Fernando Sebastián, “¿Faltan vocaciones, o faltan respuestas?”, 21.IV.2002

Este domingo celebramos en la Iglesia católica el Día de oración por las vocaciones. Hay muchas formas de entenderlo. La más fácil es dejar pasar esta fecha sin tenerla en consideración. Seguramente será la mayoritaria.

Pero hay también otros riesgos, incluso entre las personas buenas dispuestas a escuchar la llamada de la Iglesia. No cumplimos si nos limitamos a rezar unas Avemarías pidiendo por el aumento de vocaciones. Con eso no podríamos quedarnos con la conciencia tranquila.

La primera eficacia de la oración recae sobre nosotros mismos. San Agustín dice que cuando pedimos algo a Dios, la gracia principal que nos concede es crear en nosotros las disposiciones para recibir sus dones y colaborar con ellos.

Cuando me comentan que no hay vocaciones, yo suelo invitar a reflexionar por qué ocurre lo que ocurre. Decimos “no hay vocaciones”, sería más exacto decir “que vocaciones sí hay, porque Dios sigue llamando para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que no hay son respuestas.
La voz de Dios se oye sólo cuando hay un cierto grado de silencio interior, es una voz íntima, que resuena sólo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre el exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta. Donde no hay pregunta tampoco llega la respuesta.

Por eso se puede decir que si no hay vocaciones es porque en un nivel más profundo no hay sentido vocacional de la vida. Nuestros jóvenes no tienen tiempo para cuestionarse su propia vida y preguntarse para qué están en este mundo, qué es de verdad vivir, qué es lo que puede dar verdadero valor a su vida, lo que les puede llenar el corazón y darles la felicidad a largo plazo.

Por eso es más exacto decir que no es que no haya vocaciones, lo que no hay es proyecto realmente libre y personal de la propia vida. Se vive, impersonalmente, dejándose llevar, sin tener el valor de salirse de la fila para pensar, proyectar y definir la propia vida.

Esto que ocurre mucho en lo humano, ocurre también en la dimensión cristiana de nuestra vida. La mayoría de los cristianos son cristianos de seguir la corriente. Tenemos pocos cristianos que hayan llegado al punto de decir como Pablo “Señor, qué quieres de mí”. Y esta es la actitud indispensable para poder escuchar la voz de Dios.

La respuesta a una vocación sentida en lo profundo de uno mismo y correspondida con perseverancia es la condición para ser uno mismo, para vivir personalmente la propia vida. Responder a la vocación personal es tanto como vivir con libertad la propia existencia. Y para el cristiano, aceptar la propia vocación es intentar vivir libremente según el designio de Dios sobre nosotros, integrarnos de verdad en la obra de Dios y de Cristo según nuestra forma estrictamente personal de ser, ocupar nuestro puesto en la Iglesia y en el mundo, ese puesto único para el cual Dios nos ha pensado y nos llama, por medio de Cristo y de su Iglesia.

Por eso, este Día de oración por las vocaciones, viene a recordarnos a los sacerdotes, a los padres y educadores cristianos, que entre todos tenemos que ayudar a nuestros jóvenes cristianos a llegar a este nivel ilusionado de fe y de amor a Jesucristo que les haga preguntarse “qué quiere el Señor de mí”, “dónde quiere Dios que me sitúe”, “que necesita de mí la Iglesia” “qué puedo hacer por el bien de mis hermanos”. Y si es posible, llegar, como Francisco de Javier, al “qué puedo hacer yo por Jesucristo”.

Esta es la alerta interior que permite escuchar la voz de Dios, esta es la buena tierra en la que crece la semilla de las vocaciones, de todas las vocaciones. A partir de ahí cada uno vivirá su vida como respuesta a la llamada de Dios, respuesta en el matrimonio y en la vida santa de un seglar apostólico, respuesta en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. Pero respuesta, seguimiento, obediencia, amor.

En este día de oración, oremos por las vocaciones. Pero no pidamos sólo por la vocación de los demás. Pidamos a Dios que nos haga a nosotros instrumentos de esta presentación alta y exigente de la vida cristiana como ofrenda y respuesta de amor, a Jesucristo, al Dios de la salvación, a la Iglesia y a los hermanos. Que nos dé a nosotros ilusión juvenil y verdadero entusiasmo cristiano y apostólico para poder transmitirlo. Que haga de nosotros verdaderos colaboradores e instrumentos de las incesantes llamadas del Espíritu Santo.

La ayuda decisiva que nuestros jóvenes necesitan es una comunidad cristiana clara, entusiasta, una comunidad de hermanos que rezan, que se quieren, que colaboran con alegría y con confianza dentro de la acción misionera de la Iglesia, como sinceros discípulos de Jesús y continuadores de sus buenas obras. “Anunciad lo que os he dicho, lo que habéis visto y oído”. Lo que vosotros vivís.

Este es el clima que hay que difundir en nuestra Iglesia y esta es la labor que tenemos que hacer entre todos, padres, educadores, catequistas, sacerdotes, para que vuelvan a florecer en nuestra Iglesia las vocaciones y las respuestas, respuestas de todas clases y en todos los tonos, familias cristianas, apóstoles seglares, vírgenes consagradas, misioneros, sacerdotes.

Esto es lo que hemos de tener en el corazón cuando pedimos a Dios que nos bendiga con el don de las vocaciones. Con este espíritu y en estos niveles tenemos que trabajar para abrir los caminos a la gracia y los dones de Dios. Dios nos bendiga con muchas vocaciones, y para eso que nos bendiga con muchos jóvenes fervorosos y generosos, y para eso que nos dé santos apóstoles, en las familias, en los colegios, en las comunidades y en las parroquias.

  • Fernando Sebastián Aguilar Arzobispo de Pamplona