Alejandro Llano, “El velo y la Cruz”, Alfa y Omega, 5.II.2004

Quizá el mejor libro escrito en el siglo XX acerca de los presupuestos teóricos de la democracia moderna es Sobre la revolución, de Hannah Arendt. La pensadora judía traza allí una minuciosa comparación entre los dos modelos políticos básicos de la era contemporánea: el francés y el norteamericano. La confrontación no puede ser más actual. Y el resultado de los dos paradigmas evaluados sigue siendo, básicamente, el mismo. El planteamiento galo –con toda su brillante tradición intelectual– tiende peligrosamente a ser autodestructivo; en cambio, el enfoque estadounidense –capaz de generar líderes de tan modesta altura como los que conocemos– crea ambientes fértiles en los que medra la libertad. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “El velo y la Cruz”, Alfa y Omega, 5.II.2004″

Ignacio Sánchez Cámara, “La clonación es inmoral”, ABC, 15.II.04

Dudo que vayamos a asistir a un verdadero debate sobre la clonación terapéutica. Un debate moral sólo es posible a partir de la existencia de ciertas premisas mínimas compartidas por los interlocutores. Por ejemplo, la dignidad de la vida humana. No entienden igual el derecho a la vida quienes la conciben como un don de Dios o como algo que posee un valor en sí mismo, que quienes la consideran mera propiedad interna de ciertos seres. Tampoco extraen las mismas consecuencias quienes piensan que el hombre posee deberes para consigo mismo, o que existen deberes más allá de las consecuencias de su cumplimiento, o que hay acciones intrínsecamente buenas o malas, que quienes defienden que es lícito todo lo que no daña directamente a nadie o incrementa el bienestar de alguien o de la mayoría. Los primeros concluirán que la clonación, incluida la terapéutica, es inmoral; los segundos, que es lícita. Me encuentro en el primer grupo, aunque dudo que tenga sentido esgrimir más argumentos que lo ya dicho. La clonación es inmoral porque constituye una instrumentalización de la vida humana que vulnera su dignidad. Quien niegue tal dignidad, está eximido de aceptar el argumento y su conclusión.

Los adoradores del progreso plantean el problema como un nuevo episodio del conflicto entre «su» progreso y las creencias religiosas. No es cierto. En cualquier caso, tan dogmático puede ser quien defiende la licitud como quien se opone a ella. Zapatero ha dicho que no tolerará que «nadie imponga sus creencias para provocar retraso en nuestro país». ¿Nadie? ¿O tal vez las suyas, su particular idea del progreso y del retraso, sí se puedan imponer? No siempre la permisión conduce al bien. Pensemos en los campos de exterminio. Tampoco se trata de una limitación reaccionaria de la libertad de la ciencia. No existen límites éticos a la ciencia. El derecho y el deber de saber carecen de límites. Lo que tiene límites es la aplicación técnica de esos conocimientos. El saber no tiene límites; el actuar, sí. Por lo demás, tampoco se trata de una cuestión que deban decidir los científicos. Ellos proporcionan los hechos, los términos del problema moral; no su solución. Los progresistas hacia cualquier parte rechazan la clonación reproductiva y admiten, en su inmensa piedad hacia quienes sufren, la terapéutica. Mas ¿en virtud de qué principios se oponen a aquélla?, ¿en virtud de qué valores? No lo dicen. ¿Acaso la dignidad de la vida humana? Pero, ¿qué es eso de la dignidad? ¿Es algo más que una antigualla clerical? Quizá ignoren que lo peor de Auschwitz acaso no fuera el dolor, sino la maldad. Pero es algo tan pequeño el embrión que absurdo sería no sacrificarlo para la salud de los grandes, de los únicos vivos. Olvida el progresista que él también fue un día un pequeño embrión, cuyo aliento vital fue respetado, y que, gracias a eso, ahora puede ser no sólo progresista sino ser sin más.

