Juan Manuel de Prada, “Otra clase de religión”, ABC, 30.IX.1999

«La religión es la frondosa catedral cultural y moral que nos cobija de la intemperie de los siglos». Publicaba ayer ABC, en su sección de «Cartas al director», una queja bastante razonable de Luis Riesgo Ménguez, en la que, ante la sucesiva displicencia (remolona u hostil, es lo de menos) con que nuestros Gobiernos abordan el problema de la enseñanza de la religión en las escuelas concluía: «Suprimir la clase de Religión es condenar a los jóvenes a una supina ignorancia del hecho más trascendental de la Historia, de nuestra cultura y nuestra idiosincrasia». Si por religión entendemos «un conjunto de dogmas o creencias acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales», según definición del mamotreto de la Real Academia, parece evidente que un Estado laico no tendría por qué incluir esta disciplina en sus planes educativos, salvo acaso en lo que se refiere a esas «normas morales» que la religión cristiana prestó a Occidente. Resultaría incongruente con la libertad de culto que acoge nuestra Constitución inculcar «dogmas o creencias acerca de la divinidad», «sentimientos de veneración» o «prácticas rituales». Pero la religión cristiana -hablar, en términos abstractos, de «Religión» se me antoja un eufemismo demasiado difuso- es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias. Constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura, nuestra moral. Impedir que ese venero incesante de conocimientos esté al alcance de los niños, de los alevines de hombre, equivale a condenarlos a la orfandad espiritual.

De nuevo nos tropezamos aquí con la bajeza y la mezquindad de nuestros politicastros, que se obstinan en confundir el rábano con las hojas, y que además no osan rozar ni las unas ni el otro, por temor a que los tachen de beatorros y vaticanistas, y se malogre su cruzada centrípeto-reformista. Por temor a que la oposición les salte a la yugular y los acuse de pasear bajo palio, han preferido dejar que ese infinito caudal formativo quede arrumbado en los arrabales del olvido, ignorantes o quizá no tan ignorantes, lo cual sería mucho más delictivo, porque a la negligencia se uniría la alevosía de que, al desterrar de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, se está condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Parece como si el moderno ideal educativo se redujese al aprendizaje de la cartilla y de Internet (pronto se suprimirá la primera, para evitar engorrosos trámites); lo que queda en medio, ese profuso y pavoroso vacío, es lo que a partir de ahora tendremos que resignamos a denominar «hombre», aunque sólo merezca la designación de pelele.

Convendría despiojar este asunto de toda la hojarasca demagógica que lo sepulta. Convendría aclarar que la enseñanza de la religión no consiste en inculcar doctrina ni en apedrear las mentes infantiles con los preceptos del padre Astete. La religión cristiana es el barro que nos construye por dentro, la sustancia de nuestros sueños, la argamasa sobre la que han crecido el pensamiento y el arte occidentales, también el fabuloso legado moral sin el cual serían incomprensibles conquistas como la abolición de la esclavitud o la condena de la pena de muerte. Privar interesadamente a un chaval de este continente de revelaciones es como privarlo de su filiación genética. La moral cristiana instituyó la piedad como regla de conducta, el respeto y el amor al prójimo como pilares indubitables de nuestra convivencia. Sustituyó una órbita de valores que gravitaba en tomo al concepto de castigo por otra que gravitaba en tomo al concepto de perdón. ¿Es legítimo ocultar este milagroso acontecimiento histórico que nos cambió para siempre? ¿Es admisible escamotear que hubo un hombre que, para los, además, participó de la sustancia divina que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana? Y, además de fundar una nueva moral, el cristianismo fundó una nueva cultura, refundiendo la heredada cultura pagana y metamorfoseándola en una nueva aleación que ha trascendido los siglos e inspirado las más altas creaciones, de Dante al Greco, de San Agustín a Unamuno. ¿Puede existir una enseñanza que niegue o arrincone el mundo (pues, sin duda, la religión cristiana es una sinécdoque del mundo? ¿No es sonrojante que nuestros niños visiten los museos, en «visitas programadas y con guía» (según el odioso gregarismo de la época), y no sepan interpretar los motivos bíblicos que guiaron los pinceles de Tintoreto o Caravaggio? ¿Qué monstruoso analfabetismo estamos instaurando entre todos? ¿Hasta dónde llegaremos en este proceso de degradación sin fondo? ¿O es que seguimos creyendo que una clase de religión debe consistir en cuatro alardes nemotécnicos con olor a sacristía? La religión es el hombre, la frondosa catedral cultural y moral que nos cobija de la intemperie de los siglos; si perseveramos en el papanatismo, quizá esa intemperie acabe por anularnos.

Alfonso Aguiló, “Jugar en equipo”, Hacer Familia nº 67, 1.IX.1999

Si a cualquiera nos preguntaran cuáles han sido las experiencias más enriquecedoras de nuestra vida, las que mejor conservamos en la memoria y recordamos con mayor satisfacción, casi siempre nos referiremos a vivencias personales dentro de un conjunto de personas a las que apreciamos. Quizá sea la familia, o un equipo de trabajo, o un grupo de personas dentro de un determinado ámbito cultural, o de un deporte, o de lo que sea.

