Alejandro Llano, “Empresa y responsabilidad social”, 23.XI.2002

Conferencia pronunciada en el Palacio de Congresos de Madrid en la Jornada de Antiguos Alumnos del IESE.

La responsabilidad es una dimensión constitutiva de la libertad. No representa algo así como su contrapartida negativa, una especie de “pero” que se le haya de poner a nuestra autónoma capacidad de decisión y realización: “Libertad, sí, sí, eso está muy bien, pero libertad responsable”. Decir “libertad responsable” es una suerte de repetición, un pleonasmo. Porque una libertad irresponsable no pasaría de representar algún tipo de veleidad o de capricho, carente de la categoría antropológica que a la libertad le corresponde en la comprensión del ser y del actuar humanos.

La libertad humana es un dinamismo básico, de cuya fuerza creadora surge la propia empresa como realidad socialmente relevante. Y la responsabilidad es, según dice Millán-Puelles, “la gallardía de la libertad”, su resello ético, que no es algo que se le añade sino que forma parte de su propia esencia. Una consideración ética de las organizaciones sólo puede ser admitida si se acepta que la libertad es el dato radical. Porque la ética no es un conjunto de reglas, surgidas de no se sabe dónde, que vinieran a aguarnos la fiesta con su cortejo de obligaciones y constricciones. La ética es la lógica interna de las acciones libres.

A su vez, la ética no es algo que esté exclusivamente enclavado en la intención subjetiva, sino que incluye necesariamente responsabilidades sociales objetivas. Porque la plena realización de la libertad humana sólo se alcanza en su proyección social, que nada tiene de etérea. No es válida, por lo tanto, la contraposición entre una esfera de libertad individual moralmente regida y un ámbito social en el que imperaría una fría mecánica económica, éticamente neutra. La aceptación de este reparto del territorio –la ética se restringe a la esfera personal mientras que en el ámbito público rige la pura objetividad económica- está en la base del aumento de la corrupción y de la notoria irresponsabilidad social de la mayor parte de los ciudadanos, fenómenos ambos tan inquietantes y que afectan muy negativamente a la configuración de las empresas como auténticas organizaciones humanas.

El fundamento de estos planteamientos conceptualmente equivocados se encuentra en el individualismo, concepción política y filosófica según la cual cada mujer, cada hombre, sería una entidad aislada, curvada sobre sí misma, que sólo tendría que recurrir a sus semejantes por motivos de utilidad, de seguridad o de placer: “Juan Palomo, yo mi lo guiso y yo me lo como”. Cuando, en realidad, no es que cada ser humano se asocie con los demás cuando le conviene, es que es socio nato de una comunidad a la que pertenece esencialmente, porque el hombre es por naturaleza social.

Si se adopta el enfoque individualista, la responsabilidad social de la empresa aparece como un factor negativo que se viene a unir a otras dificultades más o menos forzadas y arbitrarias: impuestos, necesidad de no dañar el medio ambiente, mantenimiento de un lenguaje políticamente correcto, ornato de la propia imagen pública por vía del mecenazgo artístico, proclamada colaboración con Organizaciones No Gubernamentales de ayuda al tercer mundo… y demás gabelas de las que hoy día uno no se puede librar sino a costa de afrontar muchos peligros en esta “sociedad del riesgo”.

Si, en cambio, se abandona la ficción individualista o privativa y se adopta decididamente el enfoque comunitario de la empresa, su responsabilidad social aparece como una realidad netamente positiva que potencia el cumplimiento de sus finalidades institucionales y contribuye a que la organización sea un ámbito de diálogo en el que cada uno de sus miembros da lo mejor de sí mismo al empeño compartido. Veamos cómo.

Advirtamos, en primer lugar, que la empresa es la institución más típicamente moderna y la mejor acondicionada para gestionar la complejidad propia de la sociedad de la información y del conocimiento. En esto se distingue claramente de las organizaciones de tipo burocrático –especialmente las de índole política- que llevan años sin encontrar su sitio en un contexto presidido por la movilidad y el cambio. La política ha dejado de ser el factor determinante de la vida social y ha decaído casi por completo su potencialidad innovadora, si es que alguna vez la tuvo. La empresa, por el contrario, se caracteriza, no sólo por su capacidad de adaptarse a las rápidas mutaciones del entorno, sino sobre todo porque constituye el motor de la innovación social.

De lo cual se puede inferir que la innovación constituye la responsabilidad social más propia de las corporaciones empresariales. No se trata de una especie de contrapartida negativa de su libertad, sino de una finalidad institucional decididamente positiva, que no representa una carga para la organización, ya que en ella reside la clave de su eficacia en el servicio a la sociedad, de la satisfacción de sus miembros y de su rentabilidad económica. Ninguna otro grupo social puede –hoy por hoy- sustituir a la empresa en la aportación de este valor añadido decisivo para la sociedad actual, caracterizada por la continua generación de lo nuevo.

El núcleo de la responsabilidad social de la empresa viene dado actualmente por el ejercicio de su capacidad para suscitar nuevas realidades que promuevan una mejor calidad de vida en su entorno social. Calidad de vida, obviamente, que no se identifica con el aumento del consumismo ni con el reforzamiento de una visión materialista de la realidad, sino que –por el contrario- tiene como base el respeto a la dignidad de la persona humana y la atención a sus operaciones superiores, entre las que destacan el conocimiento y el despliegue efectivo de la libertad.

