Juan Manuel de Prada, “Clonación a granel”, ABC, 29.I.2001

Se veía venir. Todas esas chorradas de la oveja Dolly y demás animalitos clonados no eran sino el circunloquio de lo que vendría después. Los apóstoles de la clonación sabían perfectamente adónde querían llegar; pero sabían también que la finalidad de sus investigaciones no podía desenmascararse abruptamente. Primero hubo que marear la perdiz con revelaciones parciales que mitigaran el revuelo y fomentaran el consumo de tinta y saliva en discusiones estériles; luego, en un alarde de avilantez, se sacaron de la manga el cuento chino de la llamada «clonación terapéutica». Nos presentaron la inmolación de embriones como la panacea médica del futuro y nos aseguraron que el alzheimer, el cáncer y hasta la encefalopatía espongiforme se convertirían en males tan fácilmente extirpables como una verruga. La regeneración de células que se vislumbraba tras la llamada «clonación terapéutica» auguraba unas ganancias apoteósicas, de ahí que Estado y Capital (dos personas distintas y un sólo dios verdadero) se apresuraran a sumar esfuerzos en una empresa que se adivinaba pingüe. ¿Se acuerdan de aquellas proclamas en que Blair y Clinton y demás mandatarios satélites, erigidos en paladines del progreso, invocaban pomposos fines humanitarios para justificar sus torpes manejos? Aquellas zarandajas demagógicas prendieron en el espíritu del pueblo sojuzgado, que llegó a creerse la milonga. Los apóstoles de la clonación se frotaban las manos: habían conseguido hacernos comulgar con la rueda de molino de su avaricia, servida bajo la apariencia de una eucaristía laica y altruista. Su estrategia de desgaste y confusión había rendido el resultado esperado: la llamada «opinión pública» (esa amalgama de opiniones gregarias que suplantan el desprestigiado sentido común), después de dispersarse en discusiones bizantinas, había adquirido el grado suficiente de docilidad para encajar la revelación definitiva. Por si acaso aún se tropezasen con algún resabio de resistencia, los apóstoles de la clonación han preferido lanzarnos una penúltima andanada envuelta en los afeites de la piedad. Resulta que el doctor Severino Artinori (repárese en la sonoridad sadiana de su nombre) ha anunciado su intención de clonar embriones humanos para implantarlos en la matriz de mujeres infecundas. Para mitigar el repudio que la clonación descarada y a granel promueve en los espíritus más sensibles, se comercia con el instinto de maternidad de las mujeres y con la compasión que la esterilidad despierta entre nosotros. (¡Ah, paradojas de las sociedades progresadas, que se apiadan de quienes han sido desposeídos por Natura de la capacidad para reproducirse, al tiempo que reprimen con saña esa misma capacidad en quienes la poseen!). Pero hasta las sensibilidades más escrupulosas acaban criando callo, a fuerza de recibir pisotones y descarnaduras. Otro de los esbirros del cotarro, el doctor Panayotis Zavos, recurre al tópico literario (demostrando, de paso, que su dominio de los tópicos literarios es bastante calamitoso), para comparar los avances de la clonación con «un genio que ya ha salido de la botella y que controlaremos». Si el doctor Zavos se hubiese molestado en frecuentar las bibliotecas sabría que, desde la caja de Pandora hasta la redoma de Stevenson, pasando por la lámpara de Aladino, los genios que abandonan la botella no se avienen de buen grado a encierros y controles.

Es, precisamente, la clonación descontrolada el finisterre que persiguen estos apóstoles de la ciencia degenerada en negocio. Los hábiles circunloquios que empleen, hasta que su aspiración se consume, no son sino los aspavientos más o menos hipnóticos con que los prestidigitadores disfrazan sus trucos, para que pasen desapercibidos ante el público. Y, hoy por hoy, el público, mareado de falsas artimañas altruistas, ya está suficientemente anestesiado y madurito para acatar la catástrofe. ¿A qué esperan, para quitarse la máscara?

Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001

En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia.

La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran.

Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.

Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001

En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia. La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran. Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.

Alfonso Aguiló, “El abismo de la soledad”, Hacer Familia nº 83, 1.I.2001

«El matrimonio tenía dos hijos: dos muchachos despiertos, inteligentes y resabiados que conocían al dedillo la forma de tratar a sus padres para conseguir lo que se proponían.

»A menudo recurrían a buscar complicidades unilaterales cuando los padres estaban en desacuerdo, y era tal el acierto con que utilizaban sus trucos que siempre salían victoriosos: “Pero no se lo digas a tu padre”, o bien: “Sobre todo, que no se entere tu madre”. Era una forma cómoda de quitarse los problemas de encima, y de aceptar sin aceptar. O de asentir traicionando. Pero ni el marido ni la mujer se daban cuenta de que aquel sistema no sólo malcriaba a los hijos sino que los iba separando poco a poco de ellos. Estaban demasiado ocupados en organizar su vida con agendas apretadas: reuniones, viajes, estrenos, conferencias o invitaciones de alta sociedad, como para divagar sobre las consecuencias de las minucias de sus hijos.

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