Saber compartir, hacer equipo, sentirse unido a otras personas, es siempre gratificante, y también de ordinario un buen acicate para esforzarse, para mejorar. La presencia de otros nos inspira y estimula a un nivel quizá difícilmente accesible para nosotros yendo en solitario. De los demás aprendemos muchas cosas que nos enriquecen enormemente, y por ayudarles a veces nos sorprendemos haciendo cosas que quizá incluso no haríamos ni por nosotros mismos.

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Jérôme Lejeune, “Un mensaje que está en la vida y es la vida”

Este texto fue escrito por Jérôme Lejeune en 1973. Resume toda la fuerza de certeza científica de uno de los padres de la genética moderna, gran médico y gran científico, descubridor de numerosas enfermedades de origen genético, de las que la trisomia es la mas conocida.

“La genética moderna se resume en un credo elemental que es éste: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida”. Este credo, verdadera paráfrasis del inicio de un viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque sabemos con certeza que toda la información que definirá a un individuo, que le dictará no sólo su desarrollo, sino también su conducta ulterior, sabemos que todas esas características están escritas en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza que va más allá de toda duda razonable, porque si esta información no estuviera ya completa desde el principio, no podría tener lugar; porque ningún tipo de información entra en un huevo después de su fecundación. (…). Continuar leyendo “Jérôme Lejeune, “Un mensaje que está en la vida y es la vida””

Juan Manuel de Prada, “De ratones y hombres”, ABC, 9.IX.1999

La secuencia que describo ya ha ingresado en la mitología del celuloide. Rutger Hauer interpreta a un replicante con fecha de caducidad que, en pleno delirio vesánico, se dispone a exterminar a Harrison Ford sobre las azoteas de una ciudad apocalíptica, arrasada por la lluvia ácida y la propaganda de neón. Rutger Hauer, que acaba de atrapar una aterida paloma y de cobijarla en su pecho, acaricia su plumaje mientras contempla con dilatada crueldad los esfuerzos desesperados de su enemigo; entonces, siente el frío hálito de la muerte infiltrándose en su respiración y se apiada de él. Luego, mientras se va quedando sin aliento, Rutger Hauer fija su mirada azul e hiperbórea en el gurruño de carne trémula en que ha quedado reducido Harrison Ford y le recita las bellezas irrepetibles que han desfilado ante sus retinas. «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir», concluye, con alivio e impotencia, y doblega el cuello, mientras la paloma que resguardaba entre sus inertes manos vuela hacia lo alto, como un alma ebria de luz. De este modo tan sintético y desaforadamente bello, el replicante Rutger Hauer proclama su humanidad y demuestra que la memoria -como la piedad- es una facultad del alma.

El símil que Rutger Hauer elige para designar la extinción de sus recuerdos no parece fortuito. Podría haberlos comparado a briznas de hierba o motas de polvo, pero al otorgarles el rango de lágrimas está, a la vez que reconociendo su precariedad, vinculándolos con las pasiones, con los anhelos, con toda esa argamasa de sentimientos contradictorios que anida en algún recodo del hombre, más allá de los genes y las neuronas. Ahora unos científicos de Massachussetts nos proponen justamente lo contrario: según ellos, la memoria es una mera cuestión de neurotransmisores instalados en el córtex y el hipotálamo. Una manipulación genética infligida a unos ratoncitos ha bastado para mejorar sus dotes nemotécnicas, y ya se especula con la posibilidad de aplicar este experimento a los humanos, para combatir las enfermedades degenerativas de la memoria.

No hace falta profesar el creacionismo para entender que la memoria meramente utilitaria de un animal en nada se parece a la memoria emocional de los hombres, cuyos recuerdos no son meros mecanismos que regulen nuestros hábitos o rutinas, sino también expresiones perennes de una capacidad que nos permite organizar nuestras percepciones según la intensidad con que rozaron nuestra alma (¿debo pedir perdón por emplear esta palabra?). El hombre, a diferencia de los ratones, no recuerda las rutinas que ejecutó hace apenas unas horas o unos días, pero en cambio recuerda el sabor efímero de unos labios, el arañazo lento de la soledad, el sol dorado de la infancia, el ardor repentino del odio. En Massachussetts han conseguido hacer más vívida la percepción que unos ratones poseen de sus rutinas, pero no veo en qué se parece esto a la memoria lírica del hombre, capaz de conservar en ámbar el rescoldo de un amor de adolescencia o el dolor con que nos vapulea la muerte de un ser querido. Esta memoria emocional no creo que pueda depender nunca de genes manipulados, pues es patrimonio del alma, y no sigo con la cita calderoniana porque mis lectores ateos se me rebotarían.

Quizá algún día consigan sintetizar en algún laboratorio de Massachussetts o Pernambuco una droga que estimule nuestra memoria utilitaria, de tal modo que los viejecitos enfermos de alzheimer, en lugar de zurrarse en la ropa, aprendan el camino del retrete, pero nunca conseguiremos rescatar esos continentes hermosos que, como lágrimas en la lluvia, se van disgregando lentamente, mientras viajamos hacia la eterna noche. Esa memoria lírica permanecerá impermeable a la química, y seguirá volando libre, ebria de luz, hacia regiones que no figuran en ningún atlas genético.