Juan Manuel de Prada, “Carnaza a las fieras”, ABC, 29.XI.2004

Hace unos días, una representante del Ministerio de Asuntos Sociales de cuyo nombre no quiero acordarme exhortaba a los españoles a no tachar en sus declaraciones de la renta la casilla que permite que una porción exigua de sus impuestos se destine a la financiación de la Iglesia. La exhortación provocará un efecto contrario al deseado: muchas personas que hasta la fecha habían preferido dejar en blanco esa casilla se inclinarán ahora a tacharla, por burlar el ánimo fiscalizador de un Gobierno que no cumple sus obligaciones de neutralidad en materia religiosa y diariamente trata de azuzar a su electorado contra una institución que representa a una porción nada exigua de los españoles, resucitando de paso los fantasmas del anticlericalismo, que tantos episodios de sangre han incorporado a nuestra Historia. Pero más allá de ese apetito de injerencia en las decisiones íntimas de los ciudadanos, lo que repugna en dicha exhortación es la bajeza de quien trata de trasladar a sus destinatarios la impresión de que, si destinan su dinero a la Iglesia, estarán engordando a los obispos, mientras que si los destinan a otros «fines de interés social» estarán impulsando proyectos solidarios, etcétera, etcétera. La abyección de ese mensaje tácito es doble: su emisora sabe que en España no existe ninguna institución cuya labor de asistencia social sea comparable a la que desarrolla la Iglesia; y sabe, también -ayer se lo recordaba su conmilitón Francisco Vázquez, en declaraciones a este periódico-, que «si mañana la Iglesia hiciera huelga paralizaría las prestaciones sociales». ¿A qué juega nuestra facción gobernante? ¿Es que, en su afán de arrojar carnaza a las fieras desprestigiando a la Iglesia, pretende negar su compromiso radical con los más necesitados? Ante manifestaciones tan cerrilmente belicosas, que denotan -amén de un anticlericalismo de naftalina- una voluntad demagógica y un desconocimiento de la realidad superlativos, resulta más bien peregrino pensar que la facción gobernante vaya a rectificar su estrategia de confrontación con la Iglesia, sustituyéndola por otra más conciliadora. Cualquier espectador ecuánime habrá observado que la facción gobernante, a falta de detractores de fuste, está extremando su enfrentamiento con la Iglesia con un doble propósito: por un lado, un anhelo compulsivo de retratarse como un adalid de la modernidad (para lo cual se busca el choque con una Iglesia a la que se atribuyen actitudes «carcas» o «casposas»); por otro, la necesidad de mitigar o encubrir sus descalabros en otros ámbitos de la acción política mediante una exasperación rechinante del «problema religioso». Algunos socialistas sensatos ya han mostrado sus reparos a una estrategia que empieza a parecerse demasiado a la del calamar que huye dejando a su paso una espesa nube de tinta: entre ellos, se cuenta algún católico practicante, como el citado Francisco Vázquez, pero también quienes desde posturas menos confesionales, como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, entienden que muchos de los postulados socialistas están en consonancia con el mensaje evangélico y, sobre todo, que muchos de sus votantes naturales se sienten zaheridos ante esta especie de furor anticatólico que parece haberse apoderado de la facción gobernante.

Son muchos los socialistas que consideran que ese modelo de laicismo a la francesa que se trata de imponer en España, ignorando su raigambre cultural, constituye un error que la sociedad pagará con nuevos enconamientos y divisiones. Son muchos los socialistas que se cuestionan éticamente ciertas causas que el Gobierno ha abrazado como propias con una perentoriedad estridente. La facción gobernante, sin embargo, prefiere empujar a sus votantes a la casilla anticlerical, tratándolos como fieras hambrientas de carnaza.

