Francisco J. Mendiguchía, “El niño que se rebela”

Un gran número de consultas que se nos hace a los especialistas en psicología y psiquiatría infantiles, están motivadas por una conducta que desazona a los padres, quizá no inmediatamente, pero sí al cabo de un cierto tiempo de su aparición.

La primera entrevista suele comenzar así: «Doctor, ¿qué podemos hacer con este niño, o esta niña, que desde hace algún tiempo dice a todo que no? No quiere obedecer, se rebela cuando queremos imponer nuestra autoridad y el “no quiero” lo tiene siempre en la punta de la lengua, y el caso es que antes era muy obediente.» Cuando les pregunto ¿cuántos años tiene?, la respuesta más corriente es que tiene alrededor de cuatro años.

En la mayoría de los casos sucede que nos encontramos ante un niño en esa primera edad difícil, caracterizada por el negativismo y la terquedad y que ha recibido diversos nombres, como «primer período tempestuoso», «primera edad rebelde» y hasta «primera pubertad» por lo conflictiva que resulta para los padres y que, en realidad, no es más que una característica del desarrollo psicológico normal del niño.

Es en esta etapa cuando se produce un fortalecimiento del Yo infantil, que es lo que le lleva precisamente a este negativismo en un intento de afianzar su personalidad frente a los adultos, sus leyes y sus órdenes.

Los padres se extrañan ante ese primer «no quiero» del niño, sin pararse a pensar en la gran cantidad de «yo quiero que», «haz esto» o «no hagas lo otro» que le han dicho y seguirán diciéndole.

Este «no quiero», no es más que una forma que el niño tiene para decir, «hay que contar conmigo a partir de ahora», y esto no es malo en sí, porque cuando un niño se resiste activa y francamente a ciertas órdenes, aunque estén bien dadas, muestra que ni la hiperprotección, generalmente materna, le ha abrumado, ni el tratamiento duro, generalmente del padre, le ha aplastado hasta el punto de no atreverse, en ambos casos a «luchar en defensa propia».

La rebeldía del hijo, el «no quiero» por sistema, primero sorprende a los padres que no lo esperaban y luego acaba constituyendo una amenaza para su amor propio, pues no entienden que, habiéndose portado muy razonablemente con él, éste se rebele, al parecer sin razón ninguna pues, como dicen ellos: ¡si no le pedimos nada que no se le pueda pedir a un niño de su edad! Francamente, se sienten desilusionados y un tanto confusos, confusión que aumenta cuando, al preguntar en la guardería o colegio al que acude el hijo, les dicen que allí el niño se porta bien, no es negativo y no tienen ningún problema de rebeldía.

Lo mismo sucede si va a pasar la tarde en casa de un amigo o de unos primos, pues los padres de éstos comentan que es un chico adorable y obediente.

Todo ello acaba produciendo una cierta inseguridad y ansiedad en los padres, que piensan: ¿en qué estamos fallando? Y es que los niños parece que tienen muy desarrollado el sentido de la oportunidad y del dónde, cómo y cuándo pueden hacer las pruebas de su naciente personalidad y hacer valer sus derechos, sin peligro y con provecho.

He hablado del dónde y cuándo, pero también hay un «cómo», pues la resistencia infantil no se muestra sólo por medio de palabras, el «no» y el «no quiero», sino que también puede hacerlo bajo otras formas.

Una de ellas es la de utilizar su conducta y así, se resiste a la comida o la vomita voluntariamente (hay niños que son realmente unos virtuosos en esto de provocar el vómito), simula no oír o comprender las órdenes que se le dan, se queda sentado cuando tiene que moverse o viceversa, no obedece las órdenes que ya se habían hecho rutina con anterioridad, se niega a orinar hasta que ya no puede más o llega a hacerlo encima, lo mismo pasa con la defecación, no quiere irse a la cama a la hora acostumbrada y mil formas más de manifestar su negación ante los mayores, cosa que desconcierta a sus padres más aún que las palabras.

No se le oculta a nadie que en esto de la rebeldía, como en todo lo que se refiere a la conducta infantil, no todos los niños son iguales, y los hay más tercos y negativistas que otros, que son más dúctiles y conformistas ya desde que nacen, y esto ocurre porque no todos los temperamentos, N_ después los caracteres, son iguales.

Los mayores y la rebelión de los hijos Claro es que también los mayores podemos contribuir a fomentar la resistencia del niño si, valga la expresión, se le «provoca» acompañando nuestras órdenes de gritos y malos tratos, si se le dan instrucciones contradictorias (por la misma persona o por otras) o con «doble mensaje» («haz esto porque si no se lo contaré a papá cuando llegue») o se le comunican demasiados mandatos, aunque éstos sean acertados, al mismo tiempo.

