Carácter, libertad, compromiso

  • Libertad interior
  • Comprometerse
  • Una opción decisiva en la vida
  • Actitud ante la dificultad
  • El riesgo del autoengaño
  • Decidirse a forjar el propio carácter
  • Moral laica
  • Cuestión de hábitos
  • Decisiones latentes

Libertad interior Sus padres, un hermano y su mujer habían muerto en las cámaras de gas. Él mismo había sido torturado y sometido a innumerables humillaciones. Durante meses, nunca pudo estar seguro de si al momento siguiente lo llevarían también a la cámara de gas, o se quedaría de nuevo entre los que se salvaban, o sea, entre aquellos que luego tenían que llevar los cuerpos los hornos crematorios, y retirar después sus cenizas.

Victor Frankl había nacido en Viena pero era de origen judío, y eso precisamente le había conducido hasta aquellos campos de concentración nazis de la Segunda Guerra Mundial. Allí experimentó en su propia carne la dura realidad de una tragedia que asombró y asombra aún al mundo entero. Fue testigo y víctima de un gigantesco desprecio por el hombre, de todo un cúmulo de vejaciones y hechos repugnantes que, por su dimensión y su crueldad, constituyeron una triste y dura novedad en la historia.

Frankl era un psiquiatra joven, formado en la tradición de la escuela freudiana, y fiel a sus principios, era determinista de convicción. Pensaba que aquello que nos sucede de niños marca nuestro carácter y nuestra personalidad, de tal manera que nuestro modo de entender las cosas y de reaccionar ante ellas queda ya esencialmente fijado para el futuro, sin que podamos hacer mucho por cambiarlo.

Sin embargo, aquel día, estando desnudo y solo en una pequeña habitación, Frankl empezó a tomar conciencia de lo que denominó la libertad última, un reducto de su libertad que jamás podrían quitarle. Sus vigilantes podían controlar todo en torno a él. Podían hacer lo que quisieran con su cuerpo. Podían incluso quitarle la vida. Pero su identidad básica quedaría siempre a salvo, sólo a merced de él mismo.

Comprendió entonces con una nueva luz que él era un ser autoconsciente, capaz de observar su propia vida, capaz de decidir en qué modo podía afectarle todo aquello. Entre lo que estaba sucediendo y lo que él hiciera, entre los estímulos y su respuesta, estaba por medio su libertad, su poder para cambiar esa respuesta.

Fruto de estos pensamientos, Frankl se esforzó por ejercitar esa parcela suya de libertad interior que —aunque estuviera sometida a tantas tensiones— era decisivo mantener intacta. Sus carceleros tenían una mayor libertad exterior, tenían más opciones entre las que elegir. Pero él podía tener más libertad interior, más poder interno para decidir acertadamente entre las pocas opciones que se presentaban a su elección.

Gracias a esa actitud mental, Frankl encontró fuerzas para permanecer fiel a sí mismo. Y se convirtió así en un ejemplo para quienes le rodeaban, incluso para algunos de los guardias. Ayudó a otros a encontrar sentido a su sufrimiento. Les alentó para que mantuvieran su dignidad de hombres dentro de aquella terrible vida de los campos de exterminio. Su vida, precisamente en aquel momento de tanto desprecio por el hombre, de un desprecio como quizá nunca lo había habido, allí, en medio de unas circunstancias en que una vida humana no valía nada, precisamente entonces, la vida de este hombre se hizo especialmente valiosa.

En las más degradantes circunstancias imaginables, Frankl comprendió con mayor hondura un principio fundamental de la naturaleza humana: entre el estímulo y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir. Una libertad que nos singulariza como seres humanos. Ni siquiera los animales más desarrollados tienen ese recurso: están programados por el instinto o el adiestramiento, y no pueden dirigir en nada ese programa, ni cambiarlo; es más, ni siquiera tienen conciencia de que exista.

