Ignacio Sánchez Cámara, “Iglesia católica y reconciliación”, La Gaceta, 27.VI.2007

La manía persecutoria de la «memoria histórica», pieza esencial del proyecto político del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, tiene una de sus dimensiones fundamentales en la cristofobia, especialmente en la aversión al catolicismo. Su obsesión parece consistir en erradicar todo rastro público de la tradición cristiana de España. En el punto de mira, por supuesto, está la Iglesia católica. El estigma, como en otros casos, es el apoyo al franquismo. Es decir, el franquismo es culpable, y el comunismo (y, por cierto, también el socialismo), al parecer, son inocentes. Y todo aquel que se oponga al maniqueísmo, es porque es maniqueo.

Es cierto que el 1 de julio de 1937, los obispos españoles publicaron una carta con motivo de la Guerra de España. Y es también cierto que, en ella, prestaban su apoyo a la causa de los sublevados contra el desastre republicano. También lo es que todos los católicos españoles sufrieron en los días aciagos del Frente Popular una de las más atroces persecuciones religiosas del siglo XX.

Es humano que la jerarquía de la Iglesia católica en España prestara su apoyo a la causa de todos aquellos que los defendían frente a la de quienes los asesinaban. Con ello, terminaron por ser complacientes o silenciosos con los errores políticos y morales de la época del franquismo.

Es esta una herencia que aún pesa sobre ella, pero al parecer no ya la complacencia o el silencio sino la pura criminalidad, si es izquierdista, es fácilmente olvidada o comprendida. Por lo demás, mientras la Iglesia pide perdón por sus errores, otros niegan sus crímenes o se jactan de ellos. Y cuando digo la Iglesia, no digo únicamente la jerarquía, sino también infinidad de víctimas y familiares de víctimas que, en la hora del dolor, perdonaban a sus victimarios. Y no porque fueran mejores personas que ellos sino porque seguían las enseñanzas de quien les prescribía el amor a los enemigos y el perdón a las ofensas.

Y vemos ahora cómo historiadores, con el criterio historiográfico sesgado a la izquierda, niegan la existencia de una revolución comunista en el seno del Frente Popular. Que se lo cuenten no ya a los católicos sino, por ejemplo, a los anarquistas. Por no hablar de la revolución socialista de 1934 contra la voluntad popular expresada en las urnas. Al parecer, pura legalidad republicana.

Son los mismos que critican o condenan los procesos de beatificación o canonización de las víctimas católicas de la persecución religiosa. Con ellos, la Iglesia no mantiene viva la memoria de los vencedores (cosa que sería tan legítima como mantener la de los vencidos), sino que rinde homenaje a quienes dieron testimonio de su fe con su el sacrificio de sus vidas.

Todos aquellos quienes reabren la fatídica «memoria histórica», parecen reivindicar el monopolio hemipléjico del recuerdo. Por más que les pese, la Iglesia, con sus errores, y graves, como formada por hombres falibles que es, ha contribuido, como la institución que más, a la causa de la reconciliación entre los españoles. Baste recordar los años de la Transición y la enemistad del franquismo en retirada y residual contra el cardenal Vicente Enrique y Tarancón.

La Iglesia propugna el perdón mutuo, el reconocimiento de los errores de ambos lados, insta a que no haya dos lados sino una sociedad democrática, libre y vertebrada, y, por ello, se opone al revanchismo de la «memoria histórica», que no persigue tanto el respeto a las víctimas y su recuerdo como reabrir heridas, e invertir la identidad de vencedores y vencidos en lugar de abolir tan nefasta división.

Ignacio Sánchez Cámara, “Clonación ¿terapéutica?”, La Gaceta, 21.VI.2007

El pleno del Congreso de los Diputados aprobó el pasado jueves la nueva Ley de Investigación Biomédica, que convierte a España en el cuarto país europeo que legaliza la clonación con fines terapéuticos. Sólo el Partido Popular se opuso a la medida. La noticia ha pasado casi inadvertida, perdida en algún discreto lugar de las páginas de Sociedad de la mayoría de los diarios y, con apenas alguna excepción, por ejemplo este periódico, sin ningún comentario o análisis valorativo. Es decir, se ha colado de manera vergonzante.

