Juan Manuel de Prada, “La entereza de una viuda”, ABC, 23.VIII.2003

En alguna otra ocasión he recordado esa secuencia de Fort Apache, la obra maestra de John Ford, en que las mujeres de los soldados que parten del fuerte, rumbo a una muerte cierta, los ven alejarse, atenazadas por una premoción luctuosa pero firmes como estatuas talladas en pedernal. Una de esas mujeres, que pronto se quedará viuda, pronuncia entonces, con la mirada extraviada en lontananza, una frase llena de misterio y poesía funeral: «Ya sólo veo las banderas». Lo dice con un hilo de voz estrangulado por el llanto, pero a la vez con la entereza de quien acata un difícil designio de soledad. Ford, que tantas veces ha sido tachado de fascista por quienes no entienden la grandeza de la milicia, levantaba así un monumento en homenaje a las mujeres de los soldados, a sus esposas y a sus novias y a sus hijas, a su heroísmo callado, a su resignada aceptación del dolor, a esa valentía suprema que consiste en amar a quien se atreve a arriesgar su vida, arrostrando diariamente la zozobra de recibir un telegrama del frente que anuncia la consumación de la tragedia tantas veces presentida.

Acabamos de ver cómo ese emblema fordiano se ha hecho carne en la persona de Emilia Ripoll, viuda del capitán de navío Manual Martín-Oar. Nadie habría podido reprochar a esta mujer cercenada que se hubiese dejado arrastrar por el desahogo jeremíaco y la increpación, exigiendo reparaciones y esparciendo responsabilidades por doquier. Nadie habría podido censurar a Emilia Ripoll que su dolor se hubiese transformado en rabia y resentimiento, ante la visión del ataúd que albergaba el cadáver de su marido, el hombre que engendró en su carne los hijos que ahora se quedan huérfanos, desligados para siempre de la sangre que les dio sustento. Pero Emilia Ripoll está hecha de una pasta distinta a la del común de los mortales, está habitada por sentimientos y pasiones que sólo caben en los pechos más generosos, que sólo echan raíces en unas pocas personas bendecidas por convicciones inamovibles y trascendentes. Personas en las que el dolor -vivido con una intensidad suprema- no ofusca, sino que enaltece. Esa actitud tan poco acorde con el histerismo contemporáneo, que se regodea en la queja plañidera, quizá resulte anacrónica a algunos, desde luego a quienes -desde las atalayas de la politiquería o la progresía intelectualoide- se han burlado tantas veces del Ejército, caricaturizándolo como una reliquia franquista. Emilia Ripoll ha aceptado la muerte de su marido como una consecuencia de su trabajo, que el difunto entendía como vocación de auxilio y lealtad a unos ideales. Su dolor, nada aspaventero, ha buscado consuelo en la certeza de que su marido ha muerto como desea hacerlo un soldado: «no en una cama -ha dicho esta mujer admirable-, sino en acto de servicio y ayudando a los demás». No se puede expresar con palabras más despojadas el orgullo doliente de ser viuda de un soldado; no se puede compendiar con palabras más exactas el espíritu de la milicia.

Ante tanta entereza, uno sólo puede aportar su silencio conmovido y una gratitud del tamaño del universo. Ese orgullo que redime a Emilia Ripoll y hace fecundo su dolor, ese mismo orgullo sereno que ha sabido inculcar a sus hijos tiene una cualidad contagiosa. Uno se siente, en efecto, orgulloso de saber que aún existen hombres como el capitán de navío Martín-Oar, que no desdeñan entregar la vida «haciendo lo que más le gustaba en el mundo», y mujeres como Emilia Ripoll, capaces de entregar sus mejores años a esos hombres elegidos y de convertirse en sagrarios de su memoria, cuando se quedan solas. Hoy todos somos maridos de esa viuda humanísima, compatriotas de su llanto, de su sagrado dolor, de su esencial heroísmo.

Angel García Prieto, “Psicología optimista”, PUP, 10.VIII.2003

Están teniendo mucho éxito popular, los Estados Unidos, los libros de autoayuda y los cursos que el psicólogo Martín Seligman difunde con el sello de su psicología positiva, escuela que se preocupa más por trabajar las raíces de la felicidad humana que las causas de la patología mental.

Ha venido a España para presentar su último libro “La felicidad Auténtica”, en las Facultades de Psicología de las Universidades Complutense y de Granada, motivo por el que ha tenido varias entrevistas periodísticas en las que ha respondido con sugerentes ideas. Una de ellas es la de explicación del enorme aumento de la depresión y la ansiedad que sufren los ciudadanos de las sociedades ricas, la basa en los “atajos” que se pretenden seguir para conseguir la felicidad, como son por ejemplo las drogas, las compras, el sexo sin amor, la televisión…; en detrimento de otros aspectos verdaderamente positivos de la vida, como el desarrollo personal y el sentido de la vida. Otra razón es que “Cada vez pesa más el individuo y menos las colectividades. La familia cada vez es más pequeña, se desvanecen las ataduras a la nación, a la comunidad, al grupo religioso. Éstas eran las instituciones tradicionales que nos apoyaban en los momentos difíciles, que alo largo de la historia han sido las medidas antidepresivas más eficaces, y están desapareciendo”- decía.

En su libro se muestra optimista respecto al futuro de la Humanidad, a pesar de que no estamos pasando por el mejor momento “ Nos esperan unos meses difíciles. Pero ni Sadam es Hitler, ni Osama (Bin Laden) es Stalin, ni esta crisis económica es la Gran Depresión (…). El siglo XX fue el siglo de Hitler y de Stalin y sus consecuencias, pero conseguimos vencerles”.

Tiene, incluso una receta para la felicidad, que – muy en resumen – la articula en tres niveles. En primer lugar se trata de llenar la vida de los placeres posibles y compartirlos con los demás, describirlos, recordarlos y utilizar la meditación para ser más consciente. “Pero éste el nivel más superficial. El segundo nivel, el de la buena vida se refiere a lo que Aristóteles llamaba eudaimonia, que ahora llamamos el estado de flujo. Para conseguir esto, la fórmula es conocer las propias virtudes y talentos y reconstruir la vida para ponerlos en práctica lo más posible(…)La buena vida no es esa vida pesada de sentir y pensar, sino de sentirse en sintonía con el ritmo de la vida. Creo que mi perro – añade con sentido del humor – lo podría definir así: corro y persigo ardillas, luego existo”. El tercer nivel se basa en poner los talentos y virtudes personales al servicio de una causa más grande que uno mismo, para dar sentido a la propia vida.

Amables sugerencias, perspectivas no nuevas ni geniales, incluso elementales y antiguas- si se quiere -, pero con la sabiduría de lo que es capaz de trascender. Y que de una manera lamentable, a pesar de su sencillez, parecen olvidarse o al menos dejarse de lado, quizás por las prisas, por las exigencias de lo material y práctico, por una vida moderna que no parece darse cuenta de que el desarrollo, el futuro, lo nuevo tiene raíces en lo de siempre, en lo antiguo, en lo que siempre hubo de bueno.