Francisco J. Mendiguchía, “Fobias y obsesiones”

¿Qué son las fobias? Un diccionario de psiquiatría define las fobias del modo siguiente: «Repulsión o temor angustioso específicamente ligado a la presencia de un ser, un objeto o una situación cuyos caracteres no justifican tal emoción.» Como se ve por esta definición, es difícil separar en la infancia los miedos que he expuesto en el capítulo precedente, de las verdaderas fobias.

Por ello, los psiquiatras de niños, cuando hablamos de fobias infantiles, nos referimos a miedos exagerados, que no presentan mecanismos adaptativos, que aparecen o persisten a edades inadecuadas (el miedo a los perros es normal a los tres años, pero es una fobia a los quince), que se repiten ante la misma situación u objeto preciso, no ceden al desarrollo, son persistentes y, sobre todo, alteran la vida familiar y social del niño y son fuente de sufrimiento para él.

¿Cómo se generan las fobias? Cada escuela psiquiátrica tiene sus propias versiones de cómo nacen. Para unos existe una cierta predisposición natural, las más de las veces unida al padecimiento de obsesiones, que produce un tipo de personalidad que se llama «anancástica» o insegura de sí misma.

El psicoanálisis ha dedicado, ya desde Freud, numerosos estudios a estos problemas, y sostiene que siempre existe una ansiedad primaria que es proyectada a objetos o situaciones externas, que se convierten así en los aparentemente productores de las fobias.

Los conductistas explicaron el porqué de las mismas a partir de un famoso experimento del fundador de esta teoría, el norteamericano Watson que, en 1920, consiguió provocar una fobia en un niño llamado Albert, mediante un apareamiento entre la presencia de una rata blanca y un fuerte ruido que, a la séptima vez de haberse producido, provocó la aparición de la fobia del niño hacia la rata, a la que antes del experimento no tenía ningún temor.

Este mismo psicólogo logró, en otro experimento posterior, justamente lo contrario que en el primero: hacer que desapareciera la fobia asociando al objeto fobógeno un estímulo que evocara una reacción placentera, por ejemplo un dulce.

Desde aquellos años se han multiplicado experiencias que han confirmado la teoría del condicionamiento de las fobias y su tratamiento mediante técnicas de descondicionamiento y, aunque las cosas son algo más complicadas de lo que aquí se han expuesto, la terapia conductual sigue siendo la mejor para estos casos.

Fobias infantiles más frecuentes Las fobias infantiles son muy variadas en su contenido y así, en cincuenta niños con este problema, los temas a que se referían fueron los siguientes: El más frecuente fue el de los animales, en unos los grandes como perros, lobos, etc.; en otros los pequeños como hormigas o cucarachas y en uno la contestación fue la de pájaros, pero ésta en un niño que había visto hacía poco la famosa película de Hitchcock. Las enfermedades, y aun la muerte, son también, ya en estos años de la infancia temas bastante frecuentes, sucediendo lo mismo con dos fobias muy conocidas de los adultos: la agorafobia o temor a los espacios abiertos y la acrofobia o miedo a las alturas.

En los adolescentes es frecuente la fobia por su propio cuerpo, al que llegan a odiar, por no encontrarlo suficientemente atractivo, odio que se mezcla con el temor de que no cambie nunca y que apareció en cuatro casos de esta muestra de cincuenta.

Menos frecuentes fueron las siguientes respuestas: comidas y exámenes en dos casos cada una y aviones, puertas cerradas, personas deformes, ascensores, ruido desagradable, bomberos, máscaras, locura (en un adolescente) e inyecciones, con un caso por respuesta.

Un caso raro fue el de una niña de dos años que, a la vista de su propia cuna, se echaba a llorar y se negaba a meterse en ella, cosa que le pasaba desde que había ingresado en un hospital y dormía en una cuna parecida a la suya. La explicación es la de que esta fobia se había condicionado por una situación traumática anterior.

Una cosa que salió también en este estudio es que la mayoría de los casos de condicionamiento muy claro y evidente se producía en niños con edades entre los dos y seis años, mientras que en los mayores era más difícil de ver, lo que significa que con la edad aumenta la resistencia al condicionamiento.

En una cosa muy importante se diferencian los miedos normales de las fobias, pues así como los primeros tienen muy buen pronóstico y desaparecen con el tiempo, no sucede así con las fobias que tienen una cierta tendencia a persistir en la juventud y aun en la edad adulta, aunque a veces puedan cambiar de contenido. De todas maneras, hay casos en que desaparecen también por completo y los exfóbicos presentan una total normalidad.

Una fobia un poco especial, que puede producir muchos quebraderos de cabeza a los padres, es la llamada «fobia escolar», que consiste en que hay niños o adolescentes que se niegan a ir al colegio sin motivos reales y conocidos, reaccionando con cuadros de ansiedad y pánico cuando se intenta obligarlos.

