6. Capacidad de escucha

No es tan dañoso oír lo superficial
como dejar de oír lo necesario

Quintiliano

Cuando el aprendiz está maduro
encuentra siempre a su maestro.

Alejandro Llano


Samuel era hijo de Elcana y de Ana. Vivía junto al sumo sacerdote Helí. Y una noche Dios quiso mostrarle su vocación. Samuel descansaba en una habitación cercana a la de su maestro, cuando escuchó una voz -“Samuel, Samuel”- que le llamaba por su nombre.

Se extrañó. A nosotros nos hubiese sucedido lo mismo. Pensamos que Dios debe llamarnos tal y como nos lo imaginamos. Y naturalmente, dentro de nuestro horario de visita. ¿A quién se le ocurre venir a media noche?

Samuel se sobresaltó. Y luego le entró la duda. Esa llamada que creía sentir, ¿era fruto de su imaginación, del sueño…, o era efectivamente un deseo real de Dios? Podría haber seguido durmiendo. Podría haber esperado a la mañana siguiente. Podría haber pensado que era una de tantas cosas un poco extrañas que se imagina uno a veces. Aquello había sido solo una llamada vaga en el silencio. Pero se levantó y fue a despertar a Helí. Escuchó una voz que llamaba en la intimidad del alma, y acudió a quien pensaba que le podía dar un buen consejo.

Pero Helí no había oído nada. Sin embargo, no se sorprendió de aquella llamada nocturna de Dios. Era un hombre experimentado. Sabía que Dios a veces alterna urgencias y silencios, llamadas fuertes con otras más leves. Que muchas veces desea que nosotros tomemos la iniciativa. Que nos prueba, para ver si estamos receptivos, si nos levantamos del sueño, si nos atrevemos a hablar.

-Pero la vocación es algo que se descubre de modo personal delante de Dios, no hablando con otro hombre.

La vocación es un querer de Dios, es verdad. Luego viene la respuesta generosa del hombre al que Dios llama. Y, de ordinario, suele haber un tercer elemento: la aceptación de esa respuesta por… otro hombre.

-Pero eso es supeditar la vocación a otro hombre…

Si nuestra vocación está encuadrada en una institución de la Iglesia, y muchas veces incluso aunque no lo esté, al final, casi siempre tenemos que hablar con un hombre. Somos seres corporales, no ángeles ni espíritus. Dios suele manifestar su voluntad mediante signos y medios externos, además de los internos y espirituales. Y entre esos medios externos están algunas personas que con frecuencia Dios utiliza como instrumentos en el camino de nuestra vida. Como es lógico, esas personas no otorgan la vocación, pero sí tienen la obligación de discernir si la persona que tienen delante posee la suficiente madurez para ser admitida en ese seminario, en ese noviciado, o en esa institución, del tipo que sea, a la que esa persona se siente llamada.

Deben comprobar, en lo posible, que ese candidato no siente en su alma una inclinación hacia un determinado camino movida quizá sobre todo por un sentimentalismo pasajero, o con un desconocimiento de la realidad de ese camino. O si esa pretendida vocación de misionero no es sobre todo una atracción por la aventura, o hacia los viajes por África, o es una ilusión poco sobrenatural. O si desea permanecer célibe sobre todo por miedo a la difícil realidad del matrimonio. O si aspira a ser sacerdote simplemente para emular al admirado amigo, o a un brillante hermano mayor. O lo que sea.

Dios se sirve de ordinario de un hombre para verificar en lo posible la autenticidad de esa llamada que se siente o se cree sentir. La Iglesia valora cuidadosamente que quienes se entregan al servicio de Dios lo hagan libremente, con conocimiento de causa, y que posean la madurez psicológica e intelectual adecuada a sus circunstancias. Cuando alguien siente una vocación y llama a una puerta, quienes están tras esa puerta deben tomar las cautelas oportunas para asegurar en lo posible que ese impulso está motivado por una recta intención, por un deseo de servir a Dios. Y han de cerciorarse de si el candidato posee la necesaria integridad moral, si tiene vida de oración, si goza de la salud física y psíquica imprescindible para ir adelante por ese camino.

