Enrique Monasterio, “Música en la niebla”, MC, II.99

Regresaba a Madrid envuelto en una niebla cada vez más espesa. A medida que transcurrían los kilómetros, el cansancio y el miedo me hacían reducir la velocidad. Heinz Kloster, a mi derecha, encendió la radio. Cantaba una chica de voz adolescente entre espasmos y susurros. La música era mediocre, pero la intérprete tenía una virtud: vocalizaba bien y se le entendía todo. Mejor hubiese sido no entenderla, ya que jamás hasta entonces (subráyese jamás) había oído tal cantidad de procacidades, irreverencias y salvajadas pornofónicas en tan breve espacio de tiempo. Uno ya está habituado al hedor del lenguaje de las alcantarillas. Sin embargo aquello superaba cualquier marca conocida.

Traté de apagar la radio, pero Kloster me lo impidió. Se conoce que quería tragarse el bodrio por completo. Al terminar rezamos el rosario. Luego, en otra emisora, sonaron los primeros acordes de una sonata de Mozart. Antes de hablar, mi amigo hizo una larga pausa: —Dicen los expertos que la música nació en el Paraíso tres días antes del penoso incidente de la manzana. Eva dormitaba a la sombra de un ciruelo cuando se vio sorprendida por el trino del ruiseñor, que, como sabes, es el único pájaro que improvisa cuando canta. Entonces —por amor a la belleza— trató de imitar al ave con un silbido… —¿Y…? —No le salió gran cosa: apenas un prrrui, pi, pi, purrup. Pero ella y su esposo comprendieron que acababan de crear un nuevo y misterioso idioma; un lenguaje capaz de alborotar o de sosegar los sentidos, el corazón y la inteligencia, sin necesidad de palabras ni de traductores… Aquello —era evidente— sólo podía venir de Yavé.

En el coche se hizo un silencio denso como la niebla que nos rodeaba. Al fin, Kloster prosiguió: —Luego nacieron los instrumentos: los de viento se inspiraron en el canto de la brisa cuando peina las ramas de los pinos. Los timbales copiaron al trueno, y los tambores, al martilleo del pájaro carpintero… El golpear de la lluvia sobre el agua creó el arpa. Luego llegó el violín, la guitarra… Y así sucesivamente.

Un día la poesía y la música se encontraron; comprendieron que habían nacido la una para la otra, y se unieron en un feliz y fecundo matrimonio. La música parecía capaz de transfigurar las palabras, de dotarlas de fuerza y color completamente nuevos. Las palabras, por su parte, prestaban racionalidad a la música, le daban sentido. Y la unión fue tan perfecta que nadie se atrevió a enfrentarlas: bastaba que el poema —lírico o épico, infantil o adulto— fuese digno de la melodía, y que la música no envileciera las palabras.

—Pero, ahora… —Ahora me temo que asistimos a la apoteosis de la música como envoltorio. Alguien descubrió un mal año que la fuerza de una melodía no sólo podía emplearse para crear belleza o para comunicar sentimientos nobles y elevados —para cantar a Dios, al amor o a la persona amada—; también era útil para transmitir todo tipo de mensajes: para destruir, para corromper conciencias, para vender detergentes, para llamar a la guerra o al odio, para mentir o para escupir sandeces y guarradas.

—¿No exageras un poco? Kloster pareció no oírme.

—Un día, en la tele, trataron de vendernos el AVE (me refiero al tren) con el Ave María de Schubert. Hubo varios terremotos: era el genial compositor que se revolvía en su tumba. Me quejé amargamente; pero un experto en publicidad me dijo que habían puesto esa melodía porque Schubert ya no cobra derechos de emisión.

Mi amigo hizo un gesto como para quitar hierro a sus palabras.

—Tienes razón: exagero; pero aquí está la raíz del problema. Hemos descubierto que la música vale como embalaje de cualquier cosa. Todo, hasta lo más cutre, parece maquillarse cuando se envuelve en el prestigioso celofán de una melodía, aunque sea elemental y embrutecedora. Lo malo es que, como el contagio es mutuo, las palabras también envilecen a la música. ¿Crees que esa pobre chica que cantaba antes es tan puerca como parece? Desde luego que no. Si tuviese que decir a palo seco la mitad de lo que ha dicho cantando, se pondría morada de vergüenza y sus padres la mandarían a la cama sin cenar. Pero la música todo lo justifica. Seguro que tus alumnas de tercero de bup, de las que tanto presumes, mueven el esqueleto con ese bodrio.

—¿Mis alumnas…? ¡Estás loco! Se había disipado la niebla y el coche volaba camino de casa. Kloster guardaba silencio. No sé si dormía o se había disuelto con la bruma.