C. S. Lewis, “La abolición del hombre”

“La conquista de la Naturaleza por parte del hombre” es una expresión utilizada habitualmente para describir el progreso de las ciencias aplicadas. “El Hombre ha derrotado a la Naturaleza”, le dijo alguien a un amigo mío hace poco tiempo. En su contexto, estas palabras tenían una cierta trágica belleza, pues quien las pronunciaba se estaba muriendo de tuberculosis. “No importa”, siguió diciendo: “Sé que soy uno de las pérdidas. Está claro que hay pérdidas tanto en la parte ganadora como en la parte perdedora. Pero no altera el hecho de que sea ganadora”. He elegido esta historia como punto de partida con el fin de poner en claro que no deseo menospreciar lo que de verdaderamente beneficioso existe en el proceso descrito como “La conquista humana”, y mucho menos toda la verdadera pasión y el sacrificio personal que lo han hecho posible. Pero una vez dicho esto, debo proceder a analizar esta concepción un poco más de cerca. ¿En qué sentido es el Hombre el poseedor de un poder creciente sobre la naturaleza? Consideremos tres ejemplos típicos: el avión, la radio y los anticonceptivos. En una comunidad civilizada y en tiempo de paz, cualquiera que se lo pueda permitir puede hacer uso de estas tres cosas. Pero no se puede decir estrictamente que quien lo hace esté ejerciendo su poder personal o individual sobre la Naturaleza. Si te pago para que me lleves no se puede decir que yo sea un hombre con poderío. Todas y cada una de las tres cosas que he mencionado les pueden ser negadas a algunos hombres por parte de otros hombres: los que las venden, o por los que permiten la venta, o por los que poseen los medios de producción o por quienes los producen. Lo que llamamos el poder del Hombre es, en realidad un poder que poseen algunos hombres, que pueden permitir o no que el resto de los hombres se beneficien de él. De nuevo, en lo que se refiere al poder del avión o de la radio, el Hombre es tanto el paciente u objeto como el poseedor de tal poder, puesto que es blanco tanto de las bombas como de la propaganda. En lo que respecta a los anticonceptivos, existe paradójicamente un sentido negativo por el que todas las posibles generaciones futuras son pacientes u objetos de un poder que ejercen sobre ellas los que aún viven. A través de la contracepción, simplemente se les niega la existencia; a través de la contracepción, se les obliga a ser, sin que les pida opinión, lo que una generación, por sus propias razones, pueda elegir. Bajo este punto de vista, lo que llamamos el poder del Hombre sobre la Naturaleza se revela como un poder ejercido por algunos hombres sobre otros con la Naturaleza como instrumento.

Por supuesto que es un tópico lamentarse de que, hasta ahora, los hombres han usado equivocadamente y contra sus propios congéneres el poder que la ciencia les ha otorgado. Ni siquiera es éste el punto sobre el que quiero reflexionar. No me estoy refiriendo a abusos o corrupciones particulares que una mayor moralidad pudiera subsanar; estoy considerando lo que debe ser siempre y esencialmente lo que llamamos “el poder del Hombre sobre la Naturaleza”. Sin duda, este cuadro se podría modificar con la estatización de las materias primas y las empresas y mediante el control público de la investigación científica. Pero, a menos que existiera un único Estado mundial, esto todavía significaría la preponderancia de unas naciones sobre otras. E incluso esta única Nación o Estado mundial, significaría (en general) el poder de las mayorías sobre las minorías y (en particular) el poder del gobierno sobre el pueblo. Y todas las acciones de poder a largo plazo, especialmente en lo que respecta a la natalidad, significan el poder de las generaciones previas sobre las posteriores.

