a que al vivir en el hogar solos entre personas mayores, acaban adoptando sus gustos, sus ideas, su lenguaje y hasta sus problemas.

En el plano afectivo puede producirse una situación de excesiva dependencia, de simbiosis padres-hijo, que hace más difícil la ruptura del «cordón umbilical psicológico» en la adolescencia, tanto por los unos como por el otro. El resultado es que o la dependencia afectiva dura más tiempo de lo debido, dificultándose así la futura integración psicosexual del hijo o la ruptura acaba produciéndose de una forma más violenta de lo normal.

Los actuales cambios de la familia De todas formas, todas estas descripciones clásicas de las relaciones entre hermanos, tienen que ser revisadas a la luz de un hecho nuevo: la familia ya no es lo que era y, salvo excepciones, en todo el mundo occidental el módulo familiar es de un padre, una madre y dos hijos, con lo que algunos problemas tienden a complicarse: así, a un primogénito le durarán más tiempo los celos respecto a su hermano que le sigue, porque éste será ya para siempre el niño pequeño y mimada, pero éste tendrá para siempre también la «losa» de su hermano mayor encima de él, sin que, a su vez, él pueda dominar a ninguno.

Si los dos hermanos se llevan poco tiempo, los problemas desaparecen pronto porque a los ocho o nueve años tendrán los mismos amigos, los mismos problemas y serán ya dos camaradas pero, si como es habitual en nuestro tiempo. los hijos vienen muy «programados» y se llevan tres o más años, todas estas situaciones pueden prolongarse hasta la adolescencia. De hecho, cuanto más numerosa es la familia, menos problemas hay y, los que existen, se superan mucho mejor.

Las estadísticas de las que dispongo no son demasiado fiables, porque los casos que consultan sólo lo suelen hacer por envidias y celos tan intensos que rozan ya lo patológico. De todas maneras, en los casos vistos por mí, la desaparición de estas situaciones celotípicas se produjo entre doce y dieciocho años en la mitad de los casos, mejoró en otra tercera parte y permanecía igual sólo en contadas ocasiones. Sólo tuve un caso de empeoramiento: la hermana menor odiaba a la mayor, cuando ambas tenían ya veinte años, más que cuando eran pequeñas. Claro que se trataba de una hermana mayor brillante y guapa y una hermana menor con un enorme complejo de «patito feo» (a los dieciocho años le habían tenido que hacer una operación de cirugía estética «a ver si mejoraba de carácter»).

Para terminar, sólo nos resta aconsejar a los padres que tengan paciencia, pues en la mayoría de los casos el problema desaparece solo, pero que, de todas maneras, actúen siempre con la máxima neutralidad en estas luchas y que repartan su cariño con la máxima equidad, aunque haya algún hijo que por su carácter apacible y bonachón se haga querer más que los demás, mientras que a otros, por todo lo contrario, sea más difícil manifestar el cariño hacia ellos. Por supuesto, ¡cuidado con las excesivas manifestaciones de cariño hacia el recién nacido delante de los otros!

Francisco J. Mendiguchía, “El niño que se rebela”

Un gran número de consultas que se nos hace a los especialistas en psicología y psiquiatría infantiles, están motivadas por una conducta que desazona a los padres, quizá no inmediatamente, pero sí al cabo de un cierto tiempo de su aparición.

La primera entrevista suele comenzar así: «Doctor, ¿qué podemos hacer con este niño, o esta niña, que desde hace algún tiempo dice a todo que no? No quiere obedecer, se rebela cuando queremos imponer nuestra autoridad y el “no quiero” lo tiene siempre en la punta de la lengua, y el caso es que antes era muy obediente.» Cuando les pregunto ¿cuántos años tiene?, la respuesta más corriente es que tiene alrededor de cuatro años.

En la mayoría de los casos sucede que nos encontramos ante un niño en esa primera edad difícil, caracterizada por el negativismo y la terquedad y que ha recibido diversos nombres, como «primer período tempestuoso», «primera edad rebelde» y hasta «primera pubertad» por lo conflictiva que resulta para los padres y que, en realidad, no es más que una característica del desarrollo psicológico normal del niño.

Es en esta etapa cuando se produce un fortalecimiento del Yo infantil, que es lo que le lleva precisamente a este negativismo en un intento de afianzar su personalidad frente a los adultos, sus leyes y sus órdenes.

Los padres se extrañan ante ese primer «no quiero» del niño, sin pararse a pensar en la gran cantidad de «yo quiero que», «haz esto» o «no hagas lo otro» que le han dicho y seguirán diciéndole.

Este «no quiero», no es más que una forma que el niño tiene para decir, «hay que contar conmigo a partir de ahora», y esto no es malo en sí, porque cuando un niño se resiste activa y francamente a ciertas órdenes, aunque estén bien dadas, muestra que ni la hiperprotección, generalmente materna, le ha abrumado, ni el tratamiento duro, generalmente del padre, le ha aplastado hasta el punto de no atreverse, en ambos casos a «luchar en defensa propia».

La rebeldía del hijo, el «no quiero» por sistema, primero sorprende a los padres que no lo esperaban y luego acaba constituyendo una amenaza para su amor propio, pues no entienden que, habiéndose portado muy razonablemente con él, éste se rebele, al parecer sin razón ninguna pues, como dicen ellos: ¡si no le pedimos nada que no se le pueda pedir a un niño de su edad! Francamente, se sienten desilusionados y un tanto confusos, confusión que aumenta cuando, al preguntar en la guardería o colegio al que acude el hijo, les dicen que allí el niño se porta bien, no es negativo y no tienen ningún problema de rebeldía.

Lo mismo sucede si va a pasar la tarde en casa de un amigo o de unos primos, pues los padres de éstos comentan que es un chico adorable y obediente.

Todo ello acaba produciendo una cierta inseguridad y ansiedad en los padres, que piensan: ¿en qué estamos fallando? Y es que los niños parece que tienen muy desarrollado el sentido de la oportunidad y del dónde, cómo y cuándo pueden hacer las pruebas de su naciente personalidad y hacer valer sus derechos, sin peligro y con provecho.

He hablado del dónde y cuándo, pero también hay un «cómo», pues la resistencia infantil no se muestra sólo por medio de palabras, el «no» y el «no quiero», sino que también puede hacerlo bajo otras formas.

Una de ellas es la de utilizar su conducta y así, se resiste a la comida o la vomita voluntariamente (hay niños que son realmente unos virtuosos en esto de provocar el vómito), simula no oír o comprender las órdenes que se le dan, se queda sentado cuando tiene que moverse o viceversa, no obedece las órdenes que ya se habían hecho rutina con anterioridad, se niega a orinar hasta que ya no puede más o llega a hacerlo encima, lo mismo pasa con la defecación, no quiere irse a la cama a la hora acostumbrada y mil formas más de manifestar su negación ante los mayores, cosa que desconcierta a sus padres más aún que las palabras.

No se le oculta a nadie que en esto de la rebeldía, como en todo lo que se refiere a la conducta infantil, no todos los niños son iguales, y los hay más tercos y negativistas que otros, que son más dúctiles y conformistas ya desde que nacen, y esto ocurre porque no todos los temperamentos, N_ después los caracteres, son iguales.

Los mayores y la rebelión de los hijos Claro es que también los mayores podemos contribuir a fomentar la resistencia del niño si, valga la expresión, se le «provoca» acompañando nuestras órdenes de gritos y malos tratos, si se le dan instrucciones contradictorias (por la misma persona o por otras) o con «doble mensaje» («haz esto porque si no se lo contaré a papá cuando llegue») o se le comunican demasiados mandatos, aunque éstos sean acertados, al mismo tiempo.

Cuando a un niño de esta edad se le dicen cosas como “ven aquí inmediatamente”, “come sin hacer ruido”, “no hables en voz tan alta”, “no toques los alfileres” o “deja la TV y vete a dormir”, hay que evitar los «porque sí», «porque yo lo mando» y acompañarlas de los razonamientos pertinentes del porqué de las prohibiciones, naturalmente en un lenguaje apropiado a la edad del niño. También hay que ser un poco dúctil al dar órdenes a los hijos y no exigir, salvo en raras excepciones, su cumplimiento inmediato pues hay que darles algún tiempo para que venzan la inercia del cambio y madure interiormente lo que se le exige.

Hay que tener también mucho cuidado en no prohibirles cosas que nosotros nos permitimos hacer delante de ellos, tales como «niño, sal de la habitación que tú no puedes ver esta película» y nosotros nos quedamos viéndola o, en caso de hacerlo, como cuando le prohibimos beber vino y nosotros lo bebemos, se debe explicar el por qué de la prohibición.

A veces, lo que sucede es que un niño, que hasta entonces no se había mostrado más rebelde de lo normal para su edad, aumenta su negativismo y terquedad hasta hacerse verdaderamente molesto para los padres, los cuales reaccionan aumentando los castigos y las reprimendas, que no hacen más que incrementar aún más la conducta negativa del hijo. En realidad, lo que el niño hace no es más que un intento de llamar la atención sobre él porque ha sucedido algo que le hace sentirse desgraciado, como puede ser el nacimiento de un hermanito, que su madre se haya puesto a trabajar y ya no está tanto tiempo con él o, simplemente, que cree que los padres atienden demasiado a un primito que ha venido a pasar una temporada con ellos.

Este primer período de terquedad suele desaparecer hacia los cinco o seis años, por lo menos en su forma más llamativa, porque el niño es ya una personita más segura de sí misma y no tiene que recurrir al negativismo como sistema, aparte de que va aprendiendo a ser realista y a adaptarse a las circunstancias.

