Juan Manuel de Prada, “Clonación a plazos”, ABC, 19.VIII.2000

Tiene razón el maestro Campmany cuando afirma que el progreso científico es algo sencillamente imparable. Pero le faltó preguntarse si ese progreso científico persevera en su función originaria, de servicio a la Humanidad, o si, por el contrario, en su carrera alocada en pos de nuevos finisterres de espectacularidad, lo guían propósitos obscenamente mercantiles. Las proclamas sensacionalistas, los métodos poco escrupulosos, la utilización espuria de datos poco concluyentes que enseguida son divulgados por los medios de adoctrinamiento de masas han suplantado el tradicional cauce de exploración científica. Esta «aceleración» de la ciencia ha adquirido ribetes de descaro en el desciframiento del genoma humano, que una empresa llamada sin pudor «Celera» utilizó para su prosperidad bursátil. Antes, los descubrimientos científicos eran expuestos a un escrutinio ético; ahora, su comunicación es casi instantánea, de tal manera que el barullo o fanfarria mediática sustituye y aniquila las consideraciones morales, la decencia, la probidad, el rigor, en fin, esos requilorios del pasado.

Antes, quienes osaban infringir estos trámites, eran de inmediato desterrados al arrabal del descrédito; hoy, esos mismos apóstoles del guirigay mediático, esos ventajistas que aspiran a convertir la ciencia en una gran atracción de barraca con cotización en bolsa, reciben el tratamiento de héroes. El grato tintineo del dinero se antepone así a cualquier consideración ética; y mientras el dinero prosigue su incesante fluir, nos vamos convirtiendo en una sociedad aturdida, ensordecida por el mogollón, desarmada de principios morales. Sólo así se explica el genuflexo beneplácito con que se ha acogido el designio británico de modificar su legislación sobre clonación humana. La premiosidad de este designio delata sus propósitos puramente económicos; la biología celular, como el auge del Internet, asegura pelotazos bursátiles sin cuento, y la Gran Bretaña no puede quedarse al margen del gran banquete universal. Poco importa que nuestro precario conocimiento del genoma humano nos impida saber a ciencia cierta qué enfermedades pueden remediarse mediante la clonación; poco importa que esas células madre que, según se intuye, podrían remediar taras hoy incurables, puedan obtenerse sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos. Poco importa que los cimientos sean endebles; de lo que se trata es de levantar a la mayor velocidad posible un edificio, aunque sea de humo, aprovechando la revalorización del terreno genético. Lo de menos es que luego el edificio se derrumbe; para entonces, el negocio -o el timo- ya habrá rendido sus beneficios.

¿Qué más da si entretanto nos cargamos unos millares de embrioncitos de nada? Esta reducción de los embriones en los que alienta vida humana a meras empanadillas que aguardan en el frigorífico su inmolación sólo puede ser admitida por una sociedad que antes ha claudicado una y mil veces en exigencias éticas que atañen a su misma dignidad. No obstante, y por si todavía anidara algún residuo de escrúpulo en esa sociedad, los urdidores del pelotazo genético se han cuidado de especificar que jamás experimentarán con embriones de más de dos semanas; incluso, en su canallesca propensión al eufemismo, hablan ya de «pre-embriones», los muy cabritos. ¿Pero a quién se proponen engañar estos matarifes de la asepsia? ¿Qué más da que el embrión tenga catorce días o catorce semanas, si lo que se destruye es lo mismo, un organismo con combinación genética propia? ¿O es que lo que pretenden, cepillándoselo tan pronto, es que al embrión no le hayan crecido todavía ojos en el rostro, para no tener que arrostrar su mirada recriminatoria? La mala conciencia propicia estas hilarantes distinciones de plazos; y la sociedad gregaria las acepta como si fuesen dogmas de fe, sin atreverse siquiera a discutirlas. Antes, los plazos servían para pagar nuestras deudas con el banco; hoy, se han convertido en un cómodo sistema para soslayar nuestras deudas con la moral.

Juan Manuel de Prada, “La fuerza de la oración”, ABC, 12.VIII.2000

Jaromir Hladík, escritor de sangre judía, es aprehendido por la Gestapo y, tras un interrogatorio sumario, condenado a ser fusilado. «Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida», nos refiere Borges, en una frase que, desde niño, pensé que iba secretamente dirigida a mí. Hladík impetra a Dios que le permita concluir el drama que está escribiendo: «Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo». A la mañana siguiente, Hladík es conducido ante el piquete. Entonces el universo físico se detiene; la omnipotencia divina ha concedido a Hladík ese año solicitado. Sin otro sostén que la memoria, Hladík va agregando mentalmente los hexámetros que componen su drama; cuando el último epíteto es dirimido, suena la descarga que le borra la vida. «El milagro secreto», se titula el cuento de prosa cincelada y exacta que tan torpemente acabo de resumir.

Me he acordado de Jaromir Hladík después de leer las reacciones sarcásticas, burlonas o meramente ofensivas que han suscitado las declaraciones de Rouco, en las que animaba a los católicos a que emprendiesen «una campaña de oración», solicitando a Dios la abdicación del plomo y de la sangre. Enseguida han surgido folicularios de medio pelo que se descojonaban de Rouco y le ordenaban con chulería o matonismo que se dedicara a sus pejigueras diocesanas y dejase los asuntos serios a personas serias como ellos, que solucionan el mundo cada mañana, ensartando rutinarias condenas en sus artículos o repitiendo las mismas banalidades cada vez que les arriman un micrófono a los belfos. Ciertamente, no podemos esperar que la oración detenga el itinerario de las balas y suspenda el universo físico durante el tiempo necesario para acabar con el drama del terrorismo; los milagros, secretos o escandalosos, ya sólo acaecen en los cuentos de Borges. Pero pitorrearse tan obscenamente de la fuerza de la oración me parece una injuria contra la palabra, que curiosamente es el mismo recurso que emplean –tan devaluadamente, pobrecitos– esos plumillas que han arremetido contra Rouco. ¿Qué consuelo le queda a la víctima inerme, sino la palabra que conforta y ayuda a exorcizar el temor? ¿Acaso son más eficaces las manifestaciones de protesta o las expresiones archisabidas de condena? Si nos burlamos de la palabra musitada en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios, en el que el hombre emplea todas sus potencias intelectuales (la inmaginación y la memoria, la inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso deseo, ¿no deberíamos también carcajearnos de cualquier otra reacción pacífica? Dirá un incrédulo que la oración es inútil, porque no hay un destinatario que la escuche. Entonces lo mejor sería no ofrecer ningún tipo de resistencia a la barbarie, porque, si existe algún destinatario sordo, es el terrorista que empuña la pistola, a quien nuestras quejas e imprecaciones se la sudan. ¿Por qué ese regodeo en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz no usada que le infunda fortaleza y convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión de hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la voz, como un incienso votivo, para contrarrestar el olor de la pólvora. ¿Qué hay de chistoso en esta hermosa decisión? Comenzaba recordando a Borges y concluyo citando a Lucas, que a mí no se me caen los anillos revelando mis lecturas: «¿Y Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Os digo que hará justicia prontamente. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?».