La idea de empresa debe entenderse como esencialmente ligada a la emergencia de lo nuevo. No es preciso insistir en que esta orientación hacia la novedad no consiste en la mera aplicación de las “nuevas tecnologías”, porque –en la medida en que están disponibles- ya no son nuevas. La innovación más característica de las corporaciones empresariales no se refiere tanto a la técnica como al comportamiento humano. La técnica está regida por reglas. En cambio, lo nuevo en la conducta del hombre nunca se agota en el uso de unas reglas ya dadas, sino que se extiende al descubrimiento de normas nuevas y, sobre todo, a ese amplio territorio del trabajo humano en el que no rigen los esquemas abstractos y estereotipados, sino que el acierto viene dado por el ejercicio creativo de la inteligencia y la capacidad de decisión, lo cual requiere estudio, reflexión, diálogo, imaginación, espontaneidad, iniciativa, prudencia, agilidad de decisión, juventud interior. No hay prontuarios ni recetas para enfrentarse a coyunturas que, en la sociedad compleja, siempre son por definición inéditas.

“Se dice de los dinosaurios que se han extinguido por haberse desarrollado siguiendo un camino equivocado: mucho caparazón y poco cerebro, abundantes músculos y escaso entendimiento. ¿No nos hemos desarrollado nosotros también de un modo equivocado? ¿No hemos desarrollado mucha técnica y poca alma? ¿Un espeso caparazón material y un corazón que se ha quedado vacío? ¿No ha disminuido nuestra capacidad de reconocer y aceptar la bondad, la verdad y la belleza?” (Ratzinger). Afortunadamente hay tiempo todavía para enmendar el curso de nuestra “evolución”. Y esta rectificación se hace cada vez más necesaria. Las “empresas-dinosaurio” tienen, en cualquier caso, poco futuro. Todos nosotros hemos visto perecer a alguno de esos monstruos prehistóricos, incapaz de adaptarse a una sociedad cada vez más dinámica y compleja. Y tenemos la seguridad de que los dinosaurios que aún perviven en el mundo empresarial tienen los días contados.

Se trata, con palabra de San Josemaría Escrivá, Fundador de la Universidad de Navarra de la que el IESE es una de sus más prestigiosas Facultades, de saber estar “en el origen mismo de los rectos cambios que se dan en la vida en sociedad”. Lo cual equivale a situarse en la vanguardia del progreso social, en la rompiente del conocimiento nuevo, ganándose así en buena lid el reconocimiento del liderazgo que corresponde a las empresas en el terreno de la auctoritas, del saber públicamente reconocido, como dice el maestro Álvaro d’Ors.

Desde esta perspectiva, se impone dinamizar el concepto de cultura de empresa. La lealtad a la identidad propia, a nuestro estilo característico de hacer las cosas, a la tradición que atesoran las empresas serias, no debe confundirse con un conservadurismo a ultranza, incapaz de distinguir la savia fluida de la corteza reseca. Apegarse al detalle accidental, simplemente porque antes se hizo así, muestra que la fidelidad a la misión institucional comienza a vaciarse y va siendo sustituida por la estolidez. Porque entonces se fomenta una prepotencia orgullosa y hueca que vacía de contenido el dinamismo corporativo y oscurece la misión empresarial, hasta el punto de que la empresa va perdiendo su liderazgo por incumplimiento de esa responsabilidad social primaria que es la invención de lo nuevo. Este tipo de decadencia, de la que todos conocemos ejemplos, es típico de las empresas grandes que durante mucho tiempo se han visto favorecidas por el éxito. Porque con frecuencia no tienen en cuenta que, como dice Leonardo Polo, “todo triunfo es prematuro”. La decisión más importante no es la anterior sino la siguiente. El haber acertado en casi todas las opciones anteriores no es garantía para dar en el clavo de las que vienen a continuación. Más bien sucede lo contrario. La mentalidad triunfalista, el orgullo corporativo, oscurece la percepción de las oportunidades nuevas y confiere rigidez a la capacidad de giro necesaria para adoptar un rumbo hasta entonces inexplorado. Es sorprendente, y no pocas veces penosa, la ignorancia de los nuevos panoramas sociales que aqueja en ocasiones a los más altos directivos empresariales, por su mala costumbre de no frecuentar los transportes públicos, de no pasearse por las calles de barrios distintos de su urbanización exclusiva, de no hablar con los camareros de tascas y chiringuitos, y sobre todo de no dialogar continuamente con todo el arco de su propia gente, y no sólo con sus más inmediatos colaboradores y consejeros que –por desgracia- tienden a no sacarles del desconocimiento del mundo en el que suelen vivir.

Según vislumbró el poeta angloamericano T. S. Eliot donde el tiempo pasado y el tiempo presente se dan cita es en el tiempo futuro. Primacía antropológica del futuro que viene avalada por la metafísica finalista aristotélica y por la contemporánea comprensión de la persona en términos de proyecto. No es el hombre -ni ninguna de sus creaciones- cosa acabada o suceso cumplido. La mujer y el hombre son los protagonistas de la innovación. Y la principal capacidad de inauguración humana no apunta a productos externos a él. La creatividad de la persona se refiere a la persona misma, a su proyecto de ser, que es para Heidegger más propiamente humano que el ser que ya se es. La persona utiliza su potencialidad de innovación para recrear su propio ser. El acto creativo se refiere primordialmente al propio y personal proyecto de ser, del que –insisto- forma parte esencial su proyección comunitaria.

