Francisco J. Mendiguchía, “Trastornos graves de la conducta”

Cuando yo era niño había en Madrid un colegio muy conocido llamado «Santa Rita», al que iban a parar los niños y adolescentes que se portaban mal o, simplemente que no querían estudiar y que debía ser muy riguroso por la fama que tenía. Al cabo de los años fue sustituido por otros que también tenían fama de duros y que servían para los mismos menesteres, no siendo infrecuente que yo viera en mi consulta a algún chico que ya había pasado por ellos por sus problemas importantes de conducta.

¿Hay niños psicópatas? ¿Qué quiere decir realmente esto de problemas de conducta? Pues nada más, pero también nada menos, que sus patrones de conducta no coinciden con los observados en los medios familiares y sociales en que viven.

A estos conductópatas que se desvían gravemente de lo que se puede considerar como normal, se les denominó «personalidades psicopáticas» o, más brevemente, «psicópatas», aunque hoy se tiende a disimular estos apelativos, por la mala fama que tenían y la hostilidad que despertaban, bajo el eufemismo apelativo de «distorsiones de la personalidad».

La verdad es que el término de personalidad psicopática lo heredó la Psiquiatría infantil de la Psiquiatría del adulto, heredando también su mala fama, su carácter constitucional y su mal pronóstico pues, «el que nacía psicópata se moría psicópata» eso sí, después de haber sido expulsado de varios colegios, enrolado en la Legión y haber visitado alguna cárcel.

A los psiquiatras infantiles nos costó mucho aceptar esta fatalidad etiológica y pronóstica, comenzando por dudar, al menos, de su origen constitucional. Pensamos que, por el contrario, algunos eran más bien formas de reacción frente a múltiples factores ambientales, es decir, «el psicópata no nace, se hace».

La experiencia nos dice que, aunque pueda haber algún factor constitucional y genético (parece ser, aunque la cosa no está muy clara, que la agresividad en el hombre va unida a tener un cromosoma Y de más en su fórmula genética), pues hay estudios en gemelos bastante demostrativos, en la mayoría de los casos el factor ambiental, sobre todo el familiar, es fundamental: hacinamiento, promiscuidad, alcoholismo de los padres, educación contradictoria o cruel, internamientos precoces a los dos-tres años, prostitución, etc., constituyen el caldo de cultivo en el que se van formando poco a poco las conductas antisociales, de tal forma, que si se comportaran decentemente casi sería un milagro.

Recuerdo a este respecto un caso muy desgraciado, en el que hubo tal conjunción de causas (madre prostituta, padre psicópata, abuelo alcohólico, abandono durante el primer año de vida en una cueva la mayor parte del día, ambiente familiar posterior desastroso), que el resultado no pudo ser más que una personalidad absolutamente psicopática que hizo fracasar todos los tratamientos que se le hicieron, para acabar quitándose la vida a los veinte años.

El problema está en que, aunque la causa no sea genética sino ambiental, este tipo de conducta aprendida puede llegar a calar tan hondo en la personalidad infantil que acaba estructurándose de una forma patológica. Por ello a estos niños se les llama también «caracterópatas».

¿Cuál es el núcleo que configura esta anomalía del carácter, congénita o adquirida? Son cuatro las principales características de la personalidad psicopática: 1) Incapacidad para amar o frialdad afectiva, que les hace inmunes a cualquier tipo de relación amorosa.

2) Ausencia del sentimiento de culpa. Nunca son ellos los culpables y de ahí se deriva la incapacidad para el arrepentimiento y una máxima dificultad para la corrección.

3) Ausencia de ansiedad. Sufre muy poco cuando le van mal las cosas, además de ser audaz y decidido.

4) Resolución de las situaciones conflictivas mediante el «paso al acto». En otras palabras, que sus problemas y tensiones los traducen en acciones, generalmente agresivas, sin que el pensamiento llegue casi nunca a jugar ningún papel.

Al llegar a este punto no puedo por menos de dedicar un recuerdo a un psiquiatra inglés llamado Prittchard que, nada menos que en 1835, describió el cuadro de la «moral insanity», del que decía que los que lo padecían «no podían conducirse con decencia y propiedad en los asuntos de la vida». Hoy estamos más cerca de este concepto que del de la Psiquiatría francesa de principios de este siglo que hablaba de «degenerados».

Afortunadamente, en muchos casos la personalidad del niño no llega a distorsionarse del todo, no se desarrollan completamente las características antedichas. Con un adecuado golpe de timón educativo, un cambio de ambiente, una psicoterapia individual o de grupo o una terapia conductual puede modificarse la conducta, cosa que antes se consideraba casi imposible.

Antes de proseguir con la descripción de los tipos más frecuentes de conducta disocial de estos niños y adolescentes, quiero hacer una reflexión sobre el modo de enfrentarse a este tipo de trastornos. Así como otros pacientes psiquiátricos, sobre todo niños, despiertan enseguida nuestros buenos sentimientos y nuestra compasión, éstos, casi indefectiblemente, producen un rechazo en padres («ya no sé qué hacer con él»), en educadores («es un caso perdido») y hasta en psicólogos y psiquiatras, que por nuestra formación deberíamos estar inmunes a este sentimiento, pues el nihilismo terapéutico, el «no se puede hacer nada», no es más que una forma encubierta de rechazo.

Sin embargo, todo el que trata con niños debe darles mucho cariño y comprensión y más a éstos, de los que no hay que esperar correspondencia en la mayoría de las veces, sobre todo al principio, y por lo tanto no hay que sentirse frustrado ni desanimado por esta carencia de «transferencia afectiva».

Agresividad y crueldad Una de las formas más frecuentes de mostrarse estas alteraciones del carácter y de la conducta es la del aumento de la agresividad. Sobre la agresividad humana se han escrito montones de libros y se han suscitado múltiples discusiones entre los teóricos de la misma. Como muestra de las cosas que han llegado a decirse y escribirse, copio de un trabajo aparecido en una revista de Psiquiatría Infantil: «Comienza la nidación del huevo en la pared uterina que se convierte en el campo de batalla… El sistema de nutrición del embrión es canibalístico y vampírico… desde la fecundación el embrión sufre la agresividad de la madre… cuando el niño nace ya lo sabe todo acerca de la agresividad… la actitud bestial más o menos consciente de la madre por su hijo… pone en evidencia una agresividad materna salvaje.» Es decir que la guerra entre la madre y el hijo, producto de la agresividad de ambos ¡comienza en la fecundación! Volviendo a la realidad, diré que los hijos hiperagresivos tienen fuertes crisis de ira y furor a la menor contrariedad; no pueden controlar sus impulsos destructores, y no se les puede llevar la contraria porque saltan a la menor oposición. Estas situaciones se producen lo mismo en el hogar que en el colegio o en el parque donde juegan con otros niños. Pronto llegan las quejas de los demás padres, el niño empieza a encontrarse solo porque los demás compañeros no quieren jugar con él y busca refugio en algún otro que es parecido a él, comenzando así, muy temprano, la formación de un grupo disocial, un «nosotros» muy reducido y enfrentado con los que no son como ellos.

Pronto viene la expulsión de un colegio, luego de otro, el niño se va haciendo cada vez más asocial y agresivo y acaba visitando algún «Santa Rita» de la actualidad.

La destructividad es otra de las características de estos niños y jóvenes, pero no con la destructividad de los niños hiperactivos, que rompen las cosas sin querer; aquí la destrucción es deliberada e intencionada, quieren hacer daño y por eso rompen el juguete apreciado de un compañero o de un hermano, el bolígrafo que recientemente le han regalado al que se sienta a su lado en clase, el objeto preferido de la madre o la bicicleta de un primo que le ha invitado a jugar con él.

Unida a la agresividad y a la destructividad va casi siempre la crueldad. Estos niños y adolescentes son crueles con compañeros a los que vejan, insultan, pegan, en ocasiones hieren con punzones o navajas, y con animales a los que llegan a matar, no sólo con gran sangre fría, sino con verdadero sadismo.

Un caso muy demostrativo a este respecto es el del niño al que vi hace algún tiempo que, con nueve años, después de dieciséis meses de haber sido reñido por su abuela por una fechoría de las que acostumbraba a hacer, volvió a casa de ésta, que vivía sola y tenía como única compañía la de un canario y, en un descuido, sacó el pájaro de la jaula y le retorció el cuello hasta matarle, contándomelo a los pocos días con absoluta frialdad.

Las estadísticas de todos los países muestran cómo las conductas agresivas infanto-juveniles crecen de un modo alarmante, aunque el problema no es sólo de cantidad de violencia sino de la precocidad y gravedad de la misma. ¿Cómo es que, no ya el joven, sino el niño, es capaz de cometer atracos y aun asesinar fríamente a un maestro que le ha puesto malas notas o se ha permitido reñirle? Dos ejemplos solamente: En Inglaterra dos niños de once y doce años secuestran y matan a otro de tres y en EE.UU. dos niños también de once y doce años matan a su amigo Poole de trece a balazos.

No es de extrañar que ya en 1975 un psiquiatra norteamericano se dijera angustiado «parece como si nuestra sociedad hubiera desarrollado una nueva cepa genética, el niño asesino». Evidentemente no es ésa la razón, el problema es educacional y social, y mientras sigamos sembrando permisividad y carencia de autoridad familiar, escolar y social, por un lado y marginación por el otro, las estadísticas seguirán subiendo.

Un tema especial es el de la violencia sexual. Hasta ahora, los niños y los adolescentes, con más frecuencia las niñas y las adolescentes, habían jugado siempre el papel de víctimas y cada día lo juegan más: raptos, violaciones, abusos sexuales, asesinatos son noticia casi habitual en los medios de comunicación (cuando escribo estas líneas, se acaba de descubrir un espantoso triple asesinato con violación y sadismo de tres adolescentes de catorce y quince años), pero es que también ha sido noticia hace poco tiempo que un niño de catorce años, en un pueblo de España, había asesinado, después de un intento de violación, a una compañera de colegio de diez años.

Alcoholismo juvenil Una de las circunstancias que aumentan la frecuencia de actos asociales ligados a la violencia, es el agrupamiento, en forma de bandas o pandillas que poseen una moral antisocial de grupo, con sus leyes no escritas, sus compromisos, su disciplina propia (y ¡ay! del que se atreva a conculcarla) y hasta su vestimenta especial.

Estas bandas suelen formarse a partir de los trece a catorce años y suelen ser más frecuentes en los varones (antes las chicas sólo se agrupaban para la delincuencia sexual o el robo de tiendas), pero en los últimos años va siendo cada vez más frecuente que las adolescentes formen parte de las bandas, con los mismos derechos y deberes que los chicos. Suelen estar jerarquizadas con uno o varios jefes y tienen sus particulares ritos de iniciación y lenguaje críptico convenido.

Por último, comentaré dos problemas que antes se trataban en este capítulo de las personalidades psicopáticas pero que ahora, y desgraciadamente, ya se salen de él, porque forman parte de una problemática general juvenil: el alcohol y las drogas.

Cuando comencé a escribir esta parte del capítulo, dediqué bastante tiempo en consultar estadísticas acerca del consumo de alcohol por niños y adolescentes, en España y fuera de España, y lo primero que salta a la vista es la progresiva ascensión de este consumo a estas edades pues «cada vez hay más bebedores, que beben más y que comienzan antes».

¿Dónde nos encontramos ahora? Pienso que no hace falta acudir a las estadísticas; no hay más que tener abiertos los ojos y salir de noche, sobre todo los viernes, para ver a centenares de adolescentes, y aun preadolescentes, de ambos sexos consumiendo alcohol, solo o con estimulantes, en esa subcultura de la «litrona» , hasta bien entrada la madrugada, hora en que vuelven a sus casas con un mayor o menor grado de intoxicación etílica, si es que vuelven, porque si están demasiado mal se quedan a dormir en casa de un amigo o una amiga.

La primera pregunta que se hace uno al ver estos hechos es: ¿Es que no hay aquí leyes que prohiban la venta de alcohol a menores como en todos los países civilizados del mundo? La respuesta es que sí, que las hay, pero que nadie cumple ni nadie las hace cumplir. Por eso es puro fariseísmo el que las autoridades sanitarias se quejen del consumo de alcohol en nuestro país, a estas edades o en el adulto. (Se calcula que el 12 a 15% de las alcoholemias de nuestro país se han consolidado ya en la infancia.) La segunda pregunta es: ¿Dónde están los padres de todos estos chicos y chicas que permiten que esto suceda? Ya sé que hay muchos que dicen que no pueden prohibírselo porque todos lo hacen y que si se lo prohiben da igual, lo hacen de todas maneras. Es que la autoridad paterna hay que ganársela día a día durante muchos años, no intentar imponerla cuando ya se ha perdido.

La tercera pregunta es la siguiente: ¿Y la escuela, no puede hacer nada? Pues claro que puede, impartiendo cursos de Educación Sanitaria en los que el tema del alcoholismo y sus peligros fuera ampliamente desarrollado por profesionales que conozcan bien este problema.

De todas maneras si quieren algunas cifras les diré que, en España, la media de edad del primer contacto del niño con el alcohol es de ocho a diez años y que, a los quince, un siete a ocho por ciento beben ya más de medio litro de vino al día. Como nota un poco más optimista tengo que decir que, salvo rarísimas excepciones, no se conocen a estas edades casos declarados de alcoholdependencia. Sin embargo, y como nota pesimista, también tengo que exponer un grave hecho: la conjunción sexo-alcohol produce embarazos en adolescentes, que siguen bebiendo durante el mismo y el final es el nacimiento de un hijo con un síndrome llamado feto-alcohol con anormalidades físicas y mentales.

El problema de las drogas Pero si el alcohol es uno de los más graves problemas, el más grave es, sin duda, el consumo de drogas. Ni los niños se libran, al apostarse los vendedores de las mismas a las puertas de los colegios donde, en un principio, la regalan para iniciar así a futuros clientes. Tampoco se libra ninguna clase social, habiéndose llegado a formar un mundo de contracultura que abarca a toda la sociedad juvenil.

El comienzo, «la iniciación», se produce en el 90% de los casos con las llamadas drogas blandas (concepto erróneo; no hay drogas blandas ni duras, todas producen efectos patológicos y unas llevan a otras): marihuana, grifa, hachís, etcétera, en conjunto el llamado vulgarmente chocolate y que no son más que derivados del cáñamo indio. Cuando se pregunta a los adolescentes cómo y por qué empezaron su consumo, más del 50% dice que por curiosidad, otros que por deseo de aventuras y algunos hasta por amistad. Mención especial merece la respuesta «para evadirme de mis problemas» porque, cuando se profundiza, se aprecia que no hay tales problemas; de lo que se evaden es de su propio vacío existencial producido por la pérdida de los valores éticos, morales y religiosos de la sociedad actual, la juvenil también.

Muchos, afortunadamente, no pasan de esta primera fase; pero para otros es el comienzo de un largo camino de anfetaminas, alucinógenos, cocaína o heroína (el consumo de ésta ha disminuido en los últimos años por miedo al Síndrome de Inmunodeficiencia adquirida, SIDA) que son ingeridos, fumados, esnifados o inyectados y que conducen al adolescente a la destrucción, la marginación y en último término a la muerte, previa desintegración de su propia familia, si es que ésta no lo abandona antes a su suerte.

Los jóvenes siempre creen en un principio que podrán dejar la droga cuando quieran pero, poco a poco, van quedando presos en el infernal carrusel de: satisfacción > carencia > búsqueda de droga > satisfacción > dependencia > dosis cada vez mayores > delincuencia para poder comprar la droga, del que ya no podrán salir jamás por sus propios medios.

Como en el alcoholismo, la conjunción droga-embarazo de adolescente es frecuente y el final es también un hijo que, ya desde el nacimiento, presenta los síntomas de abstinencia que presentan los drogadictos cuando se suprime bruscamente el suministro de droga.

Hay que hacer una especial llamada de atención sobre el uso por parte de preadolescentes, y aun niños de ocho a diez años, de pegamentos utilizados para la construcción de maquetas de aviones, coches, etc. y cuya aspiración tiene en un primer momento un efecto estimulante (euforia, alegría, excitación) para pasar más tarde a producir una ligera ataxia, lenguaje farfullante y, si la aspiración dura más de cuarenta minutos, estupor e inconsciencia. El uso continuado de pegamento puede llevar a un estado de depresión y agresividad que necesita más pegamento para que se le pase, es decir también produce dependencia, habiéndose descrito casos de muchachos que necesitaban aspirar el contenido de hasta cinco tubos.

Los padres han de estar muy atentos a los cambios de carácter de los hijos, a su progresivo estancamiento en los estudios, a la desaparición de dinero que no se sabe dónde ha ido a parar, a estados de depresión alternando con otros de euforia y, en general, a un cambio de conducta total, para poder detectar así una posible drogadicción que comienza.

El tratamiento ha de ser siempre en asociaciones y clínicas especializadas. Solos no lo lograrán nunca y los padres han de saber muy bien que, así corno los alcohólicos son sinceros, casi siempre, cuando dicen que quieren dejar el alcohol, el «enganchado» en la droga miente siempre cuando dice que está dispuesto a dejarlo sin ayuda de nadie.

El punto de inflexión en todos estos trastornos graves de la conducta que hasta aquí hemos descrito, es el paso de la predelincuencia a la delincuencia franca, es decir, cuando el niño o adolescente comete el primer delito y ha pasado de lo que aún es permitido por la ley, a lo que está penalizado por la misma, pues realmente el concepto de delincuencia juvenil es más sociológico que médico y más jurídico que sociológico.

No quiero terminar este capítulo sin señalar que el pronóstico de los trastornos de conducta, lo mismo que en el capítulo anterior, depende en gran manera de la estructura familiar; cuanto peor es ésta, peor es el pronóstico.

Francisco J. Mendiguchía, “Los comportamientos inadecuados”

En un capítulo precedente hablaba de los niños que parecen malos pero que no lo son, pero ¿es que hay realmente «niños malos»? En este otro capítulo voy a tratar de ciertos niños a los que los padres muchas veces adjudican este adjetivo, ciertamente peyorativo de «malos» porque, según dicen, cometen maldades como las de mentir, robar cosas en el colegio y otros problemas por el estilo, que tienen todos en común romper los esquemas y las normas establecidas de convivencia familiar y social.

Es por ello que han recibido apelativos como los de «asociales», «niños problema» o «niños difíciles», que indican por sí mismos la hostilidad y apatía que despiertan aunque yo prefiera llamar a estos casos «trastornos menores de conducta» porque, salvo raras excepciones, son perfectamente tratables. A lo que me niego es a denominarles, como hacía el viejo profesor Michaux «enfants perverses» y que hasta escribió un libro con este título, “El niño perverso” cuando, en bastantes casos, se trata de «niños pervertidos» por un ambiente malsano.

Los niños que roban Uno de los síntomas más frecuentes de esta «conductopatía» son los hurtos y robos. Constituyen quizá el motivo que más vemos los paidopsiquiatras en nuestras consultas. Para valorar debidamente este tipo de hechos hay que tener siempre muy en cuenta el factor edad pues, para considerarlos negativamente, el niño ha de tener ya un concepto real de lo que es la propiedad, y esto no se produce hasta los seis o siete años.

Antes de esta edad los niños se apoderan de golosinas, lápices, juguetes o cuentos sin tener la sensación de estar haciendo algo indebido. Por eso lo olvidan pronto o lo devuelven, porque la apropiación sólo tenía carácter temporal. También ha de tenerse en cuenta el valor de lo hurtado pues quitar bolígrafos, gomas de borrar, pastillas de chicle y cosas por el estilo, no debe tener, aun después de los siete años, la consideración de robo. Es más serio cuando lo que se sustrae es dinero, por muy pequeña que sea la cantidad o cuando los objetos son ya más valiosos, como relojes o balones.