En cambio, los hombres, sean cuales fueren las circunstancias en que vivamos, podemos formular nuestros propios programas, proponernos proyectos en la vida y alcanzarlos. Podemos elevarnos por encima de nuestros instintos, de nuestros condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque sí influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar nuestra libertad. Y son esas dotes específicamente humanas las que nos elevan por encima del mundo animal: en la medida en que las ejercitamos y desarrollamos, estamos ejercitando y desarrollando nuestro potencial humano.

Comprometerse Vivimos quizá una época histórica en la que hemos visto cómo grandes utopías han quebrado. Ahora, se mantiene vigente más bien —como señala José Antonio Marina— una utopía sin pretensiones, que había permanecido latente, oscurecida por la prepotencia de las demás. Se trata de la utopía ingeniosa. La nueva humanidad se siente cómoda en un ambiente poco agresivo, tolerante, en el que los individuos, liberados por desligación de la influencia de los demás, se disponen a probarlo todo. Se ha abolido lo trágico y se navega con soltura en una afectividad ingeniosa: divertida, no comprometida, y devaluadora de lo real.

Nuestro siglo, que ha sido, posiblemente, el más sangriento y trágico de la historia, justifica el descrédito de la seriedad, porque en el origen de las grandes tragedias que nos han conmovido aparece siempre alguien que se tomó algo demasiado en serio, fuese la raza, la nación, el partido o el sistema. La sociedad desconfía, con razón, de todo fanatismo. Hay un valor máximo, que es la libertad, y el resto son procedimientos para conseguirla. Le cuesta admitir cualquier afirmación sostenida con vigor. Cualquier norma excesivamente definida le asusta. Busca el vagabundeo incierto, el buen humor. Odia los tonos regañones y gruñones. Una consigna tácita nos ordena no tomar nada en serio, ni siquiera a nosotros mismos. Hemos descubierto las ventajas de la anestesia afectiva, todos somos divertidos, la publicidad adopta un tono humorístico, las costumbres son desenfadadas, las modas ingeniosas. Nada se libra de la atracción de la levedad.

Es cierto que hay que reconocer grandes conquistas a esta mentalidad. Entre otras cosas, haber barrido —literalmente— a toda una fauna de personajes bastante ridículos y prepotentes. Hay que reconocerlo y agradecerles sus servicios.

Sin embargo, es fácil comprobar que esa actitud de levedad produce frutos ambivalentes: pretende fortalecer el Yo, y acaba, sin embargo, propugnando un Yo débil, fluido e insolidario; en vez de exaltar la creatividad, que es lo que pretendía, engendra un sujeto errático y pasivo.

La huida de la realidad convierte al hombre en simple espectador de su vida. El rechazo del compromiso abre paso a una espontaneidad aleatoria, gracias a la cual el hombre es lo que le da la gana, es decir, lo que se le ocurre, es decir, una ocurrencia imprevisible. Las equivalencias impiden la elección, porque aunque hay abundantes solicitaciones, todas son equiparables y de carácter efímero.

Eludir el compromiso es eludir la realidad. Es ineludible comprometerse porque la vida está llena de compromisos: compromisos en el plano familiar, en el profesional, en el social, en el afectivo, en el jurídico y en muchos más. La vida es optar y adquirir vínculos: quien pretenda almacenar intacta su capacidad de optar, no es libre: es un prisionero de su indecisión.

Saint-Exupéry dijo que la valía de una persona puede medirse por el número y calidad de sus vínculos. Por eso, aunque todo compromiso en algún momento de la vida resulta costoso y difícil de llevar, perder el miedo al compromiso es el único modo de evitar que sea la indecisión quien acabe por comprometernos. Quien jamás ha sentido el tirón que supone la libertad de atarse, no intuye siquiera la profunda naturaleza de la libertad.

Una opción decisiva en la vida Llega un momento en la vida del hombre, una vez superada la niñez, en que tiene una clara percepción de su propia personalidad moral. Aunque está claro que el bien o el mal está detrás de cada una de las decisiones puntuales que toma muchas veces cada día, puede decirse también que hay momentos de la vida en los que la persona toma opciones de tipo mucho más global.

