Alfonso Aguiló, “La satisfacción de los deseos”, Hacer Familia 145, 1.III.2006

«Había devorado todo lo que había podido, como un niño goloso, hasta la náusea. Pero tras la saciedad vienen la decepción y la apatía. Un día empezó a sentir un intenso resentimiento, no hacia mí o hacia el mundo, sino porque se había dado cuenta de que en la vida nadie puede competir con sus deseos y salir impune.» Así describe Sándor Márai en una de sus novelas ese fenómeno que a mi juicio está en la raíz de la mayoría de los problemas de convivencia entre las personas. Nuestro egoísmo, que siempre está presente, minando nuestra naturaleza, reclama de continuo la satisfacción de sus deseos. Y esos deseos interfieren con los deseos de los demás. Si no tenemos en cuenta las diferencias con esos deseos de los demás, si no hay un propósito firme de respeto y de ayuda, la convivencia acaba siendo una pugna entre las pretensiones de unos y de otros. La amistad o el amor pueden hacer coincidir inicialmente esos deseos, pero el paso del tiempo tiende a separarlos, y eso hace difícil la convivencia si no hay esfuerzo por superar el egoísmo.

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Juan Manuel de Prada, “El código Dan Brown”, ABC, 4.III.2006

Recuerdo la lectura de «El código Da Vinci» como una experiencia abracadabrante. Creo que se trata de uno de los libros más toscos que nunca hayan caído en mis manos, pero de una tosquedad que no es exactamente pedestre, sino más bien chapucera, casi me atrevería a decir que simpática de tan chapucera. El bueno de Dan Brown no disfrazaba la paparrucha de pedantería, no se preocupaba de maquillar el esquematismo de sus personajes con esos aderezos de pachulí introspectivo que suelen utilizar otros fabricantes más duchos de «best-sellers», no se molestaba en sazonar su peripecia con una mínima dosificación de la verosimilitud, ni siquiera se recataba de repetir hasta la machaconería los mismos trucos efectistas o de introducir con calzador aclaraciones que parecían postular un lector infinitamente lerdo. No, señor. Aquello era un bodrio mondo y lirondo, sin afeites ni disfraces; un bodrio candoroso, risueño, como encantado de haberse conocido. La impresión estupefaciente que me produjo su lectura nunca antes me le había deparado libro alguno; para describirla, tendría que compararla con esa hilaridad lisérgica, entreverada de pasmo y delicioso sonrojo, que me procuran las películas de Ed Wood, donde los ovnis siempre son platos de postre envueltos en papel de aluminio y los actores recitan sus parlamentos como si estuviesen en estado de trance hipnótico. Recuerdo con especial delectación un pasaje de la novela en el que los protagonistas, inmersos en su delirio esotérico-patafísico, se topaban con un mensaje presuntamente críptico que el bueno de Dan Brown reproducía, para que el lector se estrujase las meninges en su dilucidación; el mensaje se veía a la legua que era la imagen invertida que devuelve el espejo de un texto escrito en castellano (o inglés en el original), pero los protagonistas se tiraban algo así como veinte páginas discutiendo si estaría redactado en arameo o sánscrito, ocasión que el bueno de Dan Brown aprovechaba para tirar de erudición Google y colarnos unos tostonazos desquiciados sobre tan venerables y vetustas lenguas, por supuesto regados por doquier de gazapos y disparates históricos. También deambulaba por allí un sicario albino que se nos presentaba como «monje» del Opus Dei (¡vaya calladita que se tenía la Prelatura esta sucursal monástica!); y, en fin, todo tenía en el libro el mismo aire chusco, como de borrachera de anisete espolvoreada de anfetas. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “El código Dan Brown”, ABC, 4.III.2006″