La sustracción de dinero empieza siempre por el de los padres, sigue con el de los compañeros de clase y puede acabar con el de cualquier persona que tenga cerca. Sólo en medios familiares «muy especiales» se producen en estas edades robos a personas desconocidas.

Muchas veces, después de apoderarse de dinero, «el ladrón» lo reparte entre sus amigos o compra cosas que también reparte, constituyendo esto lo que se denomina «robo generoso» que, en muchas ocasiones, no tiene más objetivo que comprarse amigos cuando por alguna razón se siente rechazado o, sin serlo, es demasiado tímido para tenerlos de otra manera.

Como mecanismos inconscientes en la comisión de hurtos infantiles se citan: la llamada de atención; son niños que se sienten abandonados, con razón o sin ella, por padres o maestros. También el sentimiento mágico de que, al apoderarse de algo de otro, adquieren parte de su potencia y valor.

Para la valoración de este tipo de conductas y su importancia real a efectos de ponerlas en tratamiento psicológico, hay que considerar, no sólo la magnitud de lo sustraído sino también la reincidencia, pues es ésta precisamente la que da el carácter de antisocial al hurto infantil.

Más importantes son los robos en pandilla que generalmente se cometen en grandes almacenes, y que suelen tomar la forma de campeonatos para ver quién o qué grupo roba más objetos y de más valor. Lo más atrayente de esta conducta, ya predelictiva, es la emoción (miedo) de ser descubiertos y después castigados. Hay que valorar cuidadosamente este tipo de actividad que une el robo a la emoción del miedo de ser descubiertos, porque esta conjunción es precisamente el núcleo de la cleptomanía del adulto, aunque niños cleptómanos puede ser que los haya, pero yo no he visto ninguno.

Un tipo de robos más frecuentes a esta edad son los «robos por venganza», es decir los que cometen algunos chicos que quitan algo a algún compañero del que no pueden vengarse de otra manera. Más refinamiento supone cometer un hurto, por ejemplo, en el colegio, y achacárselo, a veces hasta con misivas anónimas a los profesores, al compañero de quien quieren vengarse (de éstos si que he tenido por lo menos un par de casos).

En los adolescentes, los robos tienen ya otro significado y se cometen la mayoría de las veces para obtener alguna utilidad, desde dinero hasta motocicletas o automóviles, aunque en ocasiones no sean más que robos de «autoafirmación», para probarse a sí mismos o a los demás, que ya es un hombre. Por otra parte las bandas juveniles pueden cometer robos perfectamente planeados y ejecutados como los de los adultos.

Fugas y vagabundeos Veamos ahora otro problema. Hay programas en TV en los que aparecen personas que buscan a quienes faltan del hogar. Muy frecuentemente se trata de padres que preguntan angustiados desde la pequeña pantalla: «Hijo, ¿por qué no vuelves a casa?, ¿qué te hicimos?, ¿por qué te fuiste?». Generalmente se trata de chicos y chicas de más de doce o trece años que se han marchado de casa sin ninguna explicación. Nos encontramos ante unos casos que se denominan en términos psiquiátricos «fugas y vagabundeo».

Las fugas pueden darse en niños más pequeños, pero éstas suelen terminar mejor. El niño vuelve a casa a las pocas horas, cuando empieza a sentir miedo o hambre, aunque puede haber otros más decididos que son capaces de coger un autobús o un tren y marcharse a otra ciudad de donde son generalmente devueltos al hogar por la policía. Estas fugas aisladas y cortas no suelen tener importancia, pero si son largas, y más aún, si son repetidas, habrá que estudiar en profundidad al niño y a la familia, porque algo está pasando en sus relaciones.

En el niño que se fuga pueden darse motivos que se aprecian fácilmente como son: haber tenido malas notas y no querer enfrentarse con los padres; haber tenido un castigo y marcharse de casa para hacer sufrir a los padres mientras le encuentran; o simplemente huyen porque su casa es un infierno donde los padres discuten o se pegan.

Otras veces lo hace únicamente para llamar la atención, por creer que nadie le hace caso o no le entienden, por mero mimetismo, porque lo ha visto en la TV y quiere probar en qué consiste y, en ocasiones, no sabe realmente por qué se ha fugado, es un acto compulsivo que, la mayoría de las veces, no representa más que una huida de sí mismo para reducir su tensión interna producida por algún conflicto del que ni siquiera es consciente.

El vagabundeo es ya más propio de adolescentes. Dura mucho tiempo y, en general, acaba convirtiéndose en un hábito que hace que el muchacho llegue a pasar más tiempo fuera de casa que en el hogar, cayendo así fácilmente en el mundo de la delincuencia y de la droga. Un tipo especial de vagabundeo es el solitario, propio de personalidades introvertidas, soñadoras, con malas relaciones sociales y de gran frialdad afectiva, que se conoce con el nombre de «ambulomanía autista».

Los pirómanos Otro tipo de trastorno de conducta es el de los niños provocadores de incendios que no siempre son pirómanos. Si repasamos las posibles causas de incendios infantiles nos encontramos con varios tipos de ellos: – El fuego es producido por un descuido o un desconocimiento de su capacidad para provocarlo. – El fuego es producido por juego, generalmente en grupo, que después ha escapado a su control. – Los incendios provocados conscientemente (niños o jóvenes incendiarios). – La verdadera piromanía en la que el fuego es debido a una fuerte compulsión imposible de vencer.

Lo cierto es que el fuego tiene un cierto atractivo. ¿Quién no se ha sentado delante de una chimenea contemplando durante mucho tiempo las caprichosas formas de las llamas y sus continuos cambios? Pero al mismo tiempo no hay nada que produzca más pánico que un incendio. Además el fuego es el símbolo del hogar y de la unión familiar, por lo que siempre ha estado cargado de una fuerte carga emotiva.

Las motivaciones de los incendios en niños y jóvenes cambian con el transcurso de la edad: Los niños menores de seis a siete años suelen provocar incendios por curiosidad o por el simple atractivo del fuego. A muchos niños les encanta encender cerillas y jugar con encendedores.

Los niños de ocho a doce años tienen ya otras motivaciones, como las de provocar fuegos con el único fin de llamar la atención o la venganza en situaciones de hostilidad familiar. Algunas veces desencadenan el incendio únicamente para poder comportarse después como héroes en las tareas de apagarlo.

Los adolescentes pueden hacerlo por el simple placer de la destructividad. Los verdaderos pirómanos pueden aparecer ya a esta edad, pero su número es realmente escaso.

Las mentiras infantiles Otro signo de que algo va mal en la conducta del niño es la tendencia a decir mentiras, sobre todo si éstas acaban convirtiéndose en un hábito hasta poder decir de él que «miente más que habla».

¿Por qué mienten los niños? En primer lugar hay que decir que por debajo de los tres años los niños no mienten, aunque digan cosas que no sean verdad, pues para ellos lo son y con ello les basta. Más tarde comienza un tipo de pensamiento llamado «mágico» en el que predomina lo subjetivo sobre lo objetivo, y en el que la realidad y la fantasía no tienen unas fronteras bien delimitadas, por lo que los padres no deben considerar sus fantasías como mentiras. De los cinco a los seis años, ya no cuentan sus fantasías, las siguen teniendo, pero ya saben distinguir bien éstas de la realidad.

Un buen día, a un niño ya de siete o más años le ponen una mala nota en el colegio y cuando llega a casa dice que ha perdido el cuaderno de notas. Aquí sí tenemos ya una verdadera mentira, quizá la primera de su vida. O tal vez la primera fue cuando, al romper un objeto de valor dijo que no había sido él sino su hermano más pequeño. La vida ofrece al niño de esta edad múltiples ocasiones para este tipo de actuaciones que, en conjunto, reciben el nombre de «mentiras de defensa». A veces no es su propia defensa sino la de otro, como cuando un profesor pregunta en clase: ¿quién ha sido?, y obtiene por respuesta un silencio sepulcral o, al revés, se acusan todos para que no haya ningún culpable, el ¡Todos a una! de Fuenteovejuna.

Otras veces resulta que el niño bravuconea de cosas que no ha hecho «para quedar bien», utilizando el ya comentado mecanismo de compensación. O, por el contrario utiliza el de proyección, acusando a otros de cosas como que le tienen rabia, cuando, en el fondo, es él quien tiene rabia a los demás.

Estas mentiras aisladas no tienen importancia y algunas como hemos visto son hasta meritorias, como las de no «chivarse» al profesor. Lo malo es cuando comienza ya a mentir por sistema, negando hasta las cosas más evidentes, convirtiéndose así en un desvergonzado «mentiroso», que puede llegar con el tiempo a «fabulador» y, cuando pierde el control de sus propias fabulaciones, en un «mitómano» que acaba por perder el sentido de la realidad.

Estos niños y adolescentes mitómanos pueden llegar a convertirse en una verdadera pesadilla para los jueces que intervienen en los casos de denuncias por malos tratos o abusos sexuales. Pueden producir graves perjuicios a los acusados que se enfrentan con la «inocencia» de los acusadores.

Los que hacen novillos o pellas Otra queja muy frecuente de los padres sobre la conducta de sus hijos es la de su «absentismo escolar». Este concepto se refiere a que los hijos dejan de asistir a clase cada vez con más frecuencia y se dedican a pasear, jugar, hacer pequeñas fechorías por el barrio o perder el tiempo y el dinero, primero el suyo, después el que roban en casa o a los compañeros, en los salones de juegos electrónicos. Este tipo de comportamiento puede ser cometido en solitario, pero lo más frecuente es que lo sea en forma de pandillismo, las famosas «malas compañías», que no son en realidad más que grupos de chicos con las mismas inclinaciones, en el noventa por ciento de los casos.

No deben confundirse estos casos con los de fobia escolar descrito en el capítulo dedicado a las fobias, ayudando a diferenciarlas las siguientes características: – Fobia escolar: Comienzo súbito; edad más frecuente ocho a doce años; igualdad entre varones y hembras; buena escolaridad previa, personalidad conformista y un hogar adecuado.

– Absentismo escolar: Comienzo insidioso; edad diez a quince años; predominio de varones (por el momento); deficiente escolaridad previa; personalidad rebelde y hogar muchas veces inadecuado.

Problemas con la sexualidad Por último voy a tratar unos asuntos especialmente espinosos para los padres y que casi nunca saben cómo manejarlos: los que se refieren a la esfera sexual.

Empezaré por la masturbación. Para su comprensión ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva de la infancia y de la adolescencia y la angustia que por sí misma genera en los niños. No es propiamente una desviación de la conducta más que cuando se convierte en compulsiva y que por lo tanto debe tratarse como cualquier compulsión. Por lo tanto, excepto este caso que tiene que tratar un psiquiatra o un psicólogo, ni debe sobredimensionarse la masturbación, achacándole males físicos que no produce, ni banalizarlo absolutamente. Lo que no debe hacerse nunca es estimularla y menos aún desde instancias del Estado a través de los colegios.

Un pseudoproblema es el de las llamadas «desviaciones sexuales», como son el fetichismo, el voyeurismo, el exhibicionismo y el travestismo pues éstas forman parte del desarrollo psicosexual normal (Freud decía con cierto gracejo que el niño es un «reverso polimorfo») y suelen pasar sin más complicaciones, aunque sí son convenientes unas explicaciones de los padres para evitar que se conviertan en un hábito, señalando además los inconvenientes sociales de tales conductas.

Más frecuentes son las consultas sobre lo que la clasificación americana DSM-III-R llama «Trastornos de la identidad sexual en la niñez», es decir el niño al que le gustaría ser niña y la niña a la que le gustaría ser niño. Éstos no suelen expresarlo de una forma tan clara, pero los padres nos dicen que tienen un hijo que le gusta jugar con muñecas o que prefiere jugar con niñas o una hija a la que le gustan los juegos violentos, vestirse de chico y ser en general un poco «machota». En los casos que yo he visto de estos problemas, lo normal es que al cabo de los años sean unos chicos y chicas perfectamente normales en su desarrollo sexual, aunque tal vez los chicos son demasiado tranquilos y las chicas demasiado agresivas.

Mucha más importancia tiene el hecho de que niños y niñas rechacen sus atributos físicos sexuales, pues entonces sí se puede estar en camino de un transexualismo y exige una intervención terapéutica, psicoterápica y conductual intensa y duradera.

Los padres deben conocer, sin embargo, que hay una edad, entre los once y trece años poco más o menos, en la que el desarrollo sexual pasa por una fase, que pudiéramos llamar de «indeterminación», que termina en el momento en que la sexualidad se dirige definitivamente hacia el sexo opuesto y durante la cual hay que tener un exquisito cuidado para no fijar, haciéndola consciente, una orientación equivocada.

Francisco J. Mendiguchía, “Los niños pueden ser menos alegres de lo que creemos”

Las depresiones infantiles Nada menos que en 1845 un psiquiatra alemán llamado Griesinger escribía: «También las formas melancólicas, con todas sus variedades, se presentan, aunque con más rareza, en la edad infantil.» La verdad es que debió hacérsele poco caso porque, hasta hace unos veinticinco o treinta años, las depresiones infantiles eran poco tenidas en cuenta; porque ¿cómo va a estar melancólico un niño si su edad es la de la alegría? Si acaso se admitía que podían tener alguna tristeza, pero sólo por poco tiempo, dada la volubilidad emocional de la infancia.

Sin embargo, la concienciación de que el niño puede tener depresiones saltó donde menos se esperaba: del primer año de la vida. En 1946, un psicoanalista americano llamado Spitz, publicó unos datos obtenidos en un orfanato y en una institución penitenciaria para muchachas delincuentes con hijos. Presentó un cuadro depresivo puramente infantil, sin parecido alguno con las depresiones del adulto, que llamó «depresión anaclítica», que aparece antes de los doce meses. Estaba provocada por la separación de la madre, durante un tiempo de tres a seis meses, produciéndose en el niño una apatía tal que podía llevarle hasta la muerte por un verdadero marasmo.

Es muy curioso que, mucho antes de describirse este síndrome de la depresión anaclítica, las Hermanas de la Caridad que cuidaban de los niños ingresados en la Inclusa de Madrid, ya lo conocían y le daban el nombre de «entrar en pena» y sabían también su infausto pronóstico.

El problema puede pasarse si se le proporcionan al niño cuidados maternales, bien por su verdadera madre o por una madre sustituta. A este respecto, recuerdo que en el libro en el que yo estudié Pediatría en 1944, y para entonces ya era un poco anticuado, el pediatra alemán Ibrahin comentaba, sin darle más importancia a la cosa, que cuando un niño pequeñito se les iba de las manos y no sabían cómo mejorarle, se lo entregaban a una vieja enfermera que, sólo con acunarle, darle el alimento y tenerle en brazos durante horas, lograba salvar a algunos.

Poco tiempo después otro, americano (Bowly), describía un cuadro parecido, pero más benigno; aparecía sólo en niños de más de dos años, en los que también se apreciaba apatía, inhibición, indiferencia y tristeza, conformando un tipo de personalidad sui generis y que también se debía a la carencia de cuidados maternos.

Por otro lado se conocían bastante bien los estados depresivos de los adolescentes pero, de los cinco a los doce años eran considerados como una rareza. Sólo, y casi por puro mimetismo de lo que sucede en los adultos, se describían «personalidades infantiles depresivas»: eran niños retraídos, hipersensibles, tristones, pesimistas y que rumiaban durante días cualquier desgracia que les hubiera acaecido.

Sin embargo, y poco a poco, fueron describiéndose estados depresivos en niños de estas edades hasta que, hace veinte años, se celebró en Estocolmo un congreso que tenía como tema preferente «Las depresiones infantiles». A partir de entonces, las aportaciones de casos y los estudios del síndrome fueron haciéndose cada vez más frecuentes, hasta tal punto que en la revista de nuestra Sociedad Española de Psiquiatría Infanto-Juvenil, es el tema del que más artículos se han publicado en estos últimos años.

Con lo expuesto queda claro que, aunque no lo conocemos todo acerca de este tema, sí sabemos más que hace tres décadas. Una de las cosas de las que nos vamos enterando es su frecuencia y, aunque hay estadísticas para todos los gustos, parece ser que la mayoría de los autores dan cifras entre el dos y el cinco por ciento de la población general infantil, lo cual constituye una cifra bastante alta.

En cuanto a los síntomas, éstos se refieren a: estados de ánimo deprimidos (tristeza, aburrimiento); dificultades en la comunicación (aislamiento, silencios); baja autoestima (se creen peores de lo que son y más malos que los demás); sentimientos de culpabilidad; fracaso escolar en chicos que antes iban bien en los estudios; trastornos del sueño (insomnio, pesadillas) y, sobre todo en los más pequeños, dolores de cabeza, problemas digestivos y otros síntomas de la serie psicosomática.

Una cosa que puede sorprender es que en algunos niños, de seis a diez años preferentemente, la depresión toma la forma de inquietud, irritabilidad, reacciones agresivas y trastornos de conducta como fugas y robos. Esto hace que sean más difíciles de diagnosticar al no entrar en el estereotipo de «pobre niño triste y acobardado» que se supone que es el del niño depresivo. De todas maneras, en un caso u otro, los niños se sienten siempre rechazados y poco queridos.

Por qué se deprimen los niños ¿Cuáles son los motivos por los que un niño puede deprimirse? Veamos algunos casos ilustrativos: Se trata de una niña que a los nueve años, y sin ningún motivo aparente, empezó con una conducta extraña que persiste todavía a los catorce. No quiere salir de casa, se aísla en una habitación, no quiere jugar, casi no habla, está muy apagada y dice que no sabe lo que le pasa y que tiene pena. Bajo rendimiento escolar desde entonces. Esto decía la historia cuando fue vista por primera vez, estuvo en tratamiento con antidepresivos y psicoterapia durante dos años, mejoró y a los veinticuatro todavía seguía bastante bien. Había antecedentes de depresiones en la familia y nunca se pudo determinar el origen de la suya, parece como «si hubiera brotado de dentro». ¿Es una forma de las que llamamos endógenas? El tiempo nos lo aclarará, pues si es así, lo más seguro es que vuelva a tener más episodios depresivos.

El segundo caso es el de un niño de diez años que tiene un padre alcohólico y problemas familiares graves, pues hay frecuentes escenas de violencia entre el padre y la madre. Cuando se le vio llevaba unos meses en los que se encontraba triste, tenía frecuentes crisis de agitación con llanto, había bajado mucho en sus notas escolares y había empezado a orinarse por la noche en la cama, cosa que no hacía desde los cuatro años. Al cabo de dos años la situación familiar mejoró al dejar el padre el alcohol. El niño adelantó en su rendimiento escolar, su enuresis pasó y su carácter cambió haciéndose un niño sociable y alegre. «No parece el mismo», decían los padres. A los veinte años era un estudiante de Derecho sin ningún problema. Es un caso de «trastorno adaptativo con estado de ánimo deprimido», que cesó cuando cesaron las causas.

El tercero es el de una adolescente de catorce años que, desde que murió, hacía ya un año, un hermano algo mayor que ella, estaba muy triste y desanimada, no quería salir con los amigos y no hacía más que hablar de su hermano muerto. Hizo psicoterapia durante un año y, a los veinticuatro era una chica normal, aunque quizá no demasiado alegre y algo tímida. Aquí nos encontramos con la elaboración de una situación de duelo por la muerte de un ser querido, ha pasado la crisis, pero parece que ha dejado una huella en su personalidad, pues antes del suceso era una niña muy alegre.