Muchas veces, esas decisiones no se toman explícitamente, o son difíciles de situar con precisión en el tiempo, pero sin duda se toman. Porque en una vida coherente no caben las rupturas continuas: una cosa es tener fallos, que son comprensibles aun en personas que se esfuerzan seriamente por evitarlos, y otra bien distinta es que esos fallos sean graves y habituales, y que los justifiquemos con cualquier excusa.

Vivir con acierto exige una disposición de búsqueda solícita del bien, un compromiso claro y firme de dirigirse hacia él. Cuando se actúa así, pronto se comprueba que la libertad se ensancha cuando se compromete con la verdad y el bien.

El ser humano necesita saber, sin trivializaciones, lo que es bueno y lo que es malo. Cuando reflexiona con profundidad, comprende que la vida fácil sólo proporciona satisfacciones fugaces en medio de una insatisfacción general, descubre que su acierto en el vivir está necesariamente ligado a su desarrollo moral.

Sin embargo, la mayoría de las personas suele dedicar poco tiempo a reflexionar con profundidad, no se sabe bien por qué. Quizá se deba a que la reflexión va muy unida a la conducta diaria, y quizá advertimos que hemos de cambiar algo en nuestra vida, y nos cuesta hacerlo, y por eso rehuimos un poco pensar en ello.

Sin duda, errar es muy humano. Pero también es muy humano —y quizá más— el empeño por superar esos errores. Por eso, si en nuestra vida hay una ruptura, sobre la que casi ni nos atrevemos a pensar, debemos alertarnos. Porque si la vida va por delante de nuestro pensamiento, y nos encontramos actuando sin habernos dado casi tiempo a hacer elecciones razonadas, precisamente entonces resulta urgente decirnos, o que alguien nos diga: necesitas reflexionar.

Actitud ante la dificultad «Trabajo como enfermera y llevaba unos meses atendiendo al hombre más desagradable que puedas imaginarte. Nada de lo que hacía podía satisfacerle. Nunca lo apreciaba, ni agradecía nada, ni mostraba ningún reconocimiento. Se quejaba constantemente y sacaba defectos a todo.

»El caso es que por culpa de aquel hombre llevaba un tiempo sintiéndome de bastante mal humor, pues atenderle me suponía mucho tiempo diario, y me enfadaba mucho, y esos berrinches me dejaban alterada para el resto del día, y al final eran los demás enfermos, mis compañeros y mi familia quienes más sufrían las consecuencias de mi estado de ánimo.

»Y fue entonces cuando una compañera mía, con la que tengo mucha confianza, tuvo el descaro de decirme que nadie podía herirme sin mi consentimiento, que en el fondo era yo quien elegía mi propio estilo de vida emocional que me llevaba a la infelicidad.

»De entrada, me pareció que su consejo era teórico e inaceptable. Pero estuve pensándolo unos días, hasta que me examiné a mí misma con verdadera sinceridad, y empecé a preguntarme: ¿soy en realidad capaz de influir en mi reacción ante las circunstancias que se presentan en mi vida? »Cuando por fin comprendí que sí podía hacerlo, o que al menos podía hacerlo bastante más, entendí que el hecho de que yo me sintiera tan desgraciada era básicamente culpa mía. Y fue entonces cuando supe que podía elegir no serlo, que debía liberarme de esa extraña dependencia del modo en que me estaba tratando ese paciente. Aquello fue un descubrimiento que ha influido después mucho en mi vida, ahora lo veo, varios años después. Desde entonces, atiendo a ese tipo de personas de una forma distinta, ya no se me hacen odiosos, como antes. Es más, estoy convencida de que tratar con ellos me hace mucho bien.» El relato de esta enfermera nos muestra que las circunstancias de dificultad, si se saben afrontar juiciosamente, suelen dar lugar a cambios en el modo de entender la vida, nos abren marcos de referencia nuevos, a través de los cuales las personas vemos al mundo, a los demás y a nosotros mismos de modo distinto, y nos permiten aumentar la perspectiva, madurar nuestros principios y alcanzar nuevos valores.