Alfonso Aguiló, “Las sombras y los miedos”, Hacer Familia nº 129, 1.XI.2004

Es muy interesante la historia de Bucéfalo, aquel caballo que solo Alejandro Magno era capaz de montar. Todos los que lo intentaban eran incapaces de mantenerse a su grupa más allá de unos pocos segundos. El animal caracoleaba, se encabritaba, y enseguida daba en el suelo con todos sus jinetes. Alejandro supo observarlo con atención y enseguida descubrió el secreto de aquel indómito corcel. Entonces se acercó, agarró las riendas y lo puso frente al sol. Lo acarició, soltó su manto, y de un salto montó sobre él y lo espoleó con energía. Controló los corcoveos, sin dejarle apartarse de la dirección del sol, hasta que el animal se calmó y siguió su marcha a paso lento y tranquilo. Sonaron los aplausos, y dicen los historiadores que al verlo Filipo, su padre, vaticinó que el reino de Macedonia que él poseía se quedaría pequeño para la gloria a la que estaba llamado su hijo.

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Juan Manuel de Prada, “Jóvenes basura”, ABC, 13.XI.2004

Publicaba ayer Jesús Lillo, en la «Guía de televisión» de este periódico, un artículo sumamente lúcido, titulado La cantera, en el que iluminaba con una luz no usada el fenómeno de la televisión basura. En lugar de conformarse con la diatriba al uso, aportaba un dato mucho más pavoroso que los meros índices de audiencia que sostienen esta inmundicia: «Cada año, alrededor de ciento treinta mil jóvenes, algunos con la mayoría de edad recién estrenada, sienten la llamada de la fama y se presentan al programa más emblemático del realismo televisivo, «Gran Hermano»». Ciento treinta mil jóvenes que tienen -prosigue Lillo, con sarcasmo- «los ojos puestos en la tele como futuro profesional, de la misma manera que muchos otros muchos españoles, quizá no tantos, se preparan cada otoño para opositar en las pruebas de los cuerpos funcionariales que publica el Boletín Oficial del Estado». No sabemos si esa cantidad se renueva cada año o si, por el contrario, se abastece de los mismos jóvenes recalcitrantes; pero aceptando que el imperativo cronológico impondrá un paulatino refresco de los aspirantes, y considerando que en la estela «Gran Hermano» ha surgido una caterva de programas consanguíneos, no sería descabellado afirmar que en nuestro país existen varios cientos de miles de jóvenes que aspiran a ingresar en esa cofradía de homínidos que intercambian flujos y exabruptos ante las cámaras.

¿De dónde surge esta juventud dispuesta a arrojar sus mejores años al cubo de la basura y, de paso, a convertirse en breve en juguetes rotos sin oficio ni beneficio? Quienes denuestan la plaga de programas casposos que infesta nuestra televisión suelen concederles la condición de causa primigenia de muchas de las calamidades que afligen nuestra sociedad; y, un tanto ilusamente, piensan que su desalojo de la programación extinguiría los miasmas de una podredumbre que nos abochorna. Muerto el perro se acabaría la rabia, parecen predicar los analistas del fenómeno. Pero lo cierto es que la televisión basura no es la causa primigenia de muchos males sociales, sino su corolario natural. Detrás de la chabacanería que se enseñorea de dichos programas existe una subversión de valores (quizá enquistada ya en el subconsciente popular) que niega el esfuerzo y la laboriosidad como medios de triunfo y ascenso social (o como meras exigencias de una existencia digna) y entroniza en su lugar un desprestigio del mérito, un regodeo en los bajos instintos y en la mediocridad satisfecha de sí misma. Esos cientos de miles de jóvenes que anualmente se preparan para ingresar como concursantes de programas que retratan sin filtros embellecedores la tristeza de la carne y la vacuidad del espíritu ni siquiera están acuciados por la miseria o la marginación; a diferencia de aquellos muletillas de antaño que se exponían a la embestida del toro porque «más cornás da el hambre», los postulantes de «Gran Hermano» encarnan la avanzadilla, especialmente desvergonzada si se quiere, de una sociedad que se pavonea de su vulgaridad, hija de un igualitarismo que desdeña la excelencia y brinda la gloria (o sus sucedáneos más efímeros) a quienes exhiben inescrupulosamente su ignorancia cetrina, su risueña amoralidad, su desdén chulesco hacia todo lo que huela a virtud en el sentido originario de la palabra. La televisión, a la postre, se limita a premiar lo que la sociedad previamente ha entronizado.

