Vicente Verdú, “Elogio del pudor”, El País, 27.IX.2002

En Argentina, dentro de los “reality shows”, hay en marcha un programa, Fantasía, donde los voluntarios se prestan a hacer un strip-tease ante las cámaras. No hay premio alguno, simplemente alguien cree que puede aportar o aportarse algo con el desnudo y no ve inconveniente en suscitar esa ventaja. La ventaja consiste, de una parte, en la audiencia que obtenga la emisora a través de la atención de los telespectadores y, de otra, en el plus de autocomplacencia que logre el individuo al comportarse como un showman. Hasta hace poco, un acto así parecería insólito, pero ahora puede catalogarse en el divulgado deseo de hacer pública la intimidad.

Media humanidad pone al descubierto su privacidad mientras la mitad restante degusta la iluminación de cantones oscuros. Las “web cam” mostrando vidas ordinarias de gentes ordinarias en casas ordinarias han pasado de ser un acontecimiento significativo a dejar de significar. El diagnóstico de nuestro tiempo reincide sobre el problema de la soledad, la falta de sentido de la vida, el anhelo por ser conocido, difundido, traducido en un icono para ser alguien en la comunidad de la imagen. Hay quien canta, baila o es erudito y se presenta a los concursos de televisión para ser famoso. Pero otros, los más, no tienen otra cosa que ofrecer que su intimidad. El “reality show” no es otra cosa que pornografía de la vida corriente y sus protagonistas, continuadores de la prostitución por otras vías.

Ahora, sin embargo, ha reaparecido un movimiento que promueve el pudor. De la misma manera que nacieron los ecologistas cuando la naturaleza estaba perdiéndose o cundieron los amantes de la comida orgánica cuando la química infectó los pollos, los defensores del pudor aparecen como soldados de lo más verdadero. O, más exactamente, como paladines de la pureza. El agua pura, el aire puro, los materiales naturales forman parte de un mismo sistema que evoca unos orígenes supuestamente excelsos insuperables que ha ido denigrando el progreso. Rescatar el pudor, no obstante, lleva a una posición que comprende, más allá de su tono retro, un racimo de ideas. Una sociedad pacata es insufrible, ¿pero una sociedad desprejuiciada no será zafia? En medio de la liberación sexual, el pudor es un estorbo, pero después de la liberación la vida sin vergüenza es desesperadamente aburrida. Con el pudor sucede como con los tipos de interés en la política monetaria. No es bueno que estén muy altos, porque de ese modo asfixian la actividad, pero, cuando están demasiado bajos, como actualmente, apenas dejan margen de maniobra. Sin pudor, como con tasas de interés igual a cero, no hay posibilidad de estimulación. La economía toma una deriva obstinadamente plana sin que se disponga de medidas que puedan espolearla. El interés igual a cero es tanto como el desinterés. El reclamo del pudor que hace la joven norteamericana Wendy Shalit en “A return to modesty” (The Free Press. Nueva York, 1999) pudo estar influido, aunque anticipadamente, por el callejón sin salida que refleja la actual coyuntura.

Estos años de igualación sexual han contribuido a que la mujer se sacudiera la opresión machista pero, de paso, se ha quitado de encima un peculiar pudor suplementario en virtud del cual dominaba la totalidad de la relación erótica. Ahora no hay aquellas barreras intersexuales, pero tampoco hay las herramientas para el juego del cortejo y la suposición. El mundo que se autorreclama transparente ha desvelado a uno y otro sexo por completo y, en la absoluta contemplación recíproca, las miradas no encuentran nada de interés. Sucede como con el “reality show” que representa el programa “Gran Hermano”: a partir de un primer momento se ve que no hay nada que ver. Es la misma ley de la pornografía más dura: hacer todo explícito, no ocultar nada, deshacer los pliegues, explorar las concavidades para que la experiencia, como en el caso de las drogas, agote el deseo. ¿Volver al pudor? Probablemente. Porque si no poseemos nada no tenemos nada que ganar.

