Autoridad y libertad

La libertad es
la adecuada gestión de las ganas,
y unas veces habrá que seguirlas
y otras no.
José Antonio Marina La autoridad se conquista mereciéndola La autoridad puede depender mucho del temperamento, de la forma de ser de cada uno. No obstante, puede adquirirse, mejorarse o perderse conforme a normas seguras que conviene conocer.

Cuando a un padre o a una madre, o a un profesor, no le obedecen –en condiciones normales, claro está–, la falta no está de ordinario en los chicos, sino en quien manda. Repetir órdenes sin resultado, intervenir constantemente, mostrar aire dubitativo o falta de convicción y seguridad en lo que se dice, son las causas más habituales de la pérdida de autoridad.

No ha de confundirse autoridad con autoritarismo. La dictadura familiar requiere poco talento, pero es mala estrategia. Ser autoritario no otorga autoridad. Hay quien piensa que el éxito está en que jamás le rechisten una orden. Pero eso es confundir la sumisión absoluta de los hijos con lo que es verdadera autoridad, no saber distinguir entre poder y autoridad.

El poder se recibe, la autoridad hay que ganarla en buena lid: se conquista mereciéndola.

Mandar es fácil. Conseguir ser obedecido, ya no tanto. Y lo que exige un auténtico arte es conseguir que los hijos obedezcan en un clima de libertad.

En edades tempranas era más fácil, pero con el tiempo las cosas se van haciendo difíciles, hay una mayor contestación, el chico se rebela con más fuerza ante lo que no entiende. Esto llega con la adolescencia, o antes; a veces, con motivo de la adolescencia de un hermano mayor; y, en cualquier caso, antes que en otras generaciones.

Si los padres hasta entonces han abusado de la imposición, el fracaso educativo se puede casi asegurar.

El chico tiene ahora diez o doce años. Ya no es una criatura que obedece “porque sí”. Dentro de poco será un hombrecito biológica y psicológicamente independiente.

Prepáralo para que pueda elegir libremente lo mejor.

No tengas miedo a la libertad. Enséñale a pensar y a decidir. Educar en la libertad es difícil, pero es lo más necesario. Porque hay padres que, por afanes de libertad, no educan; y otros que, por afanes educativos, no respetan la libertad. Y ambos extremos son igualmente equivocados.

Aprender a mandar, enseñar a obedecer En muchos casos, el éxito de la autoridad ante el chico de esta edad está más en cómo se manda que en lo que se manda. El modo de mandar es lo que hace que valore esa autoridad de los padres, más que la importancia de lo que dicen.

—A ver, pon ejemplos.

Al proponerle que haga algo, no puede darse la sensación de mandar por comodidad personal y, mucho menos, con aire de señor feudal sobre sus siervos. Es bueno que vea que nos molestamos nosotros primero. Y como el ejemplo arrastra, aceptarán así mejor el mandato. Si ven que papá ayuda a mamá en las tareas domésticas, él entenderá que debe hacer lo mismo sin necesidad de que nadie se lo explique.

Lo que mandemos ha de ser razonable. Y si es posible, que también lo parezca. A esta edad suelen ser muy razonables y un esfuerzo, un sacrificio incluso, será aceptado de buen grado si desde el principio se considera como una condición precisa para la buena marcha de algo (de la vida familiar, por ejemplo).

Otra regla básica del ejercicio de la autoridad es no multiplicar las órdenes o prohibiciones. Y más aún si se tratara de exigencias casi imposibles de cumplir. No se puede, por ejemplo, pedirle a esta edad que esté callado y quietecito un rato largo, o que no juegue cuando con ello no molesta a nadie, o que esté estudiando sin levantar la vista durante tres horas seguidas. En estos años, el niño es todo movilidad, y necesita expansionarse, debemos comprender su exuberancia vital.

Hay que mandar lo que razonablemente se pueda exigir.

