Francisco J. Mendiguchía, “El complejo de Edipo”

«Doctor, mi hijo de cinco años parece que no quiere a su padre y no desea más que estar conmigo. ¿Tendrá un complejo de Edipo?» Posiblemente no haya en toda la psicología infantil un concepto más conocido y más utilizado, no sólo por los técnicos, psiquiatras o psicólogos, sino también por el público en general y por los padres en particular, que el llamado complejo de Edipo o Situación edípica.

Todo el mundo habla de él, en las películas y televisión lo citan cada dos por tres, los periodistas lo explican en múltiples artículos de ilustración, los novelistas pontifican en sus novelas sobre el tal complejo y los biógrafos de personajes célebres bucean con frecuencia en la infancia de sus biografiados, en busca de su correspondiente Edipo.

Ello quiere decir que se supone constituye un acontecimiento vital en el desarrollo de la personalidad humana y no habrá hombre que ame a su madre, y además lo confiese, al que no se le achaque enseguida que padece un Edipo no resuelto y no digamos nada de una esposa celosa de las atenciones que tiene el marido con su madre.

Nociones teóricas ¿Qué es realmente un complejo de Edipo? Como principio contaremos a grandes rasgos la historia del tal Edipo: sabemos que, allá por el año 425 a. C., un gran dramaturgo griego llamado Sófocles escribió una tragedia en la que narraba la historia del rey Edipo. Este rey huyó de Corinto para que no se cumpliera un terrible augurio, el de que iba a matar a su padre y a desposarse con su madre, sin saber que en realidad él no era hijo de los que creía sus padres, sino que había sido adoptado por éstos. En su huida tropieza con su verdadero padre, Layo, lo mata involuntariamente y después se casa con la esposa de éste, Yocasta, que era su verdadera madre. Cuando ambos se enteran de que eran madre e hijo, Yocasta se ahorca y Edipo huye de Tebas después de arrancarse los ojos.

Pues bien, hace ya casi cien años, Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, desarrolló la teoría de que el niño, después de pasar por las fases oral y anal, llegaba a la fase fálica hacia los tres o cuatro años y que, precisamente en esta fase, se producía el hecho capital del desarrollo infantil: el niño empieza a odiar al padre y a desear que desaparezca, es decir, que muera, porque se ha «enamorado» de la madre y desea poseerla para él solo (ni siquiera compartirla con los hermanos y de ahí el germen de otro famoso complejo, el de Caín), pero como, a pesar de todo, el niño también ama a su padre y no quiere que en realidad se muera, su alma entra en un grave conflicto, fuente de ansiedad y angustia: el niño odia a su padre y, al mismo tiempo, le ama.

Esto estaba muy bien para los niños pero, ¿qué pasa con las niñas? Para que el esquema resultara completo Freud describió a continuación el Edipo femenino. Como es natural, en éste sucedía lo contrario: las niñas se enamoran del padre y odian a la madre que, además, posee el pene del padre, objeto del que ellas carecen (la famosa “envie penis”). A este complejo su, por entonces, amigo y correligionario Jung, le denominó complejo de Electra.

A primera vista se percibe que el Edipo masculino tenía más facilidades de aparecer que el femenino, porque el primer objeto amoroso, tanto de los niños como de las niñas, en sus primeros años, es la madre y, por lo tanto, el niño no tiene que cambiar la dirección de sus deseos, mientras que la niña sí tiene que hacerlo. El psicoanálisis dio la explicación de que esto era fácil para la niña, dado que ésta acaba culpando a la madre de su carencia de pene, y su objetivo es conseguir del padre lo que la madre le ha negado.

La salida de esta situación edípica también es diferente para el niño que para la niña. El niño se siente culpable por sus deseos de muerte y teme ser castigado con la castración, por lo que renuncia a su odio hacia el padre y acaba identificándose con él para así poseer otra mujer cuando sea mayor. En las niñas el proceso es algo más largo, porque ellas no pueden tener miedo a la castración, aunque acaba resolviéndolo de la misma manera, identificándose con su madre.