Este último punto no siempre se enfatiza lo suficiente, pues los estudiosos de los asuntos sociales aún no han aprendido a imitar a los físicos en la consideración del tiempo como dimensión. A fin de comprender totalmente lo que significa realmente el poder del Hombre sobre la Naturaleza y, por tanto, el poder de algunos hombres sobre otros, debemos considerar en el tiempo la raza humana, desde la fecha de su aparición hasta la de su extinción. Cada generación ejercita un poder sobre sus sucesores y cada una, en la medida que modifica el medio ambiente que hereda y en la medida que se rebela contra la tradición, limita y se resiste al poder de sus predecesores. Esto modifica el cuadro que, a veces, se nos presenta: una progresiva emancipación frente a la tradición y un control progresivo de los procesos naturales resultantes del continuo incremento del poder humano. En realidad, por supuesto, si cada generación realmente alcanzara, mediante una educación eugenésica y científica, el poder de realizar en sus descendientes lo que ella deseara, cualquier hombre que viviera tras dicha generación sería objeto de tal poder. Y no sería más fuerte, sino más débil: aunque hayamos podido poner útil maquinaria en sus manos, habremos prefijado cómo se debe usar. Y si, como suele suceder, la generación que hubiera logrado el máximo poder sobre la posteridad fuera también la generación más emancipada de la tradición, se vería comprometida en reducir el poder de sus predecesores tan drásticamente como el de sus sucesores. También tenemos que recordar que, aparte de esto, cuanto más reciente es una generación, tanto más cercana está de la fecha en que las especies se hayan de extinguir, y tanto menos poder tendrá para avanzar, pues sus sujetos serán cada vez menos en número. Por consiguiente, no se puede plantear la cuestión del poder conferido a la raza como algo que se asienta con firmeza en la medida en que la raza progresa. Los últimos hombres, lejos de ser herederos del poder, serán sobre todo los más sujetos a la mano mortal de los grandes planificadores y manipuladores, y serán menos capaces de ejercer un poder sobre el futuro.

El cuadro resultante es el de una época dominante -pongamos por caso el siglo X d.C.- que resiste con éxito a las generaciones precedentes y domina de forma irresistible a las posteriores y, por tanto, es la auténtica guía de la especie humana. Y centrándonos en esta generación, (que es en sí una minoría infinitesimal de la especie) el poder lo ejercerá una minoría aún más reducida. La conquista de la Naturaleza, si se cumple el sueño de ciertos científicos planificadores, resultará ser el proyecto de algunos cientos de hombres sobre miles de millones. Ni hay ni puede haber incremento alguno del poder por parte del Hombre. Todo poder conquistado por el hombre es también un poder ejercido sobre el hombre. Todo avance debilita al tiempo que fortalece. En toda victoria, el general, además de triunfar, es también el esclavo que sigue el coche triunfal.

Aún no estoy considerando si el resultado de tales victorias ambivalentes es algo bueno o malo. Sólo pretendo clarificar lo que significa la conquista de la Naturaleza verdaderamente y, en especial, cuál es el peldaño final de tal conquista (peldaño que, por otra parte, no parece estar lejano). El peldaño final se alcanza cuando mediante la eugenesia, mediante la manipulación prenatal y mediante una educación y una propaganda basadas en una perfecta psicología aplicada, el Hombre logra un completo control sobre sí mismo. La naturaleza humana será el último eslabón de la Naturaleza que capitulará ante el Hombre. En ese momento se habrá ganado la batalla. Habremos “arrancado el hilo de la vida de las manos de Cloto” y, en adelante, seremos libres para hacer de nuestra especie aquello que deseemos. La batalla estará, ciertamente ganada. Pero ¿quién, en concreto, la habrá ganado? El poder del Hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa, como hemos visto, el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les place. No cabe duda de que siempre, a lo largo de la historia, la educación y la cultura, de algún modo, han pretendido ejercer dicho poder. Pero la situación que tenemos en ciernes es novedosa en dos aspectos. En primer lugar, el poder estará magnificado. Hasta ahora, los planes educativos han logrado poco de lo que pretendían y de hecho, cuando los repasamos (cómo Platón considera a cada niño “un bastardo que se refugia tras un pupitre”, y cómo Elyot desearía que el niño no viese hombre alguno hasta los siete años, y cumplida esa edad, no viese a ninguna mujer, y cómo Locke quiere a los niños con zapatos rotos y sin aptitudes para la poesía) podemos agradecer la beneficiosa obstinación de las madres reales, de las niñeras reales, y sobre todo, de los niños reales por mantener la raza humana en el grado de salud que todavía tiene. Pero los que moldeen al hombre de esta nueva era estarán armados con los poderes de un estado omnicompetente y una irresistible tecnología científica: se obtendrá finalmente una raza de manipuladores que podrán, verdaderamente, moldear la prosperidad a su antojo.

La segunda diferencia es, si cabe, más importante aún. En los antiguos sistemas, tanto el tipo de hombre que los educadores han pretendido producir como sus motivos para hacerlo estaban prescritos por una Norma moral; una Norma a la que estaban sujetos los propios maestros y frente a la que no pretendían tener la libertad de desviarse. No aquilataban a los hombres según el esquema por ellos preestablecido. Manejaban lo que habían recibido: iniciaban al joven neófito en el misterio de la humanidad que a ambos concernía; es decir: los pájaros adultos enseñando a volar a los jóvenes. Pero esto se modificará. Los valores no son simplemente fenómenos naturales. Se pretende generar juicios de valor en el alumno como resultado de una manipulación. Sea cual fuere la Norma, será el resultado y no el motivo de la educación. Los Manipuladores se han emancipado de todo esto. Han conquistado una parcela más de la Naturaleza. El origen último de toda acción humana ya no es, para ellos, algo dado. Es algo que manejan, como hace con la electricidad: es misión de los Manipuladores controlar dicho origen y no someterse a él. Saben cómo concienciar y qué tipo de conciencia suscitar. Ellos se sitúan aparte, por encima. Estamos considerando el último eslabón de la lucha del Hombre ante la Naturaleza. La última victoria se ha producido. La naturaleza humana ha sido conquistada, sea cual fuere el sentido de dichas palabras.