El segundo período de rebeldía A los nueve o diez años, tanto en los niños como en las niñas, se suele producir una segunda fase de rebeldía y ello debido a dos hechos fundamentales: a) El niño traslada sus intereses de la familia al grupo, del que acepta unas normas que no obedece en casa, y al colegio, en el que sucede lo mismo. Por ello, a esta edad, son más frecuentes los casos de niños que son rebeldes en casa y casi modélicos fuera de ella.

b) Nace su espíritu critico y, gracias a él, comienza a juzgar las cosas, los hechos y las personas con criterios propios. Como este sentido crítico alcanza a los padres, a los que empieza a ver como realmente son y no como los tenía idealizados, los bajan del pedestal en el que les tenían colocados, y esta frustración le hace enfrentarse con ellos en una lucha que empieza ahora y no terminará hasta que pasen a la fase siguiente de su desarrollo psicológico.

La gran rebeldía: la adolescencia Y con esto llegamos a la fase de «la gran rebeldía»: la adolescencia. Ésta comienza a los doce años por término medio y termina hacia los dieciséis o diecisiete (la edad de los «teen» de los americanos) y que, por la problemática que suele resultar, se le dan los apelativos de «crisis», «época de tormenta y tensión» y otros parecidos, todos con un cierto tinte peyorativo, que no hacen más que señalar que el adulto considera esta edad como algo peligroso ante la que adoptan una aptitud defensiva y aun medrosa. Títulos de libros como “Socorro, tengo un hijo adolescente” muestran cuál es el estado actual de la cuestión, siendo lo peor que los padres, «por si acaso», adoptan sistemáticamente una actitud de prevención, y aun de hostilidad, frente a los chicos que llegan a esta edad.

Esta rebeldía juvenil está motivada fundamentalmente por dos razones: inseguridad del niño que empieza a dejar de serlo, pero todavía no es un hombre, y el enfrentamiento con un mundo desconocido y amenazador con más interrogantes que respuestas.

Ya no le valen las de los padres y él todavía no ha encontrado las suyas, lo que le hace ir en una busca desesperada de una identidad que todavía no tiene; si ya no soy un niño, pero tampoco soy un adulto, ¿qué soy? Y entonces acude al mismo mecanismo que tan buenos resultados le dio cuando era más pequeño: ¡Me opongo!, pero ¿a qué?, pues a todo o casi todo, empezando por las normas familiares y acabando por las sociales.

Para no sentirse demasiado culpables por su rebeldía, se sienten víctimas. ¡Cuidado, lo sienten verdaderamente, no es una comedia!, por lo que resulta que son los padres los culpables, los que no les comprenden. Pero es que tampoco les comprenden en el colegio y mucho menos la sociedad, que está podrida y a la que hay que cambiar radicalmente y, si llega el caso, destruirla tal como es.

Los padres pierden su condición de guías y mentores y se sienten frustrados e impotentes frente a la nueva situación y ante los hijos que les rechazan, y a su vez éstos, que todavía les aman, se sienten culpables de su desvío y de su comportamiento rebelde.

Se produce así una situación en la que ni los padres ni los hijos están seguros de si su comportamiento es correcto, lo que genera una confusión de sentimientos, temor, amor, admiración, rechazo, rivalidad, hostilidad, que aumentan aún más la inseguridad del adolescente y la situación de conflicto en que vive y que sólo el paso del tiempo será el encargado de atenuar, pues precisamente tiempo es lo que el chico a esta edad necesita para alcanzar su identidad y adquirir la seguridad en si mismo, que haga innecesario recurrir a los mecanismos de oposición.

Si nos centramos ahora en su comportamiento social, vemos que también tiene el adolescente que hacer frente a una situación insegura, pues ya no se siente protegido, ni él lo desea, por la familia y por ello se agrupa en lo que se denominan «grupos de pares», es decir, grupos o pandillas formados por chicos y chicas de la misma edad. Estos grupos tienen a su vez reglas de conducta pero, que por ser suyas, son más satisfactorias y se someten gustosamente a ellas.

Se produce así una identificación con unos valores nuevos, que van desde el modo de vestir hasta las ideas políticas, desesperando a unas madres que no conciben que sus hijas se nieguen a vestirse como a ellas les gusta y vayan, en su criterio, hechas unos adefesios o a unos padres que se horrorizan porque sus hijos se hagan un moño o se pongan pendientes en una oreja.

Tampoco entienden los padres que sus hijos adolescentes opinen en política justamente lo contrario que ellos, no siempre claro está, progres si son conservadores y conservadores cuando son progres. A este respecto recuerdo dos casos muy ilustrativos: El primero es el de un coronel del ejército que, hace treinta años, me llevó a consulta a su hijo de diecisiete porque se había metido en una organización política demócrata, lo que era indicio de que estaba mal de la cabeza; y el segundo es el de una madre, que era militante maoísta y que hace un par de años me consultó porque se llevaba muy mal con una hija de trece años que, entre otras tosas, se burlaba de ella diciendo: «¿Y tú eras de las que, hace unos años, se manifestaba haciendo el tonto levantando el puñito?».

Naturalmente no todos los adolescentes se comportan así, ni es lo mismo pasar la adolescencia en un pueblo de pocos habitantes que en una gran ciudad, ser obrero o pertenecer a la «jet», haberse criado en una familia en la que los padres saben cómo ocuparse de los hijos o haberlo hecho en otra en la que los padres se llevan mal, están divorciados o no se ocupan de ellos. Si quisiéramos forzar un poco las cosas, diría que no hay dos adolescentes iguales, a pesar del estereotipo «rebelde» que he descrito.

Hace ya bastantes años, un injustamente olvidado filósofo alemán llamado Spranger, agrupaba a los adolescentes según los «valores» que éstos prefieren, lo cual me parece un excelente punto de vista y me ha servido a lo largo de mi ya dilatado ejercicio profesional.

Este autor dice que hay adolescentes «intelectuales» que se interesan por el mundo de las ideas; «estetas», que experimentan una fuerte atracción por lo bello; «activos», siempre necesitados de acción, sea la que sea; «sociales», altruistas y con fuertes sentimientos de solidaridad; «entusiastas», de grandes ideales políticos o religiosos; «místicos», que buscan a Dios en el recogimiento y la soledad, etc.

Realmente es difícil encontrar tipos puros con un solo valor dominante, pudiendo servir de ejemplo a este respecto, el de un campeón de España de atletismo que ya «iba» para sacerdote al mismo tiempo.

Por ello, la misión de los padres en esta difícil edad, es la del cultivo de alguno de estos valores, para así «individualizar» al adolescente y evitar su gregarismo hasta que logre su identificación y la adquisición de la seguridad tan anhelosamente buscada, y ello aunque los valores del hijo no coincidan exactamente con los de los padres, siempre que haya unos valores éticos morales y religiosos de los que no se debe prescindir.

Los rebeldes patológicos Todo lo escrito hasta aquí sobre la rebeldía de los hijos se ha referido a una rebeldía normal, pero las hay también que, por su extremosidad, caen en lo que pudiéramos llamar «rebeldía patológica», tan patológica que en la última revisión de la Clasificación de Enfermedades Mentales de la Academia Americana de Psiquiatría (DMSIIIR) se incluye con el nombre de «Negativismo desafiante», describiéndolo del modo siguiente: «Comienza a los ocho años y no pasa de la temprana adolescencia usualmente, es más frecuente en niños que en niñas y dentro del hogar que fuera de él y, por lo menos durante seis meses, se encoleriza a menudo, discute con los adultos, rechaza las peticiones o reglas de los mismos, hace deliberadamente cosas que molestan a los demás, reprocha o acusa a los demás de sus propios errores, es resentido, rencoroso, vindicativo y, a menudo, reniega o usa un lenguaje obsceno.» Cuando el cuadro rebelde llega a adquirir esta importancia, es conveniente consultar con un especialista, porque el pronóstico puede no ser demasiado bueno. En un estudio de seguimiento que hice en dieciocho chicos y catorce chicas encontré que la evolución no fue, en general, favorable, pues ya con veinte o veinticinco años el 40% de ellos estaba igual o peor y la integración familiar sólo se consideraba buena en trece de los treinta y dos casos.

Los niños que no se rebelan Con esto acabamos con los chicos que se rebelan, pero ¿qué pasa con los que no se rebelan nunca? A estos niños no solemos verlos por nuestras consultas porque, en nuestra sociedad, los niños que son obedientes, tranquilos, poco exigentes y no protestan por nada, no molestan ni incordian a padres ni maestros y son muy bien aceptados. Sólo si esta pasividad es muy llamativa, acaba llamando la atención de los padres, sobre todo si se trata de chicos, a los que parece que se les exige agresividad, pues las chicas, por definición, son más juiciosas y tranquilas.

Esta pasividad bien puede ser un rasgo caracterológico: los niños «apáticos» y «amorfos» de la antigua tipología de Le Senne Heymans, cosa que se aprecia prácticamente desde la cuna, bien puede ser un producto de su educación y circunstancias ambientales, cuando unos padres rígidos y dominantes aplastan la personalidad del niño. A estos padres el psicoanálisis les conoce, como es su costumbre, con otro horrendo nombre: padres «castradores».

También se puede producir este tipo de reacción pasiva cuando hay, por el contrario, una ausencia tal de control paterno, que el niño se refugia en su pasividad y bondad para sentirse así más seguro y evitar enfrentarse con problemas, frente a los que no sabe cómo reaccionar porque no se lo han enseñado. Otras veces lo que pasa es que el medio en el que ha vivido, la familia, ha sido preparado tan artificialmente por los padres a fin de protegerlo y evitarle fricciones que, al dárselo todo hecho, caerá indefectiblemente en dificultades cuando los problemas se presenten, cosa que sucede siempre, tarde o temprano.

Estos niños pasivos suelen jugar solos y no forman parte de grupos, así como tienden a refugiarse en fantasías compensatorias, que de momento les ayudan, pero que, a la postre, aumentan aún más su aislamiento.