Se trata de algo muy diferente a lo que vulgarmente se conoce con los nombres de «hacer novillos» o «hacer pellas», pues realmente el fóbico desea ir a clase y tiene ambiciones escolares, mientras que los otros no tienen ningún interés por el colegio ni por los estudios y suelen ser niños rebeldes, al revés que el fóbico que es un chico angustiado y conformista en todo, menos en lo de asistir a clase.

Esta ansiedad se manifiesta en forma de llantos, súplicas, depresión y hasta agitación cuando llega la hora de ir a clase o bien sufre una conversión psicosomática con aparición de dolores de cabeza o abdominales, náuseas, vómitos o diarreas, síntomas que desaparecen los sábados y domingos y en vacaciones.

Algunos adolescentes encubren muy bien la ansiedad y son capaces de salir de casa para el colegio sin que se les note nada pero, en vez de entrar en clase, se ponen a deambular por las calles hasta la hora de terminación de la jornada escolar, regresando después a su casa como si no hubiera pasado nada. Naturalmente la superchería acaba por descubrirse.

En los niños pequeños la fobia escolar, más que una fobia en sí, es un cuadro que se conoce con el nombre de «ansiedad de separación», producido por el temor del niño, no a ir al colegio, sino a separarse de su madre.

En los chicos mayores se trata más bien de una sobrevaloración de sí mismos que no coincide con la realidad y el muchacho, para mantener su autoestima, el famoso «self», opta por huir a su casa, en la que se encuentra a salvo. Por ello es frecuente fobias escolares a esta edad cuando se ha producido un cambio de colegio, de uno que tiene pocas exigencias a otro que las tiene mayores o simplemente, cuando ha sufrido una humillación en clase o fuera de ella, pero siempre dentro del colegio.

Es evidente que la fobia escolar desaparece sola con el tiempo, cuando al chico se le pasa la edad de asistir al colegio, pero para entonces habrá producido un fracaso escolar, y con él, el cercenamiento de muchas posibilidades vitales. Además de este grave problema la experiencia me dice que, por lo general, aparecen posteriormente signos neuróticos más o menos acentuados y tienen una integración familiar y social no demasiado buena.

De todo ello se deduce que las fobias infantiles deben ser tratadas siempre, por muy banales que parezcan, por un especialista y ya hemos dicho que son las técnicas conductuales las que dan mejor resultado, aunque, sobre todo en la fobia escolar, ha de unirse una psicoterapia que, en este último caso, puede ser larga y costosa.

Obsesiones y compulsiones Bastante relacionadas con las fobias se encuentran las llamadas «obsesiones», que si bien son menos frecuentes, también se pueden ver en la infancia y que, en la adolescencia, pueden aparecer en forma de verdaderas neurosis obsesivas.

Todo el mundo habla de obsesiones y de estar obsesionado, pero ¿qué son realmente las obsesiones? Pues las podemos definir como «ideas que se imponen a la conciencia a pesar de no ser aceptadas por ella (si lo fueran se trataría de ideas fijas) vivenciándolas el niño como algo extraño a él, que se le impone por la fuerzas. En muchas ocasiones, estas ideas obsesivas conducen a la ejecución forzada de actos, llamados «compulsiones» y que no son más que una defensa para evitar la angustia que tales ideas le producen.

El primer caso infantil de que tenemos noticia fue descrito por el psiquiatra francés Moreau de Tours, en un tratado que se llamaba nada menos que “La locura en los niños”, que fue publicado en 1888 y en que relataba el caso de un niño que fracasó en sus estudios porque tenía que estar repitiendo constantemente el número trece.

En el niño pequeño, antes de los cinco o seis años, es posible ver actos que, en un adulto, podrían ser considerados como obsesivos pero que, a esta edad, son completamente normales. De este tipo son los «rituales» de la comida (la misma cuchara, la misma silla, la misma persona que tiene que dársela), del sueño (dormirse abrazado al mismo muñeco, oír la misma canción, chupar el mismo pañuelo) o de los juegos (hacer y deshacer repetidamente las mismas torres de tacos, colocar y descolocar el mismo número de coches sin que pueda faltar ninguno, pasar y repasar las hojas del mismo cuento) y que, si no se cumplen, despiertan la ira y el llanto del niño.

Estos rituales pseudo-obsesivos pasan sin dejar ninguna huella y es solamente a los siete u ocho años cuando empiezan los verdaderos síntomas obsesivo-compulsivos.

Las ideas obsesivas son de muy diversa temática y dependen en parte de las circunstancias y condicionamientos exteriores. Antes, por ejemplo, eran muy frecuentes los «escrúpulos» o ideas de pecado, tanto en niños como en adultos, y a este propósito recuerdo muy bien el caso de un chico que tenía una imagen de la Virgen clavada en la cara interna de su pupitre y que, a lo mejor en mitad de una clase, se acordaba que había dejado encima de todos los libros el de Historia Sagrada, que tenía un dibujo de Adán y Eva desnudos y, rápidamente, levantaba la tapa del pupitre, quitaba el libro y lo metía debajo de todo «para que no tocara la estampa» y así se quedaba tranquilo por el momento aunque, al poco tiempo empezaba a pensar que ahora el libro que estaba arriba era el de Historia, que también tenía hombres primitivos no muy vestidos y comenzaba otra vez la misma operación, pasándose así la clase para desesperación de los profesores y la ansiedad del niño que racionalmente comprendía que era una tontería, pero no podía dejar de hacerlo.