Lo realizado en Corea está tipificado como delito y castigado con prisión en muchos países. Nada dijeron los progresistas. Cuando algo parecía imposible no importaba que fuera delito. Ahora que parece posible, debe ser despenalizado. Extraña lógica penal. Por lo demás, parece que existen alternativas terapéuticas a la clonación. Una aclaración final para los demócratas frenéticos. Si la mayoría de los ciudadanos, por ejemplo, españoles, decidieran que la clonación es lícita, se convertiría en parte del Derecho español, pero no dejaría por ello de ser, según mi criterio, una inmoralidad, un grave atentado contra la dignidad de la vida humana. Las urnas no son el árbol de la ciencia del bien y del mal.

Ignacio Sánchez Cámara, “El mal”, ABC, 13.III.04

La presencia del mal en estado puro, sin mezcla ni atenuantes, aterra. No podemos comprenderlo y, renegando del mundo, podemos llegar a interpelar a Dios y a su aparente silencio. Y, sin embargo, no es un misterio. El mal nace de los avatares del albedrío humano, de su uso perverso. Pues si no hubiera posibilidad de obrar mal, tampoco la habría de obrar bien. El bien y el mal se necesitan como el anverso y el reverso de la moral. Si no fueran posibles los terroristas, tampoco lo sería Teresa de Calcuta. Un autómata no puede ser malo, pero tampoco bueno. Aún así, nos espanta y sobrecoge la humanidad ausente en los terroristas. Los terroristas son los hombres sin atributos. Aristóteles escribió que «para descubrir qué es natural, hemos de estudiar los seres que se mantienen fieles a su naturaleza y no aquellos que han sido corrompidos». Entre estos últimos se encuentran, sin duda, los terroristas. Pueden ser ellos redimidos de su mal, pero éste pervivirá toda la eternidad. El perdón es infinito, pero no puede impedir que lo que sucedió deje de haber sucedido. Toda ignominia como toda bondad son eternas. Acaso el infierno consista en la imperecedera conciencia del mal que hemos cometido.

Ante el horror que los perversos sembraron en Madrid es fácil sucumbir al desánimo y pensar que tanto sufrimiento es absurdo e inútil. Es una idea comprensible, casi natural, pero equivocada. Como afirmó paradójicamente C. S. Lewis, no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero acaso vivamos en el único posible. Aquellos que no alcancen a creer que el dolor sea un elemento necesario para la redención humana, al menos quizá puedan aceptar que sirve de ocasión para la exhibición de la grandeza del hombre.

DEBEMOS poder seguir viviendo después de Atocha. Sobre la atroz carnicería, se eleva la nobleza de los corazones de miles y miles de personas, acaso habitualmente egoístas y mezquinas, que, ante situaciones límite, son capaces de acciones de una generosidad sublime. Ni la esperanza es absurda, ni el dolor inútil. Los terroristas pueden matar los cuerpos, pero no el heroísmo y la nobleza de las almas.

Quede para mejor ocasión la evaluación política de las reacciones y la determinación de culpabilidades y complicidades. Quede para otra ocasión la crítica a una buena parte de los dirigentes políticos, y de los medios de comunicación y sus profesionales, que no están a la altura de los ciudadanos, como no lo estuvieron en otras horas dolorosas de la historia de España.(…)

José Ramón Ayllón, “¿Dónde estaba Dios el 11-M?

Elie Wiesel, el periodista que acuñó el termino Holocausto, tenía doce años cuando llegó una noche, en un vagón de ganado, al campo de exterminio de Auschwitz. Entonces vio un foso del que subían llamas gigantescas. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: eran niños! Wiesel vivió para contarlo y decirnos que jamás olvidaría esa primera noche en el campo, que hizo de su vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Que jamás olvidaría esa humareda y las caras de los niños que vio convertirse en humo. Que jamás olvidaría esos instantes que asesinaron a su Dios en su alma, y que dieron a sus sueños el rostro del desierto. Que jamás olvidaría ese silencio nocturno que le quitó para siempre las ganas de vivir.

Yo estaba en Madrid el 11-M, el día en que un múltiple atentado reventaba varios vagones de tren, mataba a doscientas personas y hería a más de mil. Me acordé de Wiesel. ¿Dónde estaba Dios? Sé que no es una pregunta original, pues el ser humano la lleva formulando desde que apareció sobre la Tierra y comprobó que su vida es siempre dramática. Pero es una pregunta obligada. La respuesta, en cambio, no lo es. Aunque la existencia del dolor –en concreto el sufrimiento de los inocentes- es el gran argumento del ateísmo, la humanidad ha creído de forma muy mayoritaria en Dios.

