Juan Manuel de Prada, “Navidad laica”, ABC, 26.XII.2005

Se discute en estos días si la Navidad ha dejado de ser una fiesta religiosa, para convertirse en una mera orgía consumista, aderezada con unas dosis de humanitarismo de pacotilla, que es manifestación farisaica muy del gusto de nuestra época. Creo que este debate no es sino una excusa o subterfugio que nos evita incursionar en otro mucho más hondo y peliagudo, que es el debate sobre la naturaleza de la felicidad. El hombre contemporáneo persigue la felicidad como si de una formula química se tratase, algo así como un revulsivo o catalizador que actúa sobre nuestro ánimo, infundiéndole una «sensación de bienestar». Naturalmente, esta búsqueda suele saldarse con un fracaso, pues en el mejor de los casos esa sensación resultará pasajera, apenas un analgésico que distrae por unos pocos días el dolor en sordina que martiriza al hombre cuando decide amputarse, escindirse, renegar de un elemento que le es consustancial. No hay felicidad sin una aceptación plena de lo que somos; y lo que somos incluye una dimensión religiosa, o si se prefiere trascendente, que no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza. El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado y, por lo tanto, infeliz; y, como el manco que en los días que preludian tormenta siente un dolor fantasmagórico en el brazo que le ha sido arrancado, el hombre contemporáneo siente en las fechas navideñas esa amputación que ha infligido a su propia naturaleza como una carcoma o una desazón angustiosa que trata de combatir mediante lenitivos euforizantes. Una vez extinguidos sus efectos, vuelve a sentir el dolor de la amputación, y otra vez vuelve a ensordecerlo con esos lenitivos que, como la morfina, a la vez que lo alivian lo esclavizan y embrutecen. A veces, entre los vapores de la morfina, brota en el hombre contemporáneo la reminiscencia de una nostalgia, que confunde con alguna estampa más o menos idílica de su niñez y que, a la postre, no es sino añoranza de aquel estado originario en que aún no había renegado de su apetito de trascendencia y espiritualidad.

Los lenitivos que el hombre contemporáneo ha ideado para acallar la protesta de su naturaleza son de diversa índole: desde el consumismo desmelenado y bulímico hasta ese humanitarismo falsorro que ,despojado de su requisito primordial (la consideración del prójimo como recipiente sagrado), se queda en puro aspaviento, pasando por la torpe satisfacción de placeres primarios, puramente fisiológicos. Cuando se habla de «Navidad laica» se está designando, en realidad, esa infelicidad que el hombre contemporáneo vive como una amputación y trata de paliar mediante colocones de morfina. Pues la Navidad, antes que nada, es la fiesta a través de la cual el hombre reconoce la presencia de Dios en la aventura humana y, por tanto, la dimensión trascendente de su propia vida. Cuando Dios nace, algo bueno y nuevo nace dentro de cada hombre, en su más ensimismada esencia. Al asumir como propio ese ingrediente divino, el hombre se siente más completo y conforme consigo mismo; y de esa conformidad brota, como una irradiación que no declina su llama, la verdadera felicidad.

Despojada de esa significación honda y primordial, la Navidad se convierte en una trágica búsqueda de lenitivos y analgésicos, un vagabundaje desesperado en pos de una quimera. El hombre contemporáneo que celebra una «Navidad laica» es, en cierto modo, como ese gallo descabezado que corretea poseído por la desazón mientras se desangra; aunque no lo sepa, es tan sólo un muerto que camina, pues ha extraviado la fuente de la que mana su felicidad.

Alfonso Aguiló, “La voluntad humana”, Hacer Familia nº 142, 1.XII.2005

En las primeras décadas del siglo XIX, los pueblos y países se aproximan con más rapidez que antes en milenios. La llegada del ferrocarril, del buque a vapor y, poco después, del telégrafo, suponen un cambio gigante en el ritmo y la medida de la velocidad con que se mueven las personas o las noticias.