Es frecuente también el miedo a las enfermedades y la idea obsesiva de que puede contagiarse de mil modos diferentes, tal como sucedía en varios casos vistos por mí, en los que, cada vez que se hacían un arañazo corrían angustiados a que se les pusiera la inyección antitetánica.

La misma muerte es también motivo de obsesiones, aun en los niños, como es el caso de una niña de siete años que empezó a hablar continuamente de la muerte y a hacer preguntas del tipo de «Y si me meten en una caja, ¿ya no respiro?» o «¿Qué pasa cuando se muere uno?» y vivía con el continuo temor de que se le muriera su madre y la dejara sola.

Las compulsiones son también frecuentes acompañantes de estas ideas obsesivas, tal como la de lavarse las manos muchas veces por la creencia de que están sucias y pueden enfermar (cuando digo muchas veces me estoy refiriendo a treinta o cuarenta), recorrer con un dedo las cuatro paredes de un cuarto para que a su padre no le pase nada porque está de viaje o, como un niño de nueve años que vi en cierta ocasión, que comenzó a pasarse horas y horas moviendo rítmicamente una cuerda, que se metía en la boca si se intentaba quitársela y que, solo al cabo de mucho tiempo, confesó que lo hacía para que le aprobaran en el colegio, mejor dicho, para que no le suspendieran, porque estos rituales suelen ser de evitación de cosas desagradables.

Durante la pubertad aparecen preocupaciones obsesivas de tipo metafísico o filosófico como la existencia de Dios, el origen del hombre, la locura, el infierno, pero siguen persistiendo las anteriores y otras muchas, más o menos extravagantes, como el de un chico de catorce años que me confesaba angustiado que le invadía el pensamiento de que podía estrangular a su madre.

Estos dos últimos ejemplos son un exponente de lo que se llaman «obsesiones por contraste», es decir, que lo último que querrían hacer es precisamente el objeto de las mismas.

Y así multitud de ideas, que a los demás nos parecen extravagantes, pero que para ellos son de una certeza absoluta. ¿Qué les parece el caso de un niño de doce años que tenía miedo a comer por si la comida tuviera algún pequeño trozo de cristal, por haberse roto algún vaso cerca? En los niños, pero sobre todo en adolescentes, además de las ideas y de las compulsiones, puede verse lo que se conoce con el nombre de «carácter obsesivo», caracterizado por una meticulosidad y un orden tan excesivos, que se hace muy difícil convivir con ellos.

Una de las características de los niños y adolescentes obsesivos, que les diferencian de los obsesivos adultos, es la de que, así como éstos «rumian» sus ideas sin comunicárselas casi nunca a nadie, aquellos las exponen una y otra vez a los padres buscando que les liberen del suplicio de la idea o del acto impuestos, pero como éstos recurren al raciocinio para convencerles de lo infundado de los temores, no hacen sino aumentar su ansiedad, pues los primeros convencidos de lo infundado de su irracionalidad son los propios niños.

Uno de los casos en que con más crudeza se manifestaba lo último que acabo de describir, fue el de un adolescente de trece años, que obligaba a su madre a pasar dos y tres horas todas las noches junto a él, cogiéndole la mano cuando estaba ya acostado, para contarle sus obsesiones, con la esperanza de que ella se las disipara, terminando siempre con una crisis de ansiedad en que culpaba a la madre de lo que le pasaba.

Naturalmente no todas las obsesiones son tan intensas, hay toda una gradación. ¿Qué chico no ha sentido alguna vez el impulso de no pisar las rayas de una acera o quizá contar los escalones de una escalera? Y esto es absolutamente banal. Más importantes son ya los síntomas obsesivos aislados de los siete a diez años, pero también suelen pasar sin dejar ninguna huella, no así los que van estructurando una personalidad obsesiva, que se manifiesta ya con toda su fuerza en la adolescencia, en la que estas ideas y actos llegan a constituir una verdadera neurosis obsesiva.

Para terminar esta descripción de lo que son los trastornos obsesivo-compulsivos en estas edades, hay que alertar a los padres cuando éstos son muy intensos y duraderos, sobre todo a la edad de la adolescencia, pues pueden constituir los primeros síntomas de una psicosis que comienza.

Para su tratamiento hay que consultar a un especialista psiquiatra pues, aunque se debe hacer también una psicoterapia profunda y una terapia conductual, hay que recurrir en el 90% de los casos a un tratamiento con imipramina.