El tramo importante de la trayectoria empresarial es el que falta por recorrer. De ahí que su responsabilidad social exija, sobre todo, una cultura de la anticipación. La cuestión decisiva es si una empresa sabe cómo suscitar y gestionar lo nuevo: si lo inédito se inscribe en su interno proyecto o es algo que le sobreviene por sorpresa y casi a traición. Lo que se requiere para tal anticipación no es sólo conjeturar el preciso momento de emprenderla sino el arrojo de llevarla a cabo. Arrojo que tiene como contrapeso, no ya la cobardía, sino la humildad, porque el anticiparse exige muchas veces contener el ansia de prevalecer sobre otros, moderar la precipitación y situarse en una posición de aparente inferioridad. El que quiere encontrase siempre a la cabeza de la carrera no suele ser el que llega a estarlo cuando de verdad interesa: en la meta.

Para la empresa, el nombre actual de su responsabilidad social es innovación, siempre que por ella se entienda algo más que el sentido habitualmente atribuido en ese conglomerado de tópicos que suele ser la jerga mercantil y tecnocrática de nuestros días. Esta exigencia puede resultar incómoda para la “razón perezosa” dispuesta a repetirse ad nauseam con tal de no realizar el esfuerzo de no pensar algo nuevo. Pero es la única forma de cumplir su propia misión y de ser competente y competitiva.

Ahora bien, ¿qué camino deben seguir los profesionales de la empresa para que consigan cumplir su responsabilidad social a través de la ganancia de lo nuevo? ¿Cuál es el método que el logro de la novedad requiere? Por la propia naturaleza de lo que se persigue, no podrá tratarse de un procedimiento estereotipado o rutinario. Quien sigue la senda de siempre sólo encuentra los lugares mil veces visitados. El descubrimiento de lo inédito exige desbrozar itinerarios nunca transitados, no por un frívolo afán de originalidad, sino por ese impulso genuinamente humano que Teresa de Avila caracterizaba como “aventurar la vida”.

Si se parte acríticamente de las condiciones iniciales ya dadas, no cabe esperar ningún resultado que añada algo a lo ya sabido. Para lograr el saber nuevo, tanto teórico como práctico y técnico, es preciso salirse fuera de los supuestos. En esto consiste el genuino ejercicio de la inteligencia. Para que la empresa se oriente decididamente hacia lo nuevo, es imprescindible inaugurar un insólito modo de pensar que sea capaz de moverse en enunciados contrafácticos, es decir, que no sacralice los hechos actuales como si no fueran a cambiar, ni se someta dócilmente a las valoraciones políticas y económicas imperantes como si no estuvieran sometidas a error. El propio uso de la inteligencia estriba en desmarcarse de los principios vigentes y pensar desde la misma realidad con actitudes inconformistas y radicales.

La capacidad innovación en la empresa no equivale, obviamente, a la anarquía. Una de las “mentiras románticas” –por utilizar la expresión de René Girard- consiste en pensar que la ausencia de normas facilita la creatividad, cuando lo cierto es que lo único que propicia es la pereza y el desorden. Como señala Carlos Llano Cifuentes, lo nuevo no es sólo lo no previsto: es también, inicialmente lo desordenado, desconectado y puntiforme. De ahí que el esfuerzo creativo no sólo implique espontaneidad y energía para la ruptura, sino también capacidad para dar con el orden que a lo nuevo corresponde en cada caso.

El orden primordial de la empresa, y condición necesaria para el cumplimiento de su responsabilidad social es su limpieza ética interna. Los recientes casos de “contabilidad creativa” en corporaciones como Enron o NewCom –por no apuntar hacia casos más próximos- revelan la capacidad disolvente de planteamientos de arrogante afán de lucro por parte de directivos egoístas y auditores irresponsables; casos en los que, como sucede en las guerras, la primera baja es la verdad. El respeto a la verdad es la primera responsabilidad social de una organización porque, a fuerza de mentir, se corrompen todas las estructuras sociales. Si se miente hacia el exterior, se acaba mintiendo también hacia dentro. Si uno engaña a los extraños, será engañado con toda seguridad por los propios.

Bien advertido que el modo de moralizar el ambiente interno de una empresa no es la reglamentación burocrática de toda la organización, porque entonces se mata la vida a cuyo servicio ha de ponerse siempre la ética. No pocas corporaciones se ahogan por acumulación normativa de imposible cumplimiento, por lo cual están siempre amenazadas por ese enemigo imbatible que es la huelga de celo. En la mayoría de las instituciones, el cumplimiento de todas las reglas conduciría a la paralización. Además, el nivel moral de una empresa no radica en la existencia de muchas normas, ni siquiera en el intento de que se cumplan todas las posibles.

El ambiente en el cual la capacidad de innovación y la cultura de responsabilidad brotan con fuerza no es otro que el de la libertad personal y comunitaria. La confianza es el mejor clima para conseguir un ambiente de trabajo estimulante y creativo. Bien advertido que la confianza no es algo que se pueda pedir ni mucho menos exigir: la confianza se inspira.

Son los propio protagonistas de esa aventura compartida que es una empresa quienes deben cargar con el honor y la responsabilidad de autogestionar su propio trabajo y evaluar con realismo los resultados. Sólo así podrán fulgurar constelaciones innovadoras y creativas.

Las estructuras organizativas rígidas pueden, en el mejor de los casos, asegurar niveles mínimos de calidad homogénea. Pero sólo se puede aspirar a la excelencia por la vía de las configuraciones informales, como se sabe en la ciencia del management al menos desde los tiempos en que Chester Barnard publicó su obra Las funciones del ejecutivo. Sólo las personas son capaces de asumir responsabilidades y generar novedades, cuya fuente es siempre la vida del espíritu. De ahí que el esquema organizativo de las empresas deba estar al servicio de las personas, y no a la inversa. Las estructuras burocráticas y los mecanismos de control son un coste que se debe tratar de minimizar, para poder invertir más en recursos directamente encaminados a las operaciones específicamente empresariales, que hoy día están siempre relacionadas de un modo u otro con la investigación y la gestión del conocimiento.