Los Manipuladores, en ese punto, estarán en condiciones de elegir el tipo de Norma artificial que quieran imponer, según sus propias razones adecuadas, sobre la raza humana. Son los motivadores, los creadores de motivos. Pero ¿de dónde sacarán ellos esos motivos? En principio, quizás tengan reminiscencias en sus propias mentes de la antigua Norma “natural”. Por tanto, se considerarán a sí mismos como servidores y guardianes de la humanidad y creerán tener el “deber” de hacerlo “bien”. Pero sólo la confusión les permitirá permanecer en esa situación. Consideran el concepto de deber como el resultado de ciertos procesos que ahora pueden gobernar. Su victoria ha consistido, precisamente, en pasar del estado en que eran objetos de dichos procesos al estado en que los utilizan como herramientas. Una de las cosas que deben decidir ahora es si condicionarnos al resto de tal modo que podamos seguir teniendo la vieja idea del deber y las antiguas reacciones ante él. ¿De qué manera les puede ayudar el deber a decidir una cosa así? Someten a juicio el propio deber: pero en dicho juicio el deber no puede ser al mismo tiempo juez. Y así, lo intrínsecamente “bueno” se queda estancado, no mejora. Saben con precisión cómo producir en nosotros una docena de concepciones diferentes del bien. La cuestión es cuál de ellas se lleva a la práctica, en caso de que se lleve alguna. Ninguna de las distintas concepciones del bien les puede ayudar a decidir. Es absurdo centrarse en algo que se compara para hacerlo modelo de comparación.

A alguien podría parecerle que estoy imaginando dificultades ficticias para mis Manipuladores. Otros críticos, más ingenuos, podrían preguntar: “¿Por qué presupones que son tan malvados?” Sin embargo, yo no presupongo que sean hombres malvados, pues ni siquiera son ya hombres -en el antiguo sentido de la palabra-. Son, si se quiere, hombres que han sacrificado su parte de humanidad tradicional a fin de dedicarse a decidir lo que a partir de ahora ha de ser la “Humanidad”. “Bueno” y “malo”, aplicadas a ellos, son palabras vacías, puesto que el contenido de las mismas se deriva, en adelante, de ellos mismos. No es ficticia, por consiguiente, la dificultad. Podemos suponer que fue posible decir: “Después de todo, la mayoría queremos más o menos lo mismo: comida, bebida e intercambios sexuales, diversión, arte, ciencia, y una vida lo más larga posible para los individuos y para la especie. Digámosles, simplemente: Esto es lo que nos gusta; y manipulemos a los hombres de modo que logremos el objetivo. ¿Cuál es el problema?” Pero no es ésta la respuesta. En primer lugar, es falso que a todos nos gusten las mismas cosas. Pero aunque así fuera, ¿qué motivo impulsa a los Manipuladores a despreciar satisfacciones y vivir días laboriosos a fin de que, en el futuro, tengamos lo que nos gusta? ¿Su deber? Su deber no es otro que la Norma, que decidirán si imponernos o no, pero que no será válida para ellos. Si la aceptan ya no serán los que deciden sobre las conciencias, sino que aún estarían sujetos a la Norma y, en tal caso, no habría acontecido la conquista definitiva de la Naturaleza. ¿La preservación de las especies? ¿Por qué han de ser protegidas las especies? Uno de los problemas que dejarían tras ellos sería si a este sentimiento hacia la posteridad (que bien saben ellos cómo producir) se le debe dar o no continuidad. No importa cuánto se retrotraigan o cuánto profundicen, pues no encontrarán base alguna sobre la que fundamentarlo. Todo motivo que pretendan poner en juego se convertirá, de primera, en petitio. No es que sean hombres malvados; es que no son hombres en absoluto. Apartándose de la Norma han dado un paso hacia el vacío. Y no es que sean, necesariamente, gente infeliz. Es que no son hombres en absoluto: son artefactos. La conquista final del Hombre ha demostrado ser la abolición del Hombre.