Vasilyi Sirotenko: Un oficial soviético que salvó la vida a Karol Wojtyla

Juan Pablo II no hubiera llegado a ser Papa si, en el año 1945, en Cracovia, un oficial de la Armada Roja de la Unión Soviética, culto y amante de la historia, no hubiera decidido salvar la vida, a pesar de las órdenes de Stalin, a un joven seminarista llamado Karol Wojtyla, que le había ayudado a traducir libros sobre la caída del Imperio romano.

Este episodio, hasta ahora inédito de la vida del Papa, ha sido narrado al semanario italiano «Famiglia Cristiana» por el protagonista, el mayor Vasilyi Sirotenko, a quien Juan Pablo II le ha mandado una felicitación por su cumpleaños.

Cayó Cracovia Sirotenko, profesor de historia medieval, formó parte de la 59ª Armada del general Ivan Stepanovich Konev que arrebató a los alemanes Cracovia el 17 de enero de 1945. Al día siguiente el soldado se encontraba entre los hombres que ocuparon una mina de piedra de la empresa Solvay a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. «También allí los alemanes se rindieron y escaparon casi inmediatamente –recuerda–. Los obreros polacos se habían escondido: cuando llegamos comenzamos a gritar: sois libres, salid, salid, estáis libres. Cuando los contamos, eran ochenta. Poco después descubrí que 18 de ellos eran seminaristas».

La guerra de Stalin no eran un banquete de gala. Los soldados robaban lo que podían: dinero, relojes, ropa… Los primeros rusos que entraron a Cracovia lo único que buscaban era comida. Sirotenko, sin embargo, causó en más de alguno risa: él buscaba libros en latín y alemán.

Por este motivo, al ver a los seminaristas se puso muy contento. «Llamé a uno de ellos y le pregunté si era capaz de traducir del latín y del italiano –revela Sirotenko–. Me dijo que no era muy bueno en estas materias, que había estudiado poco. Estaba aterrorizado, e inmediatamente añadió que tenía un compañero muy inteligente y capaz para los idiomas. Un cierto Karol Wojtyla».

«Entonces di la orden de encontrar a ese tal Karol», continúa diciendo el antiguo soldado. «Descubrí que era bastante bueno en ruso pues su madre era una “russinka”, es decir una “ukrainka” con raíces rusas. Por eso le hice traducir también documentos del ruso al polaco».

Vasilyj se hizo amigo de Karol y pidió que le tradujera también artículos sobre la caída del Imperio romano, que era fruto de todo tipo de interpretaciones por parte de Stalin. Fueron tan amigos que un día el comisario político Lebedev convocó al oficial soviético: «Camarada mayor, ¿qué hace usted con ese seminarista? ¿Piensa ignorar las órdenes de Stalin? ¿La disposición del 23 de agosto de 1940 sobre los oficiales, maestros y seminaristas polacos no le convence?».

Sirotenko respondió: «No puedo fusilarlo. Es demasiado útil. Sabe idiomas y conoce la ciudad». Y añade: El comisario sabía que era verdad, pero no quería correr riesgos. De modo que me dijo que la responsabilidad era mía».

Después, salieron los primeros carros de prisioneros hacia Siberia, personas que no volverían nunca más. Los seminaristas de la cantera Solvay estaban entre los primeros de la lista. Sirotenko, sin embargo, les salvó la vida. La misma excusa volvió a convencer a Lebedev.

Ahora al mayor no le gusta reconocer que sabía lo que significaba partir al destierro. «Escribí una orden en la que, por exigencias relativas a las operaciones militares que tenían lugar en Cracovia, Wojtyla y los demás no deberían ser deportados».

Cuando en 1978 fue elegido Papa un cierto Karol Wojtyla, Sirotenko era el único que conocía ese nombre en Rusia, a excepción del KGB. El 6 de marzo pasado recibió una carta del Papa en la que le felicitaba por sus 85 años. El viejo profesor de historia y antiguo oficial de la Armada Roja mira la carta y dice: «Los dos hemos tenido una vida muy intensa».

Tomado de ZENIT.org, 3.V.01

Vicente González: Un filósofo convertido leyendo a Santa Teresa

Buscaba el placer en el estudio y el sexo hasta que leyó a Santa Teresa de Ávila. Un catedrático emérito se convierte al leer la biografía de la mística.