Centrémonos, por tanto, en lo decisivo: las personas que piensan, que se esfuerzan, que deciden, que aceptan responsabilidades, que investigan, que aprenden, que enseñan. Tal es el único fontanal de innovaciones que acontece en el mundo empresarial.

Siempre hay que estar prevenidos contra ese “vulgar error” –como decía Baltasar Gracián- que consiste en confundir los medios con los fines. En cambio, puede ser expresión de creatividad pasar a considerar ciertos fines como medios, porque así se avistan nuevos y ulteriores fines y se amplía sustancialmente el campo de acción. La calidad de una organización viene dada hoy día por la presencia de una cultura corporativa en la que se valore y fomente el ejercicio de la inteligencia innovadora, más allá de todo utilitarismo chato, del pragmatismo a ultranza.

Volvamos a las personas, de donde toda innovación surge y a donde toda innovación retorna. Procuremos facilitarles apoyo, confianza, motivación y medios para que se pongan a pensar, para que se paren a pensar, para que no se atengan cansinamente a las cosas tal como les vienen dadas, para que tengan la valentía de asumir la responsabilidad que lleva consigo la inauguración de un nuevo procedimiento, para que no se agosten en la banalidad de los estereotipos, sino que consideren otros mundos posibles y miren la realidad desde perspectivas inéditas.

“La novedad –dice Leonardo Polo- es una de las características intrínsecas de la condición humana. La estabilidad no es una característica humana. Y tampoco lo es que en el pasado siempre exista un antecedente de lo que acaba de surgir, aunque mucha gente así lo piensa: si aparece algo de lo que no tenemos noticia, entonces consultamos a la historia”. Y es verdad que la historia es maestra de la vida, pero no es verdad que no haya nada nuevo bajo el sol. La persona humana siempre está inaugurando su acción, incluso en las operaciones más ordinarias de la vida. El hombre es el protagonista de la innovación. Esta potencialidad forma parte de la constitución humana.

La visión romántica según la cual la creatividad consiste en la profusión de chispazos geniales, puntiformes, espontáneos, ha mostrado hace tiempo su insuficiencia. El individualismo exagerado como motor de la eficacia empresarial ha pasado a ser un fantasma, si es que alguna vez fue real: se ha convertido en una manifestación neurótica del poder. Porque un poder que pretende acrecentarse progresivamente a sí mismo se hace monstruoso, ya que el destino natural del poder es llegar a ser participado cada vez por más personas. En rigor, la creatividad es el modo de organización de las instituciones que sirve de cauce a la iniciativa y el sentido de responsabilidad de sus miembros. Este sistema se puede llamar “liderazgo”. El liderazgo no es el líder, sino aquel sistema de organización con el que todos los miembros de la institución actúan mejor que en cualquier otra”. La creatividad “es un sistema de organización” (Leonardo Polo).

Así las cosas, el trabajo en equipo es hoy una condición imprescindible para que la empresa logre sacar adelante las responsabilidades de contribuir al bienestar social e innovar los planteamientos de las personas y de las comunidades. Si hubo un tiempo en que los “capitanes de empresa” podían arrastrar a toda una organización, hoy día lo que encontramos detrás de cualquier compañía seria y responsable es un equipo bien cohesionado, del que se ha logrado eliminar el excesivo personalismo de sus miembros y en el que se valora sobre todo el trabajo callado y eficaz. Desde luego, la competitividad interna a la propia empresa nunca es, a medio y largo plazo, un procedimiento fecundo. Y tanto hacia dentro como hacia fuera, siempre es preferible apostar por la colaboración en lugar de exacerbar el encarnizamiento competitivo del que suelen resultar efectos indeseados para todos los contendientes.

La interdisciplinariedad es hoy el camino abierto hacia lo nuevo. Atrincherarse frente a ella equivale a resistirse al cambio, alegando por ejemplo los derechos de una profesión o la importancia de un departamento o división corporativa. Argumentos que se vuelven contra quien los formula, porque denuncian una larga inmovilidad o un exacerbado corporativismo con los que ya es hora de acabar.

La vitalidad de una institución depende, en buena parte, de su capacidad de hacerse cargo de la complejidad de su entorno y de su destreza para la comunicación con otras instancias sociales. Hasta el punto de que el modelo para diseñar el mapa de la propia responsabilidad social tiene hoy día un carácter dialógico. Porque la libertad se despliega –desde su mismo origen- de acuerdo con una estructura dialógica, en la que la capacidad de proyectar y decidir se hace cargo de las consecuencias y responsabilidades sociales a través de aquellas personas e instituciones que se ven afectadas por la actividad empresarial.

Cuando la empresa reduce su finalidad a un desarrollo olímpico, sin interlocutores sociales, pierde su más decisiva razón de ser, su auténtico sentido. Las decisiones y proyectos así adoptados arrojan un déficit de creatividad, se agotan en sí mismos y –al no hacer pie en la realidad social- carecen de impulso y de contraste. Pero, a falta de escuchar una genuina respuesta, la contestación social no se hace esperar: aparece como rechazo, como crítica desbordada, aunque –en este supuesto- no injustificada del todo. A pesar de que se pretenda ignorarlo, el dinamismo de retroalimentación se pone en marcha; pero la modificación de la conducta empresarial es, entonces, sólo oportunista: lleva al encogimiento de posibilidades, a la entrega en manos del Estado de esas responsabilidades con las que no se quiere pechar. La ética, marginada, comparece bajo la forma de “mala conciencia”.