Juan Manuel de Prada, “Socialismo cristiano”, ABC, 23.IX.2002

«Esta es la tarea pendiente: sustituir la negación del valor de lo religioso o una actitud de indiferencia, por un reconocimiento y valoración positiva del mismo.» Son palabras escritas por José Luis Rodríguez Zapatero, en el prólogo al libro «Tender puentes: PSOE y mundo cristiano», de Ramón Jaúregui y Carlos García de Andoin. Resulta chocante que justo ahora cuando muchos políticos ocultan vergonzantemente su filiación cristiana, el líder socialista avale este acercamiento a lo que podríamos denominar «el hecho religioso». Habrá quienes olfateen en esta propuesta una artimaña para obtener réditos electorales; pero para explicarla podríamos citar a aquel conspicuo historiador que definía el socialismo como «una herejía del cristianismo». Y es que basta leer los «Hechos de los Apóstoles» para descubrir que las primitivas comunidades cristianas regían su convivencia mediante reglas que prefiguran la utopía socialista, aunque su acicate fuese distinto. Cuando Jesucristo aconseja al joven acaudalado que deseaba incorporarse al séquito de sus discípulos que se despoje de sus bienes, está dictándole la más severa y primordial lección de socialismo. Y aquel hermoso pasaje evangélico que funde el amor a Dios con el amor a sus criaturas («porque tuve hambre y me disteis de comer…») ratifica que la vocación cristiana es, ante todo, un anhelo de entrega al prójimo.

Sin embargo, el socialismo siempre ha mirado con desconfianza cuando no con acérrima belicosidad, el mensaje cristiano, seguramente porque incorpora un consuelo de ultratumba como resarcimiento de las penurias soportadas en vida. Cuando Marx define la religión como «el opio del pueblo», en sintagma tan cerril como divulgado, se está rebelando contra ese consuelo que parece infundir al cristiano una especie de mansa resignación ante las injusticias terrenales, en espera de que el Reino de los Cielos quede por fin instaurado. Pero esa lectura torcida del Evangelio (que quizá la Iglesia haya favorecido, en algunas de sus épocas más complacientes con el poder secular) es refutada por el mensaje de Jesús, quien, en efecto, prometió el Reino de los Cielos a los perseguidos, pero también empeñó su esfuerzo por anticiparles esa buenaventura en vida. Cuando Jesús evita la lapidación de la mujer adúltera, cuando se deja frotar con ungüentos por María Magdalena, cuando elige a sus discípulos entre quienes se dedicaban a los oficios más plebeyos o infamantes, está abogando por la redención terrenal del hombre. Digamos, en lenguaje actual, que les está restituyendo la dignidad que el sistema les había arrebatado. Y ese impulso originario de Jesús ha caracterizado los episodios más enaltecedores del cristianismo: desde aquellas comunidades primitivas, en las que convivían nobles y esclavos manumitidos, hasta los esfuerzos actuales, en los que tantos religiosos y laicos entregan el pellejo por salvar hombres de la enfermedad y la miseria y el analfabetismo, el mensaje de Jesús se erige en la más formidable máquina engendradora de justicia que vieron los siglos.

El socialismo, si quiere desprenderse de su caparazón de rancios prejuicios, tendría que aceptar esta verdad inatacable. También debería enterrar el odio que infundió entre sus adeptos contra la Iglesia y sus jerarquías; ciertamente, han sido muchos los felones que, al amparo de la Cruz, han legitimado la opresión del débil, pero esa circunstancia deplorable no debe enturbiar el mensaje originario de Jesús, que no es el de un Dios olímpico y encaramado en una nube, sino el de un Dios sufriente que se encarna en el barro del que estamos hechos, para compartir nuestras necesidades y quebrantos.