Podríamos seguir poniendo mil ejemplos de por qué los niños y adolescentes se pueden deprimir, como tener malas notas en el colegio o como una niña que vi con ocho años, que tuvo una fase depresiva porque su maestra la había acusado injustamente de un robo. En los adolescentes pueden verse ya depresiones por desengaños amorosos que son especialmente peligrosas porque, dada la inestabilidad emocional típica de esta edad, pueden conducir a intentos de suicidio con facilidad.

Para el diagnóstico de las depresiones infantiles se han desarrollado una serie de inventarios (éstos están muy de moda en la Psiquiatría Infantil) que los niños, los padres, los maestros y aun los propios compañeros tienen que rellenar. De sus respuestas se deduce, no sólo si tienen depresión o no, sino de «cuánta» depresión tienen. Estos inventarios se suelen utilizar en forma grupal (colegios, núcleos de población) y tienen este tipo de cuestiones: — «Tengo ganas de llorar.» – «Creo que no vale la pena vivir.» – «Me siento muy solo.» El niño deberá responder: «siempre», «a veces», «ninguna». O son los padres los que tienen que elegir entre: – «Es un niño optimista.» – «A veces expresa temores respecto de cosas futuras.» – «Siempre está temiendo que sucedan cosas terribles.» Los psiquiatras y los psicólogos también tenemos nuestros inventarios, pero en este caso se llaman «entrevistas semiestructuradas» y nos sirven para conocer el estado de ánimo o el humor del niño a través de su comunicación, tanto verbal como no verbal.

Las depresiones infantiles y juveniles deben ser tratadas siempre por un especialista. Tal vez haya que hacer pruebas biológicas como el test de la dexametasona, y la mayoría necesitan tratamiento farmacológico con antidepresivos, aunque deban acompañarse siempre de psicoterapia y aun de terapias conductuales. A pesar de ello, las verdaderas depresiones dejan secuelas, más o menos importantes, en más de la mitad de los casos.

¿Puede haber niños maníacos? La mayoría de los lectores saben que, en el adulto, existe un trastorno contrario al depresivo que se conoce con el nombre de «exaltación maníaca» o «manía» (no en el sentido vulgar de rareza). ¿Puede aparecer también en los niños? Realmente son raras, pero es que a su escasa frecuencia se une la dificultad de detectarlas porque el estado de ánimo alegre, la labilidad emocional, la hiperactividad y la logorrea (hablar demasiado) es el estado normal de la mayoría de los niños.

Sin embargo hay algún caso que se denomina «manía fantástica infantil», que por cierto fue muy bien descrita por un paidopsiquiatra holandés, el profesor van Krevelen, gran amigo de todos los que en España nos dedicábamos a esta especialidad hace algunos años.

El cuadro se manifiesta con una hiperactividad progresiva que llega a la agitación psíquica; su lenguaje se hace logorreico y coprolálico (palabrotero que diría mí nieta); su sueño va haciéndose cada vez más corto y su ideación más rápida, cosa que al principio le gusta, hasta que advierte que no puede controlar su mente, apareciendo ideas de grandeza, que naturalmente son infantiles, y que se pueden acompañar de alucinaciones visuales.

Tal es el caso de un niño de doce años, violento e irritable, de difícil convivencia por su continua agitación y verborrea, inquieto, inestable, con una gran fantasía que le llevaba a inventarse cuentos e historias que dibujaba él mismo. Y me confesaba con bastante ansiedad: «Doctor, ¿por qué veo yo cosas en la pared que no ve nadie?» A los veintitrés años había sido ya internado en más de una ocasión con el diagnóstico de psicosis maníaco-depresiva, de predominio maníaco.

Los niños y adolescentes que se suicidan En relación con los trastornos del estado de ánimo depresivos, voy a tratar de un tema tabú hasta hace no mucho tiempo: el suicidio infanto-juvenil.

En primer lugar he de decir que las estadísticas de los casos que terminaron en muerte no son muy fiables. Los padres, y ello me parece muy natural y disculpable, suelen ocultarlos y camuflarlos bajo la denominación de accidentes. Y además no sabemos si los casos de accidentes reales (atropellos, caídas de una altura, etc.) no fueron suicidios en la intención del niño o joven.

Mucho mejor conocidos son los intentos de suicidio. Éstos acaban casi todos en un hospital para su recuperación, ya que el pequeño suicida no consigue lo que quiere, morir, si es que no pretendía asustar a los padres o chantajearlos para conseguir algo. Hay otro tipo de chantaje que ése sí lo vemos en la consulta, es el del niño que amenaza que se va a tirar por la ventana, pero nunca lo hace.

Decía que éste era un tema tabú, pero lo cierto es que, hace ya más de un siglo, en 1885, él francés Duran Fardez publicó el primer libro sobre el suicidio infantil y en 1933 un alemán, Gaup, estudió nada menos que doscientos ochenta y cuatro casos. Desde entonces se han publicado ya muchos suicidios de niños y adolescentes. Se aprecia que éstos aumentan de una forma escalofriante de año en año, llegando a constituir en bastantes países del mundo occidental la segunda o tercera causa de muerte entre los adolescentes.

En España sucede lo mismo desde hace veinte años y así en una estadística publicada por un hospital de Madrid, los intentos de suicidio en menores de quince años constituían, en 1976 el seis y medio por ciento del total. Es seguro que esta proporción habrá subido ya considerablemente.

El número de suicidios infantiles aumenta con la edad. De cero a diez años sólo se suicidan el 5% del total, de diez a catorce años el 25% y de quince a dieciocho años el 70% restante. (Por debajo de cinco años no se conoce más que un terrorífico caso de un niño de tres años que publicó el francés Launay.) A este propósito la pregunta que muchos lectores se harán es ésta: ¿Tiene el niño una idea cabal de lo que es la muerte y de sus consecuencias? Antes de los cinco a seis años el niño no es consciente de lo que es la muerte y no sabe lo que significa. Más tarde la vive como una separación, a veces hasta con posibilidad de retorno (es famoso el niño que dijo «ya sé que mi padre ha muerto, pero ¿por qué no viene a cenar?»). A los ocho años ya son conscientes de lo que realmente significa y de la posibilidad de morir ellos mismos, por muy remota que ésta sea.

Quizá le parezca a algún lector que estas edades que doy pequen un poco de precoces, dado que, además, ahora se procura que el niño no tenga contacto alguno con la muerte real, no como antes que, en cualquier entierro, estaban los niños en primera fila, muy vestiditos de negro. Por contra los niños, ya a estas edades de cinco o seis años, han visto centenares de muertes ficticias en la TV, si bien la mayoría de éstas se presentan tan «light» que no suelen producirles gran impresión.

¿Quiénes se suicidan más, los chicos o las chicas? Las estadísticas también son variables, pero en conjunto, si son menores de doce años hay un predominio de varones, aunque últimamente se van igualando las cifras. A partir de esta edad, las chicas comienzan a ganar terreno y en la adolescencia es bastante mayor el número de chicas que de chicos.

¿Y por qué se suicidan o intentan suicidarse? Son muchos los motivos. Es frecuente que entre los familiares de estos niños y jóvenes haya familiares suicidas, siendo el caso del padre el más peligroso porque se produce un mecanismo de identificación que es fatal para el hijo; además los casos son más frecuentes en familias mal avenidas con graves altercados, violencia, etc.

Los problemas escolares y el miedo a la reacción de los padres ocupan también un lugar preferente.

La pérdida del «objeto amoroso» es con frecuencia la desencadenante de actos suicidas. Si el niño es pequeño puede ser la pérdida de la madre o el padre. Si se ha llegado a la adolescencia es la ruptura con el novio o la novia.

Un estado depresivo de los que hemos hablado anteriormente o el simple «contagio» por el suicidio de algún amigo o simplemente por haberlo leído en el periódico (de ahí la conveniencia de no hacer demasiada exhibición de estos casos) pueden ser también causas importantes.

En los casos en los que se producen varias tentativas se puede apreciar una terrible compulsión obsesiva que, de una forma fatal, conduce al niño o al adolescente a la consecución de su propósito. Recuerdo a este respecto a una niña de catorce años que, ya a esta edad, había tenido varios intentos, siempre por defenestración, por lo que tenía rotos varios huesos de su cuerpo, y que a los quince realizó su idea tirándose también por una ventana.

En el fondo se puede resumir que el niño que se suicida o intenta suicidarse lo hace por: – Una huida, como un modo de escapar de una situación de ansiedad o amenaza. – Una llamada de atención, en los intentos y chantajes de suicidio, hacia unos problemas de los que no hace caso nadie. – Una agresión reivindicativa, sobre todo frente a los padres, con fantasías de «cómo llorarán cuando muera», «cómo se sentirán culpables». – En los niños más pequeños, un deseo de reunirse en el «más allá» con algún ser querido que han perdido. – Una autopunición por graves sentimientos de culpabilidad, aunque éstos sean totalmente infundados.

En cuanto a los modos de suicidarse, la mayor parte de ellos, sobre todo los adolescentes, lo hace: por ingestión de fármacos que encuentran en casa (tranquilizantes, neurolépticos, analgésicos, etc.); defenestración o precipitación desde alguna altura; cortarse las venas de las muñecas y por ahorcamiento, que junto con ahogarse en un río, eran antes los métodos preferidos en el medio rural.

En los casos de chantaje de suicidio suele haber una distorsión de la personalidad, la del jugador con ventaja: «¡Si no me consientes esto me tiro por la ventana!» Alguna madre me lo ha contado así y también añadía que ya se había cansado y que había contestado a su hijo: «¡Pues tírate si te atreves, ahí tienes la ventana!» y que, desde entonces, no la había vuelto a amenazar. En este caso la reacción de la madre tuvo el éxito apetecido y la cosa salió muy bien, pero hay que tener mucho cuidado y medir bien el grado de compulsividad del niño, pues si éste es alto, puede saltar sin pensar siquiera un segundo en sus consecuencias.

Como última consideración tengo que decir que, prácticamente en todos los casos de intentos de suicidio frustrado, al hablar después con los adolescentes (se trata sólo de adolescentes) sobre qué habían pensado antes de hacerlo y preguntarles si creían en una vida más allá de la muerte, me contestaban algo así como «no hay nada, me tomo las pastillas, desaparezco y todo se acabó», es decir, ya a su edad, eran unos perfectos agnósticos.

Por esto considero que una de las causas del aumento galopante de los suicidios en la sociedad occidental, tanto en jóvenes como en adultos, es su progresiva descristianización, ya que las creencias religiosas habían constituido hasta ahora un potente freno al «paso al acto» del suicidio.

Francisco J. Mendiguchía, “Las dificultades emocionales”

Hay una tendencia natural a considerar que la infancia es la edad del paraíso perdido y, ya que no es fácil ser completamente feliz en la edad adulta, se idealizan los primeros años. Lo cierto es que, si uno se analizara su propia infancia, se vería que hay también ratos amargos y que la ansiedad puede aparecer antes de la adolescencia.

Los tímidos «Mire usted, es un niño al que no le gusta salir, tiene dificultades para relacionarse y tener amigos, es muy inseguro y se “corta” fácilmente ante extraños.» ¡Cuántas veces hemos oído este relato en la consulta! Es la triste historia de la timidez o, como ahora se dice, del trastorno «por evitación», trastorno que aparece en algunas ocasiones en niños que hasta ese momento no habían presentado ningún problema pero que, las más de las veces, es que son así desde que eran pequeños.

La principal característica del cuadro es la de rehuir todo contacto con la gente que no le es familiar al niño y que, si es lo suficientemente severa, puede llegar a trastornar sus relaciones sociales, mientras que en la propia familia o en un grupo reducido de amigos se encuentra perfectamente.

Son niños que se encuentran violentos ante personas poco conocidas, no digamos ante las desconocidas, y que tienen miedo a hablar por temor a decir alguna tontería o no saber alguna cosa que le pregunten. Tienen además un inmenso pavor a hacer el ridículo y más si sabe que, en determinadas ocasiones, puede ponerse colorado al «subírsele el pavo».

A estos tímidos no debe forzárseles a que se relacionen con extraños porque inmediatamente surgen los síntomas de una ansiedad que les lleva al rechazo, al escape o a la huida. A veces, su reacción consiste en dejar de hablar cayendo en un mutismo que suele tomar la forma de lo que se conoce con el nombre de «mutismo electivo», llamado así porque sólo se produce en determinadas situaciones que pueden ser conflictivas para el niño.

Su susceptibilidad se pone de manifiesto en el siguiente ejemplo: se trataba de un niño cojo a causa de una poliomelitis (esto sucedió cuando esta enfermedad era un verdadero azote para los niños), del que se reían sus compañeros de colegio que le apodaban por ello «patachula». El niño en un principio se negó a asistir a clase, pero al obligarle sus padres, cayó en un mutismo completo en cuanto puso los pies en la calle. En un par de sesiones logré que hablara conmigo pero, a los pocos días, tuve que mandarle aviso de que no podía recibirle el día señalado y le di hora para el siguiente; pues bien, debido a la frustración que le produje por haberle pospuesto a él, estuvo toda la hora sin hablarme.

¿No les recuerda a los lectores esta actitud a la que adoptan las ostras cuando sienten algún peligro a su alrededor y se cierran herméticamente? Pues precisamente a estos niños se les conocía con este nombre: «niños ostras».

Casi todos los autores dicen que este síndrome es más frecuente en las niñas que en los niños y, sin embargo, en el fichero de mi consulta tengo más chicos que chicas, la verdad es que no sé por qué, aunque supongo que es porque, por lo menos en nuestro país, los padres toleran peor la timidez de los hijos que la de las hijas, quizá porque piensan que deben ser más tímidas y recatadas, y por eso consultan.

Unas veces la timidez es temperamental, pero otras es producto de una educación demasiado restrictiva y asustadiza: «niño bájate de ahí que te puedes caer», «niño no toques eso que te puedes hacer daño», «niño ten cuidado con…», etcétera, con lo que el niño acaba teniendo miedo a todo y, al final, creyéndose una calamidad. Entonces el niño se lo prohibe todo a sí mismo («no soy capaz de hacerlo»), se produce el fracaso y, como consecuencia, la reacción de retirada.

En otras ocasiones el síndrome de evitamiento se puede desarrollar en niños que hasta entonces no eran así, bien de una forma espontánea (no lo es nunca, siempre hay un motivo que habrá que investigar y sacarlo a la luz), bien después de haber sufrido alguna importante decepción o frustración o bien algún episodio doloroso como la muerte de un ser querido. En el fondo, siempre nos encontramos un sentimiento de inferioridad.

Toda esta sintomatología suele ir atenuándose con el tiempo y al llegar a los veinte años desaparece completamente en una cuarta parte de los casos; otros, en mayor proporción, mejoran ostensiblemente, aunque siempre quedándoles algo de insociabilidad y tendencia al aislamiento; y otros, los menos, permanecen igual de tímidos y retraídos toda la vida, por ser ya la timidez algo anclado profundamente en su personalidad.

La ansiedad de separación Otras veces la historia que oímos es diferente: «Le traemos este niño que, cuando era pequeñito, le costó mucho empezar a ir al colegio, se negaba a ir, lloraba, tenía una pataleta y muchas veces, aun llevándole de la mano su madre hasta la puerta, se negaba a entrar y tenían que volverse a casa.» Aquello se le pasó al niño con el tiempo, pero, dicen los padres, «ahora es peor, somos nosotros los que no podemos salir de casa, pues nuestro hijo se angustia mucho pensando que nos puede pasar algo malo y, si alguno de nosotros sale y tarda en volver, sufre una verdadera crisis de ansiedad por creer que hemos tenido un accidente o nos ha dado un ataque o cosas parecidas».

Aquí tenemos un mayor grado de ansiedad que se manifiesta de otro modo, bajo la forma de lo que se denomina «angustia de separación», que se produce cuando el niño tiene que estar lejos de las personas a las que ama y le dan seguridad, los padres en la mayoría de los casos.

Otras veces el temor es que sea él mismo al que le pase algo que le pueda separar de los padres, por ejemplo, que le rapten, cosa que, aunque puede suceder por el día, es por la noche cuando tiene más posibilidades o que se pierda y no sepa volver a casa.

Todo este comportamiento empieza halagando a los padres, pues significa que su hijo les quiere mucho, pero acaban verdaderamente fastidiados porque no pueden hacer una vida normal.

Estamos hablando de ansiedad, pero no hemos explicado lo que es y conviene hacerlo antes de seguir: es un sentimiento de peligro inminente, una sensación de que algo malo va a suceder y que se traduce en una actitud expectante ante un peligro que no sabe ni cómo, ni cuándo, ni por qué va a llegar. Un término parecido es el de angustia, pero en ésta hay una sensación de opresión en el pecho, de estrechamiento (angor) y de encogimiento que se acompañan de sudor y palpitaciones.

En contraste con la ansiedad y la angustia, en el miedo, que también es un sentimiento displacentero, sí se sabe que viene de algo concreto y conocido. De todas formas, estos tres estados, que se diferencian muy bien en el adulto, en el niño es más difícil de establecer una separación entre ellos.

Siguiendo con la ansiedad de separación en el niño vemos que ésta se puede manifestar bajo la forma de llanto, rabietas, violencia contra las personas que quieren forzar la separación en sus fases agudas o con apatía y tristeza en sus fases intercríticas. Otras veces se manifiesta con el aspecto de síntomas psicosomáticos como cefaleas, vómitos, diarreas, etc.

La mayoría de todos estos síntomas suele desaparecer con el tiempo, pero todavía es posible verlos en la adolescencia o más tarde, como un chico de veintitrés años que tenía que dormir en la misma habitación que la abuela. De todas maneras, no es extraño que, estos niños con ansiedad de separación, muestren de mayores rasgos obsesivos e hipocondríacos.

Mecanismos de defensa y ansiedad manifiesta Para liberarse de la ansiedad el niño, y el adulto, de una forma inconsciente recurre a unos mecanismos que conocemos con el nombre de «defensas del Yo» que los padres deben conocer para entender así muchas de las reacciones de sus hijos. Describiré dos de los más usados en la infancia: -Mecanismo de proyección: Todo lo que pueda tener un aspecto negativo, se expulsa del Yo y se adscribe a otra persona. Tal es el caso de un niño que se acerca con su abuelo a la jaula de los leones y de pronto se para y dice «vámonos abuelo que ‘te’ da miedo el león».

-Mecanismo de compensación: Está perfectamente resumido en el dicho «Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces».

Estos mecanismos pueden tener un éxito completo y el niño no siente ansiedad, pueden tenerlo parcial y entonces aparece en cuadros como los anteriormente descritos, pero también pueden fracasar y aparecer la ansiedad en toda su crudeza.

Esto es lo que sucede en los «terrores nocturnos», durante los cuales el niño se incorpora en la cama bañado en sudor, aterrorizado, tembloroso, pide se le defienda de animales o monstruos y hace ademanes de defenderse de algo. Todo este cuadro tan aparatoso se pasa en pocos minutos, el niño vuelve a dormirse y, a la mañana siguiente, no se acuerda de nada. La ansiedad también puede aparecer en forma de pesadillas pero en ellas no se despierta por completo y, al despertarse al día siguiente, puede ser recordado como un «sueño feo».

Cuando la ansiedad no se manifiesta de una forma aguda, aparece lo que los americanos llaman «overanxious disorder» o «estado de ansiedad excesiva», en el que se aprecia una ansiedad de fondo manifestada por preocupaciones excesivas y poco realistas por cosas del futuro, que a lo mejor no van a sucederle nunca, como tener algún accidente o enfermedad o que sí pueden pasarle, como los próximos exámenes, tener que hacer una cosa en grupo o tener que ir al médico, o aun por cosas que ya han pasado pero siguen preocupándole, como haberse perdido en una playa.

