26. ¿Demasiado joven?

En momentos difíciles,
la audacia sirve muchas veces de prudencia.

Publio Siro

       
       Luis Gonzaga era el mayor de los hijos del príncipe imperial italiano Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere. Don Ferrante puso todos los medios para que su hijo Luis fuese un prestigioso militar como él. En 1577, cuando tenía nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolo a cargo de varios tutores. A Luis le atraían mucho las aventuras militares, así como las posibilidades que le ofrecía el hecho de ser el primogénito y heredero de tan importante familia. Sin embargo, desde muy joven veía que un ideal más grande se abría camino en su horizonte personal.
      
       Fue en Montserrat, cuando tenía quince años, donde percibió con claridad en su interior una llamada de Dios. Habló de ello primero a su madre, que aprobó enseguida sus proyectos. Pero en cuanto lo supo su padre, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que le azotaran hasta que recuperase el sentido común. Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras repetía: "¡Mi hijo no será fraile!".
      
       Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como al principio. Se sucedieron escenas muy violentas entre padre e hijo. Persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al poco tiempo se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. El chico se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se añadió la oposición de la mayoría de sus poderosos parientes -algunos de ellos eclesiásticos-, que recurrieron a diversas promesas y amenazas para disuadirle.
      
       Ferrante hizo los preparativos para enviar a su hijo a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de su hijo. Después de haber dado y retirado su consentimiento varias veces, Ferrante capituló por fin. Al recibir el consentimiento imperial para transferir los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: "Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas".
      
       Luis partió hacia Roma para ingresar en el noviciado en 1586, cuando tenía dieciocho años. Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo abandonó el hogar paterno, aquel hombre había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de aquella vida de entrega había sido una luz que le hizo mejorar mucho en sus últimos momentos.
      
       Al poco de iniciar su vida religiosa, Luis tuvo que sufrir otra difícil prueba: la alegría espiritual que había tenido desde su más tierna infancia, desapareció de pronto. Pero supo ser fiel también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que le permitieran trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más materiales de servicio a los demás.
      
       Su vida fue muy breve. Murió con fama de santidad en 1591, a los veintitrés años de edad. Pronto fue canonizado, y posteriormente proclamado protector de los estudiantes jóvenes y patrono de la juventud cristiana.
      
       "Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud", escribió San Juan Bosco. La Iglesia ha bendecido siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. El panorama de los santos de la Iglesia católica nos muestra que la mayoría de ellos se entregaron a Dios siendo jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver que la Iglesia rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo. San Bernardo, gran doctor de la Iglesia, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de veinticinco años. La mayoría de los mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. San Estanislao de Kostka murió a los dieciocho, Santa Teresa de Lisieux a los veinticuatro, San Casimiro de Polonia a los veintiséis, Domingo Savio a los catorce, Kateri Tekakwitha -la primera indígena norteamericana beatificada- a los veinticuatro. Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la sempiterna cantinela de que "son demasiado jóvenes para entregarse a Dios", o que "han de esperar a saber más de la vida", o que "han de probar antes otras cosas", ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita de muchos años de edad.
      
       Dios llega casi siempre en la juventud, en la hora ordinaria del amor. El primer atisbo puede experimentarse en la niñez o en la adolescencia. Teresa de Lisieux deseó hacerse religiosa desde el primer despertar de la razón, y así lo cuenta con detalle en sus memorias, cuando relata la ocasión en que, a los catorce años, en 1887, pidió a León XIII que la dejase entrar a esa edad en el Carmelo.
      
       -Pero no siempre será así. Supongo que la vocación puede llegar a cualquier edad.
      
       Efectivamente, cuando Dios llama, importa poco la edad. Ya hemos visto que San Alfonso María de Ligorio se decidió a los veintisiete, San Agustín se bautizó a los treinta y tres, y San Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta y dos. No existe una "edad perfecta" para la entrega. Dios llama cuando quiere y como quiere. Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para corresponder a su llamada. Pero el amor humano suele llegar en la juventud, y Dios suele llamar en la juventud. La Virgen era una adolescente. San José debía de ser también bastante joven. Y Juan, el único apóstol que acompañó al Señor al pie de la cruz, era también un adolescente.
      