A ese avance imparable se opone, sin embargo, un gran obstáculo. Mientras las palabras se propagan al instante de un extremo a otro de Europa, e incluso de Asia, gracias a los aisladores de porcelana colocados en los postes telegráficos, es imposible transmitir a través del mar. Y aunque en 1851 se logra unir Inglaterra con el resto de Europa mediante un cable submarino, la posibilidad de hacer lo mismo cruzando todo el Atlántico parece a todos una utopía irrealizable. Cualquier comunicación entre Europa y América supone al menos dos o tres semanas de navegación.

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Juan Manuel de Prada, “¿Disminuido o discapacitado?”, ABC, 5.XII.2005

Dos plagas simultáneas se han instalado en la jerga política, amenazando con descuajeringar para siempre el organismo del idioma, cada vez más anoréxico y contuso: el «frasihechismo» y la corrección política. Las frases hechas, convertidas en anestesia universal mediante su repetición aturdidora, disfrazan la vacuidad con los ropajes de la grandilocuencia, hasta encumbrar los topicazos más bochornosos como dogmas indiscutibles. La corrección política, con su munición de eufemismos babosos y estropicios gramaticales, empezó adornando con sus floripondios lingüísticos las paparruchas mitineras de unos cuantos idiotos e idiotas, pero sus miasmas ya infectan nuestras leyes. Pronto veremos el día en que este potaje de dislates semánticos y campanudas necedades se imponga coercitivamente a los hablantes, hasta hacer del lenguaje un artefacto explosivo que nadie se atreverá a emplear con naturalidad.

Auguro que en breve algún memo con poltrona propondrá una revisión global de la Constitución, que sustituya las designaciones de «españoles» y «ciudadanos», tan machistas, por otras más respetuosas de la igualdad de individuos e individuas. Para ir abriendo boca, e invocando esa sacrosanta igualdad, nuestro Adalid de las Causas Sociales ha anunciado una reforma del artículo 49 de la Constitución, que obliga a los poderes públicos a realizar «una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos». A nuestro Adalid de las Causas Sociales el término «disminuidos» le suena discriminatorio o denigrante, y propone sustituirlo por «discapacitados». En plena orgía de frasihechismo y corrección política, nuestro Adalid de las Causas Sociales ha insinuado incluso que, al denominar «disminuido» a quien tiene mermadas sus funciones mentales o físicas, se le están negando los derechos de los que disfruta cualquier otro ciudadano, mentecatez que podría hacerse extensiva a otros términos que describen circunstancias biológicas o jurídicas. ¿Acaso cuando llamamos a alguien «menor» porque no ha alcanzado determinada edad lo estamos discriminando? La memez del Adalid de las Causas Sociales, que naturalmente se han apresurado a refrendar los cagachines de la corrección política de uno y otro bando (no sea que los vayan a acusar de defender la eugenesia), quizá no mereciera nuestro enojo si no ocultase, bajo los oropeles de la pomposidad huera, un alarde de cinismo. Pues lo sustancial del artículo 49 es el «amparo especial» que dispensa a los disminuidos (perdón, discapacitados) para el «disfrute de los derechos que la Constitución otorga a todos los ciudadanos». Derechos entre los que se cuenta, como principio rector y piedra angular del edificio jurídico, el derecho a la vida (artículo 15), sin cuyo respeto escrupuloso el ejercicio de los demás derechos resulta imposible. Pero hete aquí que nuestro Código Penal niega el derecho a la vida de los disminuidos (perdón, discapacitados), permitiendo el aborto cuando se presuma que el feto nacerá con «taras físicas o psíquicas». Parece el colmo del sarcasmo invocar paparruchas lingüísticas cuando la cruda y atroz verdad es que en España los disminuidos (perdón, discapacitados) pueden ser eliminados con todas las bendiciones legales. Nuestro Adalid de las Causas Sociales podría empezar por garantizar el derecho a la vida de quienes vienen al mundo con las facultades mermadas; entonces quizá resultaran más convincentes sus tiquismiquis palabristas. Pero sospecho que nuestro Adalid de las Causas Sociales, puesto a reformar ese precepto del Código Penal que permite eliminar impunemente disminuidos (perdón, discapacitados), se limitaría a sustituir el término «taras» por otro menos denigrante y discriminatorio. ¿Discapacidades, tal vez?