En cualquier caso, si Dios existe, ¿por qué permite el mal? Sin resolver el misterio de esta cuestión, una respuesta clásica dice que Dios puede no crear seres libres, pero si los crea no puede impedir que hagan el mal: ha de respetar las reglas que Él mismo ha puesto. Otra de las respuestas tradicionales afirma que, aunque el mal no es querido por Dios, no escapa a su providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a algún fin. En este sentido, el psiquiatra Viktor Frankl se preguntaba si un chimpancé, al que se ha inyectado una y otra vez para producir la vacuna de la poliomelitis –del SIDA, diríamos hoy-, sería capaz de entender el significado de su sufrimiento. ¿Y no es concebible -concluye- que exista otra dimensión, un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta? Lo cierto es que, si Dios es bueno y todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Y, entonces, la historia humana se convierte en el juicio a Dios. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Ya sucedió en el siglo de Voltaire. Y sucede en nuestros días. Cuando el periodista Vittorio Messori interpela sobre este punto al obispo de Roma, la respuesta del Pontífice, sin suprimir el misterio de la cuestión, es de una radicalidad proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana? ¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir, como todos los que sufren, “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. “Si no hubiera existido esa agonía en la cruz -concluye Juan Pablo II-, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar”.

¡No está lloviendo, está llorando!, repetían los dos millones de manifestantes que el viernes 12 paseaban su indignación y su tristeza por las calles de Madrid. Tenían razón: el cielo lloraba, una vez más, la barbarie de esta “especie de los abismos”. Pero la última palabra no la tiene el zarpazo del mal, ni el pelotón de psicólogos bienintencionados que no pueden devolver la vida a los muertos. “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”, prometió Jesucristo a un moribundo torturado en una cruz. Si todos hemos querido ser madrileños con las víctimas del salvaje atentado, pienso que Cristo en la cruz es, estos días, más madrileño que ninguno. Y me parece que preguntarse dónde estaba Dios el 11-M solo tiene una respuesta con sentido: Dios estaba clavado en una cruz, precisamente por la barbaridad del 11-M y por todas las barbaridades de la historia humana. Si no fuera así, la Semana Santa sevillana -por poner un ejemplo muy querido y muy nuestro- sería mero folclore. O, con palabras duras de Shakespeare, un cuento que nada significa, representado por una panda de idiotas.

Kant pensaba que Dios existe porque estamos hechos para la justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia, está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra. Sócrates resumió ese argumento en una frase afortunada: “Si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos”. Kant, que no se caracterizaba por su fervor religioso y sí por su razón muy despierta, también pensaba que no es incompatible el sufrimiento humano con la infinita bondad y omnipotencia de Dios. Con las imágenes madrileñas aún en la retina, estas plabras nos pueden parecer escandalosas. Pero Kant nos diría, entonces, que un Dios infinitamente poderoso y bueno bien podría compensar infinitamente cualquier tragedia humana con un eternidad feliz.

San Agustín pone ese mismo argumento en boca de un muerto que ha sumido en el desconsuelo a sus seres queridos. Imaginemos que son palabras de un niño a su madre: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que te espera en el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si por un instante pudieras contemplar, como yo, la Belleza ante la que palidecen las bellezas! ¿Me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme en el de las realidades eternas? Créeme: cuando llegue el día que Dios haya fijado para que vengas a este Cielo donde yo te precedo, volverás a ver a quien siempre te ama, y encontrarás mi corazón con todas las ternuras purificadas. Me encontrarás transfigurado, feliz, no esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos de la luz. Por tanto, enjuga tus lágrimas y no llores si me amas”.

jrayllon@edunet.es

Rafael Navarro-Valls, “Laicidad no es indiferencia o animadversión a la religión”, Zenit, 14.I.04