Cuando a un niño de esta edad se le dicen cosas como “ven aquí inmediatamente”, “come sin hacer ruido”, “no hables en voz tan alta”, “no toques los alfileres” o “deja la TV y vete a dormir”, hay que evitar los «porque sí», «porque yo lo mando» y acompañarlas de los razonamientos pertinentes del porqué de las prohibiciones, naturalmente en un lenguaje apropiado a la edad del niño. También hay que ser un poco dúctil al dar órdenes a los hijos y no exigir, salvo en raras excepciones, su cumplimiento inmediato pues hay que darles algún tiempo para que venzan la inercia del cambio y madure interiormente lo que se le exige.

Hay que tener también mucho cuidado en no prohibirles cosas que nosotros nos permitimos hacer delante de ellos, tales como «niño, sal de la habitación que tú no puedes ver esta película» y nosotros nos quedamos viéndola o, en caso de hacerlo, como cuando le prohibimos beber vino y nosotros lo bebemos, se debe explicar el por qué de la prohibición.

A veces, lo que sucede es que un niño, que hasta entonces no se había mostrado más rebelde de lo normal para su edad, aumenta su negativismo y terquedad hasta hacerse verdaderamente molesto para los padres, los cuales reaccionan aumentando los castigos y las reprimendas, que no hacen más que incrementar aún más la conducta negativa del hijo. En realidad, lo que el niño hace no es más que un intento de llamar la atención sobre él porque ha sucedido algo que le hace sentirse desgraciado, como puede ser el nacimiento de un hermanito, que su madre se haya puesto a trabajar y ya no está tanto tiempo con él o, simplemente, que cree que los padres atienden demasiado a un primito que ha venido a pasar una temporada con ellos.

Este primer período de terquedad suele desaparecer hacia los cinco o seis años, por lo menos en su forma más llamativa, porque el niño es ya una personita más segura de sí misma y no tiene que recurrir al negativismo como sistema, aparte de que va aprendiendo a ser realista y a adaptarse a las circunstancias.

El segundo período de rebeldía A los nueve o diez años, tanto en los niños como en las niñas, se suele producir una segunda fase de rebeldía y ello debido a dos hechos fundamentales: a) El niño traslada sus intereses de la familia al grupo, del que acepta unas normas que no obedece en casa, y al colegio, en el que sucede lo mismo. Por ello, a esta edad, son más frecuentes los casos de niños que son rebeldes en casa y casi modélicos fuera de ella.

b) Nace su espíritu critico y, gracias a él, comienza a juzgar las cosas, los hechos y las personas con criterios propios. Como este sentido crítico alcanza a los padres, a los que empieza a ver como realmente son y no como los tenía idealizados, los bajan del pedestal en el que les tenían colocados, y esta frustración le hace enfrentarse con ellos en una lucha que empieza ahora y no terminará hasta que pasen a la fase siguiente de su desarrollo psicológico.

La gran rebeldía: la adolescencia Y con esto llegamos a la fase de «la gran rebeldía»: la adolescencia. Ésta comienza a los doce años por término medio y termina hacia los dieciséis o diecisiete (la edad de los «teen» de los americanos) y que, por la problemática que suele resultar, se le dan los apelativos de «crisis», «época de tormenta y tensión» y otros parecidos, todos con un cierto tinte peyorativo, que no hacen más que señalar que el adulto considera esta edad como algo peligroso ante la que adoptan una aptitud defensiva y aun medrosa. Títulos de libros como “Socorro, tengo un hijo adolescente” muestran cuál es el estado actual de la cuestión, siendo lo peor que los padres, «por si acaso», adoptan sistemáticamente una actitud de prevención, y aun de hostilidad, frente a los chicos que llegan a esta edad.

Esta rebeldía juvenil está motivada fundamentalmente por dos razones: inseguridad del niño que empieza a dejar de serlo, pero todavía no es un hombre, y el enfrentamiento con un mundo desconocido y amenazador con más interrogantes que respuestas.

Ya no le valen las de los padres y él todavía no ha encontrado las suyas, lo que le hace ir en una busca desesperada de una identidad que todavía no tiene; si ya no soy un niño, pero tampoco soy un adulto, ¿qué soy? Y entonces acude al mismo mecanismo que tan buenos resultados le dio cuando era más pequeño: ¡Me opongo!, pero ¿a qué?, pues a todo o casi todo, empezando por las normas familiares y acabando por las sociales.

