Juan Manuel de Prada, “Memoria de Induráin”, ABC, 23.VII.2001

Parece que fue ayer mismo, y ya han transcurrido diez años desde que ganó su primer Tour. Miguel Induráin no ha sido tan sólo el más portentoso deportista español del que uno guarde memoria, sino también un ejemplo para todos esos zascandiles, borrachos de fama y de dinero, que se pavonean por las secciones deportivas de los periódicos, como asteroides sin rumbo que a la temporada siguiente ya ha sepultado el olvido, u otro asteroide que llega con la cartera mejor provista de billetes. Creo que si Miguel Induráin nos entusiasmó no fue tan sólo por sus dotes físicas apabullantes, por su cosecha monótona de triunfos, ni siquiera por mero fervor patriótico, sino porque en él habían encontrado cobijo algunas de esas pasiones antiguas que encumbran al deportista a una categoría mítica: la austeridad, la modestia, el tesón, la magnanimidad sin alharacas. ¿Recuerdan cómo nos sublevábamos cada vez que cedía la victoria a un contrincante ante la mismísima línea de meta? Entonces, en el calor del momento, lamentábamos que Induráin no estuviese poseído por el «instinto asesino» que exaltaba a otros ilustres predecesores suyos, como el omnívoro Merckx. Hoy, sin embargo, la memoria enaltece la figura de aquel campeón tranquilo, y agradecemos aquellos gestos de obstinada generosidad. ¡Cuánto crece en la nostalgia la figura de aquel deportista irrepetible! En estos días en que el estadounidense Armstrong pasea su supremacía por las carreteras francesas, nos acordamos de aquel mocetón de Villava, tan diverso en estrategias y modales. Induráin jamás hubiese fingido un desfallecimiento para después triunfar avasallador en L´Alpe d´Huez. Esa innoble incursión en la pantomima, seguida de un presuntuoso alarde, jamás hubiese manchado la ejecutoria de un campeón como Induráin; el obsceno exhibicionismo, el taimado fingimiento no figuraban en el manual de conducta de aquel hombre que, en el sufrimiento y en el triunfo, adoptaba la misma máscara de impavidez, la misma humilde actitud de abnegación callada. Su elenco de victorias, amplísimo y mareante, se queda chiquito, sin embargo, ante la lista mucho más concurrida de victorias cedidas a sus rivales. O incluso a sus compañeros. Aquel espíritu de renuncia casi heroico alcanzó su cúspide en cierto mundial de fondo en el que otro corredor sometido a su disciplina, pisoteando las ilusiones largamente soñadas por Induráin, aprovechó el miedo venerable que el pentacampeón del Tour infundía a sus rivales para lanzarse hacia la meta. Induráin pudo haber reprimido aquel ardid arribista, pero dejó marchar al postulante; luego, en la meta, cuando entró segundo, Induráin alzó los brazos en señal de victoria. Fue la única vez que le vi realizar un gesto ostentoso de triunfo; pero no lo hizo para sí, sino en honor del compañero oportunista, al que cedió graciosamente los laureles. ¿Cabe mayor muestra de sacrificio? Nunca nadie llevó con mayor aplomo y honrado sosiego su superioridad inatacable. Nunca nadie se mostró más humanamente discreto; cuando llegó la hora de la despedida, lo hizo como de puntillas, dejándonos a todos un nudo en la garganta y un revoloteo de mariposas en el estómago. ¿Recuerdan que, siempre que hablaba de sus triunfos, lo hacía en un plural de modestia, precisamente él, que podría haberse permitido el plural mayestático? ¿Recuerdan que rehuía el escrutinio de la cámara, con una especie de incomodidad vergonzosa? Se había casado con su novia de toda la vida -otro ejemplo para tanto chisgarabís que confunde el éxito con el nomadismo de la ingle- y se retiró a su pueblo, para envejecer con la misma serena parsimonia con que antes había paseado por los territorios de la leyenda. Fue el héroe de mi juventud, y uno de los pocos hombres que me han permitido comprender la épica callada del deporte. Fue único y supremo; hoy, además, sabemos que era irrepetible. Por eso lloramos su ausencia.