Es verdad que nuestra vida está bastante condicionada por muchas cosas que nos suceden y sobre las que apenas podemos actuar. Pero todas pueden superarse si se saben asumir adecuadamente.

Todos hemos conocido, por ejemplo, individuos que atravesaban circunstancias muy difíciles —una dolorosa enfermedad, una deficiencia física grave, un duro revés económico o afectivo— y, a pesar de ello, mantenían una extraordinaria fortaleza de ánimo.

Observar a esas personas, ver cómo afrontan el sufrimiento o superan el embate de una desgracia o una fuerte contrariedad, deja siempre una impresión y una admiración grandes. Son actitudes que dan vida a los valores que les inspiran. En ese sentido, puede decirse que las dificultades a las que nos vemos sometidos juegan, en cierta manera, a nuestro favor: las dificultades hacen lucir nuestra mediocridad, y nos brindan una espléndida ocasión de superarnos, de dar lo mejor de nosotros mismos.

Y de la misma manera que en su infancia y juventud las personas se curten y se superan a sí mismas con el esfuerzo ante la dificultad, y, por el contrario, la vida fácil las convierte en criaturas mimadas y endebles, de modo semejante, podría decirse que nuestra valía profesional, nuestro amor o nuestra amistad, maduran ante un ambiente difícil, arraigan con más fuerza y autenticidad en un entorno en el que no todo viene dado.

La historia apenas conoce casos de grandeza, de esplendor, o de verdadera creación, que hayan tenido su origen en la comodidad o la vida fácil. El talento no fructifica sino en la fragua de la dificultad. Quizá por eso decía Horacio que en la adversa fortuna suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta.

El riesgo del autoengaño Todo hombre sensato ha de tener una sana y equilibrada preocupación por saber si actúa bien o no, una reflexión positiva que nos haga estar prevenidos contra el autoengaño, puesto que en las vueltas y revueltas de la vida aparecen muchas ocasiones de obrar mal y apenas reparar en ello. Y aunque somos libres de elegir nuestras acciones, no lo somos tanto para eludir luego las consecuencias de esas acciones que hemos elegido.

Por ejemplo, podemos elegir tirarnos a la calle desde un quinto piso, pero no podemos eludir lo que nos sucederá cuando nos estampemos contra el suelo. De la misma manera, podemos optar por ser deshonestos o corruptos en nuestro trabajo, con nuestros amigos o con la sociedad, pero no podremos escapar de sus consecuencias.

Alguno podría objetar que hay bastante gente que sí escapa, puesto que, por desgracia, no todos los corruptos son descubiertos ni acaban en la cárcel. Y es verdad que las consecuencias penales o sociales quizá puedan eludirse, pues depende de que nos descubran o no, pero el daño personal que con cualquier quebranto ético se hace uno a sí mismo es ineludible siempre.

Somos libres de elegir ante cualquier situación, pero nunca podemos dejar de cargar con la otra cara de la moneda. Sin duda, muchas veces nuestras decisiones tendrán consecuencias que preferíamos no padecer, y hemos llegado a ellas por no saber bien qué había en la otra cara de esa elección, y es entonces cuando nos damos cuenta de que nos hemos equivocado. Sin embargo, no son nuestros errores lo que más nos daña, sino nuestra respuesta ante ellos.

Porque, como decía Cicerón, todos los hombres pueden caer en un error, pero sólo los necios perseveran en él. Cuando una persona no reconoce sus errores, no los corrige, o no aprende de ellos, se introduce en una espiral de autoengaño y encubrimiento que potencia esos errores y causa un daño mucho más profundo.

