17. El sacramento de la Confirmación

Exposición del caso: Santiago (16 años) es el “empollón” de su clase. Es muy cumplidor, y al parecer ha heredado de su padre, que es militar, un arraigado sentido del deber. Ha procurado tener buena preparación en todo —idiomas, entrenamiento deportivo, informática—, y no se ha dado cuenta de que a base de dedicar exhaustivamente todo su tiempo a sí mismo se ha hecho bastante egoísta. En todo caso, es muy celoso del empleo de su tiempo.

Un día, en el recreo del colegio, su amigo Juan le dice que acaba de inscribirse en una catequesis de confirmación en su parroquia —es la de los dos, pues viven cerca—, y le anima a hacer lo mismo. Santiago contesta que si es obligatorio confirmarse. Juan le dice que cree que “tanto como obligatorio, no, pero viene muy bien”, aunque no está muy seguro. Santiago replica que no ve en qué le puede venir tan bien, y que no ve diferencias entre quienes están confirmados y quienes no lo están, ni en ser mejores personas ni en ser más cumplidores con la Iglesia. Juan, consciente de que no tiene argumentos muy sólidos para convencer a su amigo, le propone que vaya a la parroquia y allí se entere bien, porque se lo explicarán mejor que él. Al final, Santiago se deja convencer, pero sólo de ir a la parroquia a informarse.

Acuden ambos a la parroquia, pero Santiago no puede hablar con el sacerdote hasta haber finalizado una de las sesiones de la catequesis. Cuando por fin puede hacerlo, le dice que, efectivamente, la Confirmación no es algo “imprescindible” para el cristiano, y por eso no se podía considerar como algo obligatorio. Pero que era muy interesante porque hace a los que lo reciben “soldados de Cristo” —milites Christi—, y por tanto era el sacramento de los cristianos militantes. Santiago pregunta si eso lleva consigo algún compromiso, y el sacerdote contesta que sí: los que se confirman deben comprometerse a colaborar activamente con posterioridad en las tareas parroquiales. Santiago replica que no tiene tiempo para eso, y que además no entiende por qué tiene que durar tanto esa preparación. Recibe la respuesta de que ese compromiso requiere una seria maduración, y que por eso no se debe hacer antes de la mayoría de edad, o sea, 18 años. A esto contesta Santiago que acaba de estar en una sesión, y que lo que se explicaba ya lo había estudiado en el colegio hacía dos años, incluso con más detalle. El sacerdote le dice que eso obedece a que se ha hecho la opción de dirigirse preferentemente a los más necesitados —de doctrina, en este caso—, y que así estaban las cosas. Santiago insiste en que no tiene tiempo para ello, y el sacerdote, algo cortante, responde que “si lo que quieres es ser uno más de los «cristianos—masa», allá tú”.

A Santiago se le quedó grabada esa conversación, y le dio qué pensar. Aunque lo había disimulado, le había dado rabia que le hubieran dicho que era mediocre en algo. Cuando Juan le preguntó sobre este asunto, Santiago le contestó que había decidido confirmarse, pero no ahí. Como no tenía ganas de contar la conversación ni de discutir, puso como excusa que había oído que en esa parroquia el que confirmaba era un sacerdote —que tenía no se acordaba qué cargo—, se lo había contado a su madre y ésta le había dicho que tenía que ser un obispo. En realidad eran verdaderas tanto la decisión como la excusa. Había pensado que quizás no se había dado cuenta de que en vivir su fe probablemente merecía sólo un “aprobadillo raspado”, y era una “asignatura” más importante que aquellas en las que sacaba sobresaliente. Pero, aparte de que no le había gustado mucho el ambiente en aquella catequesis, le parecía que ese compromiso que pedían era “hacer pasar por el aro” a la gente sin tener derecho a ello. Se figuraba que la mayor parte de los asistentes no harían mucho caso una vez confirmados, pero que él cumplía su palabra, y si no iba a cumplir lo mejor era no darla.

Preguntas que se formulan: — ¿Qué quiere decir que la Confirmación nos hace milites Christi? ¿Va por eso dirigida a un grupo selecto de cristianos militantes, o a todos los cristianos? ¿Cuáles son los efectos de este sacramento? ¿Tiene todo esto algo que ver con la llamada universal a la santidad? ¿Y con el llamado “sacerdocio común” de los fieles? — ¿Es la Confirmación un sacramento imprescindible para el cristiano? ¿Depende de ello el que sea obligatorio o no? ¿Lo es? ¿Qué diferencia hay entre necesidad de medio y necesidad de precepto? ¿Cómo se aplica aquí? — ¿Quién es el sujeto de este sacramento? ¿A qué edad se debe recibir? ¿Hay algún motivo razonable para no administrarlo antes de los 18 años? ¿Por qué? ¿Qué requisitos debe tener el sujeto para recibirlo? ¿Son razonables las condiciones que ponen a Santiago? ¿Por qué? — ¿Quién es el ministro de la Confirmación? ¿Tiene algún fundamento en el Nuevo Testamento que ordinariamente sea el obispo? ¿Puede conferirlo un presbítero? ¿En qué ocasiones? — ¿Cómo juzgarías la actuación de los personajes del caso? ¿Son certeros todos los razonamientos de Santiago? ¿Hay en él alguna actitud que debería mejorar? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 900, 1121, 1285-1314 Comentario: Se cometen varios errores en este caso. Uno de ellos lo comparten el sacerdote y Juan cuando estiman que no es obligatorio confirmarse. Se olvidan de que la Iglesia tiene disposiciones, leyes. Y establece la obligación para todo bautizado, como recuerda el n. 1306 del Catecismo, remitiendo al Código de Derecho Canónico. Es verdad que no es un sacramento imprescindible, pero también lo es que su recepción resulta muy conveniente, y por ello la Iglesia dispone su obligatoriedad.