Y en esto debemos ser realistas, pues las personas necesitan de cierto entrenamiento, necesitan aprender, y eso requiere tiempo.

Piensa también que no debe hacerse promesa que no se piense cumplir, ni amenaza que no se quiera luego ejecutar.

Al tener el chico, como ya hemos dicho, un profundo y vivísimo sentido de la justicia, sufre mucho cuando piensa que sus padres actúan injustamente. Por ejemplo, si dan señales de preferencia entre hermanos, o toman partido por éste o por aquél. El chico juzga conforme a lo que ve, y a veces le faltan datos.

Por eso no basta con ser justo, también es preciso parecerlo.

“Nadie engaña impunemente a un niño”, dice Courtois. Los padres que emplean la mentira se desautorizan.

La mentira, además de inmoral, es mala aliada e indica pobreza de recursos.

Si actuamos con rectitud, no será preciso mentir. Todo tendrá su explicación natural.

No sería nada formativo, por ejemplo, –aunque sea en cosas de poca importancia– que vieran a su padre decir que no está cuando recibe una llamada telefónica inoportuna. O que no advierte al dependiente que le ha devuelto dinero de más. O que comenta cómo ha engañado con una tontería al hermano pequeño que no quería tomarse el biberón. O muchas otras actuaciones semejantes.

El miedo a la libertad. Educación en la confianza La autoridad ha de exhibirse lo menos posible. Cada vez que se emplea se expone a un riesgo y sufre un desgaste. Tan grave es no usar de la autoridad cuando es preciso hacerlo, como emplearla de modo tan reiterado que acabemos por perderla.

Esto supone aprender a hacerse el despistado de vez en cuando, exponerse a ser engañado en cosas de poca importancia –con una ingenuidad sólo aparente– antes que mantener ante los hijos una actitud de desconfianza o recriminación constantes.

Son precisamente las actitudes desconfiadas las que hacen al chico de diez o doce años adiestrarse en la técnica de la mentira.

No es bueno manifestar incredulidad: la educación debe basarse en la confianza.

No prestéis demasiado oído a la acusación. Desechad las sospechas injustas. La confianza ayuda a que le duela sinceramente haberos defraudado. Cread un ambiente de libertad en el que se sienta a sus anchas sin estar rodeado de controles, y el buen ejemplo rendirá sus frutos.

La libertad no está reñida con la autoridad y la disciplina, sin las cuales será muy difícil que cada cual pueda, sin herir a otro, gozar de libertad de movimientos o de expresión.

Mala cosa sería que el chico se acostumbrara a oír repetir a sus padres una determinada orden varias veces. Así, cada día tardará más en obedecer, y en muchas ocasiones ni siquiera llegará a hacerlo.

No es nada educativo, por ejemplo, llamarle cinco veces para que se levante, la última con suficiente tiempo todavía para llegar holgadamente al colegio. Si el chico no es obediente, es mejor que le llames a la hora en que vas a exigirle que se levante. De lo contrario, desgastas tu autoridad, y cada día tendrás que ejercerla de forma más dura para lograr los mismos resultados. Y cada día será más difícil recuperar el terreno perdido.

A veces esas crisis de autoridad en la familia provienen de que se desautorizan mutuamente unos a otros ante el chico. Se echa la culpa al otro cónyuge, o a las condescendencias de la abuela, o al ausente, pero no se busca el acuerdo de todos para poner remedio.

La falta de acuerdo entre los esposos al educar a los hijos es la causa de muchos fracasos.

Es preciso ponerse de acuerdo para convenir una solución sobre el modo de actuar en cuestiones concretas. Hará falta, como siempre que intervienen dos o más personas en una decisión, que cada uno ceda en algo de su idea inicial para lograr un acuerdo sin imposiciones.

Tendencia a prejuzgar negativamente En el fondo de todo chico hay una serie de buenos sentimientos que la naturaleza ha impreso en él, y a los que hay que saber sacar brillo. Debemos fomentar todo ese conjunto de valores positivos que irán configurando un carácter y una personalidad de la que broten, sin necesidad de órdenes, todas esas cosas que nos agradaría ver en él.