Detrás del fenómeno de la televisión basura se agazapa, en fin, una perversión de la democracia que halla en esos cientos de miles de jóvenes que se disputan una fama catódica una infantería voluntariosa y desinhibida. Aquella rebelión de las masas que anticipara Ortega ha alcanzado, al fin, su apoteosis más sombría.

Juan Manuel de Prada, “Padre Pateras”, ABC, 1.XI.2004

En la presentación del libro «Luna negra», de María Vallejo-Nágera (Belacqua), tengo la suerte de conocer al hombre que lo inspiró, Isidoro Macías, más conocido como Padre Pateras, un fraile franciscano que regenta en Algeciras una casa de acogida en la que hospeda a las inmigrantes que arriban a las playas embarazadas o con un niño recién nacido en brazos. El hermano Isidoro es un hombre menudo, de ojillos vivaces y sonrisa bonancible; conversando con él, uno se siente enseguida contagiado de su sabiduría honda, que no nace de los libros, sino del contacto diario con el sufrimiento. Su sencillo hábito le otorga un aspecto desvalido; pero hay una cruz pendiendo sobre su pecho, una cruz desnuda -«los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos / que no haya un solo adorno que distraiga este gesto, / este equilibrio humano de los dos mandamientos», como escribió León Felipe- que le inspira su fortaleza interior. El Padre Pateras nos explica el misterio de su carisma: «Hay gente que me dice: «Yo no creo en Dios, sólo en usted». ¡Pobres hijos míos! ¿Cómo no se dan cuenta de que todo lo que hago es por el amor que siento por Cristo?».

El Padre Pateras entendió un día que el rostro de Dios se copia en el de sus criaturas sufrientes. Nacido en un pueblecito minero de Huelva, fue destinado a Ceuta para realizar la mili; allí conoció al fundador de su orden, el hermano Isidoro Lezcano, quien, siguiendo el ejemplo del Poverello, quiso servir a Dios del modo más exigente, atendiendo a los enfermos y a los pobres en sus necesidades y compartiendo sus penurias. El Padre Pateras entendió que su destino se hallaba junto a los ancianos, los alcohólicos, las prostitutas, los inmigrantes y todos esos «pequeñuelos» a quienes Cristo nos encomendó: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; forastero fui y me acogisteis…».

Cuando concluye la mili, el Padre Pateras funda en Tánger, con el hermano Isidoro Lezcano, la primera casa de acogida de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca. Luego se traslada a Cáceres, donde cuida de niños con deficiencias mentales -«son trozos de Cristo vivo», afirma- en un colegio. En 1982, tras dar algunos tumbos por Venezuela y Costa de Marfil, el Padre Pateras se instala por fin en Algeciras, donde atiende a los ancianos, a los desahuciados, a las madres africanas -sus «morenas», como él prefiere llamarlas-, que llegan con sus bebés a punto de nacer en lanchas neumáticas. Otros tres frailes lo acompañan en esta tarea inabarcable, ayudados por gentes de corazón ancho que prestan generosamente su servicio; y aunque apenas recibe ayuda de las instituciones públicas, la Providencia le facilita medios para perseverar en su misión. El Padre Pateras sabe que esas africanas embarazadas que llaman a su puerta carecen de papeles y que, por tanto, cualquier día podrán ser expulsadas del territorio español; pero él se rige, antes que por cualquier ley humana, por la ley del amor.

En una época en que la Iglesia es hostigada y escarnecida, convendría que los medios se preocuparan de divulgar la grandeza de estos pescadores de hombres que, como el Padre Pateras, se calcinan en una misión redentora. Y la jerarquía eclesiástica debiera esforzarse por hacer más visible a la sociedad el heroísmo callado de sus mejores hijos, espejos de Cristo, que alivian el dolor del mundo; quizá así la hostilidad ambiental comenzaría a ceder. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, por si quisieran aportar un donativo al Padre Pateras, les doy el número de cuenta de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca, en el Banco Santander Central Hispano: 0049-6770-86-2816039467. Dios, que se copia en el rostro de sus criaturas sufrientes, se lo agradecerá.