Con la resolución del complejo de Edipo, los niños, según siempre el psicoanálisis, entran en un periodo de calma afectiva, que denomina «período de latencia», hasta que, en la pubertad vuelven las angustias edípicas.

Ana Freud, la hija del fundador del psicoanálisis, describe nuestro complejo con palabras que no resultan tan provocadoras (tal como se entiende hoy este término en el teatro o en la novela), aunque las consecuencias para el niño de sus sentimientos hostiles las describe casi de un modo apocalíptico: «El miedo que le inspira la procedencia de sus deseos hostiles, el temor de la venganza del padre y la pérdida de su cariño, la desaparición de toda inocencia y tranquilidad en relación con la madre, la mala conciencia y la mortal angustia…» En este camino de la descafeinización del complejo de Edipo, tenemos que, uno de los primeros psicoanalistas de la infancia, Baudouin, escribiera en 1930: «La sexualidad a la que nos referimos no es exactamente lo que todo el mundo entiende por tal nombre, se trata de elementos de sensualidad difusa, de afectividad y de amor, que son en el niño el germen de lo que será propiamente genital en el adulto» y, de hecho, acaba transformando el complejo de Edipo en una atracción hacia el progenitor del sexo opuesto y un cierto resentimiento hacia el del mismo sexo, pero sin más profundidades.

Lo que mucha gente se ha preguntado desde la primera descripción freudiana, es de dónde sacó el concepto y por qué le dio tanta importancia; hasta el extremo de generalizarlo como una evolución normal del niño en su vertiente psicológica. Dado que Freud se casó en 1986 y tuvo seis hijos, podría haber sido la observación de estos lo que le llevó a estas conclusiones, pero si fue así no lo mencionó nunca.

Parece ser que el complejo de Edipo fue mencionado por primera vez por su descubridor en una carta a su amigo Fliess el día 15 de octubre de 1897, en la que escribe: «Se me ha revelado una idea única de valor general. Me he encontrado, también en mi propio caso, enamorado de mi madre y celoso de mi padre y ahora considero esto como un acontecimiento universal en la primera infancia», es decir, lo sacó de vivencias de su propia infancia.

Debió de ser algo profundo y personal cuando un hombre genial, pero también bastante obsesivo como Freud cayó en la magnificación de estos sentimientos y formuló una teoría en la que, tal como la desarrolló él mismo, ya no creen la mayoría de los psiquiatras, y aun muchos psicoanalistas.

Volviendo al inicio de esta teoría freudiana, se vio enseguida que había niños a los que les sucedía lo contrario de lo que ésta presupone, esto es, que había niñas que estaban más unidas a su madre y niños que preferían a su padre y a este fenómeno se le llamó «complejo de Edipo invertido», con lo que la validez de la teoría comenzó a tambalearse. Para explicar esta anomalía el psicoanálisis alegó que en realidad, había dos complejos, el de Edipo y el de Electra, siendo el primero «más frecuente» en los niños y el segundo en las niñas.

Por otro lado, ya desde 1907, un colaborador de Freud y vienés como él, Alfredo Adler, empezó a no admitir la teoría de la libido, poniendo en cambio todo su acento en lo que denominaba «voluntad de poder». Por ello consideró que el Edipo no es más que un episodio de la lucha por el poder, es decir, un intento por parte del niño de apoderarse de la madre imponiéndose al padre, y un intento de la niña de superar a la madre y ser «la esposa del padre» pero no por otra cosa que para hallar seguridad.

Para Jung, el otro gran heterodoxo del psicoanálisis, lo importante es el instinto de nutrición, y el padre no es más que un obstáculo para conseguir lo que desean los hijos, pero que la sexualidad no tiene nada que ver en esto.