La última oportunidad de los niños pasivos es la etapa de la segunda rebeldía, la de los ocho-nueve años, cuando su personalidad se afirma, su afán de expansión es mayor y sienten más la necesidad de romper la excesiva vinculación que les ata a los padres porque, si llegan así a la adolescencia, no es ésta la edad más apropiada para salir de esta situación y ya serán, en la mayoría de los casos, unos jóvenes y adultos pasivos que se dejarán arrastrar por los avatares de la vida (Le Senne ponía de ejemplo el caso del rey Luis XVI de Francia) o harán su rebeldía tardíamente, cuando ya no son niños y la sociedad la tolera mucho peor.

Como colofón a este problema de los niños pasivos he de decir que, por lo menos en lo que a mí concierne, la mayoría de los casos en los que he tenido que intervenir ha sido porque los padres consultaban, no por su personalidad sino por los malos resultados escolares obtenidos, pues estos niños casi siempre están entre los malos o, como mucho, entre los medianos dentro del colegio. Y esto porque entre otras muchas causas, conformismo, pereza, parvedad de sus motivaciones, incapacidad para reaccionar ni a premios ni castigos, está la de que carecen de esa «agresividad intelectual» necesaria para aventurarse por los caminos de la abstracción y prefieren la comodidad de lo concreto.

Francisco J. Mendiguchía, “El niño malo… que no lo es”

¡En cuántas ocasiones he oído en mi consulta!: “Doctor, le traemos este niño (o niña, aunque éstas menos veces) que no podemos más con él, ¡es malísimo, no se puede estar quieto ni un momento»!; y luego continúan: «y no sólo somos nosotros, ha empezado a ir al colegio y ya tenemos quejas de sus profesores, dicen que no hay quien haga carrera de él, no obedece a nada, es muy inquieto y además no avanza en sus estudios».

Los padres van acompañados de un niño de siete u ocho años, aunque los hay (los padres) que aguantan menos y ya nos los llevan a los tres o cuatro, o más pacientes y lo hacen a los diez, más tarde casi nunca.

El niño se sienta muy seriecito en la silla que le indicamos y permanece en ella quieto y callado, mirándonos atentamente a sus padres y a mí, sólo que… esta actitud le dura poco tiempo, primero empieza a moverse inquieto en su asiento, luego alarga una mano y coge algo de la mesa, el bolígrafo, un papel, cualquier cosa que le llame la atención y entonces el padre, o la madre, le da un cachete y dice: «¡Ve usted como es un diablo!». Yo les digo que le dejen hacer y el niño se contiene, pero por poco tiempo, enseguida coge otra cosa (yo tengo encima de la mesa un timbre en forma de tortuga e indefectiblemente el niño empieza a hurgar en ella hasta que suena).

Pronto se cansa de estar sentado, se levanta de la silla y va a tocar otro objeto o indica que quiere marcharse, cosas que colman la paciencia de los padres y, aunque les indico que no me molesta y que el niño puede hacer lo que quiera, más aún, que lo prefiero, van por él para volver a sentarlo y el niño lo hace de momento, para volver a las andadas en algunos segundos. Entonces, uno de los padres le coge de la mano y se lo lleva para que el otro pueda contarme tranquilamente lo que les pasa al niño y a ellos, que ya no saben cómo controlarse.

Los niños hiperactivos Yo les oigo, pero ya he hecho «in mentís» un diagnóstico, provisional naturalmente y sujeto a confirmación posterior, pero que falla muy pocas veces: nos hallamos ante un niño hiperactivo.

¿Y qué es un niño hiperactivo? Pues se trata de un trastorno infantil conocido ya hace mucho tiempo, pues nada menos que en 1896, un conocido psiquiatra francés llamado Bourneville, describió un tipo de niño caracterizado por su intranquilidad, destructividad y escasa capacidad para controlar sus impulsos y al que bautizó con el nombre de «niño inestable».

Treinta años después, un paidopsiquiatra, Herni Wallón, les adjudicó un nombre muy gráfico que desgraciadamente ya no se utiliza, «niño turbulento», del que dice que cada impresión la convierte en tema de actividad, y la descarga hacia la esfera motriz. Para completar el cuadro, otro autor, Demoor, señaló la disminución, la carencia tal vez, de la atención, lo que hace que estos niños fracasen en sus aprendizajes escolares.

Para darse cuenta de la importancia de este cuadro, no hay más que leer las estadísticas que se han publicado, pues se dan cifras de hasta un 20% de todos los escolares, aunque creo que la realidad no es tan mala y que, con un 5% a un 10%, ya tenemos suficiente. Lo que es por todos admitido es su frecuencia mayor en los niños que en las niñas, cuatro a nueve niños por cada niña.

Ahora bien, ¿por qué son así estos niños? En un principio, siguiendo las corrientes científicas de la época, se pensó que lo que pasaba era que nacían así, por tratarse de un defecto constitucional, hoy diríamos mejor genético, pues hay estudios en gemelos bastante convincentes y hasta unos autores rusos describieron, allá por los años treinta, la «constitución inestable», base de la hiperactividad. En mi experiencia hay muchos padres que señalan que el niño es inquieto «desde que nació», «siempre fue así», «en los primeros meses ya se le notaba» u otras expresiones parecidas.

Sin embargo, y también muy pronto, en 1923, un célebre paidopsiquiatra italiano, el profesor Sancte de Sanctis, (célebre entre otras cosas por haber descrito el primero la esquizofrenia infantil) apuntó también la posibilidad de que la causa no fuera constitucional sino psicológica: «El síndrome de la inestabilidad puede ser la expresión de la personalidad en formación del niño.» Así las cosas, unos autores alemanes emigrados a Estados Unidos (Werner y Strauss), anunciaron la teoría de que la causa podría ser un daño cerebral, pero un daño mínimo, porque no aparecen signos neurológicos, ni aun en su electroencefalograma, evidentes, por lo que se pensó en cambiar la palabra «daño» por la de «disfunción», es decir que el cerebro no estaba dañado, sino que no funcionaba adecuadamente y por ello, durante bastantes años, el cuadro se ha conocido con el nombre de «disfunción cerebral mínima». Parece ser que la disfunción consiste en que el cerebro infantil no filtra adecuadamente los estímulos sensoriales que recibe.

Hoy día, con el avance de la Psiquiatría Social, se está poniendo mucho énfasis en la influencia del entorno: dificultades económicas, viviendas inadecuadas, promiscuidad, paro, malos tratos, en una palabra, ambientes inadecuados y caóticos.

La escuela también desempeña un importante papel: la carencia o pequeñez de espacios para el juego, las aulas pequeñas, o lo que es peor, las muy grandes, pero llenas hasta rebosar de alumnos, son el caldo de cultivo en las que un niño, que ya es inquieto de por sí, desarrolle al máximo su conducta hiperactiva.

Por la magnitud del problema se han hecho bastantes estudios de tipo metabólico y se ha achacado el síndrome a la falta de zinc en las comidas, al exceso de azúcar y a los aditivos y colorantes que se añaden a los productos alimenticios. La realidad es que seguimos sin saber muy bien lo que pasa en estos niños, aunque hay algunos datos para suponer que puede ser la manifestación de un desorden en el metabolismo de ciertos cuerpos químicos que intervienen en la neurotransmisión cerebral.

La desgraciada historia de un hiperactivo Pero volvamos al niño que ha salido del despacho con uno de sus progenitores y veamos lo que nos suele contar el que se queda: Durante la lactancia y la primera infancia presentó rasgos de un niño llorón, que rechazaba los alimentos, intranquilo y negativista (aunque también es posible que a esta edad no presentara ningún signo fuera de lo corriente).

En el parvulario comienzan ya las quejas de sus cuidadores y maestras por su impulsividad, destructividad, desobediencia, torpeza para las manualidades, carencia de atención, presentación de dibujos con trazos desmañados, ruptura frecuente de lápices y papeles, imprevisibilidad de sus reacciones y un mal sometimiento a las reglas comunes de trabajos y juegos. El niño suele llegar a casa bastante sucio, con algún desgarrón en su vestimenta y algún que otro arañazo o moratón.

Estas características se van haciendo más evidentes y se manifiestan en toda su crudeza cuando el niño empieza a ir al colegio. Su intranquilidad, torpeza e indisciplina llegan al máximo y aparece una complicación importante: el niño tiene dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura y se va retrasando respecto a sus compañeros, cosa que los profesores achacan a que el niño no pone atención a lo que se le explica. No es extraño que ya, algún director de colegio, les haya rogado a los padres que trasladen al niño de colegio, «a ser posible que tenga pocos alumnos por clase».

En casa es un niño insoportable, con saltos continuos y correrías sin rumbo fijo, no puede permanecer sentado mucho tiempo y habla acompañándose de gesticulaciones.

En sus relaciones sociales es muy desinhibido y no parece darse cuenta de las inconveniencias sociales que comete, tales como no saber esperar turno cuando hay que hacerlo, interrumpir conversaciones o contestar a las preguntas cuando están a medio formular. Además trae de cabeza a los padres porque no tiene idea del peligro y tiene continuos accidentes, como meter los dedos en los enchufes o cortarse con cualquier instrumento afilado.

En sus juegos es muy inconstante, pasa de uno a otro sin terminar ninguno y, como no sabe respetar las reglas de los juegos comunitarios, los demás chicos no quieren jugar con él y el niño se va encontrando cada vez más solo. Lo único que le sostiene la atención es la TV, que es tan inquieta y saltígrada como él, lo que supone un alivio para los padres, que le dejan todo el tiempo que quiera delante del televisor para poder así descansar ellos.

Algunos padres, no en todos los casos, nos cuentan que el niño es, además, agresivo, terco, destructivo, mentiroso y desobediente, es decir, presenta lo que se conoce con el nombre de «trastorno de conducta».

