En una de las Historias Magrebíes de Rezzori, un padre anima a su pequeño hijo a saltar a sus brazos abiertos, desde el árbol al que se había subido. El niño salta, el padre se aparta y le deja caer al suelo. El niño llora y el padre le explica: “Eso es para que aprendas a no fiarte ni de tu padre”.
Robert Spaemann glosaba ese viejo relato diciendo que, en cierta manera, aquel padre tenía algo de razón: no es la confianza lo que se aprende, sino la desconfianza. Y dejando aparte las bromas, puede decirse que lo natural y lo esperable sería partir de la confianza, es decir, de que todos merezcamos por principio la confianza de los demás. Y contaba Spaemann otra anécdota que había vivido de cerca poco tiempo antes. La dueña de un pequeño teatro de Stuttgart estaba vendiendo entradas. Un joven pidió una rebaja por ser estudiante, pero no llevaba el carnet que lo acreditaba. La vendedora le concedió la rebaja diciendo: “No le conozco. Por tanto, no tengo motivo para no fiarme de usted”.
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