Todos tendemos en cierta manera hacia el autoengaño y el encubrimiento de nuestros errores. Por eso la educación del carácter requiere un serio esfuerzo personal en ese sentido: cuando cometas un error, no te escudes en tu debilidad, no te lances a señalar defectos de otras personas, a culpar o acusar a otros. Es verdad que también habrá culpa en otras personas, pero hay que evitar que esa parte de culpa ajena te impida ver la tuya. Cuando observes en ti un error, lo verdaderamente necesario es, simplemente, que lo admitas, te corrijas y aprendas de él: de esta manera, además, una experiencia negativa puede convertirse en algo muy positivo.

Y si ves que tu pensamiento deriva enseguida hacia cuestiones que están fuera de tu alcance —fuera del círculo de influencia de que hablábamos antes—, frena en seco y vuelve a empezar. Hemos de tener la valentía de descubrir y afrontar las áreas de error o de debilidad que hay que en nuestras vidas, para eliminarlas o reformarlas.

También será positivo conocer nuestras áreas de talento, para potenciarlas. En ambos casos el proceso de avance es muy parecido: establecer una meta personal, hacer un propósito de mejora y mantener un compromiso serio con uno mismo para cumplirlo (un compromiso serio y firme, pero también cordial y deportivo).

Decidirse a forjar el propio carácter «Imaginen ustedes la escena —decía pausadamente Fred Smith, al inicio de una conferencia en Tennessee (USA) hace unos años.

»Sitúense en la sabana africana, a orillas del lago Victoria, por ejemplo.

»Una gacela se despierta por la mañana, con la salida del sol, y piensa: “hoy tengo que correr más que el más rápido de los leones, si no quiero acabar devorada por uno de ellos”.

»A pocos kilómetros de allí, se despierta también un león e inicia su día pensando: “si no quiero morir de hambre, hoy tengo que correr al menos un poco más que la más lenta de las gacelas.” Smith hace una pausa más larga y, dirigiéndose al auditorio, concluye: »No sé si el papel de cada uno de ustedes en su vida es hoy de león o de gacela. Pero, en cualquier caso, por favor, ¡corran!» Aunque Smith se refería al fenómeno de la competencia en los mercados financieros, podemos aplicar esta imagen al esfuerzo por la mejora personal del carácter: en la vida de cualquier persona sucede algo semejante, nos puede parecer que las circunstancias en que vivimos son duras, incluso crueles, como esa sabana africana en la que hay que estar siempre corriendo para lograr comer y no ser comido.

Ante esa coyuntura, tan real como la vida misma, podemos dedicarnos a pensar en el porqué de nuestra situación, o en la causa de todo lo que nos sucede, o en lo que sea…; y seguramente serán reflexiones positivas, pero lo que no podemos hacer, mientras, es dejar de correr.

Lo queramos o no, la vida supone un reto permanente, que exige un esfuerzo y una exigencia constantes. De hecho, la mayor parte de los fracasos humanos son causados por una precipitada cancelación del esfuerzo, porque uno admite demasiado pronto que no es capaz de resolver un problema, o que el problema no tiene solución.

En estas páginas se abordan muchas cuestiones sobre las que quizá conviene reflexionar con hondura, porque son cosas importantes, necesarias, incluso decisivas. Pero lo que no podemos hacer es dedicarnos plácidamente a pensar en ellas y dejar de correr: o sea, creernos en algún momento que no es necesario poner esfuerzo en las cosas.

Hay que esforzarse, espabilar, correr…, y tanto si pensamos estar en el papel del león (peleando por alcanzar un objetivo) como si nos vemos más bien en el puesto de la gacela (intentando evitar un desastre). La vida es así, qué le vamos a hacer.

El león y la gacela no pasan el día en una carrera continua. Y por eso tampoco sería exacto decir que la vida es una simple y extenuante carrera, puesto que lo que importa no es simplemente ir más rápido o ganar más tiempo, sino nuestra capacidad de acertar en la diana. Y es verdad que hay muchos periodos más tranquilos, de respiro, de mayor calma, pero también hay otros momentos de largas carreras, en los que todo parece muy difícil, y podemos llegar a estar cansadísimos, y desanimarnos.

Son ocasiones en las que notamos el desgaste de un esfuerzo continuado en determinada dirección, y la tentación que nos acecha es muy sencilla: dejar de correr.