Para ello, primeramente hay que suponer en el chico las cualidades que se quieren ver en él.

Cuando se le acusa continuamente de tener un determinado defecto, acabará por pensar que es algo tan arraigado en él que es inútil luchar por corregirlo.

En vez de agobiarle diciendo que es un perezoso y un inconstante, dile que estás seguro de que conseguirá sacar esas buenas calificaciones porque va a estudiar mucho.

En vez de decirle que nunca ha tenido voluntad y que jamás termina lo que empieza, dile que ésa es una buena ocasión para que demuestre que en realidad sí puede.

Y en vez de insistir en que es una criatura sin corazón, o un egoísta, apuesta por sus buenos sentimientos, y no te defraudará.

Conviene apoyarse en ese sentimiento natural que tiene de agradar y de ser útil, de sentirse valorado. El chico da mucha importancia a lo que opinan de él y es muy sensible a los estímulos. Hay que saber apoyarse en esos sentimientos propios de la edad para ayudarles a superarse en su mejora personal.

Se trata, por decirlo de alguna manera, de poner a su amor propio del lado del bien.

Otro principio sabio es creer firmemente en las buenas intenciones de los chicos, siguiendo aquel elemental principio jurídico: El bien debe ser supuesto, el mal debe ser probado.

Tenemos los humanos una lamentable tendencia a pensar mal, a prejuzgar negativamente. Una extraña manía que reduce a cenizas las mejores esperanzas de los chicos.

El viejo aforismo de piensa mal y acertarás que cierta tradición ha acuñado, lo corrobora tristemente. A veces nos fijamos más en lo negativo que en lo positivo de las personas, y tenemos propensión a agrandar el mal con la medida de nuestra propia mezquindad, trivializando las razones de las cosas y buscando dobles intenciones donde no las hay.

Es mala política etiquetar al niño: si ha sido sorprendido en una mentira, no es por eso un mentiroso.

Y si ha cogido dinero del bolso una vez a mamá no es por eso un ladrón. Sería aplicar aquella otra sentencia de “por un perro que maté, me llaman mataperros”.

Caricaturizo las típicas quejas de las personas absorbidas por esa tendencia al prejuicio negativo:

  • Siempre me hace lo mismo cuando llega a casa.
  • Siempre igual.
  • No hay manera de que haga nada bien.
  • Siempre tiene una historia con la que excusarse.
  • Ya verás como en cuanto aparezca nos dirá aquello y no querrá hacer ese recado.
  • Jamás tiene un detalle, y ya verás como dice que no.
  • Es un comodón y no creo que lo consiga, como siempre.
  • No toca un libro.
  • Nunca presta nada de lo suyo; es mejor que no se lo pidas.
  • Nos estropeará el verano, porque suspenderá, como siempre; y luego se pasará las vacaciones haciendo el vago…

Estas afirmaciones tajantes y malpensadas con que algunos se adelantan a prejuzgar siempre negativamente, acaban con la esperanza de cualquiera. Es una hostilidad impertinente que llena de conflictos la familia y enfría el calor del hogar.

—O sea, que se trata de pensarlo bien antes de decir algo negativo.

Sí, pero no suele bastar con pensar mal y no decirlo.

Cuando se tiende a pensar mal de los demás, esos pensamientos críticos van gestando una actitud negativa, y ésta acaba fraguando en comentarios y conductas también negativas.

Por eso es mejor juzgar positivamente también de pensamiento. Se trata de evitar esa actitud que refleja aquel conocido chiste del automovilista que sufre un pinchazo en plena noche en una carretera desierta y se da cuenta de que no lleva gato para cambiar la rueda.

