16. ¿Tiene alguien derecho a imponerme sus valores?

Las condiciones de supervivencia
de la humanidad
no están sujetas a votación:
son como son.

Robert Spaemann

¿Existen valores absolutos?

Cuenta Peter Kreeft que un día, durante una de sus clases de ética, un alumno le dijo que la moral era algo relativo y que él como profesor no tenía derecho a “imponerle sus valores”.

Bien —contestó Kreeft, para iniciar un debate sobre aquella cuestión—, voy a aplicar a la clase tus valores y no los míos. Tú dices que no hay valores absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos. Como resulta que mis ideas personales son un tanto singulares en algunos aspectos, a partir de este momento voy a aplicar esta: todas las alumnas quedan suspendidas.

El alumno se quedó sorprendido y protestó diciendo que aquello no era justo.

Kreeft le argumentó: ¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es solo “mi” valor o “tu” valor, entonces no hay ninguna autoridad común a nosotros dos. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tú tampoco puedes imponerme el tuyo…

Por tanto, solo si hay un valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores absolutos y objetivos fuera de nosotros, solo podrías decir que tus valores subjetivos son diferentes de los míos, y nada más.

Sin embargo —continuó Kreeft—, no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que, cuando desciendes a la práctica, sí crees en los valores absolutos.

No me impongas tu verdad

Los relativistas y los escépticos consideran que aceptar cualquier creencia es algo servil, una torpe esclavitud que coarta la libertad de pensamiento e impide una forma de pensar elevada e independiente.

Sin embargo —como decía C. S. Lewis—, aunque un hombre afirme no creer en la realidad del bien y del mal, le veremos contradecirse inmediatamente en la vida práctica. Por ejemplo, una persona puede no cumplir su palabra o no respetar lo acordado, arguyendo que no tiene importancia y que cada uno ha de organizar su vida sin pensar en teorías. Pero lo más probable es que no tarde mucho en argumentar, refiriéndose a otra persona, que es indigno que haya incumplido con él sus promesas.

Cuando los defensores del relativismo hablan en defensa de sus derechos, suelen desprenderse de todo su relativismo moral y condenan con rotundidad la objetiva inmoralidad de quien pretenda causarle daño. Y si alguien les roba la cartera, o les da una bofetada, lo más probable es que olviden su relativismo y aseguren, sin relativismo ninguno, que eso está muy mal, diga lo que diga quien sea (sobre todo si lo dice el ladrón o agresor correspondiente). Porque si la palabra dada no tiene importancia, o si no existen cosas tales como el bien y el mal, o si no existe una ley natural, ¿cuál es la diferencia entre algo justo o injusto? ¿Acaso no se contradicen al mostrar que, digan lo que digan, en la vida práctica reconocen que hay una ley de la naturaleza humana?

El relativismo, al no tener una referencia clara a la verdad, lleva a la confusión global de lo que está bien y lo que está mal. Si se analizan con un poco de detalle sus argumentaciones, es fácil advertir —como explica Peter Kreeft— que casi todas suelen refutarse a sí mismas:

  • “La verdad no es universal” (¿excepto esta verdad?).
  • “Nadie puede conocer la verdad” (salvo tú, por lo que parece).
  • “La verdad es incierta” (¿es incierto también lo que tú dices?).
  • “Todas las generalizaciones son falsas” (¿esta también?).
  • “No puedes ser dogmático” (con esta misma afirmación estás demostrando ser bastante dogmático).
  • “No me impongas tu verdad” (tú me estás imponiendo ahora tus verdades).
  • “No hay absolutos” (¿absolutamente?).
  • “La verdad solo es opinión” (tu opinión, por lo que veo).
  • Etcétera ad nauseam.

El boxeador que nunca sube al ring

Cuando uno dice que es muy difícil o casi imposible saber lo que es verdad o mentira, o lo que es bueno o malo, porque asegura que todo es relativo, adopta una cómoda postura en la que apenas necesita argumentar nada. Elude cualquier debate o discusión seria, porque niega su presupuesto. Por eso decía Ludwig Wittgenstein que es como un boxeador que nunca sube al ring.

En vez de subir al ring, lo que suele hacer en la práctica es meter de tapadillo, en un descuido retórico, su propia verdad y su propio concepto de bien. Porque también él guarda muchas certezas, aunque quizá no las advierta por estar demasiado ocupado en acusar a los demás de dogmatismo. Lo que el relativista suele mirar con sospecha no son las certezas, sino más bien las certezas de los demás.