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Nelson Mandela: Superar el odio y el rencor

Nelson Mandela nació el 18 de julio de 1918 en Qunu, un poblado de unos 300 habitantes que vivían en unas chozas con paredes de barro y un palo de madera que sostenía el techo de hierbas. A los cinco años ya pastoreaba ovejas y becerros, y se entretenía con sus amigos con juegos como “ndize” (las escondidas) o el “thinti”, donde dominaba técnica de la pelea con palos, esencial para los chicos africanos. “Al volver a casa –cuenta en su libro “La larga marcha hacia la libertad”–, mi madre me contaba leyendas Xhosa que pasaban de generación en generación. Mi padre, cuando estaba casa, me fascinaba con las historias los guerreros luchando contra la opresión del hombre blanco”.

Su padre, Henry Mgadla Mandela, era jefe de Consejeros del Caudillo Supremo del clan de los Thembus. De él heredó un obstinado sentido de la justicia y del honor. Todo en su infancia transcurría sin novedad, hasta que un día su padre tuvo un conflicto por desafiar la autoridad de un magistrado británico, y pasó de ser un acaudalado ciudadano a perder todos sus cargos, títulos y propiedades. Cuando Nelson cumplió nueve años, su padre murió y él fue trasladado a casa del jefe de Jongintaba, el líder del poblado Thembú, que se encargó de educarlo durante los diez siguientes años.

Fue por aquellos años cuando supo de verdad lo que era la pobreza. “Entonces aprendí más de lo que significa ser pobre que en toda mi infancia en Qunu. Muchos días caminaba los diez kilómetros hasta el pueblo por la mañana y por la tarde, para ahorrarme la tarifa del autobús. Muchos días comía sólo una vez, y rara vez podía cambiarme de ropa. Sin embargo, la pobreza es un potente generador de auténtica amistad. Mucha gente aparenta ser amigo cuando las cosas te van bien, pero son muy pocos pero valiosos los que se te acercan cuando no tienes nada. Si la riqueza es un imán, la pobreza actúa a modo de repelente. Pero hace aflorar unos grandes sentimientos de camaradería y generosidad en los demás”.

Junto con su compañero de estudios Oliver Tambo, ingresó a los 17 años en el internado metodista de Healdtown y luego en la Universidad de Fort Hare, participando activamente en campañas de protestas por las injusticias raciales, que finalmente provocaron su expulsión de la universidad en 1940. Se trasladó entonces a Johannesburgo y obtuvo allí su grado de Artes, estudiando por correspondencia. Continuó luego en Witwatersrand, hasta que obtuvo la licenciatura en Derecho.

Posteriormente trabaja en una firma de abogados. Su participación política continúa, y crea en 1944 una rama juvenil del Congreso Nacional Africano (en inglés, ANC), organización que lucha por la defensa de los derechos de la minoría negra en Sudáfrica. Pronto se convierte en el máximo dirigente del movimiento. A partir de 1952, con motivo de la “campaña del desafío”, Mandela pasa a defender la unión de los distintos grupos culturales de raza negra en para desarrollar una estrategia común en defensa de sus intereses y en contra de la política del “apartheid”. La actividad militante de Mandela le hacía no sólo participar en las actividades de la organización sino que también le llevó a fundar un despacho de abogados, el primero regentado por negros. Conocido activista, ya es muy notoria su oposición al gobierno y su participación en actos radicales. Por ello, el gobierno sudafricano ordena su detención en diciembre de 1952, aplicando la “Ley de Represión del Comunismo”, en virtud de la cual es condenado a nueve meses de prisión. Más tarde, aunque la condena no es aplicada, se sustituye por la prohibición de participar o acudir a actos políticos y a no poder salir de Johannesburgo, pena que será constantemente renovada durante los nueve años siguientes. La condena y el seguimiento de que es objeto por parte de las autoridades policiales no impide que siga mostrando una intensa actividad a favor de los derechos de los negros.