Todo ello lleva al niño a un estado de ánimo depresivo, bajo rendimiento escolar, tendencia al aislamiento, sentimientos de autorreproche y estado de continua alerta por lo que le pueda pasar. Si el estado de ansiedad es muy grande se puede manifestar en una gran inquietud, viéndose al niño ir y venir sin sentido, como buscando algo que no encuentra y que no significa más que el sentimiento inconsciente de que «mientras me muevo no me pasa nada».

La terapéutica de la ansiedad pasa por la psicoterapia de apoyo y de resolución de conflictos, por la modificación de actitudes y por la utilización de ansiolíticos.

Las formas de histeria infantiles Pero antes de seguir con los trastornos emocionales infantiles, quiero contar la historia de una vez que hice un «milagro»: Me llevaron un día a la consulta a una adolescente de trece años porque se había quedado ciega al día siguiente de tener un accidente de bicicleta, la consulta era pública y tuvo que pasar por delante de mucha gente que hicieron numerosos comentarios sobre la tragedia de aquella familia. Como en el examen neurológico no encontré nada anormal, eché a la niña en un diván, hice que cerrara los ojos y que respirara rápida y profundamente al mismo tiempo que le agarraba por las muñecas y le decía: «cuando haya pasado un minuto empezarás a ver poco a poco» y, efectivamente, cuando al cabo de un rato le pregunté: «¿ves ya algo de mi cara?», me contestó: «sí, le voy viendo ya»; «¿qué ves en ella?», «un lunar» (efectivamente yo tengo un lunar al lado de la nariz) y así, en cinco minutos recobró totalmente la visión, con gran contento de los padres y estupor de los que le habían visto llegar andando como una persona ciega.

Realmente ella no veía nada, no simulaba que no vea, aunque, y esto fue lo primero que me hizo entrar en sospecha, no parecía demasiado asustada por lo que pasaba. A esto los franceses le dan un nombre muy poético, «la belle indifference» y es un síntoma de histeria, que es lo que realmente tenía esta chica, una ceguera histérica.

Era pues un caso de la vieja y conocida histeria, aquella que los antiguos creían era debida a los vapores uterinos que subían hasta la cabeza y por ello sólo la podían padecer las mujeres. Después se ha visto que, aunque en menor proporción, también la pueden padecer los hombres.

¿Y las niñas y los niños, también pueden ser histéricos? Durante bastantes años se creyó que no, que aparecía solamente a la edad de la pubertad, hasta que un inglés llamado Landor describió el primer caso de histeria infantil y desde entonces se han descrito bastantes, aunque no dejan de ser poco frecuentes, pues no llega ni al uno por ciento de la población infantil que consulta en las clínicas psiquiátricas infantiles.

Lo curioso de este tipo de padecimientos es que puede desarrollarse en forma de epidemias, como aquel famoso Baile de San Vito que se curaba invocando a este santo, y que todavía se ven de vez en cuando, como la aparecida en Alemania en 1955 en un colegio de niñas cuya profesora se había presentado en clase con un brazo en cabestrillo y que motivó que, al cabo de algunos días, casi toda la clase tuviera paralizado un brazo.

Los síntomas de la histeria pueden aparecer bajo la forma de los llamados «síntomas de conversión» debido a lo que el psiquiatra francés Dupré, hace ya más de sesenta años, llamaba «ideoplastia», o «psicoplastia» y que no es más que la capacidad que tienen los histéricos de transformar representaciones e ideas en síntomas somáticos.

Los síntomas de conversión más frecuentes son parálisis, contracturas, temblores, claudicación en la marcha con imposibilidad de mantenerse en pie y trastornos sensitivos del tipo de anestesias en forma de calcetín o de guante, es decir, que no pueden obedecer a una lesión de los nervios porque éstos no se distribuyen así.

Otros trastornos son los sensoriales como sorderas, cegueras o afonías. A veces se manifiesta como hipo incoercible o como ese curioso fenómeno llamado «bolo histérico», menos frecuente en los niños que en los mayores y que consiste en una sensación de que algo sube del estómago a la garganta. Por último tenemos el «gran ataque histérico» con gritos, pataletas, tirones de pelo y llanto fonal, que a personas poco expertas puede confundir con crisis epilépticas.

Ahora, como en la famosa cancioncilla, voy a contar otra historia: Es la de un niño de nueve años que desde hacía meses presentaba unas crisis extrañas, durante las cuales se quedaba como sin conciencia, pero sin perderla del todo, decía cosas ininteligibles y tenía pseudoalucinaciones pues veía «cosas raras» en el techo. La duración de las crisis era de unos veinte minutos y después no se acordaba de nada.

Esta especie de «estado de trance» se llama «estado disociativo», que también es histérico y que pueden ser mucho más complejos, como es el caso de las «fugas», durante las que el niño se marcha de casa, deambula por las calles sin llamar en absoluto la atención y de pronto se despierta en un sitio desconocido para él; es como una especie de sonambulismo, pero despierto.

Como no hay dos sin tres, contaré la tercera historia. Ésta es la de un niño de doce años que sufría, sin motivo aparente, una extraña vivencia que no sabía muy bien cómo describir, decía que era «como perder la conciencia sin perderla», al mismo tiempo que sentía una extraña sensación, «como si no fuera yo y fuera otro», lo cual le angustiaba mucho. Vuelto a ver cuando tenía veintidós años todavía le pasaba muy de tarde en tarde, y ya no se angustiaba, porque como él decía «tengo que vivir con ellas». Por supuesto, los electroencefalogramas eran todos normales. Esto se llama «trastorno de despersonalización» y también forma parte del cuadro de la histeria.

A veces, muchas, los niños no presentan ninguno de los síntomas descritos hasta ahora y sin embargo los padres nos dicen «este niño es un histérico». ¿A qué están refiriéndose? Pues se refieren a ciertos rasgos de carácter, como el teatralismo, la exaltación imaginativa y la sugestibilidad (la niña de la ceguera se curó simplemente por sugestión) que descansan sobre un fondo de retraso afectivo, un deseo ávido y primitivo de afecto y atención por parte de los demás y una escasa tolerancia a las frustraciones.

Este tipo de personalidad lo retrató de mano maestra Künkel y le dio el nombre de «niño enredadera» describiéndolo del modo siguiente: «Siempre está pidiendo protección y busca que se apiaden de él, necesita apoyarse en los demás para sobrevivir pero eso sí, exigiendo este apoyo como una obligación de todos los que están a su alrededor, huyendo de toda situación de responsabilidad.» Lo malo de estos niños enredaderas es que, como éstas, acaban ahogando a los que le sirven de apoyo provocando su rechazo, de ahí el tono despectivo de los que le llaman histérico.

¿Qué pueden hacer los padres en estos casos? Cuando hay una sintomatología florida tienen que llevar a sus hijos a un especialista que les tratará con psicoterapia, sugestión y hasta se ha utilizado la hipnosis, cuando son ya adolescentes, antes no. Si se trata del carácter histérico ahí sí que pueden actuar porque éste se forma por «una educación débil sobre un temperamento también débil», por lo que su educación deberá ser todo lo contrario, es decir, enérgica y fuerte.

Como se ha demostrado que, en algunos casos, los niños aprenden este tipo de conducta de sus padres, sobre todo de su madre, éstos han de tener mucho cuidado en mostrar este tipo de comportamiento que el niño acaba imitando.

Francisco J. Mendiguchía, “Cuando los niños van mal en el colegio”

Cada día son más frecuentes en nuestras consultas las visitas de padres en busca de asesoramiento, porque no saben qué hacer con sus hijos que van mal en el colegio y quieren saber qué es lo que les pasa.

Unas veces son los propios padres los primeros en darse cuenta del problema por las continuas malas calificaciones o por la pérdida de algún curso, otras son los profesores los que les llaman para decirles que sus hijos no aprenden lo que debieran y, en alguna ocasión, es la propia dirección del colegio que les envía una nota recomendando que el niño vaya a otro colegio, «con pocos alumnos por clase», a ver si así consigue avanzar más en sus estudios.

Cuando los vemos, advertimos enseguida un cierto grado de ansiedad, tanto en el niño, que ya es consciente de su situación, como en los padres, que temen que su hijo tenga algún retraso en su desarrollo intelectivo o, en el mejor de los casos, que tenga algún otro problema que produzca su fracaso escolar y frustre así las esperanzas puestas en él.

El pseudofracaso y el fracaso verdadero Pero antes de proseguir conviene hacer hincapié en la existencia de lo que podríamos denominar «pseudofracasos escolares». Tales son los casos de niños cuyos padres no se conforman con que sus hijos obtengan notas medias y consideran que son lo suficientemente inteligentes para ser los primeros de la clase, como lo fueron ellos, o quizá porque no lo fueron nunca.

Este tipo de padres suele forzar el ritmo del aprendizaje de, sus hijos que, en un principio, a lo mejor pueden responder a estas exigencias, pero que con el tiempo no pueden seguir el esfuerzo y acaban rechazando el colegio y todo lo que signifique estudiar.

Los profesores, ellos en particular o el colegio en general, son a veces también los responsables de estos pseudofracasos al no tolerar más que alumnos brillantes, tachando de incapaces a los que no son tan gratificantes para ellos, pero que en otros colegios menos elitistas, se desenvuelven perfectamente.

Pero ¿qué es realmente el fracaso escolar? Existen muchas definiciones más o menos complicadas aunque, en definitiva, no es otra cosa que el problema que se presenta cuando el niño no obtiene los resultados que se espera de él, es decir, cuando no alcanza los objetivos señalados para su nivel y edad.

Muchos padres, y por supuesto los abuelos, piensan que en sus tiempos no existía este gran problema que, hoy en día, según las estadísticas de casi todos los países occidentales puede alcanzar hasta a la tercera parte de los alumnos. ¿Qué es entonces lo que ha pasado? Aparentemente sólo hay tres respuestas posibles: los niños son ahora más torpes, los planes de estudio son cada vez más difíciles o a los maestros se les ha olvidado enseñar.

Sin embargo hay que fijarse en una cosa: el fracaso escolar aparece cuando la enseñanza se hace obligatoria. ¿Y esto que quiere decir? Pues que el niño que antes no podía estudiar, lo dejaba y se dedicaba a otros menesteres, pero ahora tiene que seguir estudiando porque así lo exige la ley, y van pasando de curso en curso a trancas y barrancas, hasta que al final tiene que arrojar la toalla y dejar los estudio. Lo malo es que, en este momento, se ha creado un fracasado escolar.

Si repasamos en conjunto las posibles causas que se han aducido para explicar este cuadro vemos que, en un principio, fueron valorados primordialmente los factores intelectuales, y el niño que no progresaba en los estudios era simplemente porque tenía una infradotación intelectiva.

Más tarde pasaron a un primer plano los factores afectivo-emocionales y no había fracaso escolar que no se intentara vencer mediante psicoterapia, y ahora son los factores socioculturales los más tenidos en cuenta, pues un entorno desfavorable da lugar a un mayor número de estos fracasos, que son además los más difíciles de corregir.

También es conocida la gran importancia que han tenido en estos últimos años los llamados déficits instrumentales, sobre todo la tan socorrida dislexia, diagnóstico que ha saturado las fichas de psiquiatras, psicólogos y pedagogos en época muy cercana.

Asimismo, la escuela y los profesores han sido objeto de muchas investigaciones y estudios, y últimamente parece que hay una cierta tendencia a considerar los planes de estudio como los máximos responsables del fracaso escolar.

Factores intelectivos y de aprendizaje Vamos a empezar el repaso de estas causas por lo primero que temen los padres: efectivamente los niños no aprenden porque no pueden hacerlo ya que, sin llegar a deficientes mentales, son un poco más cortos de inteligencia que sus compañeros de edad y clase, constituyendo el grupo bastante numeroso de los llamados torpes (en un grupo de niños con fracaso escolar estudiado por mí, la mitad correspondía precisamente a los que tenían el nivel mental más bajo).

Haciendo un inciso, considero muy importante el que los padres sean, en estos casos, informados realísticamente de la capacidad de sus hijos, sin camuflar el problema bajo términos eufemísticos como el de «inmadurez», con el fin de que puedan valorar debidamente los esfuerzos que hace el hijo y que, aunque los resultados no sean muy brillantes, puedan ayudarles a mantener la confianza en sí mismos al no estar continuamente echándoles en cara que son unos vagos y que no estudian porque no quieren.

Un caso especial es el de los niños que padecen lo que se conoce hoy con el nombre un poco enrevesado de «disarmonías cognitivas», concepto que expresa que los procesos intelectivos pueden no tener un desarrollo armónico y, en las sucesivas fases evolutivas, mostrar unos niveles de organización más primitivos y otros más desarrollados con lo que, aun sin ser muy malo el conjunto, hay retrasos en determinadas áreas.

Sin embargo, en otro grupo de cincuenta niños, que también consultaron por problemas escolares, pero tenían un nivel intelectivo normal, al final se produjo un fracaso escolar prácticamente igual al que presentaban los menos dotados intelectivamente.

¿Qué nos quiere decir esto? Pues que efectivamente, en el fracaso escolar intervienen otros factores que no son los puramente intelectivos, totales ni parciales.

A propósito de estos factores recuerdo que, hace ya algunos años, entró en mi consulta una señora con su hijo de unos diez años y me dijo con aire desafiante: «Vengo de Suiza y allí le han diagnosticado a mi hijo algo que usted no sabrá seguramente lo que es: ¡Legastenia!» Yo me sonreí y le dije: «Pues sí que sé lo que es, pero aquí se le suele llamar dislexia.» (Estuve a punto de añadir que también se llama estrofosimbolia, pero me pareció demasiado ensañamiento.

Lo que padecía ese niño, la dislexia, junto con la disgrafía o dificultad para escribir correctamente y la discalculia o tener problemas con las operaciones aritméticas (ésta en mucha menor proporción) constituyen otro gran grupo causante de numerosos fracasos escolares, el de los llamados «trastornos instrumentales» o, para los americanos, «trastornos de las habilidades académicas».

Como hemos dicho, las discalculias son francamente raras, pero en mi experiencia son las de más difícil corrección, pues persisten prácticamente toda la vida. Las disgrafías puras son también poco frecuentes, siéndolo más la dificultad para dibujar las letras por trastorno de la psicomotricidad y de la coordinación, es decir, lo que se llama «dispraxia».

Las dislexias, en cambio, son muy frecuentes, casi siempre acompañadas de disgrafías, y sobre cuya causa hay muchas opiniones (trastorno del oído director, problemas de lateralidad con confusión derecha-izquierda o, y esto parece lo más seguro, disfunción de los hemisferios cerebrales).

Aunque el pronóstico de las dislexias es bastante bueno, ya que el 90% de ellas desaparecen o mejoran notablemente, no hay que dejar por ello de tratarlas lo más pronto posible, pues el estudio en los niños que la padecen llega a hacerse muy penoso, al tener que gastar mucha parte de su tiempo y de sus energías en descifrar lo escrito en los libros. Lo que todavía no sabemos es por qué el trastorno es mucho más frecuente en los niños que en las niñas.

Influencia de la personalidad Hace ya algunos años, más de treinta, un autor francés apellidado Le Gall estudió la correlación que había entre la personalidad de los niños y su éxito en la escuela, y descubrió que ciertas formas de ser temperamentales influían negativamente en los estudios, mientras que otras lo hacían positivamente.

La peor parte la llevaban los llamados «amorfos», también los «apáticos» y, en menor grado, los «nerviosos o inestables». Pues bien, en el grupo antes citado de los fracasos escolares con inteligencia normal, la tercera parte eran pasivos y retraídos y la cuarta parte inquietos y nerviosos, o sea, que Le Gall tenía mucha razón.

El que el fracaso sea producido por un trastorno temperamental no quiere decir que haya que cruzarse de brazos, ya que se puede, y se debe, actuar sobre él, y cuanto antes mejor; a los amorfos y apáticos estimulándoles a la acción mediante el deporte, el scoutismo, dándoles responsabilidades de grupo, etc., y a los inquietos mediante métodos conductuales, de relajación y, en casos muy extremos, hasta con medicación.

Otras veces de lo que se quejan padres y maestros es de la escasa atención del niño, que parece que está siempre «en babia» y que por ello no aprende. Cuando esto sucede, y no es un hiperactivo o inestable de los que hemos descrito en un capítulo anterior, es porque el niño tiene un bajo estado de lo que se conoce con el nombre de «tensión psicológica» o «estado de alerta psicológica permanente» que es la que pone en marcha los mecanismos intelectivos, justo lo contrario del «ensueño» o estado en el que se dejan vagar imágenes e ideas. Sin embargo, hay que considerar que este niño fracasado escolar por excesiva ensoñación, puede que algún día se convierta en un inspirado poeta o un gran novelista y por ello no debe valorarse demasiado negativamente.

Otro problema que se ve con relativa frecuencia es el que se refiere a los niños tímidos y poco agresivos, que cuando en el colegio tienen que enfrentarse solos con las dificultades del aprendizaje escolar, se declaran vencidos ante las primeras contrariedades serias, se refugian en sí mismos y toman una actitud retraída que puede acabar en una inadaptación y, con el tiempo, en un fracaso escolar. Éstos son los clásicos niños que se pierden en una clase muy numerosa y que se salva cuando encuentra un profesor que le ayuda, anima y comprende.

Mucho se ha hablado y escrito de la «inhibición intelectual», término que se refiere a que un bloqueo en el aprendizaje es causa de que el niño, aunque intenta trabajar y obtener buenos resultados, la carga emocional que pone en ello se lo impide y éstos son cada vez más frustrantes, con lo que se aumenta el bloqueo y el estado de ansiedad subsiguiente.

En ocasiones, el bloqueo se produce solamente en determinada materia que tiene un especial significado para el niño, como ser precisamente en la que su padre quiere que triunfe o en la que un hermano ya ha triunfado y él desea o teme superarlo.

No hay que confundir estos cuadros con el de la «inhibición en la expresión» de lo ya aprendido y que se ve también en niños muy tímidos. Esta inhibición les lleva a tartamudear o a callar completamente cuando les preguntan en clase, siendo mejores los resultados en los exámenes escritos. Afortunadamente los profesores suelen darse cuenta pronto del problema.

En otros casos nos encontramos con un tipo de niño al que los franceses denominan «enfant bebe» que, en la mayoría de sus procesos psicológicos no intelectuales, muestran unas características que corresponden a edades inferiores y que ya deberían haber superado. Estos niños suelen ser inconstantes e inquietos, siguen en la edad del juego y desesperan a los padres porque no se toman en serio sus tareas escolares. Suelen ser de buen pronóstico pues, aunque tarde, acaban madurando (éstos sí que son verdaderamente inmaduros), aparece su sentido de la responsabilidad y se toman en serio sus estudios.

Dejando a un lado los niños oposicionistas que se describen en otro lugar, que no estudian porque no quieren y que rechazan el colegio dentro de un cuadro de general rechazo a cualquier deber y norma, tenemos un cuadro que recibe el curioso nombre de «desinterés escolar» y que es una especie de «inapetencia» para los estudios (algunos autores le han comparado con la anorexia nerviosa) y que yo creo que está ligado al mundo de las motivaciones.

Si el niño no tiene motivo para aprender el fracaso final es casi seguro. Un punto muy importante a considerar es que, como el éxito es en sí mismo un motivo de primer orden, las excesivas exigencias en los primeros años de escolaridad son más bien perjudiciales ya que, cuando el niño empieza a ir al colegio, lo suele hacer con una gran ilusión para aprender pero, si surge pronto el «no puedo», puede pasar rápidamente al «no quiero» o al «me tiene sin cuidado».