En términos cibernéticos, lo que sucede en su conducta es que se produce un mecanismo de retroalimentación («feed back») que mantiene y empeora el cuadro progresivamente: como el niño tiene dificultad para filtrar la información que le llega, su atención se dispersa, su aprendizaje esto aumenta su inmadurez cerebral (primer bucle de retroacción); a causa de su agitación se produce una relación caótica con su entorno que es causa de ansiedad que, a su vez, aumenta su intranquilidad (segundo bucle); ante la conducta del niño los padres se sienten muy decepcionados y reaccionan con agresividad («eres un demonio, una calamidad»), agresividad que es devuelta por el niño y la hiperactividad se convierte en parte en intencionada, lo que aumenta su ansiedad por sus sentimientos de culpa (tercer bucle); por fin aparecen sentimientos depresivos («soy un caso», «no tengo arreglo») que producen más conductas difíciles que aumentan la irritabilidad y decepción de los padres (cuarto bucle) y así hasta que se deciden los padres a consultar para ver de romper este circuito que va empeorando la situación cada día más.

Lo cierto es que, cuando se ve el niño a solas, se aprecian enseguida en él rasgos de ansiedad debidos a que se va dando cuenta de que tiene problemas que no puede dominar, de que es diferente a los demás niños y que el entorno, incluido los padres, le mira con una cierta hostilidad de la que se va sintiendo día a día más culpable.

El diagnóstico de la hiperactividad se hace fácilmente por la historia del niño y por su observación, aunque pueden utilizarse las consabidas escalas y cuestionarios para padres y maestros en caso de grandes grupos de población. Alguien inventó también un curioso artilugio, que llamó silla «balistográfica», que no era más que una silla que medía los movimientos del niño sentado en ella y también tenemos los «cuadrantes de observación», que es una sala que está dividida en cuadrados y, en cada uno de ellos, que están separados por unas rayas pintadas en el suelo, una mesa con lápices, plastilina, cuentos, juguetes, etc., y una silla para cada mesa, midiéndose la actividad por el número de veces que el niño cambia de cuadrante al pasar la raya que los separa.

Todos estos síntomas van remitiendo poco a poco, aunque haya autores que opinen que puede quedar un cuadro residual en el adulto. Todavía a los dieciséis años permanecen igual la tercera parte pero, ya a los dieciocho, han mejorado mucho la mayoría y ha desaparecido del todo en una cuarta parte.

No se conocen casos de empeoramiento, aunque en los niños que además tienen problemas de conducta, ésta sí puede empeorar, aunque la hiperactividad y la atención mejoren. Un problema de más difícil solución es el de los retrasos escolares que el cuadro puede llevar consigo, pues son difíciles de superar y llevan en muchas ocasiones al abandono de los estudios en edades tempranas.

Cómo tratar a estos niños Veamos ahora qué se puede hacer con estos niños, pues se han intentado muchos métodos, desde los propiamente pedagógicos hasta el uso de psicofármacos.

En algunos países se han proyectado, y hecho, aulas especiales para estos niños, con paredes desnudas sin adornos, mapas, dibujos y todo lo que se suele colocar sobre ellas, pintadas en tonos suaves, luz tamizada, parcialmente insonorizadas y con las mesas de los alumnos mirando a la pared, separadas unas de otras por mamparas para que no se distraigan unos con otros.

No está mal la idea en teoría, pero mucho me temo que, como el problema dura mucho tiempo, el niño acabará por adquirir una claustrofobia que le llevará más tarde a una fobia escolar. Como aquí no disponemos de este tipo de clases, los buenos maestros ponen a estos hiperactivos en la primera fila para poder atenderlos mejor en sus problemas de inestabilidad y distraibilidad, los malos los colocan en las últimas para que no molesten.

Son también muy útiles los tratamientos psicomotrices como la relajación y el control de movimientos, terapias conductuales que modifiquen su comportamiento impulsivo y la psicoterapia individual, de grupo y familiar, esta última para modificar los patrones de respuesta que los padres han desarrollado frente al hijo hiperactivo.

Un doctor americano se hizo bastante popular con un régimen alimenticio, la «Dieta Feingold», que consistía en eliminar los alimentos que contuvieran aditivos y colorantes, pero la verdad es que es una dieta difícil de realizar, tal como está hoy la industria alimenticia y además supondría un cambio de hábitos en la alimentación de toda la familia, eso sin contar que los estudios hechos sobre los resultados de este método, han sido bastante mediocres.

Pasemos por último al tratamiento con psicofármacos, ése que tanto temen los padres y, que sin embargo, es el único realmente eficaz. Allá por el año 1937, un psiquiatra, también americano llamado Bradley, ante el hecho paradójico de que a estos niños, los barbitúricos, que entonces eran los únicos tranquilizantes que se conocían, en vez de tranquilizarles les ponían más nerviosos, pensó que, si les daba estimulantes, a lo mejor se estaban más quietos. Tal como lo pensó lo hizo y utilizó la anfetamina o benzedrina (la conocida simpatina), para pasar después a la dexedrina, comprobando que de doscientos ochenta niños había mejorado el 60%. A partir de 1960 lo que se suele utilizar es otro estimulante que produce muy pocos efectos secundarios (insomnio o anorexia), llamado metilfenidato.

Yo he utilizado este último fármaco en niños de hasta doce-trece años de edad durante más de veinticinco años y sólo tuve que suspender la medicación en dos casos por la anorexia que producía. Insomnio no lo encontré nunca a las dosis por mí utilizadas.

Para evitar el acostumbramiento a la medicación, es de gran utilidad practicar el método del «fin de semana terapéutico», es decir, suspender la misma los sábados y domingos y, asimismo, no administrarla durante los meses de verano en los que el niño tiene más tiempo y espacio para descargar sus impulsos a la acción mediante juegos, deportes, excursiones, etc. y no tienen que estar tanto tiempo metidos en casa o en el colegio.

No hace mucho un chico de diez años me decía unos días antes de empezar el curso: «Doctor, ¿puedo empezar a tomar otra vez las pastillas que me hacen estarme quieto?».

Algunos autores, por eso del rechazo a los psicofármacos, han utilizado café o compuestos de cola, pero los resultados no son ni mucho menos tan convincentes y además son muy difíciles de dosificar. También se han probado otros fármacos, pero tampoco las mejorías han sido tan evidentes.

Francisco J. Mendiguchía, “Los miedos infantiles”

Es evidente que los hombres podemos tener miedo, y ésta es una experiencia por la que todos hemos pasado, no siendo el valor nada más que una superación del mismo. Los niños también lo tienen, como es natural, aunque de otro modo y de otras cosas que los adultos.

Los miedos infantiles han sido muy estudiados desde que, ya en 1895, el francés Binet escribió una obra sobre ellos, “La peur chez les enfants” y, a partir de entonces, la psicología evolutiva ha desarrollado el tema y elaborado unas tablas en las que se describen estos miedos con arreglo a la edad del niño, llegándose al extremo de describir miedos prenatales y paranatales.

Los miedos precoces Se han descrito, y experimentado, los miedos que puede sufrir el recién nacido, pues se ha comprobado que éste no sólo tiene sentimientos de placer (al mamar) y de displacer (al estar mojado) sino también de temor, como el que se produce si se le retira al bebé bruscamente su base de sustentación (reacción de sobresalto).

Para la moderna etología del austríaco Lorenz, los miedos tienen una base genética, con esquemas innatos de desencadenamiento frente a determinadas señales, en nuestro caso de peligro, que determinan un código de conducta de temor.

Los miedos infantiles van aumentando de frecuencia a partir del nacimiento, son ya muy visibles a los tres años, alcanzan un máximo de cuatro a siete, comenzando a descender, aun con alternativas, desde esta edad hasta la adolescencia, edad en la que casi desaparecen como tales y son sustituidos por los temores propios de la edad adulta.

Un niño de tres a seis meses puede asustarse cuando una persona o cosa (un juguete, una jeringuilla), con la que ha tenido una experiencia displacentera, vuelve a ponerse otra vez delante de él. A los ocho meses se puede producir lo que se conoce con el nombre de «temor del octavo mes» que se desencadena como reacción frente a caras extrañas cuando la madre está ausente y no puede, por tanto, identificarla.

He de señalar que algunos autores han criticado bastante la universalidad de estos miedos precoces, considerando que son producto de «laboratorio psicológico» pues, si se observa al niño en el propio hogar, o no aparecen, a lo hacen en mucha menor proporción, viéndose por ello que muchos niños de ocho meses reaccionan con una sonrisa en presencia de una persona que no conocen, si se encuentran en su hábitat habitual y conocido.

Con dos años, los niños pueden demostrar ya miedos a ruidos, movimientos bruscos, luces y sombras y animales.

De los 3 a los 10 años A los tres años, manifiestan sus miedos con mucha mayor claridad y dan señales de temor frente a cambios repentinos de “status”, como una nueva cara, un nuevo aposento o un nuevo sitio de recreo. Estos temores son todavía bastante fragmentarios y focalizados, es decir, muy concretos, tal como puede suceder cuando un padre, lleno de ilusión, compra un bonito juguete mecánico a su hijo y éste empieza a llorar porque siente miedo ante este nuevo objeto, lo que produce una gran decepción en el progenitor.

Con cuatro o cinco años aparecen ya unos miedos que podríamos calificar de «naturales», como son los que se desencadenan con los truenos, la oscuridad, el fuego o los animales salvajes. Estos miedos no son, para los junguianos (del psiquiatra suizo Jung) más que una huella hereditaria de las angustias sufridas por la humanidad desde sus albores, es decir forman parte de nuestro «inconsciente colectivo».

Cuando el niño llega a los seis años, sigue con sus miedos anteriores, pero se le suman otros nuevos como hombres malvados, ladrones y secuestradores. Aparecen los miedos a los personajes irreales como brujas, fantasmas y otros con los que todavía, en ambientes un poco primitivos, se asusta a los niños y cuyo paradigma es el «coco», aunque afortunadamente hayan desaparecido ya figuras tan siniestras como «el hombre del saco» o «el sacamantecas». En cambio han aparecido otros personajes tan irreales como los anteriores, pero igualmente atemorizantes, bueno, más aún, porque no sólo son oídos, sino vistos, y me estoy refiriendo a algunos que aparecen en algunas películas de dibujos animados que ven en la TV.