Juan Manuel de Prada, “Tan sólo una alubia”, ABC, 21.VII.2001

Así me lo ha descrito mi mujer, como una alubia que palpita en sus entrañas, como un corazón diminuto que crece noche y día, como un nudo de sangre que anhela el futuro vertiginoso, la vida incalculable que le aguarda tras nueve meses de gestación. Yo no he podido acompañarla al médico, porque me encontraba lejos de casa, pero la noticia -tan deseada, tan fervorosamente deseada- a través del teléfono me ha llenado de una alegría que tiene algo de ebriedad y también algo de espanto. Ebriedad porque el mundo vuelve a inaugurarse ante mis ojos, con un súbito fuego y un aleteo de aturdida paloma; espanto porque ese hijo que crece en el vientre de mi mujer, invulnerable y lento como una estrella, me convertirá en un hombre que ya no se agota en sí mismo, sino que se prolonga a través de ese rescoldo de carne que mañana sostendré en mis brazos, como una ofrenda a esa inteligencia suprema que rige la órbita de los planetas y el itinerario de la sangre. De repente, el calendario ha dejado de registrar un cómputo de días monótonos como la arena y ha empezado a acompasar su latido con el latido de ese corazón rudimentario que mi mujer atisbó a través de la ecografía. Ahora el tiempo es la música que acompaña ese recóndito sueño de espuma que es nuestro hijo; ahora el tiempo es el nido que cobija ese rumor de lejana caracola que es nuestro hijo, creciendo noche y día.

Tras recibir la noticia, he sentido un inédito asombro. Durante muchos años, pensé que mis libros serían los únicos testimonios de mi paso por la tierra, pero ahora que ya sé que voy a prolongarme en otra carne he creído inundarme de una luz nueva y he salido al monte, porque la habitación del hotel donde me hospedo no podía albergar ese tumultuoso alud de pasiones que me golpeaba. Allí, en la soledad del monte, convertido en un ser tan diminuto como esa vida que crece dentro de mi mujer, he oído el nombre de nuestro hijo repetido por el viento, he visto su rostro esculpido en cada piedra, he respirado el olor de su trémula carne en la sombra de cada árbol, he escuchado su primer sollozo en el sol rugiente que bautizaba la mañana. Luego, aplacada tanta exultación, he vuelto al hotel, para pensar a ese hijo que vendrá cuando la primavera ya se anuncie en el aire. ¿Cómo podré hacerme digno de él? ¿Cómo será el mundo que acoja su andadura? ¿Conseguiré que aprenda a amar las mismas cosas que yo he amado? ¿Crecerá en esa intemperie que anuncian algunos apocalípticos, sin religión y sin libros, o, por el contrario, encontrará alivio espiritual ante la imagen de Dios crucificado, ante el bosque de palabras que soñaron otros hombres, para espantar el fantasma de la muerte? ¿Estará poseído por el estigma del arte? ¿Llorará, como yo lloro, cada vez que lea la despedida de Héctor y Andrómaca en La Iliada, cada vez que contemple la agonía de Espartaco en la película de Kubrick? ¿Le gustará cazar mariposas en verano, escuchar viejas historias de los labios de su bisabuelo casi centenario, descifrar los sagrados parajes del latín? ¿Se enamorará desde niño de una compañera de clase que le dará calabazas, pero él seguirá insistiendo hasta casarse con ella, como yo he hecho con su madre? ¿Cómo serán nuestras broncas y peleas? ¿Tendrá una adolescencia hermética y taciturna? ¿Querrá matarme simbólicamente, como propugnan los discípulos de Freud? ¿Nos abandonará muy pronto, a su madre y a mí, para alzar su propio vuelo, dejándonos solos con nuestros recuerdos? Las preguntas se abalanzan sobre mí como un enjambre que me nubla la vista. Quizá sea demasiado pronto para darles respuesta. De momento, cuento los minutos que restan para reunirme con mi mujer y tenderme a su lado, pegar una oreja a su vientre y escuchar la germinación jubilosa de la carne, ese lentísimo desentumecimiento de una vida que crece, frágil como una lágrima pero ya dispuesta a respirar, ya dispuesta a levantarse para tomar el relevo y empezar a indagar la aurora. En esa aurora presentida, en esa respiración mínima pero creciente se contiene el inmenso tamaño de mi esperanza.

Alfonso Aguiló, “Personas interesadas en los demás”, Hacer Familia nº 89-90, 1.VII.2001

«Así era mi madre —rememoraba la protagonista de El Volumen de la ausencia, esa gran novela de Mercedes Salisachs—. Un camino de renuncias sembrado de querencias que pocas veces manifestaba.

»Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo. Su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta, y me dijo: “Hija mía —y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme—, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica.” »Ella solía decirme: “Actuar es la mejor forma de querer, hija. No es necesario que sientas amor por ellas —recalcaba—; sencillamente, ayúdalas. Verás qué pronto las quieres”.

Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “Personas interesadas en los demás”, Hacer Familia nº 89-90, 1.VII.2001″