Cuando esto sucede, hemos de pensar que, como el león o como la gacela, es preciso seguir corriendo si es que queremos sobrevivir. En eso la vida no va a cambiar. Bueno, mejor dicho: cambiará si nos paramos, porque ése será el principio del fin.

Forjar con acierto el propio carácter no es una tarea fácil ni rápida. Sin embargo, sí es posible y asequible a todos, y, sobre todo, decisiva para el resultado de nuestra existencia.

Es preciso, primero, centrar nuestra vida en principios y valores acertados; después hay que cultivar con paciencia esa buena simiente, sin desfallecer, sabiendo que exigirá de vez en cuando irrumpir con decisión en esas zonas cómodas y oscuras de nuestra vida, donde buscan cobijo nuestros errores y debilidades, para arrancar de allí la maleza y lograr que no gane terreno en nuestra vida.

Si acometemos esa tarea con empeño, constancia y deportividad, en poco tiempo nos sorprenderemos del resultado.

Moral laica Muchos padres y educadores están preocupados por la educación moral de sus hijos, alumnos, etc. Ven que bastantes de sus actuales problemas tienen la raíz en una deficiente o insuficiente formación básica en las convicciones morales, criterios de conducta, ideales de vida, valores, etc. Pero lo que más me llama la atención es que bastantes de esos padres y educadores, aun considerándose buenos creyentes, apenas cuentan con la fe a la hora de educar, y eso me parece un error de graves consecuencias.

Es cierto que se puede tener una moral muy exigente sin creer en Dios. Y también es cierto que existen personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y es verdad se pueden encontrar doctrinas éticas respetables que excluyen la fe. Pero no veo que ninguna de esas razones haga aconsejable que una persona creyente eduque a sus hijos como si no tuviera fe, o que ignore la importancia que tiene la religión en la educación moral de cualquier persona.

De entrada, no veo cómo puede existir una ética que prescinda totalmente de Dios y pueda considerarse racionalmente bien fundada, pues la ética se remite a la naturaleza, y ésta a su autor, que no puede ser otro que Dios. Además, una ética sin Dios, sin un ser superior, basada sólo en el consenso social, o en unas tradiciones culturales, ofrece pocas garantías ante la patente debilidad del hombre o ante su capacidad de ser manipulado. Una referencia a Dios sirve –y la historia parece empeñada en demostrarlo– no sólo para justificar la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a observarlas. El creyente se dirige a Dios no sólo como legislador sino también como juez. Porque conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente –y presente sin pretender acomodarlo al propio capricho, se entiende– será más fácil que se observen esas leyes morales.

En cambio, cuando se prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error? Quien no tiene conciencia de pecado y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo.

Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí.

Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Esto sucede más aún cuando la moral laica se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías, los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento de un debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían con pasión. Pero si esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y después a los hijos de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto pierden vigor.

Cuando se niega que hay un juicio y una vida después de la muerte, es bastante fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse, y la rectitud moral se deteriora más fácilmente.

¿Y qué decir al que, a pesar de buscar a Dios, no tiene fe? Le diría que buscar a Dios es un paso importante, y que casi siempre supone tener ya algo de fe. Si la búsqueda es sincera, tarde o temprano lo encontrará. Yo recomendaría a esa persona que pensara en su propia conducta y en la verdad, que reflexionara sobre qué está bien y qué está mal, y que procurara actuar conforme a ello, pues tal vez es Dios precisamente quien se lo está pidiendo, y al obrar bien se dispone a descubrir a quien es la fuente del bien.

Hay ocasiones en que los motivos de conveniencia natural para obrar bien nos impulsan con gran fuerza. Pero hay otras ocasiones –y no son pocas–, en que esos motivos de conveniencia natural pierden peso en nuestra mente, por la razón que sea, y entonces son los motivos sobrenaturales los que toman un mayor protagonismo y nos ayudan a actuar como debemos. Prescindir de unos o de otros es un error moral y un error educativo de gran alcance. Por eso, los padres creyentes que dan poca importancia a la formación religiosa de sus hijos suelen acabar por darse cuenta de su error, pero casi siempre tarde y con amargura.