¿Se dejarían operar por un cirujano si no estuviera seguro de su competencia? ¿Se subirían a un avión de una compañía aérea que manifestara incertidumbres sobre la seguridad del vuelo? Todo hombre, por naturaleza, busca siempre certezas.

Según Christopher Derrick, la apoteosis del relativismo puede deberse a esa impresión —una impresión vaga, pero persuasiva— de que expresar duda es un signo de modestia y de tolerancia, mientras que hablar de certidumbres se considera algo dogmático y casi dictatorial.

Sin embargo, el relativismo no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias. Por eso Ortega y Gasset decía que el relativismo es una teoría suicida, pues cuando se aplica a sí misma, se mata. La mayoría de las veces, el relativismo es una especie de pose académica, una cómoda evasión de la realidad.

¿Da lo mismo una religión que otra?

Charles Moore, director del Sunday Telegraph y del Daily Telegraph, relató hace unos años su conversión al catolicismo.

Moore buscaba la religión verdadera, ante el asombro de sus amigos que le decían que daba igual una religión que otra, y que lo único importante era el deseo de hacer el bien. Él disentía completamente y replicaba: «Eso sería como si unos médicos se reunieran en torno a un paciente y concluyeran: “Bueno, todos queremos que mejore, así que todos los tratamientos que propongamos serán igualmente buenos”. Sin embargo, es evidente que no sucede así. Dar con el tratamiento adecuado puede ser cuestión de vida o muerte».

Es cierto que personas de religiones distintas reciben de sus creencias aliento y enseñanza para ser mejores. Todas las religiones distintas de la verdadera contienen y ofrecen elementos de religiosidad, que proceden de Dios, y que reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero deducir de eso que todas las religiones son iguales, o que da igual una que otra, sería mucho deducir.

A la hora de elegir religión, hay que preguntarse sobre todo qué puerta es la verdadera, no cuál es la que más nos gusta por sus adornos o atractivos externos. No basta la buena intención, pues no se puede olvidar cuánto mal ha sucedido en la historia en nombre de opiniones e intenciones buenas.

Cada hombre tiene la obligación —y también el derecho— de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, llegue a formarse rectos y verdaderos juicios de conciencia.

—Entonces, lo que importa para salvarse es vivir de acuerdo con la propia conciencia.

Cuando se habla de vivir de acuerdo con la conciencia, algunos lo entienden como un simple vivir conforme a lo que cada uno subjetivamente piensa, como si en las cuestiones religiosas y morales no hubiera nada objetivo. Pero no siempre basta con seguir la propia conciencia, pues a veces su voz puede ser ahogada, o puede ser errónea. Por ejemplo, Hitler escribió pocas horas antes de morir que no se arrepentía de nada, que de nada pedía perdón porque afirmaba seguir de buena fe su conciencia…

La conciencia no es un simple reducto del subjetivismo, sino el lugar donde se da la apertura del hombre hacia la verdad, hacia Dios. El hombre, si busca, tiene posibilidad de conocer el camino que le conduce a la verdad.

Y obedecer a la conciencia en ese camino puede exigir un notable esfuerzo. Supone no dejarse guiar solo por lo que a uno le apetece, sino mirar alrededor, purificarse y tener el oído atento a la escucha de la voz de Dios para ponerse en camino hacia la verdad.

Solamente así se puede entender en qué consiste la grandeza de la fe. Y las diferentes religiones pueden suministrar elementos que nos conducen hacia ese camino, pero también nos pueden desviar de él.

—¿Entonces, la Iglesia no admite que el cristianismo sea una vía de salvación entre muchas otras?

La Iglesia sostiene que Jesucristo no es un simple guía espiritual, o un camino más hacia Dios entre otros muchos, sino el único camino de salvación.

—¿Y eso no es una afirmación un poco arrogante por parte de la Iglesia?

Pienso que no. Lo natural es que un creyente musulmán reconozca a Mahoma como profeta, o que un fiel hebreo escuche la Torâh como la palabra de Dios. Lo que dice la Iglesia católica no supone menosprecio ni falta de consideración hacia otras confesiones religiosas. Dice que Jesucristo es el único camino de salvación, pero también dice claramente que Dios salva a los no cristianos que se hacen merecedores de ello.

La salvación —por decirlo de un modo un tanto informal— es monopolio de Dios, no de los cristianos. Dios da a todos los hombres luz y ayuda para salvarse, y lo hace de manera adecuada a la situación interior y ambiental de cada uno.

Alfonso Aguiló