Las demandas de innovación surgen no pocas veces extramuros de la empresa. En la sociedad dialógica en que vivimos ni la innovación ni la eficiencia quedan encerradas en ningún coto institucional. Ni el Estado tiene el monopolio de la benevolencia ni la empresa privada la marca registrada de la eficacia. Todos han de aprender constantemente y todos investigan en su lugar y a su nivel. Lo que la empresa aporta es la organización y conjunción dinámica de muchas aportaciones que sin su impronta institucional quedarían dispersas.

Por la dinámica globalizadora del mercado, hoy día ni siquiera los campos de la comunicación y la cultura son ajenos al ámbito empresarial, según ha notado Jeremy Rifkin. Es más, como ha señalado Slavoj Zizek, el peligro “no es sólo la tan deplorada mercantilización de la cultura (objetos artísticos que se producen para el mercado), sino también el movimiento opuesto, menos notorio pero quizá más crucial todavía: la creciente “culturización” de la propia economía de mercado. Con el desplazamiento hacia la economía terciaria (servicios, bienes culturales), la cultura es cada vez más, no sólo una de las esferas del mercado, sino su componente central (desde la industria del entretenimiento del software a otras producciones de los media). Lo que este cortocircuito entre el mercado y la cultura entraña es el menoscabo de la lógica de provocación de la vanguardia modernista, de escandalizar a los sectores dirigentes. Hoy, de forma siempre creciente, es el propio aparato económico el que, ante la necesidad de reproducirse en las condiciones de un mercado competitivo, no sólo tiene que tolerar sino que ha de promover directamente efectos y productos cada vez más escandalosos”. Tal es, obviamente, el caso del mundo de la moda y de la industria del entretenimiento, cuya desmoralización es cada día más notoria, al tiempo que desciende correlativamente su energía creativa, como demuestran las famosas pasarelas y los programas televisivos del corazón, cada día más próximos al electroencefalograma plano.

En su penetrante investigación “Acerca de lo nuevo”, Boris Groys llega a mantener que toda novedad socialmente aceptada tiene su origen en la economía (que no se agota en lo que llamamos “mercado”), ya que procede de un cambio en las valoraciones colectivas. La economía cultural –el mundo del acceso, del diseño, del entretenimiento, de la información- vendría a ser hoy el campo en el que las particularidades de la economía capitalista se podrían apreciar de manera más transparente. “La lógica económica se manifiesta especialmente en la lógica cultural”. Se ha producido así una “estetización del mundo de las mercancías”, propia de la industria capitalista moderna y postmoderna cuya principal producción es el despilfarro. En esta medida, nos estaríamos acercando a lo que Vittorio Mathieu llama “sociedad de irresponsabilidad ilimitada”.

La responsabilidad social de la empresa debe atenerse con el máximo rigor a las exigencias de los derechos humanos y a los imperativos de la equidad en la vida pública. Tales requerimientos se han hecho más perentorios cuando, en muy pocos años, las transformaciones a escala mundial nos han colocado ante situaciones y planteamientos radicalmente nuevos. Quizá los más interesantes desde la perspectiva de la responsabilidad empresarial son aquéllos que pueden quedar comprendidos bajo el rótulo globalización, precisamente porque el conjunto de problemas que la facilidad y la rapidez de los intercambios a escala planetaria han traído consigo están clamando por una profunda renovación de las bases sobre las que se asientan las relaciones internacionales, especialmente en el terreno económico y en el ámbito cultural.

Desde la óptica de la responsabilidad social de la empresa no podemos observar pasivamente cómo las ventajas de las nuevas tecnologías del transporte y la comunicación quedan reservadas a menos de una quinta parte de la población mundial, mientras que el resto permanece casi estancado en niveles de vida muy bajos y se amplía la distancia entre los más pobres y los poderosos de la tierra. No es humanamente digno que, con el sobreabundante potencial de producción de alimentos que la ciencia contemporánea ha permitido lograr, permanezca constante, e incluso aumente, el número de personas –medido en cientos de millones- que padecen hambre y llegan a morir diariamente a millares por inanición; o que en los países menos desarrollados sean incontables los niños y adultos que enferman y fallecen por las nuevas epidemias, a falta de los medicamentos que podrían curarles y cuyo precio (impuesto por barreras comerciales asimétricas) está muy por encima de sus posibilidades de adquisición.

Como ha mostrado entre otros el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, estos abusos no proceden de las auténticas ciencias sociales y humanas, sino que provienen de ideologías que están al servicio de intereses muy concretos, a los que lamentablemente suelen plegarse organismos internacionales creados originariamente para corregir desigualdades económicas y evitar las crisis financieras que estos mismos organismos están ahora provocando con sus intervenciones implacables y sus rígidos patrones de actuación. Ya es hora de replantear la economía empresarial desde unas bases más humanas. Según ha dicho Alain Touraine, “hay que volver a pensar todo, a reconstruir todo, a menos que nos contentemos con hacer una fiesta en medio de las ruinas, eso sí, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los miserables”.