Karen Harney, una psicoanalista de tendencias sociales o ambientalistas, se pregunta: «¿El complejo de Edipo debe producirse forzosamente en todo niño o, por el contrario, es inducido por circunstancias determinadas? No hay pruebas de que las reacciones de celos destructivas y permanentes, como las del complejo de Edipo, sean en nuestra cultura tan comunes como acepta Freud, pero pueden, sin embargo, producirse artificialmente por la atmósfera en la que el niño evoluciona.» Tenemos además otros hechos importantes: ¿Cómo pasan su Edipo los niños que no tienen padre o no tienen madre o, lo que es aún peor, no tienen ni padre ni madre y se han criado en instituciones de asistencia? Según los psicoanalistas ortodoxos estos niños pasan la situación edípica imaginativamente o, en los casos de orfandad total, viven la experiencia con los cuidadores de distinto sexo que se ocupan de ellos. La verdad es que estas explicaciones no son muy creíbles.

Por último, hemos de pensar que la sociedad familiar que Freud conoció, aun en sus últimos años, no tiene nada que ver con la actual. Las madres ya no pasan tantas horas con sus hijos, porque casi todas trabajan y, por el contrario, el padre ya no es aquel señor todopoderoso que veía a los hijos solamente unos minutos al día y se permitía pocas familiaridades con ellos, sino que ahora conviven muchas horas con sus hijos: juegan con ellos, los lavan, les dan de comer y los transportan marsupialmente durante horas colgados de su pecho.

Mi concepto de Edipo Entonces, ¿por qué esta casi universalidad en la creencia del complejo de Edipo a lo largo de tantos años? Esto me recuerda un cuento infantil que se llamaba algo así como «El traje del rey» y relataba la historia de unos sastres que estafaron a su rey haciéndole creer que le habían confeccionado un traje que sólo podían ver los listos, pero no los tontos. Como es lógico, no había tal traje y el rey aparecía en público en paños menores, pero nadie se atrevía a decírselo por temor a pasar por tonto. Todo fue bien hasta que le vio un niño, que ya se sabe que son los que dicen las verdades, y exclamó: ¡pero si el rey va desnudo! Yo, como el niño del cuento (se dice que los viejos nos volvemos un poco niños) tampoco he visto complejos de Edipo en niños normales, tal como los definió Freud. Pero yo no he sido ni el primero ni el único en España, pues allá por el año 1957, otro viejo paidopsiquiatra, el Dr. Jerónimo de Moragas, escribió un libro titulado “Psicología del niño y del adolescente” en el que decía: «He conocido muchísimos niños que jamás han pasado por una situación edipiana. Nunca una persona, no empeñada en descubrir hechos concretos que demuestran teorías abstractas, y que haya tratado con niños de distintas categorías personales, familiares y sociales, ha podido encontrar en ellos ninguna tendencia a preferir al progenitor del sexo opuesto.» Sin embargo, yo estoy convencido de que, a esa edad de los tres a cuatro años, sí comienza una cierta mayor afinidad entre hija y padre y entre hijo y madre y hasta, en ocasiones, un rechazo por el progenitor del mismo sexo. Pero a mi modo de ver, la situación es inversa a la descrita por Freud; son los padres los que muestran estas preferencias, los padres por las hijas y las madres por los hijos, aunque, naturalmente, el cariño sea el mismo para todos y, por supuesto, no los odian en ningún caso, siempre que se trate de personas normales.

Lo que sucede es que los padres tienen una tendencia natural y espontánea a proteger a las niñas y a mimarlas por un reflejo atávico y educacional de respeto, deferencia y protección hacia el sexo opuesto, además de que el hombre, por no haber sido nunca niña, no acaba de entenderlas del todo y, por el contrario, sí han sido niños (cocineros antes que frailes) y conocen mejor sus trucos para evadirse de la autoridad paterna.

A las madres les pasa lo mismo con los hijos, ellas no han sido niños y tampoco los entienden muy bien, pero sí han sido niñas y saben mejor cómo manejarlas.