Nuevamente detenido, fue acusado de traición y procesado en diciembre de 1956 junto a otras 156 personas, en un juicio que terminó en 1961 con una sentencia absolutoria. Una manifestación en protesta por la muerte de 56 personas en Sharpeville a cargo de la policía sudafricana fue el detonante para que el Congreso Nacional Africano y el Congreso Panafricano, otra organización similar, fueran prohibidos. Mandela, que preveía una nueva detención y condena, hubo de esconderse y vivir de manera clandestina. Durante esta etapa, se dedica a recorrer el país junto a Sisulu, con el objetivo de organizar tres días de huelga. La cerrazón del gobierno y la brutal respuesta policial a los actos reivindicativos decidieron a la dirección clandestina del ANC a emprender la lucha armada. Estamos en 1961, y se inaugura así un periodo de enfrentamiento que se prolongará durante largos años. Para organizar la lucha, el ANC crea el grupo Umkhonto we Size (‘La lanza de la nación’), dirigido por Mandela. Para recabar apoyo internacional viajó a Dais Abeba, donde se estaba celebrando en 1962 la Conferencia Panafricana. Más tarde, se desplazó a Argelia y a Londres. A su vuelta a Sudáfrica ese mismo año, fue detenido y condenado a cinco años de cárcel por el delito de rebelión y por salir ilegalmente del país. Encarcelado, un registro policial en la sede del ANC en Rivonia halló el diario de Mandela, en el que explicaba sus actividades durante sus viajes al extranjero. Por ello, junto a otros activistas, fue nuevamente juzgado, recayendo sobre él esta vez la pena de cadena perpetua. Durante el juicio, entre octubre de 1963 y junio de 1964, él mismo se encargó de su defensa y de la de sus compañeros, si bien eso no impidió que hubiera de pasar en la cárcel los siguientes 27 años de su vida.

Su estancia en prisión movió el apoyo de gran parte de la comunidad internacional, que le convirtió en un símbolo de la lucha contra el “apartheid” y la discriminación racial. Tras pasar dieciocho años en la prisión de Robben Island, en 1982 fue recluido en la de Pollsmoor (Ciudad de El Cabo). La presión internacional logró que el presidente sudafricano Pieter Botha le ofreciera en 1986 la libertad condicional, oferta que Mandela rechazó por cuanto no conllevaba una apretura del régimen hacia la igualdad racial. La situación no cambió hasta la llegada en 1990 de un nuevo presidente, Frederick de Klerk, que legalizó el ANC y liberó a Mandela en febrero de ese mismo año. No obstante, aun quedaba mucho camino por recorrer, por lo que Mandela, puesto al frente del ANC, hubo de negociar con el gobierno las bases para la reforma, todo ello en medio de un clima de fuerte enfrentamiento social entre los propios grupos negros y el miedo de la minoría blanca al desencadenamiento de represalias una vez que estos pudieran llegar al poder. Llegadas a buen término, el resultado supuso la derogación del régimen racista, aunque no la igualdad económica, pues la mayoría de la población negra se encuentra en una situación cercana a la pobreza. Mandela y De Klerk recibieron el premio Nobel de la Paz en 1993. Unas elecciones generales celebradas en mayo de 1994, en las que participaron todos los grupos, dieron el poder a Mandela, que se convirtió así en el primer presidente negro de la historia de Sudáfrica. Desde entonces, Mandela es uno de los líderes mundiales más relevantes, con especial significación en el continente africano. Desde su cargo, ha ejercido como mediador en varios de los conflictos que asolan Africa.

Durante los 13 años que permaneció en la prisión de Robben Island, fue obligado a realizar trabajos forzados en las minas de cal de la isla. No les permitían usar gafas oscuras y los reflejos del sol sobre la cal dañaron sus ojos para siempre. Estando en la cárcel murió su madre y uno de sus hijos, pero se le negó el permiso para asistir a sus funerales. La dureza de la situación le hizo meditar profundamente: “Una cosa es escuchar, hablar y pensar sobre la adversidad –escribió–, y otra totalmente distinta es tenerla que experimentar en tus propias carnes. La cárcel no sólo te priva de tu libertad, te intenta robar tus señas de identidad. Es un sistema totalitario en estado puro, que no tolera ningún vestigio de independencia y de individualidad. La cárcel esta diseñada para destrozar tu espíritu y tu voluntad. Para ello, las autoridades explotaban cualquier debilidad, derruían cualquier iniciativa, negaban cualquier vestigio de lo que nos hacía a cada uno ser lo que éramos.” Las visitas de su esposa tenían lugar en presencia de un atosigante guardián, y tardó 21 años en poder acariciar su mano, pues un cristal se interponía entre ellos.