Lo que yo he visto con relativa frecuencia en estos últimos años es que niños, que hasta entonces no iban mal en sus estudios, al llegar a la adolescencia se «desmotivan», no ya por el bache normal de los chicos y chicas a esta edad, sino porque las motivaciones que antes tenían pierden su prestigio para ellos; así las chicas quieren dejar los estudios para ser modelos de alta costura o los chicos para meterse pronto en negocios, profesiones ambas en las que creen que se gana el dinero fácilmente, sin mucho trabajo y pronto.

Enfermedades físicas y psíquicas Un capítulo muy importante era antes el de los fracasos escolares por defectos sensoriales, tales como defectos de !a audición y de la visión. Hoy tienen una menor importancia dado que en todos los colegios se hacen exámenes médicas frecuentes y estos defectos se detectan pronto.

En cambio los psiquiatras hemos de llamar la atención sobre el hecho de que el retraso y fracaso escolar pueden constituir la manifestación precoz de una enfermedad psíquica que comienza, tal como sucede con una depresión o una psicosis.

El colegio y los métodos de enseñanza Los cambios repetidos de colegio pueden ser causa también de retraso o fracaso escolar debido al esfuerzo que tiene que hacer el niño para adaptarse a sus nuevos compañeros, a sus nuevos profesores y a distinta pedagogía. Asimismo la discontinuidad en la asistencia al colegio, debido en muchas ocasiones a enfermedades de larga duración, son también causa de que el niño pierda el hábito de estudiar después le cueste mucho volver a coger los libros.

Veamos ahora el papel jugado por el colegio en este asunto que nos interesa. Hay opiniones para todo y lo cierto es que los hay magníficos y cada vez mejor dotados de aulas, campos de deporte, profesorado eficiente y hasta equipos psicológicos que estudian el desarrollo intelectivo y de la personalidad del alumno, pero… algunos, en vez de ser centros en los que se atiende a la «formación» global de los niños y a su maduración, tanto intelectiva como afectiva, ética y moral, se preocupan tan sólo meter en sus cabezas un conjunto de saberes en un ambiente de competitividad. Competir es la palabra clave de este tipo de educación y el que no sepa o no pueda hacerlo se quedará en el camino, aunque alguna vez aparezca en los periódicos que un niño se ha fugado en casa o ha intentado suicidarse porque tenía malas notas en el colegio.

En cuanto a los métodos de enseñanza, sólo quiero trasladar aquí lo que oí en un congreso dedicado exclusivamente al fracaso escolar: «Es bueno que haya tantos alumnos que rechazan los actuales planteamientos escolares, pues ello pone en evidencia que son seres psicológicamente sanos y coherentes.» Esto es evidentemente una exageración, pero constituía un aldabonazo para los que tienen el deber de confeccionar los planes de estudio y una llamada de atención para los que tienen que aplicarlos.

La colaboración de los padres Y los padres ¿qué pueden hacer? Lo primero que deben saber es que el «ambiente» educativo familiar es fundamental a la hora de la adaptación del hijo al colegio. Un niño educado en un hogar en el que predominen el orden y la disciplina adecuada se integrará mucho mejor, ya que la mayoría de los colegios están así estructurados.

Asimismo, sobre todo cuando ya son un poco mayores, es también muy importante el ambiente familiar que el niño «respira», y estudiará mucho más motivado en uno en el que el estudio y el saber son altamente valorados y los demás miembros de la familia leen, estudian y se disciplinan en el trabajo.

Creo que es un buen consejo a los padres el que procuren organizar debidamente el estudio de los hijos, sin dejarlo al capricho y a la improvisación de éstos. Debe establecerse un horario, siempre el mismo en lo posible, y un lugar, también siempre el mismo, tranquilo y bien iluminado y, desde luego sin radio ni televisor. Por supuesto han de evitarse las interrupciones de hermanos, amigos o producidas por llamadas telefónicas frecuentes.

Aunque sea un poco pesado e incordiante para los padres, deben seguir muy de cerca los progresos y dificultades escolares y ayudarles dentro de lo que se pueda y deba pero; y ahí está lo más difícil, sin convertir la casa en una cárcel ni el estudio en trabajos forzados.

Por último, cuando se vea que las cosas no marchan bien, hay que buscar ayuda, primero en el mismo colegio y si en él no pueden resolverlo consultar con un psiquiatra o un psicólogo, preferiblemente especializados en problemas de infancia, hasta llegar al fondo del problema y poner los medios adecuados para resolverlo. Todo menos rechazar la realidad y racionalizarla con un «ya aprenderá» o «todavía es muy pequeño», porque en este problema el tiempo es de decisiva importancia.

Francisco J. Mendiguchía, “Fobias y obsesiones”

¿Qué son las fobias? Un diccionario de psiquiatría define las fobias del modo siguiente: «Repulsión o temor angustioso específicamente ligado a la presencia de un ser, un objeto o una situación cuyos caracteres no justifican tal emoción.» Como se ve por esta definición, es difícil separar en la infancia los miedos que he expuesto en el capítulo precedente, de las verdaderas fobias.

Por ello, los psiquiatras de niños, cuando hablamos de fobias infantiles, nos referimos a miedos exagerados, que no presentan mecanismos adaptativos, que aparecen o persisten a edades inadecuadas (el miedo a los perros es normal a los tres años, pero es una fobia a los quince), que se repiten ante la misma situación u objeto preciso, no ceden al desarrollo, son persistentes y, sobre todo, alteran la vida familiar y social del niño y son fuente de sufrimiento para él.

¿Cómo se generan las fobias? Cada escuela psiquiátrica tiene sus propias versiones de cómo nacen. Para unos existe una cierta predisposición natural, las más de las veces unida al padecimiento de obsesiones, que produce un tipo de personalidad que se llama «anancástica» o insegura de sí misma.

El psicoanálisis ha dedicado, ya desde Freud, numerosos estudios a estos problemas, y sostiene que siempre existe una ansiedad primaria que es proyectada a objetos o situaciones externas, que se convierten así en los aparentemente productores de las fobias.

Los conductistas explicaron el porqué de las mismas a partir de un famoso experimento del fundador de esta teoría, el norteamericano Watson que, en 1920, consiguió provocar una fobia en un niño llamado Albert, mediante un apareamiento entre la presencia de una rata blanca y un fuerte ruido que, a la séptima vez de haberse producido, provocó la aparición de la fobia del niño hacia la rata, a la que antes del experimento no tenía ningún temor.

Este mismo psicólogo logró, en otro experimento posterior, justamente lo contrario que en el primero: hacer que desapareciera la fobia asociando al objeto fobógeno un estímulo que evocara una reacción placentera, por ejemplo un dulce.

Desde aquellos años se han multiplicado experiencias que han confirmado la teoría del condicionamiento de las fobias y su tratamiento mediante técnicas de descondicionamiento y, aunque las cosas son algo más complicadas de lo que aquí se han expuesto, la terapia conductual sigue siendo la mejor para estos casos.

Fobias infantiles más frecuentes Las fobias infantiles son muy variadas en su contenido y así, en cincuenta niños con este problema, los temas a que se referían fueron los siguientes: El más frecuente fue el de los animales, en unos los grandes como perros, lobos, etc.; en otros los pequeños como hormigas o cucarachas y en uno la contestación fue la de pájaros, pero ésta en un niño que había visto hacía poco la famosa película de Hitchcock. Las enfermedades, y aun la muerte, son también, ya en estos años de la infancia temas bastante frecuentes, sucediendo lo mismo con dos fobias muy conocidas de los adultos: la agorafobia o temor a los espacios abiertos y la acrofobia o miedo a las alturas.

En los adolescentes es frecuente la fobia por su propio cuerpo, al que llegan a odiar, por no encontrarlo suficientemente atractivo, odio que se mezcla con el temor de que no cambie nunca y que apareció en cuatro casos de esta muestra de cincuenta.

Menos frecuentes fueron las siguientes respuestas: comidas y exámenes en dos casos cada una y aviones, puertas cerradas, personas deformes, ascensores, ruido desagradable, bomberos, máscaras, locura (en un adolescente) e inyecciones, con un caso por respuesta.

Un caso raro fue el de una niña de dos años que, a la vista de su propia cuna, se echaba a llorar y se negaba a meterse en ella, cosa que le pasaba desde que había ingresado en un hospital y dormía en una cuna parecida a la suya. La explicación es la de que esta fobia se había condicionado por una situación traumática anterior.

Una cosa que salió también en este estudio es que la mayoría de los casos de condicionamiento muy claro y evidente se producía en niños con edades entre los dos y seis años, mientras que en los mayores era más difícil de ver, lo que significa que con la edad aumenta la resistencia al condicionamiento.

En una cosa muy importante se diferencian los miedos normales de las fobias, pues así como los primeros tienen muy buen pronóstico y desaparecen con el tiempo, no sucede así con las fobias que tienen una cierta tendencia a persistir en la juventud y aun en la edad adulta, aunque a veces puedan cambiar de contenido. De todas maneras, hay casos en que desaparecen también por completo y los exfóbicos presentan una total normalidad.

Una fobia un poco especial, que puede producir muchos quebraderos de cabeza a los padres, es la llamada «fobia escolar», que consiste en que hay niños o adolescentes que se niegan a ir al colegio sin motivos reales y conocidos, reaccionando con cuadros de ansiedad y pánico cuando se intenta obligarlos.

Se trata de algo muy diferente a lo que vulgarmente se conoce con los nombres de «hacer novillos» o «hacer pellas», pues realmente el fóbico desea ir a clase y tiene ambiciones escolares, mientras que los otros no tienen ningún interés por el colegio ni por los estudios y suelen ser niños rebeldes, al revés que el fóbico que es un chico angustiado y conformista en todo, menos en lo de asistir a clase.

Esta ansiedad se manifiesta en forma de llantos, súplicas, depresión y hasta agitación cuando llega la hora de ir a clase o bien sufre una conversión psicosomática con aparición de dolores de cabeza o abdominales, náuseas, vómitos o diarreas, síntomas que desaparecen los sábados y domingos y en vacaciones.

Algunos adolescentes encubren muy bien la ansiedad y son capaces de salir de casa para el colegio sin que se les note nada pero, en vez de entrar en clase, se ponen a deambular por las calles hasta la hora de terminación de la jornada escolar, regresando después a su casa como si no hubiera pasado nada. Naturalmente la superchería acaba por descubrirse.

En los niños pequeños la fobia escolar, más que una fobia en sí, es un cuadro que se conoce con el nombre de «ansiedad de separación», producido por el temor del niño, no a ir al colegio, sino a separarse de su madre.

En los chicos mayores se trata más bien de una sobrevaloración de sí mismos que no coincide con la realidad y el muchacho, para mantener su autoestima, el famoso «self», opta por huir a su casa, en la que se encuentra a salvo. Por ello es frecuente fobias escolares a esta edad cuando se ha producido un cambio de colegio, de uno que tiene pocas exigencias a otro que las tiene mayores o simplemente, cuando ha sufrido una humillación en clase o fuera de ella, pero siempre dentro del colegio.

Es evidente que la fobia escolar desaparece sola con el tiempo, cuando al chico se le pasa la edad de asistir al colegio, pero para entonces habrá producido un fracaso escolar, y con él, el cercenamiento de muchas posibilidades vitales. Además de este grave problema la experiencia me dice que, por lo general, aparecen posteriormente signos neuróticos más o menos acentuados y tienen una integración familiar y social no demasiado buena.

De todo ello se deduce que las fobias infantiles deben ser tratadas siempre, por muy banales que parezcan, por un especialista y ya hemos dicho que son las técnicas conductuales las que dan mejor resultado, aunque, sobre todo en la fobia escolar, ha de unirse una psicoterapia que, en este último caso, puede ser larga y costosa.

Obsesiones y compulsiones Bastante relacionadas con las fobias se encuentran las llamadas «obsesiones», que si bien son menos frecuentes, también se pueden ver en la infancia y que, en la adolescencia, pueden aparecer en forma de verdaderas neurosis obsesivas.

Todo el mundo habla de obsesiones y de estar obsesionado, pero ¿qué son realmente las obsesiones? Pues las podemos definir como «ideas que se imponen a la conciencia a pesar de no ser aceptadas por ella (si lo fueran se trataría de ideas fijas) vivenciándolas el niño como algo extraño a él, que se le impone por la fuerzas. En muchas ocasiones, estas ideas obsesivas conducen a la ejecución forzada de actos, llamados «compulsiones» y que no son más que una defensa para evitar la angustia que tales ideas le producen.

El primer caso infantil de que tenemos noticia fue descrito por el psiquiatra francés Moreau de Tours, en un tratado que se llamaba nada menos que “La locura en los niños”, que fue publicado en 1888 y en que relataba el caso de un niño que fracasó en sus estudios porque tenía que estar repitiendo constantemente el número trece.

En el niño pequeño, antes de los cinco o seis años, es posible ver actos que, en un adulto, podrían ser considerados como obsesivos pero que, a esta edad, son completamente normales. De este tipo son los «rituales» de la comida (la misma cuchara, la misma silla, la misma persona que tiene que dársela), del sueño (dormirse abrazado al mismo muñeco, oír la misma canción, chupar el mismo pañuelo) o de los juegos (hacer y deshacer repetidamente las mismas torres de tacos, colocar y descolocar el mismo número de coches sin que pueda faltar ninguno, pasar y repasar las hojas del mismo cuento) y que, si no se cumplen, despiertan la ira y el llanto del niño.

Estos rituales pseudo-obsesivos pasan sin dejar ninguna huella y es solamente a los siete u ocho años cuando empiezan los verdaderos síntomas obsesivo-compulsivos.

Las ideas obsesivas son de muy diversa temática y dependen en parte de las circunstancias y condicionamientos exteriores. Antes, por ejemplo, eran muy frecuentes los «escrúpulos» o ideas de pecado, tanto en niños como en adultos, y a este propósito recuerdo muy bien el caso de un chico que tenía una imagen de la Virgen clavada en la cara interna de su pupitre y que, a lo mejor en mitad de una clase, se acordaba que había dejado encima de todos los libros el de Historia Sagrada, que tenía un dibujo de Adán y Eva desnudos y, rápidamente, levantaba la tapa del pupitre, quitaba el libro y lo metía debajo de todo «para que no tocara la estampa» y así se quedaba tranquilo por el momento aunque, al poco tiempo empezaba a pensar que ahora el libro que estaba arriba era el de Historia, que también tenía hombres primitivos no muy vestidos y comenzaba otra vez la misma operación, pasándose así la clase para desesperación de los profesores y la ansiedad del niño que racionalmente comprendía que era una tontería, pero no podía dejar de hacerlo.

Es frecuente también el miedo a las enfermedades y la idea obsesiva de que puede contagiarse de mil modos diferentes, tal como sucedía en varios casos vistos por mí, en los que, cada vez que se hacían un arañazo corrían angustiados a que se les pusiera la inyección antitetánica.

La misma muerte es también motivo de obsesiones, aun en los niños, como es el caso de una niña de siete años que empezó a hablar continuamente de la muerte y a hacer preguntas del tipo de «Y si me meten en una caja, ¿ya no respiro?» o «¿Qué pasa cuando se muere uno?» y vivía con el continuo temor de que se le muriera su madre y la dejara sola.

Las compulsiones son también frecuentes acompañantes de estas ideas obsesivas, tal como la de lavarse las manos muchas veces por la creencia de que están sucias y pueden enfermar (cuando digo muchas veces me estoy refiriendo a treinta o cuarenta), recorrer con un dedo las cuatro paredes de un cuarto para que a su padre no le pase nada porque está de viaje o, como un niño de nueve años que vi en cierta ocasión, que comenzó a pasarse horas y horas moviendo rítmicamente una cuerda, que se metía en la boca si se intentaba quitársela y que, solo al cabo de mucho tiempo, confesó que lo hacía para que le aprobaran en el colegio, mejor dicho, para que no le suspendieran, porque estos rituales suelen ser de evitación de cosas desagradables.

Durante la pubertad aparecen preocupaciones obsesivas de tipo metafísico o filosófico como la existencia de Dios, el origen del hombre, la locura, el infierno, pero siguen persistiendo las anteriores y otras muchas, más o menos extravagantes, como el de un chico de catorce años que me confesaba angustiado que le invadía el pensamiento de que podía estrangular a su madre.

Estos dos últimos ejemplos son un exponente de lo que se llaman «obsesiones por contraste», es decir, que lo último que querrían hacer es precisamente el objeto de las mismas.

Y así multitud de ideas, que a los demás nos parecen extravagantes, pero que para ellos son de una certeza absoluta. ¿Qué les parece el caso de un niño de doce años que tenía miedo a comer por si la comida tuviera algún pequeño trozo de cristal, por haberse roto algún vaso cerca? En los niños, pero sobre todo en adolescentes, además de las ideas y de las compulsiones, puede verse lo que se conoce con el nombre de «carácter obsesivo», caracterizado por una meticulosidad y un orden tan excesivos, que se hace muy difícil convivir con ellos.

Una de las características de los niños y adolescentes obsesivos, que les diferencian de los obsesivos adultos, es la de que, así como éstos «rumian» sus ideas sin comunicárselas casi nunca a nadie, aquellos las exponen una y otra vez a los padres buscando que les liberen del suplicio de la idea o del acto impuestos, pero como éstos recurren al raciocinio para convencerles de lo infundado de los temores, no hacen sino aumentar su ansiedad, pues los primeros convencidos de lo infundado de su irracionalidad son los propios niños.

Uno de los casos en que con más crudeza se manifestaba lo último que acabo de describir, fue el de un adolescente de trece años, que obligaba a su madre a pasar dos y tres horas todas las noches junto a él, cogiéndole la mano cuando estaba ya acostado, para contarle sus obsesiones, con la esperanza de que ella se las disipara, terminando siempre con una crisis de ansiedad en que culpaba a la madre de lo que le pasaba.

Naturalmente no todas las obsesiones son tan intensas, hay toda una gradación. ¿Qué chico no ha sentido alguna vez el impulso de no pisar las rayas de una acera o quizá contar los escalones de una escalera? Y esto es absolutamente banal. Más importantes son ya los síntomas obsesivos aislados de los siete a diez años, pero también suelen pasar sin dejar ninguna huella, no así los que van estructurando una personalidad obsesiva, que se manifiesta ya con toda su fuerza en la adolescencia, en la que estas ideas y actos llegan a constituir una verdadera neurosis obsesiva.

Para terminar esta descripción de lo que son los trastornos obsesivo-compulsivos en estas edades, hay que alertar a los padres cuando éstos son muy intensos y duraderos, sobre todo a la edad de la adolescencia, pues pueden constituir los primeros síntomas de una psicosis que comienza.

Para su tratamiento hay que consultar a un especialista psiquiatra pues, aunque se debe hacer también una psicoterapia profunda y una terapia conductual, hay que recurrir en el 90% de los casos a un tratamiento con imipramina.

Francisco J. Mendiguchía, “Los miedos infantiles”

Es evidente que los hombres podemos tener miedo, y ésta es una experiencia por la que todos hemos pasado, no siendo el valor nada más que una superación del mismo. Los niños también lo tienen, como es natural, aunque de otro modo y de otras cosas que los adultos.

Los miedos infantiles han sido muy estudiados desde que, ya en 1895, el francés Binet escribió una obra sobre ellos, “La peur chez les enfants” y, a partir de entonces, la psicología evolutiva ha desarrollado el tema y elaborado unas tablas en las que se describen estos miedos con arreglo a la edad del niño, llegándose al extremo de describir miedos prenatales y paranatales.