Para no sentirse demasiado culpables por su rebeldía, se sienten víctimas. ¡Cuidado, lo sienten verdaderamente, no es una comedia!, por lo que resulta que son los padres los culpables, los que no les comprenden. Pero es que tampoco les comprenden en el colegio y mucho menos la sociedad, que está podrida y a la que hay que cambiar radicalmente y, si llega el caso, destruirla tal como es.

Los padres pierden su condición de guías y mentores y se sienten frustrados e impotentes frente a la nueva situación y ante los hijos que les rechazan, y a su vez éstos, que todavía les aman, se sienten culpables de su desvío y de su comportamiento rebelde.

Se produce así una situación en la que ni los padres ni los hijos están seguros de si su comportamiento es correcto, lo que genera una confusión de sentimientos, temor, amor, admiración, rechazo, rivalidad, hostilidad, que aumentan aún más la inseguridad del adolescente y la situación de conflicto en que vive y que sólo el paso del tiempo será el encargado de atenuar, pues precisamente tiempo es lo que el chico a esta edad necesita para alcanzar su identidad y adquirir la seguridad en si mismo, que haga innecesario recurrir a los mecanismos de oposición.

Si nos centramos ahora en su comportamiento social, vemos que también tiene el adolescente que hacer frente a una situación insegura, pues ya no se siente protegido, ni él lo desea, por la familia y por ello se agrupa en lo que se denominan «grupos de pares», es decir, grupos o pandillas formados por chicos y chicas de la misma edad. Estos grupos tienen a su vez reglas de conducta pero, que por ser suyas, son más satisfactorias y se someten gustosamente a ellas.

Se produce así una identificación con unos valores nuevos, que van desde el modo de vestir hasta las ideas políticas, desesperando a unas madres que no conciben que sus hijas se nieguen a vestirse como a ellas les gusta y vayan, en su criterio, hechas unos adefesios o a unos padres que se horrorizan porque sus hijos se hagan un moño o se pongan pendientes en una oreja.

Tampoco entienden los padres que sus hijos adolescentes opinen en política justamente lo contrario que ellos, no siempre claro está, progres si son conservadores y conservadores cuando son progres. A este respecto recuerdo dos casos muy ilustrativos: El primero es el de un coronel del ejército que, hace treinta años, me llevó a consulta a su hijo de diecisiete porque se había metido en una organización política demócrata, lo que era indicio de que estaba mal de la cabeza; y el segundo es el de una madre, que era militante maoísta y que hace un par de años me consultó porque se llevaba muy mal con una hija de trece años que, entre otras tosas, se burlaba de ella diciendo: «¿Y tú eras de las que, hace unos años, se manifestaba haciendo el tonto levantando el puñito?».

Naturalmente no todos los adolescentes se comportan así, ni es lo mismo pasar la adolescencia en un pueblo de pocos habitantes que en una gran ciudad, ser obrero o pertenecer a la «jet», haberse criado en una familia en la que los padres saben cómo ocuparse de los hijos o haberlo hecho en otra en la que los padres se llevan mal, están divorciados o no se ocupan de ellos. Si quisiéramos forzar un poco las cosas, diría que no hay dos adolescentes iguales, a pesar del estereotipo «rebelde» que he descrito.

Hace ya bastantes años, un injustamente olvidado filósofo alemán llamado Spranger, agrupaba a los adolescentes según los «valores» que éstos prefieren, lo cual me parece un excelente punto de vista y me ha servido a lo largo de mi ya dilatado ejercicio profesional.

Este autor dice que hay adolescentes «intelectuales» que se interesan por el mundo de las ideas; «estetas», que experimentan una fuerte atracción por lo bello; «activos», siempre necesitados de acción, sea la que sea; «sociales», altruistas y con fuertes sentimientos de solidaridad; «entusiastas», de grandes ideales políticos o religiosos; «místicos», que buscan a Dios en el recogimiento y la soledad, etc.

Realmente es difícil encontrar tipos puros con un solo valor dominante, pudiendo servir de ejemplo a este respecto, el de un campeón de España de atletismo que ya «iba» para sacerdote al mismo tiempo.

Por ello, la misión de los padres en esta difícil edad, es la del cultivo de alguno de estos valores, para así «individualizar» al adolescente y evitar su gregarismo hasta que logre su identificación y la adquisición de la seguridad tan anhelosamente buscada, y ello aunque los valores del hijo no coincidan exactamente con los de los padres, siempre que haya unos valores éticos morales y religiosos de los que no se debe prescindir.