Todos ellos pueden entrar en el cuarto del niño por la noche, a favor de la oscuridad, él no sabe por dónde, ni cómo, ni por qué, pero sí para qué: para hacerle daño. Lo curioso es que no entran en el cuarto donde duermen sus padres o cuando la madre se va a dormir con él.

También los médicos, y más aún los que llevan bata blanca, despertamos bastante temor a los niños de esta edad, sobre todo si han tenido experiencias penosas con anterioridad; es decir, se han condicionado negativamente, cosa que puede suceder con cualquier persona, animal, objeto o situación, que pasan inmediatamente a convertirse en productores de temor si se repite la experiencia.

A los siete y ocho años siguen con sus miedos anteriores, a la oscuridad, a quedarse solos y a los animales, pero con éstos sucede un hecho curioso, van perdiendo el miedo a los animales grandes como lobos, leones o tigres y empiezan a tenerlo de los pequeños como cucarachas y otros insectos.

Sobre estas edades o un poco más tarde, a los nueve años, en la mayoría de los niños se produce una ambivalencia emocional, siguen temiendo a sus miedos, pero al mismo tiempo se sienten atraídos por ellos, tal como sucede con las películas de terror, que les asustan, pero no pueden dejar de verlas. También a esta edad comienzan a utilizar un mecanismo defensivo contra la angustia del miedo, consistente en meter miedo a niños más pequeños.

Con el paso del tiempo todos estos temores van disminuyendo, pero no cesan del todo y pueden aparecer otros nuevos, tal como sucede en las niñas en las que empiezan a sentir miedo a ser raptadas o violadas, pues noticias de este tipo aparecen todos los días en periódicos y televisión. A esta edad de la preadolescencia comienzan a desarrollarse miedos a las enfermedades, tal como que se les pare el corazón y cosas por el estilo, y es seguro que el 80% o más de estos chicos y chicas muestran todavía algún temor específico.

Tipos más frecuentes de miedos Hace ya bastantes años publiqué los resultados obtenidos con el test proyectivo (estos tests son los que revelan, por las respuestas que se obtienen al ser aplicados, rasgos y problemas personales que, a veces, se quieren ocultar) de las «Fábulas» de Louise Düss. Este test tiene dos preguntas referidas a los miedos infantiles: –«Había una vez un niño que dijo muy bajito: ¡Oh, qué miedo tengo! ¿De qué tenía miedo ese niño?» –«Una vez un niño despertó por la mañana muy cansado. Al despertar dijo: ¡Ay que sueño tan feo he tenido! ¿Qué es lo que soñó el niño?» A la primera pregunta las respuestas más frecuentes fueron: lobos, quedarse solos, el infierno, la oscuridad, una agresión externa, el coco, las brujas, toros y truenos. Me chocó que no aparecieran diferencias significativas entre chicos y chicas.

Estas diferencias sí aparecieron con la segunda fábula, pues las respuestas «el demonio» y «la muerte», fueron mucho más frecuentes en las niñas que en los niños. En cambio no había apenas diferencias en otras respuestas, también frecuentes, como que «les cogía un hombre» o «cosas feas».

Salta a la vista la diferencia de estas respuestas a unas preguntas que no han sido hechas directamente, sino achacadas a otros personajes ficticios, con las que se suelen obtener por medio de inventarios que hacen la pregunta directamente (¿De qué tienes miedo?), pues las respuestas, que pueden variar de unos autores a otros, se refieren a unos temas básicos como son los factores meteorológicos (truenos, rayos, terremotos); los animales (leones, tigres, perros); la muerte, miedo social (encontrarse en determinadas situaciones, hacer el ridículo); lugares cerrados, etc.

En un estudio que hice posteriormente hace muy pocos años, pero hecho en ciento dieciocho niños (el anterior lo fue con trescientos escolares de cinco a doce años), que habían sido llevados a consulta por los padres debido a la intensidad de sus miedos, encontré lo siguiente: Lo más frecuente eran los miedos nocturnos con ochenta y un casos, viniendo después el miedo a la oscuridad aun siendo de día (cuartos oscuros), a la soledad (quedarse solos en un cuarto), a ir solos de una habitación a otra, a los ruidos extraños, a las tormentas y a las calificaciones escolares. Hubo dos casos que decían que tenían miedo «sin saber por qué», aunque en el curso de la psicoterapia si lo supimos.

Frente al frecuente miedo nocturno, los niños se defendían de diferente manera: durmiendo con la luz encendida, yéndose a dormir a la cama de los padres, haciendo que viniera otra persona a dormir con ellos (aunque algunas veces fueran hermanos más pequeños), teniendo una persona, generalmente la madre, al lado hasta que se dormía, dejando abierta la puerta del dormitorio o tapándose la cabeza con sábanas o mantas. Había trece de ellos que se pasaban su miedo solos, sin hacer ningún ritual defensivo.

Los niños que no tienen miedo Como hemos ido viendo, los miedos pueden considerarse normales en las distintas etapas del desarrollo, por lo que quizá, y sin quizá, el niño que no los presenta es más patológico que el que los presenta, pues al fin y al cabo, el miedo es un mecanismo defensivo y carecer completamente de él puede hacer que el niño se exponga a unos peligros que una cierta dosis de miedo puede evitar: el miedo a separarse de la madre produce ansiedad, no tener este miedo puede facilitar que el niño se pierda en un parque público.

El pediatra y psicoanalista inglés Winnicot decía: «Un niño que no tiene miedo en las calles de Londres e incluso en una tempestad, está enfermo, y padres y profesores se engañan pensando que es un niño razonable y valeroso.» Es más, una de las peculiaridades de los niños y adolescentes caracteriales con problemas de conducta, es precisamente su ausencia de temor hacia los posibles castigos.

Sin embargo, la carencia de temor puede resultar beneficiosa en algún caso excepcional, como sucedió en el caso que les voy a relatar: se trata de un deficiente mental de doce años que, en una excursión colectiva, se perdió al anochecer en unos pinares al pie de una montaña y no apareció hasta la mañana siguiente en la cima de la misma, sonriente, tranquilo y sin la menor señal de ansiedad. Se había pasado la noche andando sin miedo a la oscuridad, a caerse por algún barranco, a la soledad, al frío o a algún animal que pudiera atacarle; otro chico de su edad probablemente se habría asustado, se hubiera quedado quieto y, posiblemente, ni hubiera sobrevivido.

Actitud ante un hijo miedoso A los adultos nos parece, olvidándonos de que hemos sido niños, que los miedos infantiles son injustificados la mayoría de las veces; a los niños, claro, les parece lo contrario, por ello hay que mitigarlos en lo que se pueda hasta que desaparezcan con el paso del tiempo. Las explicaciones racionales sirven para poco y lo mejor es hacer que venzan sus miedos poco a poco y sin brusquedades.

Veamos un simple ejemplo: el niño tiene que dormir con la luz encendida, porque si no tiene miedo. Después se va disminuyendo la potencia de la bombilla, luego se le pone una azul y más tarde se tapa con algo, hasta que se acostumbra poco a poco a la oscuridad; si hay que dejar encendida algún tiempo la luz del pasillo, pues se deja y no pasa nada.

Si los miedos son muy intensos se hace una psicoterapia individual o en grupo o se emplean técnicas de descondicionamiento más sofisticadas. Sólo en casos de verdadero pavor, se hará uso de tranquilizantes, controlados siempre por un médico, y por poco tiempo.

Francisco J. Mendiguchía, “Fobias y obsesiones”

¿Qué son las fobias? Un diccionario de psiquiatría define las fobias del modo siguiente: «Repulsión o temor angustioso específicamente ligado a la presencia de un ser, un objeto o una situación cuyos caracteres no justifican tal emoción.» Como se ve por esta definición, es difícil separar en la infancia los miedos que he expuesto en el capítulo precedente, de las verdaderas fobias.

Por ello, los psiquiatras de niños, cuando hablamos de fobias infantiles, nos referimos a miedos exagerados, que no presentan mecanismos adaptativos, que aparecen o persisten a edades inadecuadas (el miedo a los perros es normal a los tres años, pero es una fobia a los quince), que se repiten ante la misma situación u objeto preciso, no ceden al desarrollo, son persistentes y, sobre todo, alteran la vida familiar y social del niño y son fuente de sufrimiento para él.

¿Cómo se generan las fobias? Cada escuela psiquiátrica tiene sus propias versiones de cómo nacen. Para unos existe una cierta predisposición natural, las más de las veces unida al padecimiento de obsesiones, que produce un tipo de personalidad que se llama «anancástica» o insegura de sí misma.

El psicoanálisis ha dedicado, ya desde Freud, numerosos estudios a estos problemas, y sostiene que siempre existe una ansiedad primaria que es proyectada a objetos o situaciones externas, que se convierten así en los aparentemente productores de las fobias.

Los conductistas explicaron el porqué de las mismas a partir de un famoso experimento del fundador de esta teoría, el norteamericano Watson que, en 1920, consiguió provocar una fobia en un niño llamado Albert, mediante un apareamiento entre la presencia de una rata blanca y un fuerte ruido que, a la séptima vez de haberse producido, provocó la aparición de la fobia del niño hacia la rata, a la que antes del experimento no tenía ningún temor.

Este mismo psicólogo logró, en otro experimento posterior, justamente lo contrario que en el primero: hacer que desapareciera la fobia asociando al objeto fobógeno un estímulo que evocara una reacción placentera, por ejemplo un dulce.