Cuestión de hábitos Cuenta José Antonio Marina la historia de una chica que necesitaba hacer ejercicio y se propuso correr un rato un par de días a la semana. No le gustaba competir con otros, así que empezó a correr sola. Un día, un entrenador que ella conocía le dijo: “Deberías correr maratón”. Ella creyó que se trataba de una broma. Además, siempre había pensado que el maratón era extenuante y aburrido. Pero aquel hombre insistió hasta convencerla, y le hizo un plan de entrenamiento con unos objetivos precisos y bien calculados, que exigían un esfuerzo cada vez un poco mayor, pero siempre accesibles.

“Sin darme cuenta –explicaba ella–, empezó a ilusionarme la idea de aguantar un kilómetro más. Es un proceso curioso. Primero te inquieta, luego te fastidia mientras lo estás intentando y al final te sientes una estrella si lo consigues.” El modo de dosificar las metas convirtió una tediosa tarea en una actividad estimulante. “El ejercicio me sentaba bien, comprometerme en una tarea larga me agradaba, me gusta competir un poco conmigo misma. También influyó saber que lo que consiguiera le importaba a alguien, a mi entrenador.” Hay muchas fuerzas ocultas en cada uno que sólo alcanzan su eficacia cuando surge, como para aclararlas y fijarlas, un objetivo que pueda concretar y aunar esos impulsos confusos del deseo hasta hacerles tomar la forma y el atractivo de una meta. Ese proceso, por el que una serie de motivos vagos y dispersos configuran una nueva fuente de energía, es fundamental para hacer rendir el propio talento. Y es un proceso que casi siempre depende de nuestra capacidad de alcanzar hábitos que nos ayuden a gestionar bien nuestras aspiraciones, deseos y sentimientos, que muchas veces son confusos e incluso contrapuestos. Porque es frecuente que tengamos ganas de hacer algo pero no ganas de hacer lo necesario para conseguir ese algo. Se puede tener sed pero no tener ganas de caminar hasta la fuente. Se puede querer dar una alegría visitando a un amigo enfermo pero hay que vencer la pereza para levantarse e ir. Si no se tiene voluntad, sólo se logra hacer lo que se tiene ganas de hacer en ese instante, pero no se consigue nada fuera de ese corto plazo. Por eso la voluntad consiste en buena parte en adquirir el hábito de querer hacer las cosas, con lo que se produce la paradoja de que querer es una cuestión de hábitos.

Al correr, esa agilidad, esa zancada larga, rítmica, resuelta, es como una representación de la libertad, sobre todo cuando uno ha experimentado antes la esclavitud del jadeo, del ahogo y del cansancio. Por eso el entrenamiento es un gran logro de la inteligencia y de la voluntad. Cuando se ha adquirido cierta destreza gracias a los hábitos, la espontaneidad produce grandes creaciones; pero si no se tiene esa destreza que nace del esfuerzo por adquirir hábitos, la espontaneidad suele ser desastrosa.

El influjo y la sutileza de la propaganda y la masificación fomentan una sumisión aceptada y confortable de lo espontáneo. Somos solicitados por la fascinación de ser elementos pasivos de lo que nos apetece, y entonces rodamos dócilmente por esa pendiente, hechizados por el poder anfetamínico de su cálida retórica. Pero sabemos que al final siempre nos encontramos de nuevo abajo, otra vez decepcionados y frustrados por no tener los hábitos que realmente deseamos. Nos topamos, como siempre, con la terca realidad del esfuerzo, con la necesidad de cultivar hábitos inteligentes y con la evidencia de que lo que queremos no siempre coincide con lo que nos apetece.

Decisiones latentes Julien Green describe con maestría ese proceso personal, íntimo, por el que todas las personas escuchamos en nuestro interior una llamada a la responsabilidad, a ser mejores, y que unas veces escuchamos y otras no.

