Juan Manuel de Prada, “Sambenitos”, ABC, 24.XI.2001

Los reportajes grabados con cámara oculta, ¿son verdadero periodismo de investigación? Así lo considera una sentencia de un juzgado de Valencia que ayer citaba este periódico. Allí se especificaban, como rasgos de esta presunta modalidad periodística, la «simulación de la situación» y la «no revelación de la identidad del interlocutor»; rasgos que, por cierto, también podrían predicarse de cualquiera de esos programuchos que tanto proliferan, dedicados a bromazos e inocentadas de dudoso gusto. Y es que estos reportajes, antes que un subgénero del periodismo de investigación, constituyen un avatar más de una moda televisiva que ha expuesto la intimidad ajena al microscopio de nuestra curiosidad. No creo que podamos entender la naturaleza de estos reportajes, y su éxito repentino, sin vincularlos con esa moda a la que veladamente se adscriben. Invocar pomposamente el «derecho a la información» para defender estos reportajes, sin mencionar que su auge discurre simultáneo al de engendros como «Gran Hermano» o «Inocente, inocente», se me antoja un ejercicio de hipocresía. Los reportajes grabados con cámara oculta satisfacen la misma demanda que esos programas, que no es otra que el anhelo morboso de inmiscuirnos en las existencias ajenas, el deseo de convertirnos en Diablos Cojuelos que impune y cómodamente descubren -con hilaridad, con pasmo, con horror- las miserias más recónditas del prójimo.

Cualquier análisis que se pretenda realizar sobre la legalidad o ilegalidad de estos presuntos ejercicios de periodismo no puede soslayar el reconocimiento de su verdadera naturaleza. El propósito primordial de estos reportajes no es otro que halagar el morbo de la audiencia y asegurarse unas «cuotas de pantalla» suculentas. Quizá existan otros propósitos añadidos (y por lo tanto subordinados) de naturaleza difusamente «social», que los responsables de las cadenas de televisión se ocupan de resaltar, para maquillar sus intenciones crudamente mercantiles; pero pretender que nos traguemos que esos reportajes se realizan por el puro afán de «informar» y «concienciar» al espectador constituye un ejercicio de cinismo que sólo se tragarán los comulgantes de ruedas de molino. Ahora estalla el escándalo, puesto que un juez, con criterio irreprochable, ordena retirar de la emisión un reportaje grabado con cámara oculta en el que unos patrones sin escrúpulos se aprovechan de su posición de dominio para requebrar o magrear a sus empleadas. Los responsables de la cadena que iba a emitir el reportaje, en un alarde de demagogia insoportable, han llegado a resaltar «la paradoja de que haya sido una mujer quien haya dictado esta medida cautelar sobre un asunto que afecta al sesenta por ciento de las mujeres» y blablablá. Como si la justicia se administrase según el sexo de sus ministros; hace falta bellaquería para atreverse a formular esta «paradoja».

Lo que esa medida cautelar del juez reprime -a mi entender con buen criterio- no es el derecho a la información, sino la exposición pública del delincuente. Quien incurre en el delito de acoso sexual, como cualquier otro delincuente, merece el castigo de la ley; pero en modo alguno debe ser expuesto a la vergüenza de la picota mediática. Los condenados por la Inquisición eran paseados en un carro de bueyes y engalanados con un capotillo que proclamaba su delito. Ese capotillo, el celebérrimo sambenito, resucita ahora en estos reportajes de cámara oculta, que quieren someter la culpa del delincuente al vilipendio público. Estos programas, como la publicidad de las listas de pederastas y violadores que hace poco se debatió, sólo contribuyen a devolver la justicia a un estadio de atavismo y vindicta publica que estigmatiza al delincuente y niega su posibilidad de redención, convirtiéndolo para siempre en diana de todos los escarnios. No creo en el periodismo de investigación que convierte la culpa en espectáculo; mucho menos cuando las añagazas de ese presunto periodismo son las mismas que emplean los programas más desatadamente morbosos.