En Juan este error parece consecuencia de la pura ignorancia, pero en el sacerdote hay un trasfondo. Concibe este sacramento como destinado a una élite de cristianos “militantes”, “comprometidos”. No es así, y no es así porque los “militantes” deben ser todos los cristianos. Si se considera la doctrina de la llamada universal a la santidad se entiende fácilmente que debe ser así, y que el sacramento que tiene como fin fortalecer los efectos del bautismo —de ahí su nombre— debe ir destinado a todos. Por eso se ha dispuesto que sea obligatorio. Si, en cambio, se piensa que la santidad cristiana está reservada a unos pocos, entonces la confirmación se restringe a esos pocos: los “militantes”, los “comprometidos”. Hay también un error sobre esa “militancia”, ya que se identifica con la adscripción a algún grupo apostólico particular, en este caso parroquial. Si se leen los puntos del catecismo dedicados a la misión de los laicos (897—913), se podrá comprobar que su principal misión deben realizarla en su lugar en el mundo, santificando desde dentro las realidades temporales; también, si quieren, pueden integrarse en algún grupo, pero condicionar este sacramento a un compromiso con la parroquia sería un abuso: ni lo pide la ley eclesiástica, ni se corresponde con la libertad de los fieles para realizar su apostolado del modo que estimen más conveniente: por su cuenta, asociándose con otros, o adscribiéndose a una organización si así lo desean (por supuesto, a la que ellos elijan). Por supuesto, esto no debe entenderse como algo peyorativo sobre las obras parroquiales, que son de suyo buenas y muy necesarias.

También hay un menosprecio de la ley cuando se pone la propia opinión sobre lo que está dispuesto. Esto aquí se cumple a propósito de la edad. Lo establecido de modo general es que se reciba hacia la edad del uso de razón, aunque las Conferencias Episcopales puedan señalar otra edad. En España, la ha señalado: alrededor de los 14 años. ¿Pero no requiere una seria maduración? Contesta el n. 1308 del Catecismo: “Si a veces se habla de la Confirmación como del ‘sacramento de la madurez cristiana’, es preciso, sin embargo, no confundir la edad adulta de la fe con la edad adulta del crecimiento natural, ni olvidar que la gracia bautismal es una gracia de elección gratuita e inmerecida que no necesita una ‘ratificación’ para hacerse efectiva”. O sea, que más que requerir esa madurez, el propósito del sacramento es más bien ayudar a hacerla posible.

Por supuesto, para que la gracia obtenga sus frutos es necesaria la cooperación humana. Santiago puede no ver diferencias entre los que se han confirmado y quienes no lo han hecho, pero eso sólo muestra que somos libres, y que podemos sacar provecho de la gracia recibida, o podemos no hacerlo. De todas formas, los efectos se producen. Aumenta la gracia santificante —”aumentar” supone que se poseía previamente: este sacramento debe recibirse en gracia, de lo contrario su recepción es sacrílega—, y confiere gracia sacramental y carácter que refuerzan los bautismales.

La excusa que pone Santiago sobre el ministro del sacramento es otro error. El ministro ordinario del sacramento es el obispo, pero, por otra parte, éste puede delegar en un sacerdote, tanto para un caso concreto como indefinidamente; más aún, el propio Derecho de la Iglesia efectúa esa delegación en algún caso, como es en el caso del bautismo de un adulto, para que el sacerdote bautizante pueda administrarle este sacramento en la misma ceremonia. Otros detalles sobre este sacramento —materia, forma, etc.—, pueden encontrarse expuestos con claridad en el Catecismo.

Por lo demás, cabe preguntarse por la conducta de Santiago. Como todo el mundo, tiene virtudes y defectos. Entre estos últimos parece que debe incluirse el egoísmo y el orgullo. Pero no carece de virtudes. Es trabajador y recto, pues cuando se da cuenta de que no tiene muy cuidada su vida espiritual toma alguna medida para subsanarlo, y por lo que se ve juzga las cosas con objetividad, aunque a veces no esté muy bien informado. Y, por lo que se ve, tiene también una virtud nada despreciable: es hombre de palabra, por lo que juzga adecuadamente que si no va a cumplir lo que se le exige, aun siendo como es abusivo, es mejor irse a otro sitio.