-¿Qué tiene que ver la salud con la vocación?

Tiene su relación, pues no sería acertado, por ejemplo, admitir a una persona en una institución cuyo tipo de vida desgastara su salud y le arruinara física o psíquicamente. Quienes dirigen esa institución tienen que valorar si esa persona es idónea para ese camino o si tiene algún impedimento que le imposibilite cumplir con las obligaciones específicas de esa vida de entrega.

A veces, esa falta de salud hace dar un giro en el camino de la entrega a Dios, y eso es parte de su sabia Providencia. Así sucedió, por ejemplo, a Santa Juana de Lestonnac, que en al año 1597 había quedado viuda al fallecer su esposo, el barón de Landirás y de la Mothe. Ella ya había considerado en su juventud la posibilidad de ser religiosa, y esa antigua idea fue madurando en su nueva situación. Seis años más tarde, en 1603, cuando sus hijos tienen ya la suficiente independencia, decide abandonar Burdeos e ingresar en un monasterio cisterciense de Toulouse. Su felicidad como religiosa es muy grande, pero la rigurosa forma de vida del monasterio agota sus fuerzas y su salud empeora de día en día. Ella prefiere la muerte antes de ser infiel a Dios, pero la superiora le indica que su falta de salud es muestra de que aquel no es su camino, y que es preferible seguir la prescripción facultativa y regresar a su casa. Aquella noche, mientras su alma se esfuerza en aceptar la voluntad divina y el consiguiente cambio de planes, Dios le hace ver que debe iniciar una obra en beneficio de la juventud femenina. En aquella velada última de oración en su aposento de novicia cisterciense, comienza a gestarse la congregación de las Hijas de María Nuestra Señora, una nueva fundación que será la primera congregación religiosa femenina dedicada a la educación de niñas y jóvenes. En 1607 recibió la aprobación de la Santa Sede, y la fundadora, a pesar de sus cincuenta y un años y su delicada salud, logró en poco tiempo extender la institución por toda Francia y hacer con su santidad una gran aportación al mundo de la enseñanza y a la vida de la Iglesia.

Se podrían poner muchos otros ejemplos. En 1865, una chica de diecinueve años quiere entrar en el Carmelo que Santa Teresa de Jesús había fundado en Sevilla. A pesar de su gran capacidad para la vida contemplativa, no es admitida porque no tiene suficiente salud para una vida tan austera. En 1868 entra como postulante en las Hijas de la Caridad. Su salud se resiente y es trasladada a Cuenca y luego a Valencia, por si le sienta mejor aquel clima, pero en 1870 tiene que dejar definitivamente aquel camino, a pesar de su entrega y su fidelidad. Vuelve a su anterior trabajo en un taller, hasta que un tiempo después comprende que Dios le pide fundar una nueva institución. El 2 de agosto de 1875 comienza su andadura la Compañía de las Hermanas de la Cruz. Su estilo es el de mujeres sencillas, populares, austeras, con una dulzura que la gente percibe como un nuevo modo de querer a Dios y a los pobres. Pronto llegan muchas vocaciones y se extienden con rapidez por toda España y América. Su mala salud le hizo cambiar sus deseos y planes iniciales, pero gracias a su fidelidad hoy Sor Ángela de la Cruz es una gran santa y la congregación que fundó sigue haciendo un gran trabajo en todo el mundo.

-¿Y cómo sigue la historia de Samuel?

Samuel contó a Helí lo que había escuchado y este le dijo: “No te he llamado, vuélvete a dormir”. También pasa eso a veces con la vocación. Hay que esperar a que madure. Hay que asentar esas buenas disposiciones, seguir luchando hasta que las virtudes arraiguen con más fuerza en el alma y se vean las cosas con más claridad.

-¿Y mientras tanto?

Lo que hizo Samuel: seguir a la escucha. Y al escuchar de nuevo la llamada, no darse la vuelta y seguir en la cama con la excusa fácil: “Bah, es como la otra vez”.