Juan Manuel de Prada, “El rey desnudo”, ABC, 19.XI.2001

Recibo con frecuencia cartas de lectores que me brindan su apoyo y me muestran su agradecimiento, por abordar asuntos o defender posturas -cito a uno de mis corresponsales- «que sólo le granjearán antipatías. No porque lo que usted sostiene sea contrario al sentir general, sino porque quienes sentimos como usted no nos atrevemos a decirlo, para que no nos tachen de retrógrados». La carta que cito me ha llegado en estos días –al hilo de una pendencia descabellada que ha alimentado la liberalidad excesiva de este periódico–, pero su tono dolorido y hastiado responde a un estado de ánimo colectivo y, por desgracia, endémico. Son muchas, demasiadas, las personas que se sienten desalentadas ante el sistemático avasallamiento de sus principios; son muchas, demasiadas, las personas que ante tan eficaz y sostenido atropello ponen la otra mejilla y se refugian en el ostracismo y el silencio, temerosas de que su voz pueda sonar a discordancia irrisoria. Entre el ejército de personas postradas que ya no se atreven a oponer resistencia figuran jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos ellos unidos en la triste fraternidad de la derrota y como resignados a un papel de comparsería sordomuda en el guirigay desatado por quienes los han hecho callar. ¿Para siempre? Me resisto a creerlo. Proclamar que el rey está desnudo se ha convertido en un acto de involuntario heroísmo; pero si no nos atrevemos a proclamarlo, por miedo a ser confinados en los barracones del desprestigio social, acabaremos reducidos a añicos, triturados por la voraz máquina de la mentira.

Esa máquina cuenta con una organización envidiable. Quienes diariamente engrasan sus engranajes se sirven del silencio pusilánime de quienes no se atreven a pronunciar su pequeña verdad, y también del susurro apagado de quienes, por culpa de una tolerancia mal entendida, se dejan apabullar por el griterío de los fanáticos. Contra el fanatismo no valen tibias y afligidas transigencias; contra el fanatismo hay que oponer una beligerancia sin fisuras, una hostilidad a cara de perro. Me escriben muchos lectores que contemplan cómo sus creencias religiosas son arrastradas por el fango, que comprueban cómo sus sentimientos más nobles son tomados a chirigota y vilmente ridiculizados, que descubren con perplejidad cómo la morralla artística es encumbrada a las cúspides del Parnaso. Esa inversión de valores, tan rampante y satisfecha de sí misma, no hubiese sido posible si se hubiese tropezado con una oposición enconada; pero los miserables que la promueven sabían que el odio, el sectarismo y el rencor, esas pasiones sórdidas que guían sus designios, iban a encontrar el campo de batalla expedito, pues enfrente sólo había apatía y desmoronamiento. Y complejos, sobre todo muchos complejos.

Estos complejos vergonzantes han condenado a muchas personas a los arrabales del silencio compungido. Algunas -las más derrotistas– se resignan a una vida subalterna y marginal. Otras -las más bellacas- reniegan de esos principios, o los maquillan con un barniz pringoso que les permita pasar desapercibidas en el concierto de balidos dirigido por los que mandan. Unas y otras dimiten de sus creencias más queridas y arraigadas, o las condenan a la clandestinidad, creyendo que así podrán dar el pego y evitar que se les tache de cavernícolas y fachas. Pero los miserables de alma peluda y embetunada que han propiciado el afloramiento de estos complejos se ríen, mientras tanto, a mandíbula batiente; porque ellos bien saben -como las alimañas, distinguen a sus congéneres por el olfato- quiénes son los suyos y quiénes se esfuerzan en vano por serlo, en un patético ejercicio de travestismo y tragaderas. También saben que el rey está desnudo, pero se las prometen muy felices, puesto que nadie lo denuncia. Espero que algún día se les acabe el chollo.

Alfonso Aguiló, “¿Soberbia yo?”, Hacer Familia nº 93, 1.XI.2001

Un escritor va paseando por la calle y se encuentra con un amigo. Se saludan y comienzan a charlar. Durante más de media hora el escritor le habla de sí mismo, sin parar ni un instante. De pronto se detiene un momento, hace una pausa, y dice: “Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de ti: ¿qué te ha parecido mi última novela?”.

Es un ejemplo gracioso de actitud vanidosa, de una vanidad bastante simple. De hecho, la mayoría de los vicios son también bastante simples. Pero en cambio la soberbia suele manifestarse bajo formas más complejas que las de aquel fatuo escritor. La soberbia tiende a presentarse de forma más retorcida, se cuela por los resquicios más sorprendentes de la vida del hombre, bajo apariencias sumamente diversas. La soberbia sabe bien que si enseña la cara, su aspecto es repulsivo, y por eso una de sus estrategias más habituales es esconderse, ocultar su rostro, disfrazarse. Se mete de tapadillo dentro de otra actitud aparentemente positiva, que siempre queda contaminada.

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