Los niños, que son más listos de lo que creemos, aprenden enseguida la lección y así, las niñas cortejan a los padres porque saben que son más fáciles de manejar que las madres, mientras que los hijos lo hacen con las madres por el mismo motivo.

Por todo ello se van produciendo, a lo largo de los años, unas relaciones afectivas, que algunos siguen llamando edipianas, pero que no tienen nada que ver ni con Edipo ni con Sófocles.

El complejo de Edipo como patología Pero si el complejo de Edipo hemos dicho que no constituye una fase del desarrollo normal infantil, he de admitir, porque así lo he visto en alguna ocasión, que en determinadas circunstancias pueden presentarse situaciones realmente edípicas en el sentido freudiano, tal como sucede cuando algunas madres, con carencias afectivas generalmente, se comportan respecto a sus hijos con una intimidad excesiva y los erotizan inconscientemente.

Un ejemplo de lo que acabo de exponer es lo que cuenta Stendhal en sus recuerdos: «Mi madre era una mujer encantadora y yo estaba enamorado de ella… ella me quería con pasión y me abrazaba sin cesar y yo detestaba a mi padre cuando venía a interrumpirnos.» Hay que tener en cuenta que esto tenía que sucederle a Stendhal cuando era menor de siete años, edad que tenía cuando murió su madre.

El caso inverso, es decir, el complejo de Electra, no lo he visto nunca, siendo muy curioso, pero su estudio nos llevaría demasiado lejos, el que en los casos de abusos sexuales y aun de verdadero incesto, se produce justamente lo contrario, es excepcional en la relación madre-hijo.

Otras circunstancias que pueden favorecer la aparición de verdaderas situaciones edípicas son las que cita un psicoanalista, nada sospechoso de heterodoxia freudiana, Otto Fenichel, que no sólo daba una gran importancia a la visión por parte de los hijos de la llamada «escena primaria» entre los padres (dato que hay que tener muy en cuenta para no dilatar demasiado tiempo la salida de los niños de los dormitorios paternos), sino que también hablaba de sustitutos de esta escena primaria y citaba entre ellos la observación de adultos desnudos, es decir, lo que muchos padres hacen hoy en día por considerarlo normal y aun beneficioso para su educación.

En resumen que, en contra de lo que sostiene el psicoanálisis, no es cierto que el complejo de Edipo forme parte de la evolución normal de la personalidad del niño y, por tanto, tampoco lo es que de su resolución dependa en gran parte el equilibrio psíquico del adolescente y aun del adulto. Ahora bien, en ocasiones sí que puede aparecer este complejo y, cuando esto sucede, revela una patología de las relaciones padres-hijos que hay que tratar adecuadamente.

Francisco J. Mendiguchía, “Del mimo al maltrato”

El niño mimado Que hay niños mimados, ahora se les llama hiperprotegidos, es una cosa sabida de siempre, todos hemos conocido más de uno en alguna circunstancia de nuestra vida.

Ahora bien, ¿en qué consiste el mimo? Simplemente que el padre o la madre, o los dos, tienen predilección por alguno o algunos de sus hijos, quizá por el primero, más frecuentemente por el último o, por no tener más que uno, éste es el que se lleva la hiperprotección. La consecuencia es que consienten todos los caprichos del hijo mimado y acceden a todos sus deseos, con lo que el niño se va transformando poco a poco en el rey y señor de la casa; a veces lo que sucede es que ninguno de los padres sirven para educadores y todos sus hijos acaban convirtiéndose en mimados, es decir, en tiranos a los que todo el mundo debe obedecer.

Evidentemente los niños mimados se sienten amados por los padres, y esto es bueno, pues sentirse querido es fundamental para el desarrollo afectivo de cualquier hijo, pero tiene también su parte mala, o al menos, poco deseable y los problemas no tardan en surgir. El niño se va haciendo cada vez más desobediente y agresivo y no puede tolerar que haya en casa o en el colegio otro rey más que él aunque, si no tiene la suficiente fuerza para mostrar su agresividad, se irá convirtiendo poco a poco en un redomado hipócrita que hace el mal a escondidas.