       Cinco siglos antes, Jeremías vivía en Anatot, un pueblecito cercano de Jerusalén, en la finca de sus padres, cuando fue llamado por Dios a ser su profeta. Según cuenta el Antiguo Testamento, el chico se resistía a esa llamada aduciendo que él era demasiado joven y débil para esa tarea tan importante, pero Dios le respondió: "No digas que eres demasiado joven o demasiado débil, porque Yo iré contigo y te ayudaré".
      
       Ser muy joven no es motivo para retrasar la entrega a Dios. La juventud es la época del amor. Cuando se es joven, se está menos maleado, menos desencantado y menos mediatizado por el egoísmo. El corazón joven es más libre para el amor. Además, no vamos a esperar a ser viejos para darle a Dios las sobras de nuestra vida. Cualquier tiempo es bueno para la entrega, pero la juventud es la mejor edad. Es el momento en el que comienzan a despuntar los ideales que impulsarán el resto de la existencia.
      
       Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la juventud y realizado en la madurez. Por eso insistía Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: "¡No tengáis miedo de vuestra juventud! ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del amor que os pide que hagáis, de vuestra vida, un servicio a los demás!".
      
       -Pero no puede negarse que la entrega a Dios de gente muy joven tiene sus riesgos.
      
       Es verdad que no todo ambiente autodenominado religioso es solo por eso recomendable para un joven. Pero me parece que una persona que se plantea entregarse a Dios suele tener un grado considerable de madurez y es capaz de distinguir entre un lugar de manipulación y una institución o unas personas que tienen la garantía de la autoridad eclesiástica.
      
       -¿Y por qué ahora hay menos vocaciones?
      
       Depende de dónde, porque en muchos lugares hay ahora muchas vocaciones. Pero cuando no hay vocaciones, conviene reflexionar sobre por qué ocurre. "Porque quizá -como ha escrito el arzobispo Fernando Sebastián- sí que hay vocaciones, porque Dios sigue llamando para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que quizás faltan son respuestas.
      
       "La voz de Dios se oye solo cuando hay un cierto grado de silencio interior. Es una voz íntima, que resuena solo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre lo exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores, no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta."
      
       Todos debemos sacar tiempo para cuestionarnos nuestra propia vida y preguntarnos para qué estamos en este mundo, qué es lo que puede dar verdadero valor a nuestra vida, lo que puede llenar el corazón y dar felicidad a largo plazo. No podemos ser cristianos de seguir la corriente. Hemos de tener el valor de decir, como San Pablo, "¿Señor, qué quieres de mí?". Esta es la actitud indispensable para poder escuchar la voz de Dios. Preguntar al Señor cuál es nuestro puesto, dónde nos quiere, qué necesita la Iglesia de cada uno de nosotros, qué podemos hacer por el bien de los demás.
      
       Responder a la vocación personal es tanto como vivir con libertad la propia existencia. Aceptar la propia vocación es intentar vivir libremente según el designio de Dios sobre nosotros. Por eso hemos de rezar por las vocaciones, pero no solo por la vocación de los demás, sino también y sobre todo para que Dios nos haga ver nuestro propio camino.
      
       "La ayuda decisiva que nuestros jóvenes necesitan -concluía Fernando Sebastián- es una comunidad cristiana clara, entusiasta, una comunidad de hermanos que rezan, que se quieren, que colaboran con alegría y con confianza dentro de la acción misionera de la Iglesia. Este es el clima que hay que difundir en nuestra Iglesia y esta es la labor que tenemos que hacer entre todos, padres, educadores, catequistas, sacerdotes, para que vuelvan a florecer en nuestra Iglesia las vocaciones y las respuestas, respuestas de todas clases y en todos los tonos, familias cristianas, apóstoles seglares, vírgenes consagradas, misioneros, sacerdotes."