Francisco J. Mendiguchía, “El niño malo… que no lo es”

¡En cuántas ocasiones he oído en mi consulta!: “Doctor, le traemos este niño (o niña, aunque éstas menos veces) que no podemos más con él, ¡es malísimo, no se puede estar quieto ni un momento»!; y luego continúan: «y no sólo somos nosotros, ha empezado a ir al colegio y ya tenemos quejas de sus profesores, dicen que no hay quien haga carrera de él, no obedece a nada, es muy inquieto y además no avanza en sus estudios».

Los padres van acompañados de un niño de siete u ocho años, aunque los hay (los padres) que aguantan menos y ya nos los llevan a los tres o cuatro, o más pacientes y lo hacen a los diez, más tarde casi nunca.

El niño se sienta muy seriecito en la silla que le indicamos y permanece en ella quieto y callado, mirándonos atentamente a sus padres y a mí, sólo que… esta actitud le dura poco tiempo, primero empieza a moverse inquieto en su asiento, luego alarga una mano y coge algo de la mesa, el bolígrafo, un papel, cualquier cosa que le llame la atención y entonces el padre, o la madre, le da un cachete y dice: «¡Ve usted como es un diablo!». Yo les digo que le dejen hacer y el niño se contiene, pero por poco tiempo, enseguida coge otra cosa (yo tengo encima de la mesa un timbre en forma de tortuga e indefectiblemente el niño empieza a hurgar en ella hasta que suena).

Pronto se cansa de estar sentado, se levanta de la silla y va a tocar otro objeto o indica que quiere marcharse, cosas que colman la paciencia de los padres y, aunque les indico que no me molesta y que el niño puede hacer lo que quiera, más aún, que lo prefiero, van por él para volver a sentarlo y el niño lo hace de momento, para volver a las andadas en algunos segundos. Entonces, uno de los padres le coge de la mano y se lo lleva para que el otro pueda contarme tranquilamente lo que les pasa al niño y a ellos, que ya no saben cómo controlarse.

Los niños hiperactivos Yo les oigo, pero ya he hecho «in mentís» un diagnóstico, provisional naturalmente y sujeto a confirmación posterior, pero que falla muy pocas veces: nos hallamos ante un niño hiperactivo.

¿Y qué es un niño hiperactivo? Pues se trata de un trastorno infantil conocido ya hace mucho tiempo, pues nada menos que en 1896, un conocido psiquiatra francés llamado Bourneville, describió un tipo de niño caracterizado por su intranquilidad, destructividad y escasa capacidad para controlar sus impulsos y al que bautizó con el nombre de «niño inestable».

Treinta años después, un paidopsiquiatra, Herni Wallón, les adjudicó un nombre muy gráfico que desgraciadamente ya no se utiliza, «niño turbulento», del que dice que cada impresión la convierte en tema de actividad, y la descarga hacia la esfera motriz. Para completar el cuadro, otro autor, Demoor, señaló la disminución, la carencia tal vez, de la atención, lo que hace que estos niños fracasen en sus aprendizajes escolares.

Para darse cuenta de la importancia de este cuadro, no hay más que leer las estadísticas que se han publicado, pues se dan cifras de hasta un 20% de todos los escolares, aunque creo que la realidad no es tan mala y que, con un 5% a un 10%, ya tenemos suficiente. Lo que es por todos admitido es su frecuencia mayor en los niños que en las niñas, cuatro a nueve niños por cada niña.

Ahora bien, ¿por qué son así estos niños? En un principio, siguiendo las corrientes científicas de la época, se pensó que lo que pasaba era que nacían así, por tratarse de un defecto constitucional, hoy diríamos mejor genético, pues hay estudios en gemelos bastante convincentes y hasta unos autores rusos describieron, allá por los años treinta, la «constitución inestable», base de la hiperactividad. En mi experiencia hay muchos padres que señalan que el niño es inquieto «desde que nació», «siempre fue así», «en los primeros meses ya se le notaba» u otras expresiones parecidas.

Sin embargo, y también muy pronto, en 1923, un célebre paidopsiquiatra italiano, el profesor Sancte de Sanctis, (célebre entre otras cosas por haber descrito el primero la esquizofrenia infantil) apuntó también la posibilidad de que la causa no fuera constitucional sino psicológica: «El síndrome de la inestabilidad puede ser la expresión de la personalidad en formación del niño.» Así las cosas, unos autores alemanes emigrados a Estados Unidos (Werner y Strauss), anunciaron la teoría de que la causa podría ser un daño cerebral, pero un daño mínimo, porque no aparecen signos neurológicos, ni aun en su electroencefalograma, evidentes, por lo que se pensó en cambiar la palabra «daño» por la de «disfunción», es decir que el cerebro no estaba dañado, sino que no funcionaba adecuadamente y por ello, durante bastantes años, el cuadro se ha conocido con el nombre de «disfunción cerebral mínima». Parece ser que la disfunción consiste en que el cerebro infantil no filtra adecuadamente los estímulos sensoriales que recibe.