La escasa repercusión en los medios contrasta con la trascendencia de la decisión, acompañada de una buena dosis de hipocresía. Así, la ley prohíbe expresamente crear embriones para la investigación, pero eso es precisamente lo que aprueba, sin más que recurrir a una tergiversación del lenguaje. Sutilmente, lo que se clona no son «embriones» sino «óvulos activados». Esperamos con ansiosa curiosidad la diferencia.

En realidad, estamos ante la aprobación del uso de embriones humanos con fines pretendidamente terapéuticos. Y digo pretendidamente, porque, como explicó magistralmente en estas páginas el viernes pasado Natalia López Moratalla, la clonación carece hasta ahora de uso terapéutico y sólo puede utilizarse, de momento, con fines de investigación.

Hoy por hoy, no cabe esperar de la clonación ninguna curación, sino sólo presuntas expectativas. Por esta razón, no cabe hablar estrictamente de clonación terapéutica, sino de clonación con fines investigadores. Por el contrario, sí es posible curar mediante la utilización de células madre de adulto, lo que no plantea ningún conflicto moral. Cada vez se abre más paso la evidencia científica acerca de la validez de la células del propio paciente en medicina regenerativa. Y se dirá, ¿es que la clonación con fines de investigación médica sí plantea conflictos morales? Y hay que responder afirmativamente, pues se trata de «fabricar» seres humanos (eso sí, invisibles para el ojo humano, y a quién le va a importar el destino de lo que no se ve), aunque el fin sea la búsqueda, que no la curación efectiva, de eventuales métodos terapéuticos.

La clonación es una de esas barreras que la humanidad no debe traspasar, aunque sea al servicio de fines, en principio, loables. Y no sólo por razones de naturaleza moral, sino porque transforma la autoconcepción que los hombres tenemos de nosotros mismos. Es una puerta abierta a algo que va más allá de lo que, al menos hasta ahora, ha sido la humanidad. Si fuera algo de suyo bueno, y que no planteara graves objeciones morales, no se trataría de manera tan vergonzante y con tantos circunloquios y enredos verbales. Se anuncia con cierta complacencia, como si eso nos situara en la vanguardia de la ciencia universal, que España es el cuarto país europeo en aprobarla, después del Reino Unido, Bélgica y Suecia. Y se omite el número de los que no lo han hecho «todavía». ¿Por qué no lo han hecho ya más países si es cosa tan fantástica y que permitirá curar tantas enfermedades? Por otra parte, en Estados Unidos, líder mundial indiscutible en investigación biomédica, aunque la clonación terapéutica no está prohibida, no se practica como consecuencia de las restricciones de los fondos federales para ello y del ambiente contrario en la opinión pública.

Por lo demás, nuestro Parlamento ha aprobado esta medida sin promover el necesario debate en la sociedad y sin alcanzar el consenso con la oposición. Poco ruido para demasiadas nueces. Al parecer, eso de que el fin no justifica los medios empieza a ser considerado como prescindible antigualla.

Alfonso Aguiló, “Echar a volar”, Hacer Familia nº 160, 1.VI.2007

Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó a uno de sus hombres para que los cuidara. Pasado un tiempo, el instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba ya perfectamente entrenado, pero al otro no sabía qué le pasaba, pues desde el primer día estaba posado en una rama y no había forma de que echara a volar, hasta el punto de que tenían que llevarle su alimento a ese lugar.

El rey mandó llamar a varios curanderos y sanadores, pero nadie lograba hacer volar a aquel pequeño animal. Pidió consejo a otros sabios de la corte, pero no hubo forma de moverlo de allí. Por la ventana de una de sus habitaciones, el monarca podía ver que el halcón permanecía inmóvil.

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