Desde aquellos años se han multiplicado experiencias que han confirmado la teoría del condicionamiento de las fobias y su tratamiento mediante técnicas de descondicionamiento y, aunque las cosas son algo más complicadas de lo que aquí se han expuesto, la terapia conductual sigue siendo la mejor para estos casos.

Fobias infantiles más frecuentes Las fobias infantiles son muy variadas en su contenido y así, en cincuenta niños con este problema, los temas a que se referían fueron los siguientes: El más frecuente fue el de los animales, en unos los grandes como perros, lobos, etc.; en otros los pequeños como hormigas o cucarachas y en uno la contestación fue la de pájaros, pero ésta en un niño que había visto hacía poco la famosa película de Hitchcock. Las enfermedades, y aun la muerte, son también, ya en estos años de la infancia temas bastante frecuentes, sucediendo lo mismo con dos fobias muy conocidas de los adultos: la agorafobia o temor a los espacios abiertos y la acrofobia o miedo a las alturas.

En los adolescentes es frecuente la fobia por su propio cuerpo, al que llegan a odiar, por no encontrarlo suficientemente atractivo, odio que se mezcla con el temor de que no cambie nunca y que apareció en cuatro casos de esta muestra de cincuenta.

Menos frecuentes fueron las siguientes respuestas: comidas y exámenes en dos casos cada una y aviones, puertas cerradas, personas deformes, ascensores, ruido desagradable, bomberos, máscaras, locura (en un adolescente) e inyecciones, con un caso por respuesta.

Un caso raro fue el de una niña de dos años que, a la vista de su propia cuna, se echaba a llorar y se negaba a meterse en ella, cosa que le pasaba desde que había ingresado en un hospital y dormía en una cuna parecida a la suya. La explicación es la de que esta fobia se había condicionado por una situación traumática anterior.

Una cosa que salió también en este estudio es que la mayoría de los casos de condicionamiento muy claro y evidente se producía en niños con edades entre los dos y seis años, mientras que en los mayores era más difícil de ver, lo que significa que con la edad aumenta la resistencia al condicionamiento.

En una cosa muy importante se diferencian los miedos normales de las fobias, pues así como los primeros tienen muy buen pronóstico y desaparecen con el tiempo, no sucede así con las fobias que tienen una cierta tendencia a persistir en la juventud y aun en la edad adulta, aunque a veces puedan cambiar de contenido. De todas maneras, hay casos en que desaparecen también por completo y los exfóbicos presentan una total normalidad.

Una fobia un poco especial, que puede producir muchos quebraderos de cabeza a los padres, es la llamada «fobia escolar», que consiste en que hay niños o adolescentes que se niegan a ir al colegio sin motivos reales y conocidos, reaccionando con cuadros de ansiedad y pánico cuando se intenta obligarlos.

Se trata de algo muy diferente a lo que vulgarmente se conoce con los nombres de «hacer novillos» o «hacer pellas», pues realmente el fóbico desea ir a clase y tiene ambiciones escolares, mientras que los otros no tienen ningún interés por el colegio ni por los estudios y suelen ser niños rebeldes, al revés que el fóbico que es un chico angustiado y conformista en todo, menos en lo de asistir a clase.

Esta ansiedad se manifiesta en forma de llantos, súplicas, depresión y hasta agitación cuando llega la hora de ir a clase o bien sufre una conversión psicosomática con aparición de dolores de cabeza o abdominales, náuseas, vómitos o diarreas, síntomas que desaparecen los sábados y domingos y en vacaciones.

Algunos adolescentes encubren muy bien la ansiedad y son capaces de salir de casa para el colegio sin que se les note nada pero, en vez de entrar en clase, se ponen a deambular por las calles hasta la hora de terminación de la jornada escolar, regresando después a su casa como si no hubiera pasado nada. Naturalmente la superchería acaba por descubrirse.

En los niños pequeños la fobia escolar, más que una fobia en sí, es un cuadro que se conoce con el nombre de «ansiedad de separación», producido por el temor del niño, no a ir al colegio, sino a separarse de su madre.

En los chicos mayores se trata más bien de una sobrevaloración de sí mismos que no coincide con la realidad y el muchacho, para mantener su autoestima, el famoso «self», opta por huir a su casa, en la que se encuentra a salvo. Por ello es frecuente fobias escolares a esta edad cuando se ha producido un cambio de colegio, de uno que tiene pocas exigencias a otro que las tiene mayores o simplemente, cuando ha sufrido una humillación en clase o fuera de ella, pero siempre dentro del colegio.

Es evidente que la fobia escolar desaparece sola con el tiempo, cuando al chico se le pasa la edad de asistir al colegio, pero para entonces habrá producido un fracaso escolar, y con él, el cercenamiento de muchas posibilidades vitales. Además de este grave problema la experiencia me dice que, por lo general, aparecen posteriormente signos neuróticos más o menos acentuados y tienen una integración familiar y social no demasiado buena.

De todo ello se deduce que las fobias infantiles deben ser tratadas siempre, por muy banales que parezcan, por un especialista y ya hemos dicho que son las técnicas conductuales las que dan mejor resultado, aunque, sobre todo en la fobia escolar, ha de unirse una psicoterapia que, en este último caso, puede ser larga y costosa.

Obsesiones y compulsiones Bastante relacionadas con las fobias se encuentran las llamadas «obsesiones», que si bien son menos frecuentes, también se pueden ver en la infancia y que, en la adolescencia, pueden aparecer en forma de verdaderas neurosis obsesivas.

Todo el mundo habla de obsesiones y de estar obsesionado, pero ¿qué son realmente las obsesiones? Pues las podemos definir como «ideas que se imponen a la conciencia a pesar de no ser aceptadas por ella (si lo fueran se trataría de ideas fijas) vivenciándolas el niño como algo extraño a él, que se le impone por la fuerzas. En muchas ocasiones, estas ideas obsesivas conducen a la ejecución forzada de actos, llamados «compulsiones» y que no son más que una defensa para evitar la angustia que tales ideas le producen.

El primer caso infantil de que tenemos noticia fue descrito por el psiquiatra francés Moreau de Tours, en un tratado que se llamaba nada menos que “La locura en los niños”, que fue publicado en 1888 y en que relataba el caso de un niño que fracasó en sus estudios porque tenía que estar repitiendo constantemente el número trece.

En el niño pequeño, antes de los cinco o seis años, es posible ver actos que, en un adulto, podrían ser considerados como obsesivos pero que, a esta edad, son completamente normales. De este tipo son los «rituales» de la comida (la misma cuchara, la misma silla, la misma persona que tiene que dársela), del sueño (dormirse abrazado al mismo muñeco, oír la misma canción, chupar el mismo pañuelo) o de los juegos (hacer y deshacer repetidamente las mismas torres de tacos, colocar y descolocar el mismo número de coches sin que pueda faltar ninguno, pasar y repasar las hojas del mismo cuento) y que, si no se cumplen, despiertan la ira y el llanto del niño.

Estos rituales pseudo-obsesivos pasan sin dejar ninguna huella y es solamente a los siete u ocho años cuando empiezan los verdaderos síntomas obsesivo-compulsivos.

Las ideas obsesivas son de muy diversa temática y dependen en parte de las circunstancias y condicionamientos exteriores. Antes, por ejemplo, eran muy frecuentes los «escrúpulos» o ideas de pecado, tanto en niños como en adultos, y a este propósito recuerdo muy bien el caso de un chico que tenía una imagen de la Virgen clavada en la cara interna de su pupitre y que, a lo mejor en mitad de una clase, se acordaba que había dejado encima de todos los libros el de Historia Sagrada, que tenía un dibujo de Adán y Eva desnudos y, rápidamente, levantaba la tapa del pupitre, quitaba el libro y lo metía debajo de todo «para que no tocara la estampa» y así se quedaba tranquilo por el momento aunque, al poco tiempo empezaba a pensar que ahora el libro que estaba arriba era el de Historia, que también tenía hombres primitivos no muy vestidos y comenzaba otra vez la misma operación, pasándose así la clase para desesperación de los profesores y la ansiedad del niño que racionalmente comprendía que era una tontería, pero no podía dejar de hacerlo.

Es frecuente también el miedo a las enfermedades y la idea obsesiva de que puede contagiarse de mil modos diferentes, tal como sucedía en varios casos vistos por mí, en los que, cada vez que se hacían un arañazo corrían angustiados a que se les pusiera la inyección antitetánica.

La misma muerte es también motivo de obsesiones, aun en los niños, como es el caso de una niña de siete años que empezó a hablar continuamente de la muerte y a hacer preguntas del tipo de «Y si me meten en una caja, ¿ya no respiro?» o «¿Qué pasa cuando se muere uno?» y vivía con el continuo temor de que se le muriera su madre y la dejara sola.

Las compulsiones son también frecuentes acompañantes de estas ideas obsesivas, tal como la de lavarse las manos muchas veces por la creencia de que están sucias y pueden enfermar (cuando digo muchas veces me estoy refiriendo a treinta o cuarenta), recorrer con un dedo las cuatro paredes de un cuarto para que a su padre no le pase nada porque está de viaje o, como un niño de nueve años que vi en cierta ocasión, que comenzó a pasarse horas y horas moviendo rítmicamente una cuerda, que se metía en la boca si se intentaba quitársela y que, solo al cabo de mucho tiempo, confesó que lo hacía para que le aprobaran en el colegio, mejor dicho, para que no le suspendieran, porque estos rituales suelen ser de evitación de cosas desagradables.

Durante la pubertad aparecen preocupaciones obsesivas de tipo metafísico o filosófico como la existencia de Dios, el origen del hombre, la locura, el infierno, pero siguen persistiendo las anteriores y otras muchas, más o menos extravagantes, como el de un chico de catorce años que me confesaba angustiado que le invadía el pensamiento de que podía estrangular a su madre.