Hoy día, con el avance de la Psiquiatría Social, se está poniendo mucho énfasis en la influencia del entorno: dificultades económicas, viviendas inadecuadas, promiscuidad, paro, malos tratos, en una palabra, ambientes inadecuados y caóticos.

La escuela también desempeña un importante papel: la carencia o pequeñez de espacios para el juego, las aulas pequeñas, o lo que es peor, las muy grandes, pero llenas hasta rebosar de alumnos, son el caldo de cultivo en las que un niño, que ya es inquieto de por sí, desarrolle al máximo su conducta hiperactiva.

Por la magnitud del problema se han hecho bastantes estudios de tipo metabólico y se ha achacado el síndrome a la falta de zinc en las comidas, al exceso de azúcar y a los aditivos y colorantes que se añaden a los productos alimenticios. La realidad es que seguimos sin saber muy bien lo que pasa en estos niños, aunque hay algunos datos para suponer que puede ser la manifestación de un desorden en el metabolismo de ciertos cuerpos químicos que intervienen en la neurotransmisión cerebral.

La desgraciada historia de un hiperactivo Pero volvamos al niño que ha salido del despacho con uno de sus progenitores y veamos lo que nos suele contar el que se queda: Durante la lactancia y la primera infancia presentó rasgos de un niño llorón, que rechazaba los alimentos, intranquilo y negativista (aunque también es posible que a esta edad no presentara ningún signo fuera de lo corriente).

En el parvulario comienzan ya las quejas de sus cuidadores y maestras por su impulsividad, destructividad, desobediencia, torpeza para las manualidades, carencia de atención, presentación de dibujos con trazos desmañados, ruptura frecuente de lápices y papeles, imprevisibilidad de sus reacciones y un mal sometimiento a las reglas comunes de trabajos y juegos. El niño suele llegar a casa bastante sucio, con algún desgarrón en su vestimenta y algún que otro arañazo o moratón.

Estas características se van haciendo más evidentes y se manifiestan en toda su crudeza cuando el niño empieza a ir al colegio. Su intranquilidad, torpeza e indisciplina llegan al máximo y aparece una complicación importante: el niño tiene dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura y se va retrasando respecto a sus compañeros, cosa que los profesores achacan a que el niño no pone atención a lo que se le explica. No es extraño que ya, algún director de colegio, les haya rogado a los padres que trasladen al niño de colegio, «a ser posible que tenga pocos alumnos por clase».

En casa es un niño insoportable, con saltos continuos y correrías sin rumbo fijo, no puede permanecer sentado mucho tiempo y habla acompañándose de gesticulaciones.

En sus relaciones sociales es muy desinhibido y no parece darse cuenta de las inconveniencias sociales que comete, tales como no saber esperar turno cuando hay que hacerlo, interrumpir conversaciones o contestar a las preguntas cuando están a medio formular. Además trae de cabeza a los padres porque no tiene idea del peligro y tiene continuos accidentes, como meter los dedos en los enchufes o cortarse con cualquier instrumento afilado.

En sus juegos es muy inconstante, pasa de uno a otro sin terminar ninguno y, como no sabe respetar las reglas de los juegos comunitarios, los demás chicos no quieren jugar con él y el niño se va encontrando cada vez más solo. Lo único que le sostiene la atención es la TV, que es tan inquieta y saltígrada como él, lo que supone un alivio para los padres, que le dejan todo el tiempo que quiera delante del televisor para poder así descansar ellos.

Algunos padres, no en todos los casos, nos cuentan que el niño es, además, agresivo, terco, destructivo, mentiroso y desobediente, es decir, presenta lo que se conoce con el nombre de «trastorno de conducta».

En términos cibernéticos, lo que sucede en su conducta es que se produce un mecanismo de retroalimentación («feed back») que mantiene y empeora el cuadro progresivamente: como el niño tiene dificultad para filtrar la información que le llega, su atención se dispersa, su aprendizaje esto aumenta su inmadurez cerebral (primer bucle de retroacción); a causa de su agitación se produce una relación caótica con su entorno que es causa de ansiedad que, a su vez, aumenta su intranquilidad (segundo bucle); ante la conducta del niño los padres se sienten muy decepcionados y reaccionan con agresividad («eres un demonio, una calamidad»), agresividad que es devuelta por el niño y la hiperactividad se convierte en parte en intencionada, lo que aumenta su ansiedad por sus sentimientos de culpa (tercer bucle); por fin aparecen sentimientos depresivos («soy un caso», «no tengo arreglo») que producen más conductas difíciles que aumentan la irritabilidad y decepción de los padres (cuarto bucle) y así hasta que se deciden los padres a consultar para ver de romper este circuito que va empeorando la situación cada día más.

Lo cierto es que, cuando se ve el niño a solas, se aprecian enseguida en él rasgos de ansiedad debidos a que se va dando cuenta de que tiene problemas que no puede dominar, de que es diferente a los demás niños y que el entorno, incluido los padres, le mira con una cierta hostilidad de la que se va sintiendo día a día más culpable.