Como todo lo tiene sin ningún esfuerzo por su parte, irá perdiendo poco a poco su capacidad para sacrificarse por algo, acabará por desarrollar un Yo débil e inseguro bajo una apariencia de seguridad y, por su egocentrismo, su adaptación a la realidad será muy deficiente. Esta inadaptación no se notará mucho cuando el niño es todavía pequeño por la protección paterna que le sirve de escudo, pero saldrá poco a poco a la superficie cuando ésta desaparece y entonces tiene que enfrentarse él mismo en persona a unos problemas para los que no está suficientemente maduro y frente a los cuales no sabe cómo elaborar sus propias defensas. En pocas palabras, al llegar a la adolescencia, tendrá muchas posibilidades de convertirse en un joven fracasado.

Hay que hacer la observación de que, afortunadamente, no todos los niños a los que se les mima llegan a convertirse en «niños mimados», ya que algunos no se dejan ahogar en el exceso de cariño y de protección y elaboran un Yo suficientemente fuerte que organiza sus propios mecanismos defensivos.

En otros casos, chicos que ya se han convertido en mimados, o que van camino de ello, se dan cuenta de que, al ingresar en el colegio, se encuentran inermes ante los demás y se despierta en ellos el instinto de lucha del que parecía que carecían, al mismo tiempo que caen en la cuenta que el mundo, aunque sea un mundo tan reducido como es el colegio, no gira en derredor de ellos. Ésta es la causa de que el excesivo mimo constituya una de las pocas indicaciones de internamiento de niños en colegios, fuera del alcance de unos padres que no saben educar.

De todas maneras, hay que ser muy cauto para no caer en exageraciones, como la que ha aparecido recientemente en la prensa, en la que un matrimonio sueco había perdido la custodia de un hijo «retirándole de su hogar» por mimarle demasiado. Esta medida me parece desorbitada y constituye una brutal intromisión del Estado en la familia.

Hay padres que tienen más probabilidades de hacer de sus hijos unos niños mimados. Son casos que podríamos denominar de «familias de riesgo», y entre ellos tenemos los de los padres a los que les cuesta romper el «cordón umbilical psicológico» que les une a los hijos, aun cuando tengan ya diez o doce años; los que consideran al hijo como una propiedad exclusiva al que hay que aislar de todo contacto exterior; los que tienen los hijos, generalmente el hijo, cuando ya son un poco mayores y son mitad padres y mitad abuelos, y ya sabemos lo que miman éstos a sus nietos; y los que tienen algún hijo con algún tipo de inferioridad física o psíquica.

En otras ocasiones lo que sucede es que los padres son personas inseguras, ansiosas u obsesivas que hiperprotegen a los hijos para librarles de males que, en la mayoría de los casos, son imaginarios. Peor aún es cuando el hijo se convierte en el «único objeto amoroso» de los padres, por desplazamiento hacia él de una afectividad que no se satisface de otro modo por malas relaciones matrimoniales o simplemente porque, por divorcio o muerte, la relación afectiva se hace un dúo, cuando debería ser un trío o, mejor aún, un pequeño coro. También puede darse en los casos en los que se da la muerte prematura de alguno de los hijos y los padres, consciente o inconscientemente, se sienten culpables e hiperprotegen a los demás hijos.

Aunque parezca raro, puede suceder que la hiperprotección no sea auténtica, sino una reacción compensatoria de un real rechazo por parte de los padres hacia el hijo, sentimiento que es fuertemente reprimido por chocar contra su conciencia moral, y aun social, tal como sucede cuando los hijos frustran de alguna manera las ilusiones y aspiraciones de los padres.

Los lectores que me hayan seguido hasta aquí creerán que me he olvidado del prototipo de niño mimado, es decir, del hijo único. No es así, pero hablaremos de él en otro capítulo.