Ante la celebración durante este año en España del XXV aniversario de la firma de los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979, el catedrático de Derecho de la Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Rafael Navarro Valls, analiza para Veritas dichos Acuerdos desde una perspectiva histórica y actual.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Lo que el velo esconde”, ABC, 18.XII.03

El informe del Comité de expertos, creado por el presidente Chirac y presidido por Bernard Stasi, recomienda, junto a otras medidas que entrañarían un cambio en la naturaleza del laicismo francés, la prohibición del uso del velo islámico en la escuela pública. Pero para justificar la medida y, acaso también para cobijarla bajo el confortable manto de la corrección política, los autores del documento han extendido sus reflexiones hasta generalizarlas a todas las religiones, incluidas las que no plantean problemas relevantes de congruencia con los valores liberales de la Constitución. La igualdad es el signo de los tiempos. Ya lo advirtió Tocqueville hace casi dos siglos: nada podrá realizarse sin su concurso. Para resolver el problema del velo, que sólo plantean unos, se trata de descender a una casuística reglamentista, razonable en muchos casos, pero muy ordenancista y poco liberal, aplicable a todos. El Comité prohíbe, junto al velo, todos los signos religiosos ostentativos, como los kippas judíos y las «grandes cruces», propone el reconocimiento oficial como fiestas escolares de las dos grandes festividades de los calendarios religiosos musulmán y hebreo, el Aid-el-Kebir y el Yon Kipur, recomienda la aceptación de los signos religiosos discretos y la equiparación de las religiones, así como la reintroducción de la enseñanza de la asignatura de Religión como «hecho religioso» ampliada con carácter «transversal» a las distintas confesiones. También propugna la introducción de la enseñanza oficial del árabe y el hebreo, la conveniencia de nombrar en el Ejército un «capellán musulmán general», la autorización de las tumbas musulmanas orientadas a La Meca y la tolerancia de las prácticas propias en las escuelas privadas. Y todo esto, para resolver la querella del velo.

El informe defiende la tradición laica en las escuelas, universidades, hospitales y prisiones y, con toda razón, rehúsa la exclusión de lo religioso del ámbito público, ya que la laicidad debe entenderse precisamente como libertad religiosa, no como reducción de la religión al ámbito privado y menos como exclusión o persecución de ella. También denuncia la intolerancia y el afán de provocación que se realizan en nombre del fundamentalismo islámico.

La cuestión que da origen al informe, la permisión del velo en la escuela, es difícil. Existen argumentos razonables para proscribir su uso en la escuela. El más sólido es que se trata de una exhibición pública del sometimiento de la mujer, de su inferioridad social y legal, y de su condición de ser impuro y pecaminoso. También puede argumentarse en contra de la prohibición la libertad religiosa, la no injerencia del Estado y el hecho de que se trata sólo de un símbolo. En cualquier caso, lo relevante no sería el velo sino lo que éste proclama o, si se prefiere, esconde. Son las violaciones de la Constitución, de la ley y de los derechos de la persona lo que debe ser prohibido. En suma, no es coherente prohibir el velo y tolerar las conductas hostiles a los valores de la sociedad abierta y liberal. Y en esto es en lo que no entra la Comisión, quizá para no herir la sensibilidad islamista. Así, recomienda la prohibición del uso del velo, no por su condición de símbolo de la humillación femenina, sino por tratarse de un signo religioso ostentativo. Y, para ello, se prohíben todos ellos y se penetra en el laberinto de la casuística. ¿Qué tamaño ha de tener una cruz para convertirse de símbolo discreto en ostentativo? Por este camino, algún laicista recalcitrante puede terminar por defender la demolición de Notre Dâme de París, de la Mezquita de Córdoba o de la toledana sinagoga del Tránsito por su condición de edificios religiosos ostentativos y ostentosos. Por lo demás, los niños católicos no acuden a la escuela vestidos de nazarenos ni portando una inmensa cruz a cuestas. Una carpeta con la efigie del Ché o la reproducción del Guernica serían admisibles pero si exhiben la imagen de la Inmaculada o el Cristo de Velázquez podrían convertirse en inaceptables signos ostentosos de religiosidad. O tal vez no lo fueran en una carpeta pero sí en una camiseta.