Una página de su diario lo expresa muy bien: “Tal día de tu infancia, mientras jugabas solo en el cuarto de tu madre y el sol brillaba sobre tus manos, vino hacia ti cierto pensamiento, ataviado como un mensajero del rey, y tú lo acogiste con alegría, pero más tarde lo rechazaste. Y aquel pensamiento te hubiera guardado, sostenido. Cuando caminabas bajo los plátanos de tal avenida, y tu primo te dijo tales palabras, comprendiste en seguida que aquellas palabras te llegaban de parte de Dios, pero luego las olvidaste, porque contradecían en ti el gusto del placer. Y tal carta, que rompiste y tiraste a la papelera, te habría disipado aquellas dudas, pero tú no querías cambiar…”.

Algunas de esas ocasiones tienen una trascendencia especial. Son segundos que parecen decidir nuestro destino. Y no son algo accidental o inopinado, sino el fruto de una larga serie de actos sutilmente ligados entre sí. Son instantes que parecen impuestos por un misterioso impulso, sin ningún debate interior, pero esa aparente ausencia de deliberación no implica falta de libertad. Nuestros actos interiores, esos mil pequeños detalles que registramos en nuestro interior casi sin darnos cuenta, todas las numerosas y minúsculas negativas que dejamos pasar cada día, tejen poco a poco, a nivel consciente o subconsciente, un entramado interior. Y un día, quizá con ocasión de un suceso mínimo, incluso indiferente en sí mismo, surge en nosotros una idea o una convicción que parece nacer ya formada de nuestra mente, como Atenea surgió de la frente de Zeus. Parecen actos o pensamientos espontáneos, pero en realidad expresan el resultado de una batalla que se venía librando desde tiempo atrás en un nivel muy personal, en pequeños hábitos ocultos, en pensamientos velados, en complicidades interiores. Y llega un momento en que nuestra conciencia está parcialmente enajenada, enredada en esas mallas que se han ido tejiendo con el tiempo y que impiden la expresión de nuestra libertad verdadera.

De manera semejante, nuestras buenas acciones, nuestras aspiraciones al bien, hasta nuestros más insignificantes actos de generosidad, tejen a su vez otra red profunda, que también aflora un día en decisiones personales importantes. Igual que el hábito de los muchos “noes” trae un “no” a la hora de la verdad, el hábito de responder que sí a los embajadores de la verdad es lo que endereza nuestra vida. Green cuenta en su diario un pequeño ejemplo. “La primera vez que pensé en la muerte como un acontecimiento al que yo no escaparía, tenía unos veinte años. Fue en el jardín de mi tío, en Virginia. Evidentemente, sabía que tenía que morir, pero, como dice Bossuet, no lo creía. Aquel día entreví lo que podía significar el hecho de morir. Supuso una especie de revelación interior, y aquel pensamiento tan sencillo –tú también morirás– puedo afirmar que me cambió por dentro”.

Vivimos en medio de una sucesión de decisiones que conforman nuestro modo de ser. Y no siempre es fácil acertar. Sería simplista pensar que cuando cerramos nuestro corazón a la llamada del bien viene de inmediato un sentimiento de angustia. Es más, puede haber incluso un inicial alivio interior, un sentimiento de liberación, de mayor posesión de uno mismo, como de un peso que uno se ha quitado de encima, de una responsabilidad que ha dejado de pesar sobre nosotros. El rechazo del bien no siempre va acompañado de remordimiento, pues el hombre que se desliza por la pendiente del mal vive en una especie de magia que le fascina. El mal puede resultar atractivo, y el bien, mientras no lo gustamos, puede parecer insulso e irreal. Sólo a la larga el mal descubre la saciedad que oculta, y luego no siempre resulta fácil salir de él. Por eso es preciso guardar nuestro propio corazón, velar por la sensibilidad de sus puertas, pues de lo contrario pronto nos encontraremos invadidos por un tropel de imágenes y pensamientos que hipotecan nuestra vida.