Los miedos precoces Se han descrito, y experimentado, los miedos que puede sufrir el recién nacido, pues se ha comprobado que éste no sólo tiene sentimientos de placer (al mamar) y de displacer (al estar mojado) sino también de temor, como el que se produce si se le retira al bebé bruscamente su base de sustentación (reacción de sobresalto).

Para la moderna etología del austríaco Lorenz, los miedos tienen una base genética, con esquemas innatos de desencadenamiento frente a determinadas señales, en nuestro caso de peligro, que determinan un código de conducta de temor.

Los miedos infantiles van aumentando de frecuencia a partir del nacimiento, son ya muy visibles a los tres años, alcanzan un máximo de cuatro a siete, comenzando a descender, aun con alternativas, desde esta edad hasta la adolescencia, edad en la que casi desaparecen como tales y son sustituidos por los temores propios de la edad adulta.

Un niño de tres a seis meses puede asustarse cuando una persona o cosa (un juguete, una jeringuilla), con la que ha tenido una experiencia displacentera, vuelve a ponerse otra vez delante de él. A los ocho meses se puede producir lo que se conoce con el nombre de «temor del octavo mes» que se desencadena como reacción frente a caras extrañas cuando la madre está ausente y no puede, por tanto, identificarla.

He de señalar que algunos autores han criticado bastante la universalidad de estos miedos precoces, considerando que son producto de «laboratorio psicológico» pues, si se observa al niño en el propio hogar, o no aparecen, a lo hacen en mucha menor proporción, viéndose por ello que muchos niños de ocho meses reaccionan con una sonrisa en presencia de una persona que no conocen, si se encuentran en su hábitat habitual y conocido.

Con dos años, los niños pueden demostrar ya miedos a ruidos, movimientos bruscos, luces y sombras y animales.

De los 3 a los 10 años A los tres años, manifiestan sus miedos con mucha mayor claridad y dan señales de temor frente a cambios repentinos de “status”, como una nueva cara, un nuevo aposento o un nuevo sitio de recreo. Estos temores son todavía bastante fragmentarios y focalizados, es decir, muy concretos, tal como puede suceder cuando un padre, lleno de ilusión, compra un bonito juguete mecánico a su hijo y éste empieza a llorar porque siente miedo ante este nuevo objeto, lo que produce una gran decepción en el progenitor.

Con cuatro o cinco años aparecen ya unos miedos que podríamos calificar de «naturales», como son los que se desencadenan con los truenos, la oscuridad, el fuego o los animales salvajes. Estos miedos no son, para los junguianos (del psiquiatra suizo Jung) más que una huella hereditaria de las angustias sufridas por la humanidad desde sus albores, es decir forman parte de nuestro «inconsciente colectivo».

Cuando el niño llega a los seis años, sigue con sus miedos anteriores, pero se le suman otros nuevos como hombres malvados, ladrones y secuestradores. Aparecen los miedos a los personajes irreales como brujas, fantasmas y otros con los que todavía, en ambientes un poco primitivos, se asusta a los niños y cuyo paradigma es el «coco», aunque afortunadamente hayan desaparecido ya figuras tan siniestras como «el hombre del saco» o «el sacamantecas». En cambio han aparecido otros personajes tan irreales como los anteriores, pero igualmente atemorizantes, bueno, más aún, porque no sólo son oídos, sino vistos, y me estoy refiriendo a algunos que aparecen en algunas películas de dibujos animados que ven en la TV.

Todos ellos pueden entrar en el cuarto del niño por la noche, a favor de la oscuridad, él no sabe por dónde, ni cómo, ni por qué, pero sí para qué: para hacerle daño. Lo curioso es que no entran en el cuarto donde duermen sus padres o cuando la madre se va a dormir con él.

También los médicos, y más aún los que llevan bata blanca, despertamos bastante temor a los niños de esta edad, sobre todo si han tenido experiencias penosas con anterioridad; es decir, se han condicionado negativamente, cosa que puede suceder con cualquier persona, animal, objeto o situación, que pasan inmediatamente a convertirse en productores de temor si se repite la experiencia.

A los siete y ocho años siguen con sus miedos anteriores, a la oscuridad, a quedarse solos y a los animales, pero con éstos sucede un hecho curioso, van perdiendo el miedo a los animales grandes como lobos, leones o tigres y empiezan a tenerlo de los pequeños como cucarachas y otros insectos.

Sobre estas edades o un poco más tarde, a los nueve años, en la mayoría de los niños se produce una ambivalencia emocional, siguen temiendo a sus miedos, pero al mismo tiempo se sienten atraídos por ellos, tal como sucede con las películas de terror, que les asustan, pero no pueden dejar de verlas. También a esta edad comienzan a utilizar un mecanismo defensivo contra la angustia del miedo, consistente en meter miedo a niños más pequeños.

Con el paso del tiempo todos estos temores van disminuyendo, pero no cesan del todo y pueden aparecer otros nuevos, tal como sucede en las niñas en las que empiezan a sentir miedo a ser raptadas o violadas, pues noticias de este tipo aparecen todos los días en periódicos y televisión. A esta edad de la preadolescencia comienzan a desarrollarse miedos a las enfermedades, tal como que se les pare el corazón y cosas por el estilo, y es seguro que el 80% o más de estos chicos y chicas muestran todavía algún temor específico.

Tipos más frecuentes de miedos Hace ya bastantes años publiqué los resultados obtenidos con el test proyectivo (estos tests son los que revelan, por las respuestas que se obtienen al ser aplicados, rasgos y problemas personales que, a veces, se quieren ocultar) de las «Fábulas» de Louise Düss. Este test tiene dos preguntas referidas a los miedos infantiles: –«Había una vez un niño que dijo muy bajito: ¡Oh, qué miedo tengo! ¿De qué tenía miedo ese niño?» –«Una vez un niño despertó por la mañana muy cansado. Al despertar dijo: ¡Ay que sueño tan feo he tenido! ¿Qué es lo que soñó el niño?» A la primera pregunta las respuestas más frecuentes fueron: lobos, quedarse solos, el infierno, la oscuridad, una agresión externa, el coco, las brujas, toros y truenos. Me chocó que no aparecieran diferencias significativas entre chicos y chicas.

Estas diferencias sí aparecieron con la segunda fábula, pues las respuestas «el demonio» y «la muerte», fueron mucho más frecuentes en las niñas que en los niños. En cambio no había apenas diferencias en otras respuestas, también frecuentes, como que «les cogía un hombre» o «cosas feas».

Salta a la vista la diferencia de estas respuestas a unas preguntas que no han sido hechas directamente, sino achacadas a otros personajes ficticios, con las que se suelen obtener por medio de inventarios que hacen la pregunta directamente (¿De qué tienes miedo?), pues las respuestas, que pueden variar de unos autores a otros, se refieren a unos temas básicos como son los factores meteorológicos (truenos, rayos, terremotos); los animales (leones, tigres, perros); la muerte, miedo social (encontrarse en determinadas situaciones, hacer el ridículo); lugares cerrados, etc.

En un estudio que hice posteriormente hace muy pocos años, pero hecho en ciento dieciocho niños (el anterior lo fue con trescientos escolares de cinco a doce años), que habían sido llevados a consulta por los padres debido a la intensidad de sus miedos, encontré lo siguiente: Lo más frecuente eran los miedos nocturnos con ochenta y un casos, viniendo después el miedo a la oscuridad aun siendo de día (cuartos oscuros), a la soledad (quedarse solos en un cuarto), a ir solos de una habitación a otra, a los ruidos extraños, a las tormentas y a las calificaciones escolares. Hubo dos casos que decían que tenían miedo «sin saber por qué», aunque en el curso de la psicoterapia si lo supimos.

Frente al frecuente miedo nocturno, los niños se defendían de diferente manera: durmiendo con la luz encendida, yéndose a dormir a la cama de los padres, haciendo que viniera otra persona a dormir con ellos (aunque algunas veces fueran hermanos más pequeños), teniendo una persona, generalmente la madre, al lado hasta que se dormía, dejando abierta la puerta del dormitorio o tapándose la cabeza con sábanas o mantas. Había trece de ellos que se pasaban su miedo solos, sin hacer ningún ritual defensivo.

Los niños que no tienen miedo Como hemos ido viendo, los miedos pueden considerarse normales en las distintas etapas del desarrollo, por lo que quizá, y sin quizá, el niño que no los presenta es más patológico que el que los presenta, pues al fin y al cabo, el miedo es un mecanismo defensivo y carecer completamente de él puede hacer que el niño se exponga a unos peligros que una cierta dosis de miedo puede evitar: el miedo a separarse de la madre produce ansiedad, no tener este miedo puede facilitar que el niño se pierda en un parque público.

El pediatra y psicoanalista inglés Winnicot decía: «Un niño que no tiene miedo en las calles de Londres e incluso en una tempestad, está enfermo, y padres y profesores se engañan pensando que es un niño razonable y valeroso.» Es más, una de las peculiaridades de los niños y adolescentes caracteriales con problemas de conducta, es precisamente su ausencia de temor hacia los posibles castigos.

Sin embargo, la carencia de temor puede resultar beneficiosa en algún caso excepcional, como sucedió en el caso que les voy a relatar: se trata de un deficiente mental de doce años que, en una excursión colectiva, se perdió al anochecer en unos pinares al pie de una montaña y no apareció hasta la mañana siguiente en la cima de la misma, sonriente, tranquilo y sin la menor señal de ansiedad. Se había pasado la noche andando sin miedo a la oscuridad, a caerse por algún barranco, a la soledad, al frío o a algún animal que pudiera atacarle; otro chico de su edad probablemente se habría asustado, se hubiera quedado quieto y, posiblemente, ni hubiera sobrevivido.

Actitud ante un hijo miedoso A los adultos nos parece, olvidándonos de que hemos sido niños, que los miedos infantiles son injustificados la mayoría de las veces; a los niños, claro, les parece lo contrario, por ello hay que mitigarlos en lo que se pueda hasta que desaparezcan con el paso del tiempo. Las explicaciones racionales sirven para poco y lo mejor es hacer que venzan sus miedos poco a poco y sin brusquedades.

Veamos un simple ejemplo: el niño tiene que dormir con la luz encendida, porque si no tiene miedo. Después se va disminuyendo la potencia de la bombilla, luego se le pone una azul y más tarde se tapa con algo, hasta que se acostumbra poco a poco a la oscuridad; si hay que dejar encendida algún tiempo la luz del pasillo, pues se deja y no pasa nada.

Si los miedos son muy intensos se hace una psicoterapia individual o en grupo o se emplean técnicas de descondicionamiento más sofisticadas. Sólo en casos de verdadero pavor, se hará uso de tranquilizantes, controlados siempre por un médico, y por poco tiempo.

Francisco J. Mendiguchía, “El niño malo… que no lo es”

¡En cuántas ocasiones he oído en mi consulta!: “Doctor, le traemos este niño (o niña, aunque éstas menos veces) que no podemos más con él, ¡es malísimo, no se puede estar quieto ni un momento»!; y luego continúan: «y no sólo somos nosotros, ha empezado a ir al colegio y ya tenemos quejas de sus profesores, dicen que no hay quien haga carrera de él, no obedece a nada, es muy inquieto y además no avanza en sus estudios».

Los padres van acompañados de un niño de siete u ocho años, aunque los hay (los padres) que aguantan menos y ya nos los llevan a los tres o cuatro, o más pacientes y lo hacen a los diez, más tarde casi nunca.

El niño se sienta muy seriecito en la silla que le indicamos y permanece en ella quieto y callado, mirándonos atentamente a sus padres y a mí, sólo que… esta actitud le dura poco tiempo, primero empieza a moverse inquieto en su asiento, luego alarga una mano y coge algo de la mesa, el bolígrafo, un papel, cualquier cosa que le llame la atención y entonces el padre, o la madre, le da un cachete y dice: «¡Ve usted como es un diablo!». Yo les digo que le dejen hacer y el niño se contiene, pero por poco tiempo, enseguida coge otra cosa (yo tengo encima de la mesa un timbre en forma de tortuga e indefectiblemente el niño empieza a hurgar en ella hasta que suena).

Pronto se cansa de estar sentado, se levanta de la silla y va a tocar otro objeto o indica que quiere marcharse, cosas que colman la paciencia de los padres y, aunque les indico que no me molesta y que el niño puede hacer lo que quiera, más aún, que lo prefiero, van por él para volver a sentarlo y el niño lo hace de momento, para volver a las andadas en algunos segundos. Entonces, uno de los padres le coge de la mano y se lo lleva para que el otro pueda contarme tranquilamente lo que les pasa al niño y a ellos, que ya no saben cómo controlarse.

Los niños hiperactivos Yo les oigo, pero ya he hecho «in mentís» un diagnóstico, provisional naturalmente y sujeto a confirmación posterior, pero que falla muy pocas veces: nos hallamos ante un niño hiperactivo.

¿Y qué es un niño hiperactivo? Pues se trata de un trastorno infantil conocido ya hace mucho tiempo, pues nada menos que en 1896, un conocido psiquiatra francés llamado Bourneville, describió un tipo de niño caracterizado por su intranquilidad, destructividad y escasa capacidad para controlar sus impulsos y al que bautizó con el nombre de «niño inestable».

Treinta años después, un paidopsiquiatra, Herni Wallón, les adjudicó un nombre muy gráfico que desgraciadamente ya no se utiliza, «niño turbulento», del que dice que cada impresión la convierte en tema de actividad, y la descarga hacia la esfera motriz. Para completar el cuadro, otro autor, Demoor, señaló la disminución, la carencia tal vez, de la atención, lo que hace que estos niños fracasen en sus aprendizajes escolares.

Para darse cuenta de la importancia de este cuadro, no hay más que leer las estadísticas que se han publicado, pues se dan cifras de hasta un 20% de todos los escolares, aunque creo que la realidad no es tan mala y que, con un 5% a un 10%, ya tenemos suficiente. Lo que es por todos admitido es su frecuencia mayor en los niños que en las niñas, cuatro a nueve niños por cada niña.

Ahora bien, ¿por qué son así estos niños? En un principio, siguiendo las corrientes científicas de la época, se pensó que lo que pasaba era que nacían así, por tratarse de un defecto constitucional, hoy diríamos mejor genético, pues hay estudios en gemelos bastante convincentes y hasta unos autores rusos describieron, allá por los años treinta, la «constitución inestable», base de la hiperactividad. En mi experiencia hay muchos padres que señalan que el niño es inquieto «desde que nació», «siempre fue así», «en los primeros meses ya se le notaba» u otras expresiones parecidas.

Sin embargo, y también muy pronto, en 1923, un célebre paidopsiquiatra italiano, el profesor Sancte de Sanctis, (célebre entre otras cosas por haber descrito el primero la esquizofrenia infantil) apuntó también la posibilidad de que la causa no fuera constitucional sino psicológica: «El síndrome de la inestabilidad puede ser la expresión de la personalidad en formación del niño.» Así las cosas, unos autores alemanes emigrados a Estados Unidos (Werner y Strauss), anunciaron la teoría de que la causa podría ser un daño cerebral, pero un daño mínimo, porque no aparecen signos neurológicos, ni aun en su electroencefalograma, evidentes, por lo que se pensó en cambiar la palabra «daño» por la de «disfunción», es decir que el cerebro no estaba dañado, sino que no funcionaba adecuadamente y por ello, durante bastantes años, el cuadro se ha conocido con el nombre de «disfunción cerebral mínima». Parece ser que la disfunción consiste en que el cerebro infantil no filtra adecuadamente los estímulos sensoriales que recibe.

Hoy día, con el avance de la Psiquiatría Social, se está poniendo mucho énfasis en la influencia del entorno: dificultades económicas, viviendas inadecuadas, promiscuidad, paro, malos tratos, en una palabra, ambientes inadecuados y caóticos.

La escuela también desempeña un importante papel: la carencia o pequeñez de espacios para el juego, las aulas pequeñas, o lo que es peor, las muy grandes, pero llenas hasta rebosar de alumnos, son el caldo de cultivo en las que un niño, que ya es inquieto de por sí, desarrolle al máximo su conducta hiperactiva.

Por la magnitud del problema se han hecho bastantes estudios de tipo metabólico y se ha achacado el síndrome a la falta de zinc en las comidas, al exceso de azúcar y a los aditivos y colorantes que se añaden a los productos alimenticios. La realidad es que seguimos sin saber muy bien lo que pasa en estos niños, aunque hay algunos datos para suponer que puede ser la manifestación de un desorden en el metabolismo de ciertos cuerpos químicos que intervienen en la neurotransmisión cerebral.

La desgraciada historia de un hiperactivo Pero volvamos al niño que ha salido del despacho con uno de sus progenitores y veamos lo que nos suele contar el que se queda: Durante la lactancia y la primera infancia presentó rasgos de un niño llorón, que rechazaba los alimentos, intranquilo y negativista (aunque también es posible que a esta edad no presentara ningún signo fuera de lo corriente).

En el parvulario comienzan ya las quejas de sus cuidadores y maestras por su impulsividad, destructividad, desobediencia, torpeza para las manualidades, carencia de atención, presentación de dibujos con trazos desmañados, ruptura frecuente de lápices y papeles, imprevisibilidad de sus reacciones y un mal sometimiento a las reglas comunes de trabajos y juegos. El niño suele llegar a casa bastante sucio, con algún desgarrón en su vestimenta y algún que otro arañazo o moratón.

Estas características se van haciendo más evidentes y se manifiestan en toda su crudeza cuando el niño empieza a ir al colegio. Su intranquilidad, torpeza e indisciplina llegan al máximo y aparece una complicación importante: el niño tiene dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura y se va retrasando respecto a sus compañeros, cosa que los profesores achacan a que el niño no pone atención a lo que se le explica. No es extraño que ya, algún director de colegio, les haya rogado a los padres que trasladen al niño de colegio, «a ser posible que tenga pocos alumnos por clase».

En casa es un niño insoportable, con saltos continuos y correrías sin rumbo fijo, no puede permanecer sentado mucho tiempo y habla acompañándose de gesticulaciones.

En sus relaciones sociales es muy desinhibido y no parece darse cuenta de las inconveniencias sociales que comete, tales como no saber esperar turno cuando hay que hacerlo, interrumpir conversaciones o contestar a las preguntas cuando están a medio formular. Además trae de cabeza a los padres porque no tiene idea del peligro y tiene continuos accidentes, como meter los dedos en los enchufes o cortarse con cualquier instrumento afilado.

En sus juegos es muy inconstante, pasa de uno a otro sin terminar ninguno y, como no sabe respetar las reglas de los juegos comunitarios, los demás chicos no quieren jugar con él y el niño se va encontrando cada vez más solo. Lo único que le sostiene la atención es la TV, que es tan inquieta y saltígrada como él, lo que supone un alivio para los padres, que le dejan todo el tiempo que quiera delante del televisor para poder así descansar ellos.

Algunos padres, no en todos los casos, nos cuentan que el niño es, además, agresivo, terco, destructivo, mentiroso y desobediente, es decir, presenta lo que se conoce con el nombre de «trastorno de conducta».

En términos cibernéticos, lo que sucede en su conducta es que se produce un mecanismo de retroalimentación («feed back») que mantiene y empeora el cuadro progresivamente: como el niño tiene dificultad para filtrar la información que le llega, su atención se dispersa, su aprendizaje esto aumenta su inmadurez cerebral (primer bucle de retroacción); a causa de su agitación se produce una relación caótica con su entorno que es causa de ansiedad que, a su vez, aumenta su intranquilidad (segundo bucle); ante la conducta del niño los padres se sienten muy decepcionados y reaccionan con agresividad («eres un demonio, una calamidad»), agresividad que es devuelta por el niño y la hiperactividad se convierte en parte en intencionada, lo que aumenta su ansiedad por sus sentimientos de culpa (tercer bucle); por fin aparecen sentimientos depresivos («soy un caso», «no tengo arreglo») que producen más conductas difíciles que aumentan la irritabilidad y decepción de los padres (cuarto bucle) y así hasta que se deciden los padres a consultar para ver de romper este circuito que va empeorando la situación cada día más.