El maltrato infantil Una desafortunada consecuencia de la hiperprotección paterna puede ser aquella que los padres, ante la indisciplina del hijo mimado hasta entonces, se pasen, paradójicamente, al extremo opuesto y sometan al niño, al no poder hacer carrera de él, a un trato de rechazo, violencia psicológica y aun física. Es decir, que el exceso de permisividad puede conducir a todo lo contrario: al maltrato.

Y ¿qué es el maltrato infantil? La historia comenzó en Estados Unidos en 1946, cuando un radiólogo llamado Caffey describió un nuevo síndrome clínico (los médicos somos muy aficionados a describir nuevos síndromes para pasar a la posteridad) consistente en que los niños que lo padecían presentaban frecuentes fracturas óseas y hematomas subdurales. Desgraciadamente para su descubridor, otro médico americano, Silverman, descubrió que las tales fracturas y hematomas no eran producidas por ninguna enfermedad sino que su origen era traumático y los traumas producidos por los mismos padres, cosa que éstos ocultaban siempre, hasta que se descubría después de minuciosos interrogatorios. Así las cosas la revista «Newsweek» conmocionó a la opinión pública al dar a conocer la triste historia de una afamada niñera (una «nany» como la de la serie televisiva) que había matado a tres niños y herido a doce a fuerza de palizas. Todo ello llevó a que, en 1961, la Academia Americana de Pediatría acuñara el término de «Battered Child» o «Niño apaleado». A los síntomas físicos antes descritos se añadieron después la malnutrición producida por insuficiente alimentación, la carencia de cuidados, los abusos sexuales y el «maltrato psicológico», por lo que se dio al cuadro el nombre, menos restrictivo, de «maltrato infantil».

La inclusión del maltrato psicológico es muy importante porque así se hace ver a los padres que, quizá sin intencionalidad, se puede llegar a ser crueles con los hijos y producirles importantes daños psicológicos. Como ejemplo de ello tenemos la excelente película “El corredor solitario”, en la que se veía a la madre de un niño enurético exponerle a la humillación, casi diaria, de exhibir en la ventana de su dormitorio la sábana que había mojado durante la noche.

Más importancia tienen evidentemente los casos de intentos de suicidio o de suicidios consumados y las fugas de su hogar de hijos que tienen un verdadero pánico a presentar a los padres unas malas notas del colegio, cuando éstos ni siquiera son conscientes del miedo que producen y son los primeros sorprendidos por esta reacción del hijo. No digamos nada si además hay intencionalidad, vejaciones cuando no responden a sus demandas excesivas, encierros en habitaciones durante horas o en sitios obscuros, ridiculizarles delante de amigos, etc.

La sorpresa fue cuando resultó que en el mundo había miles de niños que eran maltratados por sus padres. Cuando se ha empezado a hacer estadísticas, éstas revelan que, desgraciadamente, el maltrato a los niños es una epidemia que va subiendo de año en año, llegándose a estimar que alrededor de seis por cada mil niños sufren de estos maltratos paternos. ¿Cuántos puede haber en España? ¿Seis mil, ocho mil? Probablemente más, quizá menos, pero lo importante no es el número, sino el hecho en sí.

Es evidente que lo primero que se nota en los casos de maltrato son los daños externos pero, aun sin éstos, se puede sospechar cuando se ven niños de aspecto triste y medroso, con dificultades para el contacto, agitación, llantos, gritos y una curiosa demanda de afecto, que se aprecia porque parecen felices cuando se les ingresa en el hospital en vez de demostrar tristeza y desconfianza como es lo normal. Si el cuadro se prolonga, aparece disminución del ritmo del peso y del crecimiento, son frecuentes trastornos psicosomáticos como cefaleas, diarreas, etc., y psicológicamente responden con la aparición de cuadros depresivos.

La edad en la que los niños están más expuestos a padecer maltrato es la de los dos a los seis años. Es curioso que haya niños que parecen especialmente predispuestos a padecerlo y que incluso atraen los malos tratos por parte de los adultos que con ellos conviven, ya sean padres, cuidadores, maestros, etc., por lo cual reciben el poco caritativo nombre de “niños para-rayos” o “niños esponjas”.