Lo que resulta censurable en el velo no es la ostentación de la religión sino la exhibición de la marginación de la mujer. Por eso no es comparable al hábito usado por los religiosos. Lo que se intenta esconder es que el problema se encuentra en el Islam, pues los fundamentalismos cristiano y judío son muy minoritarios, casi inexistente el cristiano, mientras que el islamista es quizá mayoritario. La interpretación fundamentalista del Corán es mucho más verosímil que la de la Biblia. La del Nuevo Testamento es imposible. El problema reside en la guerra declarada a los infieles por Mahoma y sus seguidores radicales. Y parece percibirse en la solución, algo salomónica y miope del Comité, un intento por igualar a todos y que paguen justos por pecadores. Insisto, lo censurable no está en el carácter religioso de los símbolos, por ostentativos que sean, sino en la violación de los valores constitucionales. No se debe limitar la expresión de la religión sino el fanatismo anticonstitucional. Naturalmente, invocar para este fin la posibilidad de reformar la Constitución con el fin de adecuarla a la desigualdad de la mujer sería, por supuesto, inaceptable. En este sentido, la equiparación entre las religiones es injusta.

Francia es todavía, si no me equivoco, un país de mayoría católica. Desde luego, posee hondas raíces cristianas y también una decidida vocación laicista. Pero las dos cosas son compatibles si el laicismo se entiende, como deber ser, no como una actitud de hostilidad contra la religión, sino de respeto a la libertad religiosa y a la aconfesionalidad del Estado. Una cosa es la separación entre la Iglesia y el Estado y otra su incompatibilidad y hostilidad mutuas. Por lo demás, el principio de la aconfesionalidad no entraña necesariamente la pura neutralidad estatal. Pues no se debe tratar de manera igual lo que no es igual. No se puede equiparar el catolicismo con el fundamentalismo islámico, ni por sus valores ni por el grado de adhesión que respectivamente les prestan las sociedades europeas ni por sus contribuciones a la génesis de la civilización occidental. Los valores cristianos han sido decisivos para la creación de los principios republicanos franceses. El cristianismo es uno de los pilares de la civilización liberal. Allí donde no ha prevalecido la cultura cristiana prenden con dificultad la democracia y el liberalismo.

En España tenemos el problema no ya a la vista sino ante nosotros, aunque aún sea con una magnitud moderada. Conviene que aprendamos de los aciertos y errores ajenos. El informe del Comité francés contiene, pese a sus intentos de equilibrio y mesura o, acaso, precisamente por ellos, unos y otros. Cuando llegue la hora, si es que no ha llegado ya, sigamos los aciertos y evitemos los errores, y combinemos la tolerancia con la firmeza de nuestras convicciones, en la medida en que existan y no queramos que se desvanezcan. Y no debemos ignorar que la tolerancia ha de ser recíproca y que posee límites. Lo importante no es tanto el velo como lo que representa, exhibe o también esconde y encubre: el fundamentalismo y la marginación de la mujer. No es la religiosidad ni sus símbolos lo que debe desaparecer de la escuela -no lo pretende el Comité de expertos-, sino el fanatismo, el fundamentalismo y la superstición.

Joseph Ratzinger, “El hombre necesita a Cristo porque tiene deseo del infinito”, Zenit, 16.XII.03

En su último libro «Fe, verdad, tolerancia – El cristianismo y las religiones del mundo» («Fede, verità, tolleranza – Il cristianesimo e le religioni del mondo», editorial Cantagalli), el cardenal Joseph Ratzinger interviene en los principales temas del momento: la relación entre las religiones, los riesgos del relativismo y el papel que el cristianismo puede jugar. Son cuestiones que abordó también en esta entrevista concedida a Antonio Socci, publicada íntegramente en «Il Giornale» el pasado 26 de noviembre.

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Joseph Ratzinger, “Sentido del adviento”, Encuentra, 17.XII.03

«El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano tal que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma una aspiración a un Adviento auténtico: la insuficiencia de ese ánimo festivo por sí sólo se deja sentir, y el objetivo de nuestras aspiraciones es el núcleo del acontecimiento, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos las pascuas. ¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento? Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rinde culto y que regala a sus fieles el tiempo de su parusía.

Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total, sino que esta proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que las luces que encendamos en las noches oscuras de este invierno serán a la vez consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha encendido ya en la noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, la conciencia de que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es sostenida por aquellos que, por ser cristianos, continúan a través de los tiempos la obra de Cristo.

La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros. Cuando en la noche santa suene una y otra vez el himno Hodie Christus natus est, debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un hombre permite que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo (…) el niño ‑ Dios nace allí donde se obra por inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar regalos.

Adviento significa presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo tiene la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza le hace libre, le presta un apoyo definitivo (…)».

Alegraos en el Señor (…) «“Alegraos, una vez más os lo digo: alegraos”. La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelium, buena nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo se equivoca, y sale de la Iglesia en nombre de la alegría, pretendiendo que el cristianismo se la arrebata al hombre con todos sus preceptos y prohibiciones. Ciertamente, la alegría de Cristo no es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión.

Pero sería falso traducir las palabras: «Alegraos en el Señor» por estas otras: «Alegraos, pero en el Señor», como si en la segunda frase se quisiera recortar lo afirmado en la primera. Significa sencillamente «alegraos en el Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento. Por eso aquí se nos hace saber que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. Y toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra vida auténtica.

Así se echa de ver que los dos cuadros laterales del tríptico de Adviento, Juan y María, apuntan al centro, a Cristo, desde el que son comprensibles. Celebrar el Adviento significa, dicho una vez más, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo. El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval».

Estar preparados…

«En el capitulo 13 que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el Apóstol lo siguiente: “La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo…” Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del sueño. ¿Qué quiere decir Pablo? Con términos como “comilonas, borracheras, amancebamientos y querellas” ha expresado claramente lo que entiende por «noche». Las comilonas nocturnas, con todos sus acompañamientos, son para él la expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre. Esos banquetes se convierten para San Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo nuestro paganizado presente? Despertarse del sueño significa sublevarse contra el conformismo del mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud v la fe, sueño que nos invita a desentendernos a nuestra vocación y nuestras mejor posibilidades. Tal vez las canciones del Adviento, que oímos de nuevo esta semana se tornen señales luminosas para nosotros que nos muestra el camino y nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la el dinero, el poder y el placer. Estar despiertos para Dios y para los demás hombres: he ahí el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que descubre la luz y proporciona más claridad al mundo».

Juan el Bautista y María «Juan el Bautista y María son los dos grandes prototipos de la existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto. Día tras día nos topamos con el mundo de lo visible.

Tan violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, el tráfico y demás fenómenos de la vida diaria, que somos inducidos a pensar que sólo existe él. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee más valor que todo lo visible. Una sola alma es, según la soberbia expresión de Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma vida es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo visible y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras día, se abalanza violentamente sobre nosotros. Metanoeite: dad una nueva dirección a vuestra mente, disponedla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiad vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en el mundo en vosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, del deber de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino del sacerdote y de cada cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!».

Tomado de www.encuentra.com

Joseph Ratzinger, “La Eucaristía, antídoto para la amenaza del individualismo”, Zenit, 23.XII.03

CIUDAD DEL VATICANO, 22 diciembre 2003 (ZENIT.org).- Para el cardenal Joseph Ratzinger el mayor peligro actual para la humanidad es el relativismo, que acaba encerrándola en el individualismo.

Por este motivo la Iglesia ha insistido tanto a los católicos en el último año en el lazo que constituye la Eucaristía, reconoció el purpurado bávaro tras haber participado este lunes en el encuentro que todos los años Juan Pablo II mantiene con sus colaboradores de la Curia romana.

El cardenal Ratzinger, en calidad de decano del Colegio de los cardenales, fue el encargado de dirigir las palabras de saludo al pontífice, en las que constató que la encíclica sobre la Eucaristía, publicada el pasado Jueves Santo, es quizá el documento papal más importante de 2003.

El mérito de este documento papal –«Ecclesia de Eucharistia»–, según el purpurado bávaro, es el de reproponer «el lazo indisoluble entre Iglesia y Eucaristía», pues «existía el riesgo de que se perdiera» «en un mundo tan individualista».