Los rebeldes patológicos Todo lo escrito hasta aquí sobre la rebeldía de los hijos se ha referido a una rebeldía normal, pero las hay también que, por su extremosidad, caen en lo que pudiéramos llamar «rebeldía patológica», tan patológica que en la última revisión de la Clasificación de Enfermedades Mentales de la Academia Americana de Psiquiatría (DMSIIIR) se incluye con el nombre de «Negativismo desafiante», describiéndolo del modo siguiente: «Comienza a los ocho años y no pasa de la temprana adolescencia usualmente, es más frecuente en niños que en niñas y dentro del hogar que fuera de él y, por lo menos durante seis meses, se encoleriza a menudo, discute con los adultos, rechaza las peticiones o reglas de los mismos, hace deliberadamente cosas que molestan a los demás, reprocha o acusa a los demás de sus propios errores, es resentido, rencoroso, vindicativo y, a menudo, reniega o usa un lenguaje obsceno.» Cuando el cuadro rebelde llega a adquirir esta importancia, es conveniente consultar con un especialista, porque el pronóstico puede no ser demasiado bueno. En un estudio de seguimiento que hice en dieciocho chicos y catorce chicas encontré que la evolución no fue, en general, favorable, pues ya con veinte o veinticinco años el 40% de ellos estaba igual o peor y la integración familiar sólo se consideraba buena en trece de los treinta y dos casos.

Los niños que no se rebelan Con esto acabamos con los chicos que se rebelan, pero ¿qué pasa con los que no se rebelan nunca? A estos niños no solemos verlos por nuestras consultas porque, en nuestra sociedad, los niños que son obedientes, tranquilos, poco exigentes y no protestan por nada, no molestan ni incordian a padres ni maestros y son muy bien aceptados. Sólo si esta pasividad es muy llamativa, acaba llamando la atención de los padres, sobre todo si se trata de chicos, a los que parece que se les exige agresividad, pues las chicas, por definición, son más juiciosas y tranquilas.

Esta pasividad bien puede ser un rasgo caracterológico: los niños «apáticos» y «amorfos» de la antigua tipología de Le Senne Heymans, cosa que se aprecia prácticamente desde la cuna, bien puede ser un producto de su educación y circunstancias ambientales, cuando unos padres rígidos y dominantes aplastan la personalidad del niño. A estos padres el psicoanálisis les conoce, como es su costumbre, con otro horrendo nombre: padres «castradores».

También se puede producir este tipo de reacción pasiva cuando hay, por el contrario, una ausencia tal de control paterno, que el niño se refugia en su pasividad y bondad para sentirse así más seguro y evitar enfrentarse con problemas, frente a los que no sabe cómo reaccionar porque no se lo han enseñado. Otras veces lo que pasa es que el medio en el que ha vivido, la familia, ha sido preparado tan artificialmente por los padres a fin de protegerlo y evitarle fricciones que, al dárselo todo hecho, caerá indefectiblemente en dificultades cuando los problemas se presenten, cosa que sucede siempre, tarde o temprano.

Estos niños pasivos suelen jugar solos y no forman parte de grupos, así como tienden a refugiarse en fantasías compensatorias, que de momento les ayudan, pero que, a la postre, aumentan aún más su aislamiento.

La última oportunidad de los niños pasivos es la etapa de la segunda rebeldía, la de los ocho-nueve años, cuando su personalidad se afirma, su afán de expansión es mayor y sienten más la necesidad de romper la excesiva vinculación que les ata a los padres porque, si llegan así a la adolescencia, no es ésta la edad más apropiada para salir de esta situación y ya serán, en la mayoría de los casos, unos jóvenes y adultos pasivos que se dejarán arrastrar por los avatares de la vida (Le Senne ponía de ejemplo el caso del rey Luis XVI de Francia) o harán su rebeldía tardíamente, cuando ya no son niños y la sociedad la tolera mucho peor.

Como colofón a este problema de los niños pasivos he de decir que, por lo menos en lo que a mí concierne, la mayoría de los casos en los que he tenido que intervenir ha sido porque los padres consultaban, no por su personalidad sino por los malos resultados escolares obtenidos, pues estos niños casi siempre están entre los malos o, como mucho, entre los medianos dentro del colegio. Y esto porque entre otras muchas causas, conformismo, pereza, parvedad de sus motivaciones, incapacidad para reaccionar ni a premios ni castigos, está la de que carecen de esa «agresividad intelectual» necesaria para aventurarse por los caminos de la abstracción y prefieren la comodidad de lo concreto.