Dentro de este grupo tenemos en primer lugar a los niños hiperactivos que, por su constante inquietud, su poca habilidad motora que les convierte en constantes rompedores de objetos, su carencia de atención que les hace víctimas de continuos accidentes y su escaso rendimiento escolar, producen en los adultos que con ellos conviven reacciones de violencia ante sus incapacidades y molestias.

Otros son los niños compulsivos y agresivos que despiertan en los mayores conducta análogas que, a su vez, son motivo de nuevas compulsiones y agresiones infantiles, es decir, lo que en castellano antiguo decíamos un «círculo vicioso» y ahora se llama «feed back» o «retroalimentación».

A estos dos grupos habría que añadir los tercos, que acaban sacando de sus casillas a los que se empeñan en que vayan en la dirección que ellos desean; a los negativistas activos, que no sólo no van en esa dirección sino que quieren ir en la contraria; a los anoréxicos crónicos, que impacientan a los encargados de darles de comer; a los enuréticos o encopréticos a los que hay que estar limpiando a menudo. En niños más pequeños, a los clásicos niños llorones que no dejan dormir a los padres (hace poco apareció en los periódicos la noticia de que un hombre había matado a un hijo de pocos meses de su «compañera sentimental» por esta causa).

Los padres maltratadores Por otro lado también se han descrito tipos de padres más predispuestos a maltratar a sus hijos: padre o madre de inteligencia normal baja, inmaduro emocionalmente, sin ideales, con una infancia desgraciada por frecuencia de malos tratos, y sin conciencia de su problema. Estas personas van aumentando poco a poco sus agresiones y su impotencia para actuar de otra manera.

De todas maneras yo considero mucho más importantes las circunstancias que favorecen estos maltratos. La verdad es que se han hecho muchos estudios a este respecto y los resultados han sido más bien poco concordantes y aun opuestos (por ejemplo, cuando se pregunta: ¿quién pega más el padre o la madre?). Sí aparecen algunos hechos dignos de resaltar: el número de maltratos aumenta si las condiciones de la vivienda son malas y todas las estadísticas están de acuerdo en que, a menor número de habitaciones, más maltrato; los salarios bajos, el paro, el alcoholismo (la célebre paliza de los sábados por la noche), la conducta disocial, un nivel bajo de inteligencia o la presencia de verdaderas enfermedades mentales, también los aumentan.

Pero todo ello, siendo verdad, no debe hacernos olvidar que personas aparentemente normales, cultas y bien situadas en la vida pueden maltratar a sus hijos. Una vez un autor parisino hizo el siguiente retrato robot de una madre maltratadora: mujer divorciada, con hijos pequeños, secretaria de una oficina o empleada en unos almacenes que, después de un día de trabajo agotador, recoge a los niños del colegio, les hace la cena, les acuesta, arregla su casa, prepara la ropa limpia para el día siguiente y que, al ver que los niños se pegan y chillan, les pega una tunda, porque sus nervios se han roto al desbordarse su nivel de aguante.

Cuando se les pregunta a los padres el porqué del maltrato, las respuestas suelen ser muy variadas, desde que lo hacen por bien del niño («quien bien te quiere te hará llorar», «la letra con sangre entra»); porque se lo merecen por su mal comportamiento; porque vinieron al mundo sin ellos desearlo (sobre esto del niño no deseado habría mucho que hablar; antes no se programaban los hijos y a todos se les quería igual) o no saben qué contestar, porque se trata de padres psicópatas y sádicos.