Estos dos últimos ejemplos son un exponente de lo que se llaman «obsesiones por contraste», es decir, que lo último que querrían hacer es precisamente el objeto de las mismas.

Y así multitud de ideas, que a los demás nos parecen extravagantes, pero que para ellos son de una certeza absoluta. ¿Qué les parece el caso de un niño de doce años que tenía miedo a comer por si la comida tuviera algún pequeño trozo de cristal, por haberse roto algún vaso cerca? En los niños, pero sobre todo en adolescentes, además de las ideas y de las compulsiones, puede verse lo que se conoce con el nombre de «carácter obsesivo», caracterizado por una meticulosidad y un orden tan excesivos, que se hace muy difícil convivir con ellos.

Una de las características de los niños y adolescentes obsesivos, que les diferencian de los obsesivos adultos, es la de que, así como éstos «rumian» sus ideas sin comunicárselas casi nunca a nadie, aquellos las exponen una y otra vez a los padres buscando que les liberen del suplicio de la idea o del acto impuestos, pero como éstos recurren al raciocinio para convencerles de lo infundado de los temores, no hacen sino aumentar su ansiedad, pues los primeros convencidos de lo infundado de su irracionalidad son los propios niños.

Uno de los casos en que con más crudeza se manifestaba lo último que acabo de describir, fue el de un adolescente de trece años, que obligaba a su madre a pasar dos y tres horas todas las noches junto a él, cogiéndole la mano cuando estaba ya acostado, para contarle sus obsesiones, con la esperanza de que ella se las disipara, terminando siempre con una crisis de ansiedad en que culpaba a la madre de lo que le pasaba.

Naturalmente no todas las obsesiones son tan intensas, hay toda una gradación. ¿Qué chico no ha sentido alguna vez el impulso de no pisar las rayas de una acera o quizá contar los escalones de una escalera? Y esto es absolutamente banal. Más importantes son ya los síntomas obsesivos aislados de los siete a diez años, pero también suelen pasar sin dejar ninguna huella, no así los que van estructurando una personalidad obsesiva, que se manifiesta ya con toda su fuerza en la adolescencia, en la que estas ideas y actos llegan a constituir una verdadera neurosis obsesiva.

Para terminar esta descripción de lo que son los trastornos obsesivo-compulsivos en estas edades, hay que alertar a los padres cuando éstos son muy intensos y duraderos, sobre todo a la edad de la adolescencia, pues pueden constituir los primeros síntomas de una psicosis que comienza.

Para su tratamiento hay que consultar a un especialista psiquiatra pues, aunque se debe hacer también una psicoterapia profunda y una terapia conductual, hay que recurrir en el 90% de los casos a un tratamiento con imipramina.

Francisco J. Mendiguchía, “Cuando los niños van mal en el colegio”

Cada día son más frecuentes en nuestras consultas las visitas de padres en busca de asesoramiento, porque no saben qué hacer con sus hijos que van mal en el colegio y quieren saber qué es lo que les pasa.

Unas veces son los propios padres los primeros en darse cuenta del problema por las continuas malas calificaciones o por la pérdida de algún curso, otras son los profesores los que les llaman para decirles que sus hijos no aprenden lo que debieran y, en alguna ocasión, es la propia dirección del colegio que les envía una nota recomendando que el niño vaya a otro colegio, «con pocos alumnos por clase», a ver si así consigue avanzar más en sus estudios.

Cuando los vemos, advertimos enseguida un cierto grado de ansiedad, tanto en el niño, que ya es consciente de su situación, como en los padres, que temen que su hijo tenga algún retraso en su desarrollo intelectivo o, en el mejor de los casos, que tenga algún otro problema que produzca su fracaso escolar y frustre así las esperanzas puestas en él.

El pseudofracaso y el fracaso verdadero Pero antes de proseguir conviene hacer hincapié en la existencia de lo que podríamos denominar «pseudofracasos escolares». Tales son los casos de niños cuyos padres no se conforman con que sus hijos obtengan notas medias y consideran que son lo suficientemente inteligentes para ser los primeros de la clase, como lo fueron ellos, o quizá porque no lo fueron nunca.

Este tipo de padres suele forzar el ritmo del aprendizaje de, sus hijos que, en un principio, a lo mejor pueden responder a estas exigencias, pero que con el tiempo no pueden seguir el esfuerzo y acaban rechazando el colegio y todo lo que signifique estudiar.

Los profesores, ellos en particular o el colegio en general, son a veces también los responsables de estos pseudofracasos al no tolerar más que alumnos brillantes, tachando de incapaces a los que no son tan gratificantes para ellos, pero que en otros colegios menos elitistas, se desenvuelven perfectamente.

Pero ¿qué es realmente el fracaso escolar? Existen muchas definiciones más o menos complicadas aunque, en definitiva, no es otra cosa que el problema que se presenta cuando el niño no obtiene los resultados que se espera de él, es decir, cuando no alcanza los objetivos señalados para su nivel y edad.

Muchos padres, y por supuesto los abuelos, piensan que en sus tiempos no existía este gran problema que, hoy en día, según las estadísticas de casi todos los países occidentales puede alcanzar hasta a la tercera parte de los alumnos. ¿Qué es entonces lo que ha pasado? Aparentemente sólo hay tres respuestas posibles: los niños son ahora más torpes, los planes de estudio son cada vez más difíciles o a los maestros se les ha olvidado enseñar.

Sin embargo hay que fijarse en una cosa: el fracaso escolar aparece cuando la enseñanza se hace obligatoria. ¿Y esto que quiere decir? Pues que el niño que antes no podía estudiar, lo dejaba y se dedicaba a otros menesteres, pero ahora tiene que seguir estudiando porque así lo exige la ley, y van pasando de curso en curso a trancas y barrancas, hasta que al final tiene que arrojar la toalla y dejar los estudio. Lo malo es que, en este momento, se ha creado un fracasado escolar.

Si repasamos en conjunto las posibles causas que se han aducido para explicar este cuadro vemos que, en un principio, fueron valorados primordialmente los factores intelectuales, y el niño que no progresaba en los estudios era simplemente porque tenía una infradotación intelectiva.

Más tarde pasaron a un primer plano los factores afectivo-emocionales y no había fracaso escolar que no se intentara vencer mediante psicoterapia, y ahora son los factores socioculturales los más tenidos en cuenta, pues un entorno desfavorable da lugar a un mayor número de estos fracasos, que son además los más difíciles de corregir.

También es conocida la gran importancia que han tenido en estos últimos años los llamados déficits instrumentales, sobre todo la tan socorrida dislexia, diagnóstico que ha saturado las fichas de psiquiatras, psicólogos y pedagogos en época muy cercana.

Asimismo, la escuela y los profesores han sido objeto de muchas investigaciones y estudios, y últimamente parece que hay una cierta tendencia a considerar los planes de estudio como los máximos responsables del fracaso escolar.

Factores intelectivos y de aprendizaje Vamos a empezar el repaso de estas causas por lo primero que temen los padres: efectivamente los niños no aprenden porque no pueden hacerlo ya que, sin llegar a deficientes mentales, son un poco más cortos de inteligencia que sus compañeros de edad y clase, constituyendo el grupo bastante numeroso de los llamados torpes (en un grupo de niños con fracaso escolar estudiado por mí, la mitad correspondía precisamente a los que tenían el nivel mental más bajo).

Haciendo un inciso, considero muy importante el que los padres sean, en estos casos, informados realísticamente de la capacidad de sus hijos, sin camuflar el problema bajo términos eufemísticos como el de «inmadurez», con el fin de que puedan valorar debidamente los esfuerzos que hace el hijo y que, aunque los resultados no sean muy brillantes, puedan ayudarles a mantener la confianza en sí mismos al no estar continuamente echándoles en cara que son unos vagos y que no estudian porque no quieren.

Un caso especial es el de los niños que padecen lo que se conoce hoy con el nombre un poco enrevesado de «disarmonías cognitivas», concepto que expresa que los procesos intelectivos pueden no tener un desarrollo armónico y, en las sucesivas fases evolutivas, mostrar unos niveles de organización más primitivos y otros más desarrollados con lo que, aun sin ser muy malo el conjunto, hay retrasos en determinadas áreas.

Sin embargo, en otro grupo de cincuenta niños, que también consultaron por problemas escolares, pero tenían un nivel intelectivo normal, al final se produjo un fracaso escolar prácticamente igual al que presentaban los menos dotados intelectivamente.

¿Qué nos quiere decir esto? Pues que efectivamente, en el fracaso escolar intervienen otros factores que no son los puramente intelectivos, totales ni parciales.

A propósito de estos factores recuerdo que, hace ya algunos años, entró en mi consulta una señora con su hijo de unos diez años y me dijo con aire desafiante: «Vengo de Suiza y allí le han diagnosticado a mi hijo algo que usted no sabrá seguramente lo que es: ¡Legastenia!» Yo me sonreí y le dije: «Pues sí que sé lo que es, pero aquí se le suele llamar dislexia.» (Estuve a punto de añadir que también se llama estrofosimbolia, pero me pareció demasiado ensañamiento.

Lo que padecía ese niño, la dislexia, junto con la disgrafía o dificultad para escribir correctamente y la discalculia o tener problemas con las operaciones aritméticas (ésta en mucha menor proporción) constituyen otro gran grupo causante de numerosos fracasos escolares, el de los llamados «trastornos instrumentales» o, para los americanos, «trastornos de las habilidades académicas».

Como hemos dicho, las discalculias son francamente raras, pero en mi experiencia son las de más difícil corrección, pues persisten prácticamente toda la vida. Las disgrafías puras son también poco frecuentes, siéndolo más la dificultad para dibujar las letras por trastorno de la psicomotricidad y de la coordinación, es decir, lo que se llama «dispraxia».