Una de las trampas que dificulta la innovación, hasta el punto de impedirla es la que algunos científicos sociales han denominado “el ancla”. El ancla reside en la tendencia natural del hombre a aferrarse a la primera información recibida respecto a un determinado asunto. Inconscientemente, esta información primera desempeña el papel de una fijación difícil de superar, a la que uno se remite, como a su origen, para compararla o contrastarla con informaciones posteriores: éstas podrían tener mayor fundamento, ofrecer mejores pruebas de veracidad, pero ya no son las primeras. Quien desee mantener la mente abierta, disponer de un “fresh understanding”, debe precaverse reflexivamente para no quedar anclado. Porque una de las exigencias del hallazgo de lo nuevo es liberarse de prejuicios. Y desprenderse de tales preconcepciones exige originalidad de pensamiento, que no consiste en pensar de distinta forma que los demás, sino en pensar desde el origen, por propia cuenta y riesgo, sin dar lo escuchado como supuesto, acudiendo a la fuente de la que brota el conocimiento. La originalidad estriba en remontarse al origen del conocimiento, sin aceptar como definitivas informaciones ya estructuradas y descontextualizadas, que traen incorporadas las respuestas a los problemas que aparentan plantear.

Según saben los lectores de los libros de historia, el futuro no suele avanzar entre el fragor de las armas y el rumor de las parlerías. Prefiere casi siempre el atajo de las sendas perdidas, florece de improviso en ambientes serenos y fértiles. Los héroes de las narrativas reales rara vez fueron reconocidos por sus contemporáneos, no irrumpieron ruidosamente en el espacio público, mas tuvieron la elegante generosidad de labrar la tierra cuyos frutos otros recogerían. Y es que, como sugiere Kolakowski, antes de sembrar y de poder recoger, en la vida intelectual y social es preciso remover la tierra, airearla, exponerla a todos los vientos, fecundarla con catalizadores que pueden parecer distorsionantes, pero que provocan reacciones nuevas. Ninguna otra actitud es más arriesgada en la vida corporativa que la paralización a la cual conduce la búsqueda a ultranza de la seguridad. La paz nada tiene que ver con el inmovilismo.

La indagación de verdades nuevas es el método más adecuado para cambiar la sociedad por dentro. La sociedad se mejora en el intenso silencio de los despachos, en la atención concentrada de los laboratorios, en el servicio solícito de oficinas y talleres, en el laborar exacto de las fábricas, en el afán por encontrar y fidelizar clientes. Todas estas tareas empresariales son, en último término, investigación: afán gozoso por encontrar la verdad teórica y práctica cuyo descubrimiento nos perfecciona al perfeccionar a los demás.

En la sociedad del conocimiento, la investigación ya no es un lujo institucional ni algo que se pueda recomendar sólo a organismos o departamentos de I+D. La esencia de la industria misma ya no es la producción, sino la indagación científica y técnica. Pero es que hoy, no sólo la industria, toda empresa de bienes y servicios –una cadena de hoteles, una universidad, un banco- debe ser constitutivamente investigadora. Ya no hay distinción estricta entre investigación y gestión, porque la propia acción directiva consiste en poner a todos los miembros de la organización a pensar en lo que están haciendo, precisamente para hacerlo mejor, para realizarlo con una calidad más alta. Al fin y al cabo, el logro de la más alta calidad posible en sus productos y servicios, en el trato con empleados, proveedores y clientes, constituye hoy la más clara responsabilidad social de la empresa.

Lo propio de las organizaciones inteligentes que han de ser las empresas actuales es que incorporan un alto componente intelectual y cultural. Si en una corporación que esté a la altura de nuestro tiempo ya no hay distinción clara entre decisión y ejecución, es precisamente porque ya no existen tareas rutinarias que tengan que ser realizadas por personas. Como en el IESE se viene anticipando desde hace años, todos en la empresa dirigen a su nivel. Y hoy tendríamos que añadir: todos en la empresa investigan a su nivel. Todos y cada uno, cada una, han de estar cavilando sobre su propio cometido, por si todavía alcanzan a realizarlo de una manera más lograda y coordinada con el resto de las operaciones. Actualmente ya no trabajamos en la dimensión del espacio: trabajamos preferentemente en la dimensión del tiempo. Lo importante ahora ya no son los sistemas o las estructuras: lo importante ahora es adivinar el futuro y proyectarlo desde un trabajo que no se justifica por el éxito ya logrado sino por la capacidad de alcanzar un éxito nuevo. Uno de los aspectos clave de la responsabilidad empresarial en el momento presente consiste en obtener el máximo rendimiento posible del capital intelectual que atesora en las mentes de sus propios miembros: he ahí el recurso inagotable y poderoso que apenas hemos comenzado a poner en juego.

El aprendizaje no termina. Ya no podemos abandonar las aulas, porque –recordemos a MacLuhan- ahora las aulas ya no tienen muros. Están por doquier. Toda la vida hemos de ser estudiantes y estudiosos, lectores y escritores, profesores y alumnos. Nunca se puede dar por acabada la propia formación y la de los que con nosotros trabajan. Siempre se ha de buscar una mayor calidad de trabajo. Calidad que estriba sobre todo en el ejercicio pleno de nuestras capacidades específicamente humanas, es decir, de la inteligencia y la libertad. Avanzamos hacia la “sociedad de lo humano”.

Si, deslumbrados por fascinación caótica que actualmente ejerce la sociedad como espectáculo, desdeñáramos esos esfuerzos de pensamiento y decisión que componen el núcleo de la cotidianidad profesional, estaríamos pagando un tributo lamentable a los ídolos del foro público. Sería entonces una lástima lo que estaríamos dejando de hacer. No se trata en modo alguno de propugnar un repliegue narcisista sobre la intimidad privada. Se trata, por el contrario, de redescubrir la competencia ética y la responsabilidad social de los ciudadanos comunes y corrientes, cuyas iniciativas creadoras constituyen el origen de las energías que permiten avanzar hacia una sociedad más libre y justa.