Pero hay también motivaciones inconscientes que pueden causar, no sólo rechazo en quien las oye, sino también extrañeza, tal como que ciertas madres no aman a sus hijos más que cuando están enfermos (por ello, si no lo están, se ponen ellas). Algo de esto es lo que sucede en los casos llamado «síndrome de Múnchhausen por poderes» o «síndrome de Polle», pintorescos nombres que se refieren al célebre barón de los cuentos infantiles y a su hija Polle. Consiste en que hay ciertos padres que producen en sus hijos verdaderos síntomas patológicos fraudulentos, como fiebre, diarreas, etc., para lograr así que el niño sea hospitalizado y se le hagan todo tipo de exploraciones, aunque alguna de éstas sea peligrosa; como los niños no tienen ninguna enfermedad real, se les da de alta y parece que los padres se van tan contentos. Lo malo es que, al poco tiempo vuelven con los mismos o distintos síntomas, con lo que los médicos, al cabo de repetirse la historia varias veces, empiezan a sospechar y comprueban que los niños no se curan del todo hasta que no se les separa de los padres.

Las dimensiones reales del maltrato Realmente el conocimiento de que los hombres podemos ser más crueles que las fieras, que jamás hacen daño a sus crías en circunstancias normales, no es muy halagüeño para nosotros. Sin embargo, no puede llegarse a la exageración del psicoanalista Rascovsky, para quien «la cultura humana está construida sobre la dominación y el miedo de los hijos, mediante el falicidio o asesinato de los mismos». La asociación por él fundada, considera maltrato concebir hijos de una forma accidental, sin desearlo, no amamantar al recién nacido, separarle de la madre por algún tiempo en las primeras horas de la vida extrauterina o «¡cualquier tipo de regaño o reproche!».

No es de extrañar que cuando los padres se enteran de estas teorías se angustien, piensen que pueden ser unos malos padres y acaben hechos un lío, sin saber qué hacer con los hijos a los que se les prohibe regañar, aunque vean que sería necesario hacerlo cuando hacen alguna cosa mal.

No digamos nada si alguna vez han tenido que darle un cachete, ya que quedarán para siempre marcados por su sentimiento de culpabilidad. Pues bien, la experiencia nos dice que un cachete dado por una madre a su hijo, administrado inmediatamente después del hecho merecedor del castigo, no produce nunca el temido trauma infantil. Si se le da un manotón en su mano cuando la mete en un enchufe o la acerca a un brasero eléctrico que le puede quemar, tampoco. Además es el único modo de que no se repita la experiencia pues cuando el niño es pequeño no valen los razonamientos ya que no los entiende.

A este respecto una encuesta reciente del Centro de investigaciones Sociológicas revela que más de la mitad de los encuestados era partidaria de «dar un azote a tiempo» para evitar muchos problemas y males mayores. ¿Será que los españoles somos unos sádicos? Ahora bien, los castigos han de tener ciertas condiciones como son las de no ser violentos, ser oportunos y no prodigarse en demasía, pues no es bueno que los padres se acostumbren a ellos como único medio educativo, ni que los propios niños acaben haciendo lo mismo, pues puede empezar así una escalada de violencia que puede acabar en un verdadero maltrato.

Lo importante es que la relación de los padres con los hijos no consista solamente en esos «refuerzos negativos» (hablando en términos conductistas) que son los castigos y aun los cachetes, sino que han de darse también los «refuerzos positivos» que son los premios y las alabanzas cuando hacen las cosas bien, y «siempre» demostrando el amor que se les tiene. Lo que es verdaderamente dañino para la evolución de la personalidad infantil es la relación aséptica y fría de unos padres que jamás dieron un cachete, pero tampoco dieron besos ni pasaron horas jugando con ellos. El niño, al ver que no le regañan nunca, acaba teniendo un sentimiento inconsciente de culpa por no tener que «pagar» por lo que él sabe que está mal hecho, eso sin contar con que terminará por tener la sensación de que realmente no le importa nada a sus padres.

Naturalmente, conforme los niños se hacen mayores, las vías del diálogo y del razonamiento deben ir constituyendo la base de la educación. No son signo de debilidad de los padres, sino de firmeza, siempre que los padres tengan convicciones firmes.