Lo cierto es que, cuando se ve el niño a solas, se aprecian enseguida en él rasgos de ansiedad debidos a que se va dando cuenta de que tiene problemas que no puede dominar, de que es diferente a los demás niños y que el entorno, incluido los padres, le mira con una cierta hostilidad de la que se va sintiendo día a día más culpable.

El diagnóstico de la hiperactividad se hace fácilmente por la historia del niño y por su observación, aunque pueden utilizarse las consabidas escalas y cuestionarios para padres y maestros en caso de grandes grupos de población. Alguien inventó también un curioso artilugio, que llamó silla «balistográfica», que no era más que una silla que medía los movimientos del niño sentado en ella y también tenemos los «cuadrantes de observación», que es una sala que está dividida en cuadrados y, en cada uno de ellos, que están separados por unas rayas pintadas en el suelo, una mesa con lápices, plastilina, cuentos, juguetes, etc., y una silla para cada mesa, midiéndose la actividad por el número de veces que el niño cambia de cuadrante al pasar la raya que los separa.

Todos estos síntomas van remitiendo poco a poco, aunque haya autores que opinen que puede quedar un cuadro residual en el adulto. Todavía a los dieciséis años permanecen igual la tercera parte pero, ya a los dieciocho, han mejorado mucho la mayoría y ha desaparecido del todo en una cuarta parte.

No se conocen casos de empeoramiento, aunque en los niños que además tienen problemas de conducta, ésta sí puede empeorar, aunque la hiperactividad y la atención mejoren. Un problema de más difícil solución es el de los retrasos escolares que el cuadro puede llevar consigo, pues son difíciles de superar y llevan en muchas ocasiones al abandono de los estudios en edades tempranas.

Cómo tratar a estos niños Veamos ahora qué se puede hacer con estos niños, pues se han intentado muchos métodos, desde los propiamente pedagógicos hasta el uso de psicofármacos.

En algunos países se han proyectado, y hecho, aulas especiales para estos niños, con paredes desnudas sin adornos, mapas, dibujos y todo lo que se suele colocar sobre ellas, pintadas en tonos suaves, luz tamizada, parcialmente insonorizadas y con las mesas de los alumnos mirando a la pared, separadas unas de otras por mamparas para que no se distraigan unos con otros.

No está mal la idea en teoría, pero mucho me temo que, como el problema dura mucho tiempo, el niño acabará por adquirir una claustrofobia que le llevará más tarde a una fobia escolar. Como aquí no disponemos de este tipo de clases, los buenos maestros ponen a estos hiperactivos en la primera fila para poder atenderlos mejor en sus problemas de inestabilidad y distraibilidad, los malos los colocan en las últimas para que no molesten.

Son también muy útiles los tratamientos psicomotrices como la relajación y el control de movimientos, terapias conductuales que modifiquen su comportamiento impulsivo y la psicoterapia individual, de grupo y familiar, esta última para modificar los patrones de respuesta que los padres han desarrollado frente al hijo hiperactivo.

Un doctor americano se hizo bastante popular con un régimen alimenticio, la «Dieta Feingold», que consistía en eliminar los alimentos que contuvieran aditivos y colorantes, pero la verdad es que es una dieta difícil de realizar, tal como está hoy la industria alimenticia y además supondría un cambio de hábitos en la alimentación de toda la familia, eso sin contar que los estudios hechos sobre los resultados de este método, han sido bastante mediocres.

Pasemos por último al tratamiento con psicofármacos, ése que tanto temen los padres y, que sin embargo, es el único realmente eficaz. Allá por el año 1937, un psiquiatra, también americano llamado Bradley, ante el hecho paradójico de que a estos niños, los barbitúricos, que entonces eran los únicos tranquilizantes que se conocían, en vez de tranquilizarles les ponían más nerviosos, pensó que, si les daba estimulantes, a lo mejor se estaban más quietos. Tal como lo pensó lo hizo y utilizó la anfetamina o benzedrina (la conocida simpatina), para pasar después a la dexedrina, comprobando que de doscientos ochenta niños había mejorado el 60%. A partir de 1960 lo que se suele utilizar es otro estimulante que produce muy pocos efectos secundarios (insomnio o anorexia), llamado metilfenidato.

Yo he utilizado este último fármaco en niños de hasta doce-trece años de edad durante más de veinticinco años y sólo tuve que suspender la medicación en dos casos por la anorexia que producía. Insomnio no lo encontré nunca a las dosis por mí utilizadas.

Para evitar el acostumbramiento a la medicación, es de gran utilidad practicar el método del «fin de semana terapéutico», es decir, suspender la misma los sábados y domingos y, asimismo, no administrarla durante los meses de verano en los que el niño tiene más tiempo y espacio para descargar sus impulsos a la acción mediante juegos, deportes, excursiones, etc. y no tienen que estar tanto tiempo metidos en casa o en el colegio.

No hace mucho un chico de diez años me decía unos días antes de empezar el curso: «Doctor, ¿puedo empezar a tomar otra vez las pastillas que me hacen estarme quieto?».

Algunos autores, por eso del rechazo a los psicofármacos, han utilizado café o compuestos de cola, pero los resultados no son ni mucho menos tan convincentes y además son muy difíciles de dosificar. También se han probado otros fármacos, pero tampoco las mejorías han sido tan evidentes.

Francisco J. Mendiguchía, “El niño que se rebela”

Un gran número de consultas que se nos hace a los especialistas en psicología y psiquiatría infantiles, están motivadas por una conducta que desazona a los padres, quizá no inmediatamente, pero sí al cabo de un cierto tiempo de su aparición.

La primera entrevista suele comenzar así: «Doctor, ¿qué podemos hacer con este niño, o esta niña, que desde hace algún tiempo dice a todo que no? No quiere obedecer, se rebela cuando queremos imponer nuestra autoridad y el “no quiero” lo tiene siempre en la punta de la lengua, y el caso es que antes era muy obediente.» Cuando les pregunto ¿cuántos años tiene?, la respuesta más corriente es que tiene alrededor de cuatro años.

En la mayoría de los casos sucede que nos encontramos ante un niño en esa primera edad difícil, caracterizada por el negativismo y la terquedad y que ha recibido diversos nombres, como «primer período tempestuoso», «primera edad rebelde» y hasta «primera pubertad» por lo conflictiva que resulta para los padres y que, en realidad, no es más que una característica del desarrollo psicológico normal del niño.

Es en esta etapa cuando se produce un fortalecimiento del Yo infantil, que es lo que le lleva precisamente a este negativismo en un intento de afianzar su personalidad frente a los adultos, sus leyes y sus órdenes.

Los padres se extrañan ante ese primer «no quiero» del niño, sin pararse a pensar en la gran cantidad de «yo quiero que», «haz esto» o «no hagas lo otro» que le han dicho y seguirán diciéndole.

Este «no quiero», no es más que una forma que el niño tiene para decir, «hay que contar conmigo a partir de ahora», y esto no es malo en sí, porque cuando un niño se resiste activa y francamente a ciertas órdenes, aunque estén bien dadas, muestra que ni la hiperprotección, generalmente materna, le ha abrumado, ni el tratamiento duro, generalmente del padre, le ha aplastado hasta el punto de no atreverse, en ambos casos a «luchar en defensa propia».

La rebeldía del hijo, el «no quiero» por sistema, primero sorprende a los padres que no lo esperaban y luego acaba constituyendo una amenaza para su amor propio, pues no entienden que, habiéndose portado muy razonablemente con él, éste se rebele, al parecer sin razón ninguna pues, como dicen ellos: ¡si no le pedimos nada que no se le pueda pedir a un niño de su edad! Francamente, se sienten desilusionados y un tanto confusos, confusión que aumenta cuando, al preguntar en la guardería o colegio al que acude el hijo, les dicen que allí el niño se porta bien, no es negativo y no tienen ningún problema de rebeldía.

Lo mismo sucede si va a pasar la tarde en casa de un amigo o de unos primos, pues los padres de éstos comentan que es un chico adorable y obediente.

Todo ello acaba produciendo una cierta inseguridad y ansiedad en los padres, que piensan: ¿en qué estamos fallando? Y es que los niños parece que tienen muy desarrollado el sentido de la oportunidad y del dónde, cómo y cuándo pueden hacer las pruebas de su naciente personalidad y hacer valer sus derechos, sin peligro y con provecho.

He hablado del dónde y cuándo, pero también hay un «cómo», pues la resistencia infantil no se muestra sólo por medio de palabras, el «no» y el «no quiero», sino que también puede hacerlo bajo otras formas.

Una de ellas es la de utilizar su conducta y así, se resiste a la comida o la vomita voluntariamente (hay niños que son realmente unos virtuosos en esto de provocar el vómito), simula no oír o comprender las órdenes que se le dan, se queda sentado cuando tiene que moverse o viceversa, no obedece las órdenes que ya se habían hecho rutina con anterioridad, se niega a orinar hasta que ya no puede más o llega a hacerlo encima, lo mismo pasa con la defecación, no quiere irse a la cama a la hora acostumbrada y mil formas más de manifestar su negación ante los mayores, cosa que desconcierta a sus padres más aún que las palabras.

No se le oculta a nadie que en esto de la rebeldía, como en todo lo que se refiere a la conducta infantil, no todos los niños son iguales, y los hay más tercos y negativistas que otros, que son más dúctiles y conformistas ya desde que nacen, y esto ocurre porque no todos los temperamentos, N_ después los caracteres, son iguales.

Los mayores y la rebelión de los hijos Claro es que también los mayores podemos contribuir a fomentar la resistencia del niño si, valga la expresión, se le «provoca» acompañando nuestras órdenes de gritos y malos tratos, si se le dan instrucciones contradictorias (por la misma persona o por otras) o con «doble mensaje» («haz esto porque si no se lo contaré a papá cuando llegue») o se le comunican demasiados mandatos, aunque éstos sean acertados, al mismo tiempo.

Cuando a un niño de esta edad se le dicen cosas como “ven aquí inmediatamente”, “come sin hacer ruido”, “no hables en voz tan alta”, “no toques los alfileres” o “deja la TV y vete a dormir”, hay que evitar los «porque sí», «porque yo lo mando» y acompañarlas de los razonamientos pertinentes del porqué de las prohibiciones, naturalmente en un lenguaje apropiado a la edad del niño. También hay que ser un poco dúctil al dar órdenes a los hijos y no exigir, salvo en raras excepciones, su cumplimiento inmediato pues hay que darles algún tiempo para que venzan la inercia del cambio y madure interiormente lo que se le exige.

Hay que tener también mucho cuidado en no prohibirles cosas que nosotros nos permitimos hacer delante de ellos, tales como «niño, sal de la habitación que tú no puedes ver esta película» y nosotros nos quedamos viéndola o, en caso de hacerlo, como cuando le prohibimos beber vino y nosotros lo bebemos, se debe explicar el por qué de la prohibición.

A veces, lo que sucede es que un niño, que hasta entonces no se había mostrado más rebelde de lo normal para su edad, aumenta su negativismo y terquedad hasta hacerse verdaderamente molesto para los padres, los cuales reaccionan aumentando los castigos y las reprimendas, que no hacen más que incrementar aún más la conducta negativa del hijo. En realidad, lo que el niño hace no es más que un intento de llamar la atención sobre él porque ha sucedido algo que le hace sentirse desgraciado, como puede ser el nacimiento de un hermanito, que su madre se haya puesto a trabajar y ya no está tanto tiempo con él o, simplemente, que cree que los padres atienden demasiado a un primito que ha venido a pasar una temporada con ellos.

Este primer período de terquedad suele desaparecer hacia los cinco o seis años, por lo menos en su forma más llamativa, porque el niño es ya una personita más segura de sí misma y no tiene que recurrir al negativismo como sistema, aparte de que va aprendiendo a ser realista y a adaptarse a las circunstancias.

El segundo período de rebeldía A los nueve o diez años, tanto en los niños como en las niñas, se suele producir una segunda fase de rebeldía y ello debido a dos hechos fundamentales: a) El niño traslada sus intereses de la familia al grupo, del que acepta unas normas que no obedece en casa, y al colegio, en el que sucede lo mismo. Por ello, a esta edad, son más frecuentes los casos de niños que son rebeldes en casa y casi modélicos fuera de ella.

b) Nace su espíritu critico y, gracias a él, comienza a juzgar las cosas, los hechos y las personas con criterios propios. Como este sentido crítico alcanza a los padres, a los que empieza a ver como realmente son y no como los tenía idealizados, los bajan del pedestal en el que les tenían colocados, y esta frustración le hace enfrentarse con ellos en una lucha que empieza ahora y no terminará hasta que pasen a la fase siguiente de su desarrollo psicológico.

La gran rebeldía: la adolescencia Y con esto llegamos a la fase de «la gran rebeldía»: la adolescencia. Ésta comienza a los doce años por término medio y termina hacia los dieciséis o diecisiete (la edad de los «teen» de los americanos) y que, por la problemática que suele resultar, se le dan los apelativos de «crisis», «época de tormenta y tensión» y otros parecidos, todos con un cierto tinte peyorativo, que no hacen más que señalar que el adulto considera esta edad como algo peligroso ante la que adoptan una aptitud defensiva y aun medrosa. Títulos de libros como “Socorro, tengo un hijo adolescente” muestran cuál es el estado actual de la cuestión, siendo lo peor que los padres, «por si acaso», adoptan sistemáticamente una actitud de prevención, y aun de hostilidad, frente a los chicos que llegan a esta edad.

Esta rebeldía juvenil está motivada fundamentalmente por dos razones: inseguridad del niño que empieza a dejar de serlo, pero todavía no es un hombre, y el enfrentamiento con un mundo desconocido y amenazador con más interrogantes que respuestas.

Ya no le valen las de los padres y él todavía no ha encontrado las suyas, lo que le hace ir en una busca desesperada de una identidad que todavía no tiene; si ya no soy un niño, pero tampoco soy un adulto, ¿qué soy? Y entonces acude al mismo mecanismo que tan buenos resultados le dio cuando era más pequeño: ¡Me opongo!, pero ¿a qué?, pues a todo o casi todo, empezando por las normas familiares y acabando por las sociales.

Para no sentirse demasiado culpables por su rebeldía, se sienten víctimas. ¡Cuidado, lo sienten verdaderamente, no es una comedia!, por lo que resulta que son los padres los culpables, los que no les comprenden. Pero es que tampoco les comprenden en el colegio y mucho menos la sociedad, que está podrida y a la que hay que cambiar radicalmente y, si llega el caso, destruirla tal como es.

Los padres pierden su condición de guías y mentores y se sienten frustrados e impotentes frente a la nueva situación y ante los hijos que les rechazan, y a su vez éstos, que todavía les aman, se sienten culpables de su desvío y de su comportamiento rebelde.

Se produce así una situación en la que ni los padres ni los hijos están seguros de si su comportamiento es correcto, lo que genera una confusión de sentimientos, temor, amor, admiración, rechazo, rivalidad, hostilidad, que aumentan aún más la inseguridad del adolescente y la situación de conflicto en que vive y que sólo el paso del tiempo será el encargado de atenuar, pues precisamente tiempo es lo que el chico a esta edad necesita para alcanzar su identidad y adquirir la seguridad en si mismo, que haga innecesario recurrir a los mecanismos de oposición.

Si nos centramos ahora en su comportamiento social, vemos que también tiene el adolescente que hacer frente a una situación insegura, pues ya no se siente protegido, ni él lo desea, por la familia y por ello se agrupa en lo que se denominan «grupos de pares», es decir, grupos o pandillas formados por chicos y chicas de la misma edad. Estos grupos tienen a su vez reglas de conducta pero, que por ser suyas, son más satisfactorias y se someten gustosamente a ellas.

Se produce así una identificación con unos valores nuevos, que van desde el modo de vestir hasta las ideas políticas, desesperando a unas madres que no conciben que sus hijas se nieguen a vestirse como a ellas les gusta y vayan, en su criterio, hechas unos adefesios o a unos padres que se horrorizan porque sus hijos se hagan un moño o se pongan pendientes en una oreja.

Tampoco entienden los padres que sus hijos adolescentes opinen en política justamente lo contrario que ellos, no siempre claro está, progres si son conservadores y conservadores cuando son progres. A este respecto recuerdo dos casos muy ilustrativos: El primero es el de un coronel del ejército que, hace treinta años, me llevó a consulta a su hijo de diecisiete porque se había metido en una organización política demócrata, lo que era indicio de que estaba mal de la cabeza; y el segundo es el de una madre, que era militante maoísta y que hace un par de años me consultó porque se llevaba muy mal con una hija de trece años que, entre otras tosas, se burlaba de ella diciendo: «¿Y tú eras de las que, hace unos años, se manifestaba haciendo el tonto levantando el puñito?».

Naturalmente no todos los adolescentes se comportan así, ni es lo mismo pasar la adolescencia en un pueblo de pocos habitantes que en una gran ciudad, ser obrero o pertenecer a la «jet», haberse criado en una familia en la que los padres saben cómo ocuparse de los hijos o haberlo hecho en otra en la que los padres se llevan mal, están divorciados o no se ocupan de ellos. Si quisiéramos forzar un poco las cosas, diría que no hay dos adolescentes iguales, a pesar del estereotipo «rebelde» que he descrito.

Hace ya bastantes años, un injustamente olvidado filósofo alemán llamado Spranger, agrupaba a los adolescentes según los «valores» que éstos prefieren, lo cual me parece un excelente punto de vista y me ha servido a lo largo de mi ya dilatado ejercicio profesional.

Este autor dice que hay adolescentes «intelectuales» que se interesan por el mundo de las ideas; «estetas», que experimentan una fuerte atracción por lo bello; «activos», siempre necesitados de acción, sea la que sea; «sociales», altruistas y con fuertes sentimientos de solidaridad; «entusiastas», de grandes ideales políticos o religiosos; «místicos», que buscan a Dios en el recogimiento y la soledad, etc.

Realmente es difícil encontrar tipos puros con un solo valor dominante, pudiendo servir de ejemplo a este respecto, el de un campeón de España de atletismo que ya «iba» para sacerdote al mismo tiempo.

Por ello, la misión de los padres en esta difícil edad, es la del cultivo de alguno de estos valores, para así «individualizar» al adolescente y evitar su gregarismo hasta que logre su identificación y la adquisición de la seguridad tan anhelosamente buscada, y ello aunque los valores del hijo no coincidan exactamente con los de los padres, siempre que haya unos valores éticos morales y religiosos de los que no se debe prescindir.

Los rebeldes patológicos Todo lo escrito hasta aquí sobre la rebeldía de los hijos se ha referido a una rebeldía normal, pero las hay también que, por su extremosidad, caen en lo que pudiéramos llamar «rebeldía patológica», tan patológica que en la última revisión de la Clasificación de Enfermedades Mentales de la Academia Americana de Psiquiatría (DMSIIIR) se incluye con el nombre de «Negativismo desafiante», describiéndolo del modo siguiente: «Comienza a los ocho años y no pasa de la temprana adolescencia usualmente, es más frecuente en niños que en niñas y dentro del hogar que fuera de él y, por lo menos durante seis meses, se encoleriza a menudo, discute con los adultos, rechaza las peticiones o reglas de los mismos, hace deliberadamente cosas que molestan a los demás, reprocha o acusa a los demás de sus propios errores, es resentido, rencoroso, vindicativo y, a menudo, reniega o usa un lenguaje obsceno.» Cuando el cuadro rebelde llega a adquirir esta importancia, es conveniente consultar con un especialista, porque el pronóstico puede no ser demasiado bueno. En un estudio de seguimiento que hice en dieciocho chicos y catorce chicas encontré que la evolución no fue, en general, favorable, pues ya con veinte o veinticinco años el 40% de ellos estaba igual o peor y la integración familiar sólo se consideraba buena en trece de los treinta y dos casos.