Juan Manuel de Prada, “A vueltas con el crucifijo”, ABC, 21.IX.2002

Recuerdo que, hace algunos años, un grupo de diputados españoles, amparándose en confusas razones ideológicas, exigió que se retiraran los crucifijos de las escuelas, y hasta amenazó con interponer recurso ante el Tribunal Constitucional, si el Gobierno se negaba a acatar su solicitud. Ahora, para demostrar que los extremos se tocan, la Liga Norte italiana propone que se exija por ley la presencia de crucifijos en todas las aulas escolares, así como en estaciones de ferrocarril y aeropuertos; con esta imposición, el partido de Umberto Bossi pretende responder a la «insolencia» mostrada por los musulmanes. De este modo, la Cruz vuelve a ser enarbolada como garrote de infieles, como instrumento de hostilidad y exclusión; como si la Historia no nos hubiese enseñado cuáles son las consecuencias de las guerras de religión. Para quienes hemos elegido la Cruz como asidero de nuestras zozobras descubrimos en la propuesta de Umberto Bossi, además, una índole sacrílega. Pues la Cruz es una invitación a la concordia, un signo redentor que abraza el sufrimiento de los hombres; cuando esa vocación primigenia de la Cruz se tuerce, o es suplantada por una coartada belicosa, Dios vuelve a ser crucificado.

Allá en mi ciudad levítica, llegué a aprender de memoria un poema de mi paisano León Felipe, que desde entonces guardo en mi devocionario particular. Rezaba así: «Más sencilla, más sencilla. / Sin barroquismo, / sin añadidos ni ornamentos, / que se vean desnudos / los maderos, / desnudos / y decididamente rectos. / Los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos. / Que no haya un solo adorno / que distraiga este gesto, / este equilibrio humano / de los dos mandamientos. / Más sencilla, más sencilla; / haz una cruz sencilla, carpintero». No creo que sea posible compendiar con palabras más elementales y austeras el significado de la Cruz y su doble vocación humana y divina. Los brazos en abrazo hacia la tierra, esto es, vueltos hacia la humanidad que sufre, en actitud hospitalaria y confortante; el astil disparándose a los cielos, con esa sed de misterio que empuja al hombre a vislumbrar la presencia de Dios entre las tinieblas de la desesperación. León Felipe no era, desde luego, el prototipo del poeta beatorro y meapilas. Pero entendió que en esos dos maderos cruzados quedaban registrados, en una síntesis escueta, los dos anhelos más enaltecedores del hombre, el «equilibrio de los dos mandamientos». Podría haber escrito un poema en que la Cruz representara los episodios de fanatismo y barbarie que los cristianos hemos protagonizado, a lo largo de los siglos; pero prefirió recuperar su mensaje prístino, celebrando la grandeza de aquel hombre entreverado de Dios que murió defendiendo sus palabras -sencillas como la misma Cruz- frente a la ira de los fanáticos.

Los episodios del Evangelio que más nos conmueven son aquellos en los que Jesucristo infringe el código de exclusiones imperante en la sociedad de su tiempo. Cuando, sentado al pie de la fuente de Jacob, le suplica a una samaritana que le dé un poco de agua, Jesús nos anticipa la universalidad de su misión, que alcanza su apoteosis trágica en el Calvario. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí? -le pregunta, perpleja, la mujer samaritana, que se apresta a llenar de agua su cántaro-. Porque judíos y samaritanos se aborrecen». Los samaritanos, que se negaban a adorar a Yavé en el templo de Jerusalén, eran unos apestados sociales. No puedo imaginar, sin embargo, a Jesús imponiéndoles por decreto la veneración de un símbolo que nos recuerda el barro del que procedemos, la luz a la que aspiramos y, en definitiva, toda nuestra genealogía de culpa y redención. Convertir ese símbolo en un cachivache de uso obligatorio quizá sea la forma más obscena de negar su vigencia; sería como volver a matar al hombre entreverado de Dios que lo enalteció con su sangre.

Alfonso Aguiló, “El espejo de los deseos”, Hacer Familia nº 103, 1.IX.2002

¿A quién no se le ha escapado la imaginación pensando ser el protagonista de una aventura espectacular, en la que resaltan con luz propia las cualidades que más deseamos tener? Es verdad que sin deseos no hay proyectos, y que sin proyectos no hay logros. Los deseos expanden nuestro mundo interior, lo trascienden, le dan vida. Son importantes, evidentemente. Pero debemos cuidar que no se hipertrofien y acaben siendo un mecanismo de evasión, porque soltar la imaginación de los deseos es para muchas personas una auténtica droga de diseño que les sumerge una triste dependencia.

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