Ve a lo lejos la luz de una casa de campo. “Me acercaré y les pediré un gato”, se dice. Se dirige hacia la casa y va pensando por el camino: “Mira que si tienen gato pero no me lo quieren dejar…”. Y continúa debatiéndose en ese pensamiento todo el trecho que le separa de aquella casa, hasta el punto de obsesionarse.

“Mira que como no me lo dejen, no sé que les digo…”. Llega a la casa y llama al timbre, ya claramente enfadado. Una señora le abre la puerta y el caminante le dice sin más preámbulos: “¡Sabe lo que le digo, que si tienen gato, que no lo quiero, que se lo coman!” La reprensión Es llamativa la autoridad natural de quien rara vez se enfada. Suelen ser personas con una serenidad y un dominio de sí mismos que resultan atractivos e infunden respeto.

Lo normal es que una reprensión se pueda hacer estando de buenas, y en ello va gran parte de su eficacia. Hay que tener sensibilidad para:

  • escoger el momento adecuado;
  • buscar unas circunstancias que no humillen;
  • procurar hablar a solas y estando de buen humor;
  • ponerse en su lugar;
  • dejarle una salida airosa;
  • saber intercalar unas palabras de afecto que alejen cualquier impresión de que se corrige por disgusto personal;
  • mostrar la convicción de que va a mejorar y corregir la conducta inadecuada.

La inoportunidad y la falta de diplomacia son errores graves. Nada conseguirá un padre o una madre que reprenda a sus hijos a gritos, dejándose llevar por el mal genio, amedrentando, imponiendo castigos precipitados, haciendo descalificaciones personales o enmiendas a la totalidad, o sacando trapos sucios y antiguas listas de agravios.

Si no somos educados al corregir, no estamos educando.

Recuerdo el caso de un muchacho al que el miedo aterrador a sus padres llevó a una fabulosa sucesión de mentiras, tejiendo un verdadero castillo de naipes que acabó finalmente por caer, con un elevado coste familiar. El caso es que los motivos que el muchacho daba para haber hecho todo eso eran quizás injustificados, pero comprensibles.

El mal genio de sus padres, los castigos irreflexivos y desproporcionados, y los repetidos disgustos familiares que cualquier tontería provocaban, acabaron por retraerle con un miedo que –para él, a esa edad– resultaba insuperable.

La versión de los padres era sobrecogedora y sin margen alguno para reconocer su propio error. Toda su existencia había sido un continuo querer llevar la razón y dejarse arrastrar por el mal genio y la amenaza, y en absoluto querían esforzarse por comprender a su hijo.

No estaban acostumbrados a atenerse a razones y tuvo que encargarse el paso del tiempo –bastante tiempo– de hacérselo ver. La vida les hizo sacar experiencia de lo conveniente que es facilitar la sinceridad si se quiere sinceridad, y de no escandalizarse tontamente por lo que ellos mismos habían propiciado.

La precipitación al castigar produce injusticias que a los chicos les parecen tremendas. Es mejor tomarse el tiempo necesario para oír las dos campanas –o más, si es el caso–, conocer la fiabilidad de cada versión, cerciorarse de la culpabilidad de cada uno, y entonces, ya serenos y con elementos de juicio, decidir lo más oportuno.

Y hay otro elemental principio jurídico, que ya recogía el Derecho Romano y bien puede aplicable al entorno familiar: No se puede juzgar a nadie sin haberle antes escuchado.

A pesar de lo evidente que resulta y de lo antiguo de su origen, se olvida con frecuencia.

Comprender. Facilitar la sinceridad Si el niño se siente frecuentemente reprendido y, por el contrario, casi nunca reconocidos o recompensados sus actos meritorios –aunque a los padres les parezcan insignificantes comparados con los dignos de castigo–, ante esa insensibilidad de los padres, van desapareciendo poco a poco en él los deseos de hacer cualquier cosa positiva.

Llevado a su extremo este torpe planteamiento, el chico puede llegar a pensar que lo mejor es no hacer nada, porque haciendo cualquier cosa lo único que logrará es exponerse a recibir una nueva bronca.