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe explicó después el alcance de esta propuesta en respuesta a las preguntas de «Radio Vaticano».

«Conocemos la fuerza de la violencia en este mundo, las amenazas contra la paz y contra los fundamentos éticos de la humanidad, que se constatan en tantos campos de la legislación, sobre todo en la técnica de la reproducción del hombre, según la cual el hombre se convierte en un producto», explicó.

«De aquí –reconoció–, surge la preocupación de que las fuerzas de la fe estén suficientemente presentes y sean dinámicas para que puedan realmente oponerse a la amenaza de la violencia y creen un clima de perdón, de justicia, como condición para la paz».

«Y para que la fe pueda responder realmente a los desafíos de nuestro tiempo, es importante que sea sólida, es decir, que la fe sobre todo en Cristo sea completa, que comprenda que Cristo es la encarnación del único Dios y el Salvador de todos los hombres», recalcó.

«Por tanto, entre las preocupaciones, se da el gran problema del relativismo: ver a Jesucristo como uno de los reveladores de Dios, en lugar de ver en Él realmente la encarnación del Hijo de Dios», explicó en su respuesta al periodista.

En su encuentro con el Papa el cardenal había aclarado que Cristo presente en «la Eucaristía construye la Iglesia». «Pero es también verdad lo inverso –añadió–: la Iglesia es el espacio vital de la Eucaristía. Nos es posible recibir la eucaristía como un alimento privado para después encerrarse en el propio individualismo».

«Nos une al Señor y en ese sentido nos une entre nosotros –concluyó–. Es vinculante, en el sentido de que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo, cuya unidad se constituye en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión».

Tomado de Zenit, ZS03122204

Rafael Navarro-Valls, “Tengamos la boda en paz”, El Mundo, 5.XI.03

Un colega noruego, alta personalidad de la política y la vida cultural escandinava, me felicita por el compromiso nupcial del Príncipe Felipe y de Letizia Ortiz. Al tiempo, manifiesta cierta perplejidad por el hecho de que el futuro enlace sea por el rito católico, estando la próxima Reina divorciada de un previo matrimonio civil. Aprovecho la hospitalidad de EL MUNDO para intentar aclarar a sus lectores y a mi colega una cuestión jurídico-canónica de cierta entidad. Si me lo permiten, para entender el tratamiento jurídico que la Iglesia otorga al matrimonio civil contraído por la futura Reina de España, deberé remontarme varios siglos en la Historia. La aparición del matrimonio civil en Europa (ley de 1580 en los Países Bajos) es fruto de un fenómeno más religioso que civil: la Reforma protestante. Hasta entonces, la única forma de matrimonio existente en Europa era la religiosa: católica, judía o islámica. La tesis básica de los reformadores (Lutero, Calvino y otros) partía de la negación de la índole sacramental del matrimonio. De ahí concluyeron el carácter de «cuestión profana» , de «negocio puramente civil», cuya regulación correspondía al Estado. Naturalmente, en las esferas geográficas en que triunfaron los reformadores, el poder civil se apresuró a llenar el vacío legal que postulaba la Reforma, creando la forma civil del matrimonio. A este inicial impulso, posteriormente se sumaría el ambiente doctrinal de la Ilustración, cuyo desenlace sería la Revolución Francesa. Para sus protagonistas, la Iglesia carecía de competencia jurídica sobre el matrimonio y la única forma válida para celebrarlo sería la civil (artículo 7 de la Constitución de 1791). El resto de Europa ajeno a la Reforma o a la Revolución francesa creó una fórmula de compromiso: la existencia simultánea de dos clases de matrimonio, el civil y el canónico. El primero lo celebrarían los no católicos, el segundo los que profesaran la religión católica.

Prescindiendo de multitud de matices que haría farragosa esta explicación, diré que, en España, triunfó este sistema dualista, salvo alguna breve etapa de su historia (leyes de 1870 y 1932 de matrimonio civil obligatorio). De modo que, siempre prescindiendo de matices, cada matrimonio sería regulado por la correspondiente potestad: la Iglesia, en el caso del matrimonio canónico; el Estado, en el supuesto del matrimonio civil. Por otra parte, la suma de la tradición civil española y la existencia de acuerdos internacionales entre la Iglesia y el Estado haría que el matrimonio canónico -ahora también el judío, el protestante y el islámico- tuviera efectos civiles. Es decir, que si el matrimonio se celebra en forma religiosa, no es necesario celebrarlo, además, en forma civil.