Los niños que no se rebelan Con esto acabamos con los chicos que se rebelan, pero ¿qué pasa con los que no se rebelan nunca? A estos niños no solemos verlos por nuestras consultas porque, en nuestra sociedad, los niños que son obedientes, tranquilos, poco exigentes y no protestan por nada, no molestan ni incordian a padres ni maestros y son muy bien aceptados. Sólo si esta pasividad es muy llamativa, acaba llamando la atención de los padres, sobre todo si se trata de chicos, a los que parece que se les exige agresividad, pues las chicas, por definición, son más juiciosas y tranquilas.

Esta pasividad bien puede ser un rasgo caracterológico: los niños «apáticos» y «amorfos» de la antigua tipología de Le Senne Heymans, cosa que se aprecia prácticamente desde la cuna, bien puede ser un producto de su educación y circunstancias ambientales, cuando unos padres rígidos y dominantes aplastan la personalidad del niño. A estos padres el psicoanálisis les conoce, como es su costumbre, con otro horrendo nombre: padres «castradores».

También se puede producir este tipo de reacción pasiva cuando hay, por el contrario, una ausencia tal de control paterno, que el niño se refugia en su pasividad y bondad para sentirse así más seguro y evitar enfrentarse con problemas, frente a los que no sabe cómo reaccionar porque no se lo han enseñado. Otras veces lo que pasa es que el medio en el que ha vivido, la familia, ha sido preparado tan artificialmente por los padres a fin de protegerlo y evitarle fricciones que, al dárselo todo hecho, caerá indefectiblemente en dificultades cuando los problemas se presenten, cosa que sucede siempre, tarde o temprano.

Estos niños pasivos suelen jugar solos y no forman parte de grupos, así como tienden a refugiarse en fantasías compensatorias, que de momento les ayudan, pero que, a la postre, aumentan aún más su aislamiento.

La última oportunidad de los niños pasivos es la etapa de la segunda rebeldía, la de los ocho-nueve años, cuando su personalidad se afirma, su afán de expansión es mayor y sienten más la necesidad de romper la excesiva vinculación que les ata a los padres porque, si llegan así a la adolescencia, no es ésta la edad más apropiada para salir de esta situación y ya serán, en la mayoría de los casos, unos jóvenes y adultos pasivos que se dejarán arrastrar por los avatares de la vida (Le Senne ponía de ejemplo el caso del rey Luis XVI de Francia) o harán su rebeldía tardíamente, cuando ya no son niños y la sociedad la tolera mucho peor.

Como colofón a este problema de los niños pasivos he de decir que, por lo menos en lo que a mí concierne, la mayoría de los casos en los que he tenido que intervenir ha sido porque los padres consultaban, no por su personalidad sino por los malos resultados escolares obtenidos, pues estos niños casi siempre están entre los malos o, como mucho, entre los medianos dentro del colegio. Y esto porque entre otras muchas causas, conformismo, pereza, parvedad de sus motivaciones, incapacidad para reaccionar ni a premios ni castigos, está la de que carecen de esa «agresividad intelectual» necesaria para aventurarse por los caminos de la abstracción y prefieren la comodidad de lo concreto.

Francisco J. Mendiguchía, “Guerra fría, convivencia pacífica y amor fraternal”

Desde la terminación de la última guerra mundial «caliente», han sido frecuentes en los medios de comunicación los términos de «guerra fría» para designar un estado de belicosidad cercano a la agresión, aunque sin utilizar armas de fuego y de «convivencia pacífica», que significa ya un paso adelante en las buenas relaciones interhumanas; se convive, sin guerras frías ni calientes, pero de ahí no se pasa, y convivir no es amar.

Esto viene a cuento de que, para muchos autores, la familia constituye también un campo de batalla entre los hermanos que la componen, unas veces caliente ¡cuántas bofetadas se dan, si son pequeños o cuántas broncas tienen, si son mayores, al cabo del tiempo! y otras fría (no se hablan, no quieren salir juntos). Hay también temporadas de convivencia pacífica en las que todo parece ir sobre ruedas y, cómo no, momentos de amor y fraternidad plena, que muestran que no en vano son hermanos y se aman entre ellos.

Se trata de una mezcla de amores, los más, y de odios, los menos, naturalmente a nivel infantil, que se encuentra bajo el arbitraje de esa especie de «Comité de Seguridad» que son los padres, aunque éstos sean los primeros, sobre todo la madre, que se ven involucrados en estos problemas de rivalidades infantiles.

Por ello, las relaciones entre hermanos, así como el orden de su colocación en la familia con arreglo a la fecha de su nacimiento (primogénito, benjamín, etc.), han sido objeto de una abundante literatura que ha llevado a la confección de esquemas y plantillas, que se han vuelto rígidas con el paso del tiempo: hijo mayor dominante, segundo envidioso, «niño sándwich» si son tres y él está en medio, aplastado entre los otros dos, etc.

Estos esquemas han de someterse a revisión en cada caso y, antes de colocar al niño apelativos prefabricados, ha de investigarse el conjunto de las relaciones intrafamiliares, la dinámica familiar en el transcurso del tiempo y la personalidad del niño. A veces ocurre que el niño que nos traen a que lo veamos es el más sano de todos y es otro el que necesitaría nuestra atención. Estos casos se conocen con el nombre de «niño equivocado» y no son infrecuentes en nuestra práctica profesional.

La estructura familiar Lo primero que hay que tener en cuenta es que la familia, que aparentemente es la misma, no lo es a lo largo de los años pues, por muy estática que parezca, sus miembros van teniendo distinta edad. No es lo mismo nacer cuando los padres tienen veinticinco años, que hacerlo cuando tienen cuarenta, cosa que explica en parte la diferencia entre los primogénitos y los benjamines. Asimismo pueden influir otra serie de circunstancias, como pueden ser los cambios de residencia, vaivenes económicos, cambios sociales, enfermedades, etc.

Para demostrar la influencia de estos condicionamientos sobre el niño, el americano Watson porfía un ejemplo que, aunque teórico y exagerado, puede ser muy ilustrativo: Nace el primer hijo y, como es varón, el padre le guía y tutela, le da su misma carrera y acaba siendo un triunfador.

Nace después el segundo pero, como la madre esperaba una hija, hace de él un elegante presumido, le casa con una rica heredera y también se sitúa muy bien en la vida.

Pero ¡ay! nace el tercero, también varón, cuando ya no era deseado, le maleduca una sirvienta que lo seduce a temprana edad y el chófer hace de él un ladrón.

Como se ve por el ejemplo, para el autor, que no en balde fue el creador del conductismo o behaviorismo, sólo cuentan las circunstancias ambientales. Sin embargo, hoy en día se va volviendo otra vez a considerar muy importantes los factores de personalidad, heredados o no, de origen constitucional, hoy llamados genéticos, que determinan que, si por ejemplo, el primogénito es un inseguro y dubitativo (los psiquiatras les llamamos anancásticos), será difícilmente un niño dominante, por muy privilegiada que sea la situación en la que se encuentra dentro del hogar.

Teniendo en cuenta estas salvedades, se pueden, sin embargo, esbozar unos cuadros en relación con las circunstancias familiares de cada hijo: Se ha dicho siempre que la primogenitura da, al hijo que la disfruta, un dominio sobre los demás, cosa que se traduce en una personalidad autoritaria y dominante. Realmente creo que se ha sobrevalorado esta situación, en recuerdo quizá de cuando el primogénito heredaba el patrimonio familiar, cosa que ya no sucede en casi ninguna parte. Por el contrario, el primer hijo tiene en su contra varios factores, como son los de que, durante algún tiempo, es también hijo único y, cuando nace el segundo sufre con más intensidad su «destronamiento». Además, como es el mayor, ha de ser ejemplo y guía para los que vienen detrás, contando por ello con menos benevolencia para sus defectos y fracasos.

Además de ello, el primogénito tiene que sufrir que sus padres hagan su aprendizaje con él, cayendo sobre sus espaldas su inexperiencia, sus dudas y titubeos educativos y su miedo a ser blandos en su manera de tratarle, ensayando en él «todo» lo que dicen los manuales de educación infantil, para estar así más seguros de lo que hacen.

Al benjamín de la familia, que suele nacer cuando los padres son ya más maduros y menos rígidos, se le suele exigir menos, se le hiperprotege y mima más y por ello puede convertirse en un pequeño tirano al que hay que darle siempre la razón, sobre todo si ha llegado un poco tardíamente y hay mucha diferencia de edad entre sus hermanos y él. Menos frecuentemente, pero posible, es que se desarrolle en él lo que pudiéramos llamar «complejo de enano» y que consiste en sentirse disminuido frente a los demás hermanos, a los que admira y envidia por ser mayores, más fuertes físicamente y con más privilegios que él.

Celos entre hermanos Con el horrendo nombre de “complejo de Caín” conoce el psicoanálisis los sentimientos de celos entre hermanos, envidias y celos que son, por otra parte, una constante en todas las relaciones humanas de cualquier edad y condición, sobre todo si existe una situación de competencia y las posibilidades de alcanzar lo disputado no son iguales para todos.

Evidentemente, en toda sociedad infantil se dan estas circunstancias y, por lo tanto, hay celos y envidias que se hacen más notorias cuanto más intimo es el contacto, tal como sucede en las pandillas, en la escuela y, sobre todo, en la familia, en la que las condiciones apuntadas son particularmente acusadas; existe desigualdad (uno es más torpe e inhábil que otro, parece que existe uno más preferido que los demás por el padre o por la madre, el regalo que uno ha recibido es peor que el de otro, etc.) y desde luego hay competencia (todos quieren, algunos más que otros, acaparar el cariño de uno de los padres, o quizá del abuelo, o quieren ser los primeros en alguna situación dada o bien uno se cree con más derechos que otros a que se les alabe por algo, etc.).

Esta situación de competencia es más evidente ante el nacimiento de un nuevo hermano que viene a destronar al hasta entonces rey de la casa, que era por supuesto el más pequeño de la familia. Se produce entonces una situación de tirantez que conocen bien los padres y en la que, el ya penúltimo, se vuelve más exigente, quiere que la madre le demuestre más cariño y le dedique más tiempo, que le den de comer cuando lo hacía ya él solo y, cuando no le ven, le quita el chupete al hermanito. En conjunto, sufre lo que se denomina una «regresión» a etapas infantiles ya pasadas, que puede llegar a la reaparición de una enuresis nocturna o la vuelta al empleo de un lenguaje que ya no utilizaba.

Esta situación de celos es pasajera si no se cristaliza por una desacertada actuación de los padres, bien por no hacer caso en absoluto de las demandas del niño, bien por doblegarse, también absolutamente, a su chantaje. Lo que hay que hacer ver al «desposeído» es que se le sigue queriendo igual, pero que tiene que compartir ese amor y esa madre con el recién venido.

El hecho que suele acabar con el problema es la llegada de otro nuevo, que viene a substituir en el trono al anterior destronador, repitiéndose el ciclo hasta que se interrumpen los nacimientos. Esta situación descrita es mínima, o no existe, cuando es grande la diferencia de edad entre el último y el recién nacido, por lo menos de cinco años, pues entonces el mayor sublima su envidia sintiéndose protector y paternal con el pequeño.

Estas reacciones celotípicas son tan naturales, que hasta se han podido observar en chimpancés que, ante un nuevo alumbramiento de la madre, los otros, sobre todo el más pequeño, se vuelven más agresivos, tercos y exigentes del contacto con la misma.

Para investigar esta problemática del niño, yo he aplicado mucho el test de «Las Fábulas» de Louisse Düss, pues una de ellas, la número tres, se dedica específicamente a detectar este problema. En este test proyectivo se le pide al niño que complete un cuento que le vamos a relatar. En nuestro caso la fábula es como sigue: «Una oveja tiene un corderito al que le da leche mañana y tarde; cuando la oveja tiene un corderito más pequeño, llama al mayor y le dice que no tiene bastante leche para los dos y que él se tiene que ir a comer hierba. ¿Qué hizo el corderito mayor?» Las respuestas, en la mayoría de los casos, son que el mayor se va a comer hierba, sin más complicaciones. Pero, cuando no se ha superado la situación de celos, éstos pueden manifestarse en respuestas que se agrupan del modo siguiente: a) Sustitución de la madre: «Se buscaría otra oveja para que le diera la leche.» b) Sustitución del hijo: «Se tomaría él la leche y que el pequeño se busque otra oveja.» c) Agresión: «Mataría al pequeño y se tomaría la leche de la madre.» Para el psicoanálisis, el complejo de Caín no es más que una proyección del complejo de Edipo, producido por el desplazamiento hacia el hermano del odio hacia el padre, por ello «los hermanos nacen ya enemigos», decía en su libro “El alma infantil y el psicoanálisis” el ya citado Dr. Baudouin, pero justamente pone el ejemplo de Víctor Hugo, quien desde los primeros años de su vida estuvo dominado por el afán de igualar y sobrepasar a sus hermanos mayores (para mayor ironía, el mayor de los tres que eran se llamaba Abel), lo que venía a dar la razón a Adler y su doctrina, para el que lo verdaderamente importante es el «instinto de poder», es decir, ser el primero en todo (en el cariño y atención de la madre, en inteligencia, en tener más juguetes).

A pesar de todo, hay que tranquilizar a los padres cuando nos consultan por estas problemas de rivalidades y celos entre los hermanos, pues hay que considerarlos normales, se superan fácilmente y hasta constituyen un excelente aprendizaje para la futura integración social del niño, que así va comprendiendo que hay que compartir con los demás y que esto se hace más fácilmente si, como entre hermanos, existe también amor.

No quiero terminar este tema, que se considera nada menos que en la Clasificación Internacional de Enfermedades bajo el título de «Trastornos de rivalidad entre hermanos», sin mencionar que fue magníficamente descrito por San Agustín, el Obispo de Hipona, quien hace ya más de mil quinientos años escribió lo siguiente: «He visto y observado un niño enfermo de celos, no hablaba todavía pero, muy pálido, dirigía miradas malévolas a su hermano de leche que mamaba.» Los hijos únicos Pero, ¿qué pasa si no existe más que Abel? Pues que lo puede haber ningún Caín, y esto es lo que sucede con los hijos únicos. El llamado «síndrome del hijo único» es descrito en todos los manuales de psicología y psicopatología infantiles, así como también es recogido por la sabiduría popular y es significativo que, tanto en el aspecto científico como en el otro, el hijo único es considerado muy peyorativamente, reconociéndosele pocos aspectos positivos y sí muchos negativos.

Se ha dicho de él: «el hijo único es demasiado egoísta, tiraniza a los que le rodean y no tolera otros dioses junto a él»; «el hijo único es un ser frágil, caprichoso, tímido, tiránico con los demás, indolente»; «tendrá dificultades de adaptación con sus compañeros y se integrará mal en un grupo», y otras lindezas por el estilo.

Sin embargo, también ha tenido algún defensor, como los profesores Tramer y Kanner que decían: «no debe entenderse que todo hijo único tenga que desarrollarse de un modo desfavorable» y «ser hijo único no es en sí una enfermedad». Si pasamos al terreno de lo patológico, vemos que la proporción de perturbaciones psicológicas necesitadas de algún tipo de tratamiento es, poco más o menos, igual en los hijos únicos que en el resto de los niños.

Sus rasgos negativos son achacados al hecho de que, al no tener hermanos, carece de la necesaria competitividad y ello aumenta su egocentrismo y le discapacita para tolerar las frustraciones. A esta situación se suma, la mayoría de las veces, otra de hiperprotección que les hace caprichosos y tiránicos y todo ello conduce a su inadaptación.

Estas características pueden darse, y de hecho se dan, en algunos hijos únicos, pero no las creo tan universales y definidas como para conformar un «síndrome de hijo Único» pues en otras muchas ocasiones no aparece en absoluto. La que sí es verdaderamente nefasta es la conjunción, hijo único-padres viejos, pues en ella sí que suele ser frecuente el desarrollo de todos estos rasgos negativos en el niño.

Algunos opinan que los hijos únicos son más inteligentes, yo no lo creo así; lo que sucede es que se produce una cierta precocidad en su desarrollo psicológico debida a que al vivir en el hogar solos entre personas mayores, acaban adoptando sus gustos, sus ideas, su lenguaje y hasta sus problemas.

En el plano afectivo puede producirse una situación de excesiva dependencia, de simbiosis padres-hijo, que hace más difícil la ruptura del «cordón umbilical psicológico» en la adolescencia, tanto por los unos como por el otro. El resultado es que o la dependencia afectiva dura más tiempo de lo debido, dificultándose así la futura integración psicosexual del hijo o la ruptura acaba produciéndose de una forma más violenta de lo normal.

Los actuales cambios de la familia De todas formas, todas estas descripciones clásicas de las relaciones entre hermanos, tienen que ser revisadas a la luz de un hecho nuevo: la familia ya no es lo que era y, salvo excepciones, en todo el mundo occidental el módulo familiar es de un padre, una madre y dos hijos, con lo que algunos problemas tienden a complicarse: así, a un primogénito le durarán más tiempo los celos respecto a su hermano que le sigue, porque éste será ya para siempre el niño pequeño y mimada, pero éste tendrá para siempre también la «losa» de su hermano mayor encima de él, sin que, a su vez, él pueda dominar a ninguno.

Si los dos hermanos se llevan poco tiempo, los problemas desaparecen pronto porque a los ocho o nueve años tendrán los mismos amigos, los mismos problemas y serán ya dos camaradas pero, si como es habitual en nuestro tiempo. los hijos vienen muy «programados» y se llevan tres o más años, todas estas situaciones pueden prolongarse hasta la adolescencia. De hecho, cuanto más numerosa es la familia, menos problemas hay y, los que existen, se superan mucho mejor.

Las estadísticas de las que dispongo no son demasiado fiables, porque los casos que consultan sólo lo suelen hacer por envidias y celos tan intensos que rozan ya lo patológico. De todas maneras, en los casos vistos por mí, la desaparición de estas situaciones celotípicas se produjo entre doce y dieciocho años en la mitad de los casos, mejoró en otra tercera parte y permanecía igual sólo en contadas ocasiones. Sólo tuve un caso de empeoramiento: la hermana menor odiaba a la mayor, cuando ambas tenían ya veinte años, más que cuando eran pequeñas. Claro que se trataba de una hermana mayor brillante y guapa y una hermana menor con un enorme complejo de «patito feo» (a los dieciocho años le habían tenido que hacer una operación de cirugía estética «a ver si mejoraba de carácter»).

Para terminar, sólo nos resta aconsejar a los padres que tengan paciencia, pues en la mayoría de los casos el problema desaparece solo, pero que, de todas maneras, actúen siempre con la máxima neutralidad en estas luchas y que repartan su cariño con la máxima equidad, aunque haya algún hijo que por su carácter apacible y bonachón se haga querer más que los demás, mientras que a otros, por todo lo contrario, sea más difícil manifestar el cariño hacia ellos. Por supuesto, ¡cuidado con las excesivas manifestaciones de cariño hacia el recién nacido delante de los otros!