Si el niño reconoce la culpabilidad de una determinada falta, y esto no supone apenas mejora en el castigo aplicado, cada vez le costará más ser sincero.

Aun a costa de arriesgarse a dejar impunes algunas faltas, los chicos han de saber que una falta declarada es una falta casi perdonada.

Hay que apoyar con los hechos eso de facilitar la sinceridad, y saber ser a un tiempo exigente e indulgente. Esos padres que después de exigir sinceridad se enfadan o se asustan ante ella, obtienen como premio una merecida desconfianza por parte de sus hijos.

Los padres deben enseñar al chico a:

  • Que diga siempre la verdad, aunque le cueste. Debe saber que siempre será perdonado y, además, que cuando es sincero será raro que le castiguen.
  • Que cuente con confianza a sus padres las preocupaciones que tenga. Al hacerlo, debe encontrar en ellos afecto e interés, aunque les parezcan cosas sin importancia.
  • Que sepa que no se miente, ni con la excusa –que será falsa– de conseguir algo bueno. Tampoco en los juegos: que no sea tramposo.
  • Que comprenda que la sinceridad –en la familia, en el colegio o entre los amigos– contribuye a crear un ambiente de alegría y libertad.

La reprensión exige estar a solas, aunque eso suponga esperar. Es difícil que el chico reconozca su mala actitud o sus errores si lleva aparejada una confesión casi pública. Actuar así es facilitar que añada nuevas mentiras, y un enfado casi seguro. La reprimenda pública suele ir acompañada de humillación, y él tiene un fuerte sentido del ridículo. Luego hablará del broncazo que me echaron delante de mi hermana, o ese día que estaban los tíos en casa…, y es algo que le costará sin duda digerir.

A esta edad son muy finos observadores y advierten cuándo en sus padres hay celos, envidia, soberbia, afán de imponerse o de figurar, y entonces la posibilidad de influir positivamente sobre ellos baja enormemente. Tendremos tanta más autoridad e influencia beneficiosas sobre los chicos –dice Courtois– “cuanto menos busquemos la visible satisfacción de nuestro amor propio”.

Para que la palabra de los padres tenga prestigio y obtenga el efecto deseado es necesario esforzarse por arrinconar el propio orgullo.

La falta de interés también les entristece mucho. “Mis padres no me entienden. Fíjese, ayer, llegué todo contento a casa porque me había salido muy bien el examen, y no me hicieron ni caso; seguramente tendrían cosas más importantes de las que preocuparse que de mí”.

El sentido crítico y la característica sagacidad infantil para definir con cuatro rasgos los defectos de cualquiera, hacen en estos casos un efecto arrollador en la descripción de esas situaciones. “Y el otro día, que quise hacer algo bien y me puse a poner la mesa, se me cayó un vaso y se rompió. Y fue porque me había empujado mi hermano. Y llegó mi padre en ese momento y, sin preguntar más, me dio un tortazo. Encima. Eso me pasa por querer ayudar. Y mi hermano, que no hace nada, ¿qué…? Se ve que lo mejor en casa es pasar inadvertido y desaparecer cuanto antes, y no hacer nada, ni bueno ni malo.” “Y si quiero comprarme algo, siempre es un capricho, y en cambio para otras cosas… que si el coche nuevo, que si la moda de primavera… Y además siempre, en cuanto se enfadan, sacan la lista de todas las cosas que he hecho mal toda la vida… como si ellos no se hubieran equivocado nunca. Estoy harto de oírla. Creo que nunca me han dicho nada bueno”.

No hace falta seguir describiendo el proceso de justificación del chico que, aunque subjetivo y a veces poco coincidente con otras versiones, denuncia una innegable falta de sensibilidad de sus padres hacia sus gestos positivos.

Descubre a tu hijo haciendo algo bien y elógialo.