“La concentración es el bien, la dispersión es el mal”, decía el pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson. Investigar es concentrarse en torno a focos de interés y de progreso cuyo horizonte se dilata a medida que en ellos se penetra. Si falta la investigación, el trabajo empresarial se trivializa y se degrada, el ejercicio de las profesiones pierde operatividad e incidencia pública, el carácter moral de las personas queda aislado y disperso. El individualismo egoísta erosiona lo que Juan Pablo II llama “subjetividad social”, es decir, la capacidad para trabajar cooperativamente en iniciativas y organizaciones sociales libremente promovidas por sus propios protagonistas.

La empresa es la institución que –de una manera más dinámica y eficaz- acierta a convertir la búsqueda personal de lo nuevo en una tarea cooperativa, cuyo fundamento no es otro que la confianza mutua. Si la sospecha abre grietas en la solidez de la confianza, se torna problemático servir al bien común de la sociedad. Cuando el bien común se desdibuja, cuarteado por la desconfianza crítica, se puede decir que la empresa como institución desaparece del panorama social y deja de ser la escuela de solidaridad que hoy se está reclamando a gritos. No es lo mismo el bien común que el interés general. Aquél es un concepto ético, éste es más bien un concepto técnico. Y sólo hay propiamente corporación, empresa, cuando las dimensiones morales de la convivencia prevalecen sobre las puramente utilitarias. Cabe entonces entender el bien común como un valor complejo y unitario, al que se sirve desde cualquier posición que se ocupe o cualquier edad que se tenga.

La índole social del trabajo en la empresa queda patente cuando se tiene en cuenta lo que Carlos Llano Cifuentes llama “costes subterráneos de las equivocaciones”. Hay decisiones y acciones en las que nos hemos equivocado, pero nos resistimos a reconocerlo. El reconocimiento social de nuestros errores teóricos y prácticos –que es la postura oportuna, sensata y valiente- conlleva la incomodidad de sacar a la luz los costes ocultos consecuentes a esos errores.

La responsabilidad social implica una conducta que en nuestro país suele desconocerse (como es obvio en política) y que en la empresa debería estar a la orden del día: rectificar. Hemos de agradecer que los demás nos corrijan para facilitarnos el reencaminamiento en la dirección que conduce a la finalidad buscada, es decir, al acierto en la decisión, a eso que podríamos llamar “verdad práctica”. Es insensato e irreal pensar que los directivos empresariales deben mantener las decisiones adoptadas porque, de lo contrario, se socava “el principio de autoridad” (curioso principio que no pertenece a ninguna ciencia: sólo a la retórica de autoritarios y dogmáticos). Mantener y no enmendar juicios y opiniones es la actitud más anticientífica y más injusta que concebir se pueda.

Según dice Arrow Buffet, lo primero que hemos de hacer cuando nos percatamos de encontrarnos en un hoyo es dejar de cavar. ¿Cómo darse cuenta de que nos hallamos en un agujero? Cuando nuestra visión panorámica se va paulatinamente reduciendo, cuando las añoranzas pesan más que los proyectos, cuando sólo vemos el muro de enfrente.

Es curioso que cuanto más cerca nos encontramos de una verdad inesperada o incómoda es cuando más tendemos a reafirmar nuestras presuntas evidencias, a ratificar en lugar de rectificar. Un profesional riguroso no debe tratar nunca de apuntalar sus convicciones sino, por el contrario, hacerlas lo más vulnerables que pueda, o sea, sensibles al toque de la verdad. La rectificación encierra un alto coeficiente de creatividad, aunque no siempre resulte agradable.

La dureza de los tiempos que vivimos nos está acostumbrando a una estrategia del conflicto; pero son estos mismos tiempos los que nos están pidiendo a voces que pongamos por obra una estrategia del servicio: la forma más humana de vivir la responsabilidad social. Nada hay más paradójico que una “sociedad de servicios” en la que parece que nadie quiere servir. El servir es un atributo propio de la persona. Las estructuras realizan funciones, pero no pueden realizar servicios, y desde luego no cabe pedirles responsabilidades. Es más, me atrevería a decir que la expresión “servicio público” es una cierta contradicción en los términos, como, por cierto, comprobamos con frecuencia los usuarios de estos presuntos servicios colectivos. Servir es, sobre todo, cuidar de los demás. Cuidar de alguien no es imponerle las propias exigencias: es ayudarle a crecer según sus propias inclinaciones y proyectos; es facilitarle, como decía Marcel Proust, “esa prolongación y multiplicación posible de sí mismo que constituyen la felicidad”.

Con estas reflexiones, que ahora llegan a su término, he querido despertar en nuestro ánimo el convencimiento de que las batallas decisivas de la empresa actual no se libran en las complicadas estructuras mercantiles o burocráticas, sino en el humano territorio, en el ámbito de las personas. Como escribía Octavio Paz, “el desarrollo económico no se realiza por decreto de un César revolucionario ayudado por una política poderosa y un tribunal de inquisidores; la economía es un campo, como la política y la cultura, en donde se despliega libremente la inteligencia, el esfuerzo y la libertad de los hombres”.

La gran contienda que se aproxima es la batalla de la calidad. Sólo los que logren alcanzar altas cotas cualitativas podrán seguir operando en el campo de su especialidad y responder positivamente al reto de una responsabilidad social que ahora muchos no estamos dispuestos a pasar por alto. Pues bien, cada día está más claro que la fuente de toda calidad se halla en la vertiente humana del trabajo en las organizaciones. De ahí que la cuidadosa atención a las personas singulares se haya convertido en una exigencia inexcusable. Las máquinas, incluso las más sofisticadas, son las mismas para todos. Lo que marca la diferencia es la calidad intelectual y ética de las personas, en las que reside todo manadero de mejora y de innovación, y –por tanto- el referente último de la responsabilidad corporativa. El mundo empresarial ha empezado a detectar seriamente la necesidad de atender a las personas reales y concretas.

Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación permiten superar el cuantitativismo de la economía de escala, y nos abren a un mundo de conocimientos y decisiones en el cual lo que cuenta es la inteligencia y la voluntad de cada persona, así como la integración de todas ellas en comunidades flexibles, versátiles y ágiles. El aligeramiento de las estructuras de producción permite, en esta era postindustrial, que se logre una inesperada línea de sutura entre cultura y economía, entre la ética clásica y la economía de vanguardia, entre el beneficio financiero y la responsabilidad social. Apostar por esta articulación es estar ya en el futuro; seguir ateniéndose a las rigideces de las estructuras pesadas, de la uniformidad y el autoritarismo, implica dejar el ancla clavada a popa y prohibirse a uno mismo estar a la altura de los tiempos.

Las vueltas y revueltas de la historia, esos corsi e ricorsi de los que hablaba Vico, han devuelto al humanismo una sorprendente vigencia. Y más llamativo aún es el hecho de que el suelo fértil en el que está medrando tal humanismo sean precisamente las empresas, algunas empresas. Ya no hay por qué resignarse a que el mundo de los negocios estreche la mente, endurezca el corazón y empequeñezca el alma. Está surgiendo un nuevo humanismo empresarial, que redescubre el núcleo vital de las corporaciones, las cuales empiezan a ser comprendidas como cauces para el ejercicio de la responsabilidad social y hogares para un trabajo digno de la mujer y del hombre.

Soy bien consciente de que este tipo de consideraciones, inspiradas en los más altos conceptos sobre lo humano producidos por nuestra cultura, no suelen ser bien recibidas por los utilitaristas de las compañías, bajo el pretexto de su experiencia pragmática. Conceder primacía a las personas sobre las cosas, a la responsabilidad social sobre la ganancia egoísta, a la cooperación y el servicio sobre el ansia de poder, supondría –dicen estos pragmáticos impenitentes- adoptar una perspectiva blanda de la organización, que no obtendría entonces frutos provechosos. Tal postura olvida dos cosas que son importantes para todas las corporaciones. Olvida, en primer lugar, que crear en un grupo de trabajo un clima de cooperación, de responsabilidad y de servicio, sustituyendo a otro ambiente anterior de competencia interna, individualismo y afán de preponderar, no es reblandecer la organización, sino hacerla flexible, musculosa, vibrante. No se confunda la tenacidad –la capacidad de resistencia, la fortaleza y la solidez- con la terquedad, el cerrilismo y el codazo. Al contrario, la mutua cooperación al servicio de la sociedad es una de las más duras y ásperas tareas a las que se enfrenta el ser humano, porque el esfuerzo que ha de ejercer cada persona para sincronizarse con las demás exige poner en juego altas dosis de inteligencia y una fina capacidad de acierto en las decisiones. Al propio tiempo, nunca la persona planifica más sus posibilidades como cuando logra la armonía y el equilibrio con las demás y concurre con ellas, no en el alcance de un objetivo individualista –y por ello siempre parcialísimo- sino en el logro de un bien común.

En segundo lugar, el pragmático o utilitario de turno olvida que lograr frutos a costa del hombre -¡a costa del hombre que los produce!- nunca ha sido práctico. El pragmatismo vive demasiado en el presente. No sólo no levanta la cabeza hacia el futuro, sino que tampoco es capaz de volverla hacia el pasado. Porque obtener logros a costa de las personas que los logran es precisamente la forma más clara de definir la tiranía. Hace ya dos mil quinientos años, Platón describió el estado radicalmente insatisfecho del tirano, que manda sin obtener la aquiescencia del súbdito, sino sólo su sometimiento. El poder por el poder es tan frustrante como el ejercicio del sexo que no es capaz de obtener la respuesta del amor. El poder excesivo y unilateral se ejerce siempre sobre nada. Poco tiempo después, Aristóteles observaría con acierto que el verdadero gobernante se interesa por mandar a hombres libres, pues gobernar a esclavos carece de estímulos, porque no es mandar. Es, precisamente, mandar en el vacío.

El gran desafío de la responsabilidad social de la empresa sólo puede ser aceptado por las personas dotadas de una auténtica humanidad. En expresión de Eduardo Nicol, se trata del hombre “bien redondeado, cabal, completo”, se trata del “hombre de veras”. Para el filósofo catalán, muerto en el exilio, “el afán de salvación es más poderoso que el afán de poder”. Para Nicol, salvación significa capacidad de autotransformación, perfeccionamiento y desarrollo.

Pero el alcance de una vida lograda no es asunto sobre el que haya que hablar demasiado, como yo tal vez ya he hecho. Es una constelación de oportunidades vitales que sólo cada persona puede decidir aprovechar. La voz de esa vieja sabiduría, que resuena hoy con nuevos ecos, se puede encontrar en el bello romance del Conde Olinos. Ése que comienza así: Caminaba el Conde Olinos mañanita de San Juan a dar agua a su caballo a las orillas del mar Ve pasar entonces un misterioso navío cuyo marinero entona una canción extraordinariamente armoniosa y cautivadora, al tiempo que remota y evanescente. El Conde le ruega al único tripulante del barco que le diga esa canción, la más bella que jamás había oído. Pero el marinero le contesta: Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va