Aquello sucedió tres veces. Helí le aconsejó que, si lo volvía a oír, dijera: “Habla Señor, que tu siervo escucha”. Samuel siguió el consejo y, gracias a eso, escuchó al Señor cuando le habló. Así conoció finalmente el querer de Dios para su vida. El Señor le llamó como las otras veces: “¡Samuel, Samuel! “. Y él respondió: “¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!”. Cuando hay esa buena disposición, al final se escucha siempre la voz de Dios: vibrante, inconfundible, clara.

Las escenas del antiguo Testamento que narran la vocación de Samuel, Eliseo, Amós, Ezequiel, etc., subrayan siempre que la iniciativa es de Dios. Él es quien interpela y llama. Se presenta cuando quiere y como quiere. La vocación es un acto de Dios que, habiendo elegido a un hombre, se dirige a él para darle a conocer su voluntad. Y suele haber un diálogo directo y comprometedor, en el que Dios espera una respuesta. Dios no trata a los hombres como seres inanimados o pasivos, sino como seres libres, dueños de sí y de sus actos. Y les llama de modo total, haciendo que su vida, a partir de ese momento, pase a girar en torno a la llamada y a fundamentarse en ella. Las escenas de vocación no son acontecimientos aislados, sino el inicio de un encuentro y un diálogo que se prolonga durante el resto de la existencia. Hablar de vocación no es hablar de un acontecimiento sino de toda una vida.

Y en el Nuevo Testamento, las escenas de vocación son muy parecidas. Jesucristo llama a personas concretas para que sean sus discípulos, y los evangelistas recalcan que la iniciativa es de Él, que llama a quien quiere. Es una llamada a compartir la vida con Él, a seguirle, no solo a escuchar sus enseñanzas. Y llama con autoridad (“Seguidme”, o “Sígueme”), sin dejar lugar a condiciones o limitaciones, pero, al tiempo, con gran respeto a la libertad personal, pues se relatan escenas en las que consta expresamente que la llamada no fue acogida, como es el caso del joven rico.

-¿Y qué es más habitual, que la llamada de Dios irrumpa de pronto en la vida de una persona, o que esa llamada se vaya percibiendo poco a poco?

Ambas cosas son bastante habituales, pero quizá es algo más frecuente que sea de modo sencillo y gradual. En un encuentro con jóvenes en Roma en el año 2006, Benedicto XVI respondió a una pregunta sobre la vocación que le hacía un universitario de veinte años y relató brevemente los inicios de la suya: “La vocación al sacerdocio creció casi naturalmente junto conmigo y sin grandes acontecimientos de conversión. Además, en este camino me ayudaron dos cosas: ya desde mi adolescencia, con la ayuda de mis padres y del párroco, descubrí la belleza de la liturgia y siempre la he amado, porque sentía que en ella se nos presenta la belleza divina y se abre ante nosotros el cielo. El segundo elemento fue el descubrimiento de la belleza del conocer, el conocer a Dios, la Sagrada Escritura, gracias a la cual es posible introducirse en la gran aventura del diálogo con Dios que es la teología. Así, fue una alegría entrar en este trabajo milenario de la teología, en esta celebración de la liturgia, en la que Dios está con nosotros y hace fiesta juntamente con nosotros.”

“Es importante estar atentos a los gestos del Señor en nuestro camino. Él nos habla a través de acontecimientos, a través de personas, a través de encuentros; y es preciso estar atentos a todo esto. Luego, es preciso entrar realmente en amistad con Jesús, en una relación personal con él. No debemos limitarnos a saber quién es Jesús a través de los demás o de los libros, sino que debemos vivir una relación cada vez más profunda de amistad personal con Él, en la que podemos comenzar a descubrir lo que nos pide.

“Luego, debo prestar atención a lo que soy, a mis posibilidades: por una parte, valentía; y, por otra, humildad, confianza y apertura, también con la ayuda de los amigos, de la autoridad de la Iglesia y también de los sacerdotes, de las familias. ¿Qué quiere el Señor de mí? Ciertamente, eso sigue siendo siempre una gran aventura, pero solo podemos realizarnos en la vida si tenemos la valentía de afrontar la aventura, la confianza en que el Señor no me dejará solo, en que el Señor me acompañará, me ayudará.”