Las dislexias, en cambio, son muy frecuentes, casi siempre acompañadas de disgrafías, y sobre cuya causa hay muchas opiniones (trastorno del oído director, problemas de lateralidad con confusión derecha-izquierda o, y esto parece lo más seguro, disfunción de los hemisferios cerebrales).

Aunque el pronóstico de las dislexias es bastante bueno, ya que el 90% de ellas desaparecen o mejoran notablemente, no hay que dejar por ello de tratarlas lo más pronto posible, pues el estudio en los niños que la padecen llega a hacerse muy penoso, al tener que gastar mucha parte de su tiempo y de sus energías en descifrar lo escrito en los libros. Lo que todavía no sabemos es por qué el trastorno es mucho más frecuente en los niños que en las niñas.

Influencia de la personalidad Hace ya algunos años, más de treinta, un autor francés apellidado Le Gall estudió la correlación que había entre la personalidad de los niños y su éxito en la escuela, y descubrió que ciertas formas de ser temperamentales influían negativamente en los estudios, mientras que otras lo hacían positivamente.

La peor parte la llevaban los llamados «amorfos», también los «apáticos» y, en menor grado, los «nerviosos o inestables». Pues bien, en el grupo antes citado de los fracasos escolares con inteligencia normal, la tercera parte eran pasivos y retraídos y la cuarta parte inquietos y nerviosos, o sea, que Le Gall tenía mucha razón.

El que el fracaso sea producido por un trastorno temperamental no quiere decir que haya que cruzarse de brazos, ya que se puede, y se debe, actuar sobre él, y cuanto antes mejor; a los amorfos y apáticos estimulándoles a la acción mediante el deporte, el scoutismo, dándoles responsabilidades de grupo, etc., y a los inquietos mediante métodos conductuales, de relajación y, en casos muy extremos, hasta con medicación.

Otras veces de lo que se quejan padres y maestros es de la escasa atención del niño, que parece que está siempre «en babia» y que por ello no aprende. Cuando esto sucede, y no es un hiperactivo o inestable de los que hemos descrito en un capítulo anterior, es porque el niño tiene un bajo estado de lo que se conoce con el nombre de «tensión psicológica» o «estado de alerta psicológica permanente» que es la que pone en marcha los mecanismos intelectivos, justo lo contrario del «ensueño» o estado en el que se dejan vagar imágenes e ideas. Sin embargo, hay que considerar que este niño fracasado escolar por excesiva ensoñación, puede que algún día se convierta en un inspirado poeta o un gran novelista y por ello no debe valorarse demasiado negativamente.

Otro problema que se ve con relativa frecuencia es el que se refiere a los niños tímidos y poco agresivos, que cuando en el colegio tienen que enfrentarse solos con las dificultades del aprendizaje escolar, se declaran vencidos ante las primeras contrariedades serias, se refugian en sí mismos y toman una actitud retraída que puede acabar en una inadaptación y, con el tiempo, en un fracaso escolar. Éstos son los clásicos niños que se pierden en una clase muy numerosa y que se salva cuando encuentra un profesor que le ayuda, anima y comprende.

Mucho se ha hablado y escrito de la «inhibición intelectual», término que se refiere a que un bloqueo en el aprendizaje es causa de que el niño, aunque intenta trabajar y obtener buenos resultados, la carga emocional que pone en ello se lo impide y éstos son cada vez más frustrantes, con lo que se aumenta el bloqueo y el estado de ansiedad subsiguiente.

En ocasiones, el bloqueo se produce solamente en determinada materia que tiene un especial significado para el niño, como ser precisamente en la que su padre quiere que triunfe o en la que un hermano ya ha triunfado y él desea o teme superarlo.

No hay que confundir estos cuadros con el de la «inhibición en la expresión» de lo ya aprendido y que se ve también en niños muy tímidos. Esta inhibición les lleva a tartamudear o a callar completamente cuando les preguntan en clase, siendo mejores los resultados en los exámenes escritos. Afortunadamente los profesores suelen darse cuenta pronto del problema.

En otros casos nos encontramos con un tipo de niño al que los franceses denominan «enfant bebe» que, en la mayoría de sus procesos psicológicos no intelectuales, muestran unas características que corresponden a edades inferiores y que ya deberían haber superado. Estos niños suelen ser inconstantes e inquietos, siguen en la edad del juego y desesperan a los padres porque no se toman en serio sus tareas escolares. Suelen ser de buen pronóstico pues, aunque tarde, acaban madurando (éstos sí que son verdaderamente inmaduros), aparece su sentido de la responsabilidad y se toman en serio sus estudios.

Dejando a un lado los niños oposicionistas que se describen en otro lugar, que no estudian porque no quieren y que rechazan el colegio dentro de un cuadro de general rechazo a cualquier deber y norma, tenemos un cuadro que recibe el curioso nombre de «desinterés escolar» y que es una especie de «inapetencia» para los estudios (algunos autores le han comparado con la anorexia nerviosa) y que yo creo que está ligado al mundo de las motivaciones.

Si el niño no tiene motivo para aprender el fracaso final es casi seguro. Un punto muy importante a considerar es que, como el éxito es en sí mismo un motivo de primer orden, las excesivas exigencias en los primeros años de escolaridad son más bien perjudiciales ya que, cuando el niño empieza a ir al colegio, lo suele hacer con una gran ilusión para aprender pero, si surge pronto el «no puedo», puede pasar rápidamente al «no quiero» o al «me tiene sin cuidado».

Lo que yo he visto con relativa frecuencia en estos últimos años es que niños, que hasta entonces no iban mal en sus estudios, al llegar a la adolescencia se «desmotivan», no ya por el bache normal de los chicos y chicas a esta edad, sino porque las motivaciones que antes tenían pierden su prestigio para ellos; así las chicas quieren dejar los estudios para ser modelos de alta costura o los chicos para meterse pronto en negocios, profesiones ambas en las que creen que se gana el dinero fácilmente, sin mucho trabajo y pronto.

Enfermedades físicas y psíquicas Un capítulo muy importante era antes el de los fracasos escolares por defectos sensoriales, tales como defectos de !a audición y de la visión. Hoy tienen una menor importancia dado que en todos los colegios se hacen exámenes médicas frecuentes y estos defectos se detectan pronto.

En cambio los psiquiatras hemos de llamar la atención sobre el hecho de que el retraso y fracaso escolar pueden constituir la manifestación precoz de una enfermedad psíquica que comienza, tal como sucede con una depresión o una psicosis.

El colegio y los métodos de enseñanza Los cambios repetidos de colegio pueden ser causa también de retraso o fracaso escolar debido al esfuerzo que tiene que hacer el niño para adaptarse a sus nuevos compañeros, a sus nuevos profesores y a distinta pedagogía. Asimismo la discontinuidad en la asistencia al colegio, debido en muchas ocasiones a enfermedades de larga duración, son también causa de que el niño pierda el hábito de estudiar después le cueste mucho volver a coger los libros.

Veamos ahora el papel jugado por el colegio en este asunto que nos interesa. Hay opiniones para todo y lo cierto es que los hay magníficos y cada vez mejor dotados de aulas, campos de deporte, profesorado eficiente y hasta equipos psicológicos que estudian el desarrollo intelectivo y de la personalidad del alumno, pero… algunos, en vez de ser centros en los que se atiende a la «formación» global de los niños y a su maduración, tanto intelectiva como afectiva, ética y moral, se preocupan tan sólo meter en sus cabezas un conjunto de saberes en un ambiente de competitividad. Competir es la palabra clave de este tipo de educación y el que no sepa o no pueda hacerlo se quedará en el camino, aunque alguna vez aparezca en los periódicos que un niño se ha fugado en casa o ha intentado suicidarse porque tenía malas notas en el colegio.

En cuanto a los métodos de enseñanza, sólo quiero trasladar aquí lo que oí en un congreso dedicado exclusivamente al fracaso escolar: «Es bueno que haya tantos alumnos que rechazan los actuales planteamientos escolares, pues ello pone en evidencia que son seres psicológicamente sanos y coherentes.» Esto es evidentemente una exageración, pero constituía un aldabonazo para los que tienen el deber de confeccionar los planes de estudio y una llamada de atención para los que tienen que aplicarlos.

La colaboración de los padres Y los padres ¿qué pueden hacer? Lo primero que deben saber es que el «ambiente» educativo familiar es fundamental a la hora de la adaptación del hijo al colegio. Un niño educado en un hogar en el que predominen el orden y la disciplina adecuada se integrará mucho mejor, ya que la mayoría de los colegios están así estructurados.

Asimismo, sobre todo cuando ya son un poco mayores, es también muy importante el ambiente familiar que el niño «respira», y estudiará mucho más motivado en uno en el que el estudio y el saber son altamente valorados y los demás miembros de la familia leen, estudian y se disciplinan en el trabajo.

Creo que es un buen consejo a los padres el que procuren organizar debidamente el estudio de los hijos, sin dejarlo al capricho y a la improvisación de éstos. Debe establecerse un horario, siempre el mismo en lo posible, y un lugar, también siempre el mismo, tranquilo y bien iluminado y, desde luego sin radio ni televisor. Por supuesto han de evitarse las interrupciones de hermanos, amigos o producidas por llamadas telefónicas frecuentes.

Aunque sea un poco pesado e incordiante para los padres, deben seguir muy de cerca los progresos y dificultades escolares y ayudarles dentro de lo que se pueda y deba pero; y ahí está lo más difícil, sin convertir la casa en una cárcel ni el estudio en trabajos forzados.

Por último, cuando se vea que las cosas no marchan bien, hay que buscar ayuda, primero en el mismo colegio y si en él no pueden resolverlo consultar con un psiquiatra o un psicólogo, preferiblemente especializados en problemas de infancia, hasta llegar al fondo del problema y poner los medios adecuados para resolverlo. Todo menos rechazar la realidad y racionalizarla con un «ya aprenderá» o «todavía es muy pequeño», porque en este problema el tiempo es de decisiva importancia.