El diagnóstico de la hiperactividad se hace fácilmente por la historia del niño y por su observación, aunque pueden utilizarse las consabidas escalas y cuestionarios para padres y maestros en caso de grandes grupos de población. Alguien inventó también un curioso artilugio, que llamó silla «balistográfica», que no era más que una silla que medía los movimientos del niño sentado en ella y también tenemos los «cuadrantes de observación», que es una sala que está dividida en cuadrados y, en cada uno de ellos, que están separados por unas rayas pintadas en el suelo, una mesa con lápices, plastilina, cuentos, juguetes, etc., y una silla para cada mesa, midiéndose la actividad por el número de veces que el niño cambia de cuadrante al pasar la raya que los separa.

Todos estos síntomas van remitiendo poco a poco, aunque haya autores que opinen que puede quedar un cuadro residual en el adulto. Todavía a los dieciséis años permanecen igual la tercera parte pero, ya a los dieciocho, han mejorado mucho la mayoría y ha desaparecido del todo en una cuarta parte.

No se conocen casos de empeoramiento, aunque en los niños que además tienen problemas de conducta, ésta sí puede empeorar, aunque la hiperactividad y la atención mejoren. Un problema de más difícil solución es el de los retrasos escolares que el cuadro puede llevar consigo, pues son difíciles de superar y llevan en muchas ocasiones al abandono de los estudios en edades tempranas.

Cómo tratar a estos niños Veamos ahora qué se puede hacer con estos niños, pues se han intentado muchos métodos, desde los propiamente pedagógicos hasta el uso de psicofármacos.

En algunos países se han proyectado, y hecho, aulas especiales para estos niños, con paredes desnudas sin adornos, mapas, dibujos y todo lo que se suele colocar sobre ellas, pintadas en tonos suaves, luz tamizada, parcialmente insonorizadas y con las mesas de los alumnos mirando a la pared, separadas unas de otras por mamparas para que no se distraigan unos con otros.

No está mal la idea en teoría, pero mucho me temo que, como el problema dura mucho tiempo, el niño acabará por adquirir una claustrofobia que le llevará más tarde a una fobia escolar. Como aquí no disponemos de este tipo de clases, los buenos maestros ponen a estos hiperactivos en la primera fila para poder atenderlos mejor en sus problemas de inestabilidad y distraibilidad, los malos los colocan en las últimas para que no molesten.

Son también muy útiles los tratamientos psicomotrices como la relajación y el control de movimientos, terapias conductuales que modifiquen su comportamiento impulsivo y la psicoterapia individual, de grupo y familiar, esta última para modificar los patrones de respuesta que los padres han desarrollado frente al hijo hiperactivo.

Un doctor americano se hizo bastante popular con un régimen alimenticio, la «Dieta Feingold», que consistía en eliminar los alimentos que contuvieran aditivos y colorantes, pero la verdad es que es una dieta difícil de realizar, tal como está hoy la industria alimenticia y además supondría un cambio de hábitos en la alimentación de toda la familia, eso sin contar que los estudios hechos sobre los resultados de este método, han sido bastante mediocres.

Pasemos por último al tratamiento con psicofármacos, ése que tanto temen los padres y, que sin embargo, es el único realmente eficaz. Allá por el año 1937, un psiquiatra, también americano llamado Bradley, ante el hecho paradójico de que a estos niños, los barbitúricos, que entonces eran los únicos tranquilizantes que se conocían, en vez de tranquilizarles les ponían más nerviosos, pensó que, si les daba estimulantes, a lo mejor se estaban más quietos. Tal como lo pensó lo hizo y utilizó la anfetamina o benzedrina (la conocida simpatina), para pasar después a la dexedrina, comprobando que de doscientos ochenta niños había mejorado el 60%. A partir de 1960 lo que se suele utilizar es otro estimulante que produce muy pocos efectos secundarios (insomnio o anorexia), llamado metilfenidato.

Yo he utilizado este último fármaco en niños de hasta doce-trece años de edad durante más de veinticinco años y sólo tuve que suspender la medicación en dos casos por la anorexia que producía. Insomnio no lo encontré nunca a las dosis por mí utilizadas.

Para evitar el acostumbramiento a la medicación, es de gran utilidad practicar el método del «fin de semana terapéutico», es decir, suspender la misma los sábados y domingos y, asimismo, no administrarla durante los meses de verano en los que el niño tiene más tiempo y espacio para descargar sus impulsos a la acción mediante juegos, deportes, excursiones, etc. y no tienen que estar tanto tiempo metidos en casa o en el colegio.

No hace mucho un chico de diez años me decía unos días antes de empezar el curso: «Doctor, ¿puedo empezar a tomar otra vez las pastillas que me hacen estarme quieto?».

Algunos autores, por eso del rechazo a los psicofármacos, han utilizado café o compuestos de cola, pero los resultados no son ni mucho menos tan convincentes y además son muy difíciles de dosificar. También se han probado otros fármacos, pero tampoco las mejorías han sido tan evidentes.