Y así como el Estado establece unas normas propias para el matrimonio civil, que pueden contradecir las normas canónicas (por ejemplo, desde el lado estatal, un sacerdote puede contraer matrimonio civil, aunque lo tenga prohibido por la Iglesia), también la Iglesia establece las suyas propias. Así, para el Derecho canónico los católicos que no se han apartado por acto formal de la Iglesia, han de celebrar el matrimonio en forma religiosa católica, si quieren estar casados religiosamente. Si celebran solamente matrimonio civil, su unión no es válida. Lo cual no quiere decir que no sea respetable sino que no produce efectos religiosos, que es una simple unión de hecho. En este contexto, Iglesia y Estado tienden a que se eviten los conflictos jurídicos, aunque no pueden -por coherencia- adaptar sus normas en su totalidad a las leyes ajenas.

Letizia Ortiz, por las razones que fuera, contrajo matrimonio sólo civil con su primer esposo. Ante el Estado este matrimonio era perfectamente válido (eficaz), pero no ante la Iglesia, por las razones explicadas. Al contradecir sus normas, la Iglesia no lo acepta como válido, es decir, productor de efectos jurídicos.

Esto no puede extrañar si tenemos en cuenta que cada ordenamiento jurídico (ya sea estatal, ya sea religioso) dispone la eficacia de los actos jurídicos siempre que se observen, en su realización, sus normas. Y al igual que, por ejemplo, ningún derecho civil occidental concede efectos plenos al matrimonio polígamo de un ciudadano musulmán (aunque su religión se lo permita), o el derecho civil español tampoco entiende válido (salvo dispensa particular) el matrimonio contraído por un menor de 18 años (aunque existan Derechos religiosos que establezcan edades menores, como el canónico), tampoco el Derecho de la Iglesia católica reconoce, generalmente, el matrimonio de un católico cuando lo contrae civilmente. Es decir, contraviniendo la norma jurídica que le obliga, jurídicamente y en conciencia, a celebrarlo por la Iglesia.

Antes he dicho que, en España, el Estado y la Iglesia procuran evitar choques jurídicos, por su diversa conceptuación del matrimonio. Y hemos visto que, al ser el matrimonio civil de Letizia Ortiz inválido (inexistente) ante la Iglesia, nada le impediría celebrar matrimonio canónico con una tercera persona, incluso aunque no lo hubiera disuelto civilmente. Pero, en este último caso, nos encontraríamos con un caso de lo que los juristas llamamos «bigamia permitida»: es decir, habría dos matrimonios válidos en el contexto social y jurídico: uno ante la Iglesia y otro ante el Estado. Para evitar esta anomalía, la Iglesia, en estos supuestos, impide la celebración de un segundo matrimonio hasta que el primero no esté disuelto. Es el único supuesto que admite el divorcio civil, pero como un expediente puramente formal para lograr la igualdad de situaciones jurídicas en Derecho civil y en Derecho canónico. De este modo, el divorcio de Letizia Ortiz de su primer matrimonio no sería tal divorcio desde el punto de vista del Derecho canónico. Más bien sería un simple instrumento legal para permitir que Letizia acceda, en el futuro, a un matrimonio ante la Iglesia. Así que, en síntesis y siempre desde el punto de vista jurídico, el inicial matrimonio no sería tal para la Iglesia católica y el subsiguiente divorcio tampoco tendría la carga jurídica que le otorga el Estado.

Ya sé que estas elucubraciones jurídicas a más de uno pueden sonarle a chino. Pero no por eso dejan de ser verdaderas. A los agnósticos me figuro que la situación jurídico-matrimonial de Doña Letizia no debería preocuparles. A los católicos, siempre desde el punto de vista jurídico y por lo dicho, tampoco. Tengamos, pues, la fiesta -o mejor la boda- en paz.

Rafael Navarro Valls es catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.