Cuando fue puesto en libertad, el 10 de febrero de 1990, tenía todas las razones para sentir odio y rencor a quienes le habían hecho pasar 27 años en una prisión inhumana por una condena injusta. Sin embargo, su reacción fue siempre de perdón y espíritu conciliador: “A punto de salir de la cárcel, Badenhorst se dirigió a mí directamente para desearme buena suerte a mí y a mi gente. Badenhorst probablemente había sido el más cruel y salvaje comandante que habíamos tenido en Roben Island. Pero ese día, en la oficina, comprendí que existía otro aspecto de su naturaleza, un lado un tanto escondido de su persona, pero que ahí estaba. Me ha servido siempre de recordatorio de que todo ser humano, incluso los que parecen más odiosos, tiene una parte noble, y si se mueve su corazón, es capaz de mostrar humanidad. Badenhorst no era el demonio; su falta de bondad había sido alentada por un sistema inhumano. Otro de lo carceleros, el oficial Swart, había preparado una comida de despedida. Se lo agradecí. Al oficial James Gregory le abracé efusivamente. Durante los años en que me vigiló nunca discutimos de política, nuestros lazos no necesitaban de palabras. Hombres como estos me reafirman en mi fe en la humanidad”.

La estancia en la prisión templó enormemente su espíritu: “Es de los compañeros que pelearon por la libertad –comentaba– de quien aprendí el significado de la palabra coraje. Una y otra vez he visto hombres y mujeres arriesgar sus vidas por esa idea. He visto a seres humanos soportar ataques y torturas sin romperse, sin descomponerse, mostrando una fortaleza y resistencia que desafían a la imaginación. Aprendí entonces que coraje no era la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre ese instinto básico. Sentí miedo muchas más veces de lo que puedo recordar, pero lo ahogaba en una máscara de atrevimiento. El hombre bravo no es aquel que no siente miedo, sino el que lo conquista y lo domina”. “Recuerdo –contaba en otra ocasión– cuando Gericke, el capitán, me gritó: –Nunca me hables así, chico, y empezó a caminar hacia mí. No es nada agradable saber que alguien te va a pegar una paliza y no podrás defenderte. –Si me pone una mano encima le llevaré hasta el más alto tribunal, y cuando haya acabado todo, será usted tan pobre como su gusano, le chillé con toda la fuerza que pude recoger. Tenía tanto pánico que no hablé por coraje, fue una bravata que a mí mismo me sorprendió. A veces tienes que poner una fachada fuerte a pesar de lo que sientas por dentro”.

“En la prisión –continúa–, sería muy difícil, casi imposible, resistir si estás solo. Ese fue el mayor error de las autoridades, mantenernos juntos, porque unidos nuestra determinación se fortaleció muchísimo. Nos apoyábamos todos, sacábamos fuerzas de cada uno de los compañeros. Cualquier cosa que sabíamos, la aprendíamos, la compartíamos enseguida, y de este modo el coraje individual que cada uno mantenía se multiplicaba”.

En sus años en la cárcel meditó profundamente sobre la situación de su país y sobre cómo resolverla: “Siempre supe que en lo más profundo del corazón humano hay misericordia y generosidad. Nadie nace odiando a otra persona por razón de su piel, de su origen, de su formación o de su religión. La gente aprende a odiar, y si los hombres y mujeres pueden aprender a odiar, también pueden aprender a perdonar y a amar. El amor es más natural al corazón humano que su opuesto, el odio. Incluso en los momentos más horrorosos en prisión, cuando mis compañeros y yo éramos empujados al vacío, podía ver un atisbo de humanidad en los guardianes. Quizá sólo un segundo, pero era suficiente para confiar en la bondad del ser humano.” Cuando salió de la prisión y se dirigió a la muchedumbre, evitó la demagogia fácil y oportunista de las promesas y expectativas baratas, y colocó la pelota en el tejado de cada vivienda y cada familia: “La vida –les anunció– no va a cambiar drásticamente, a excepción de que seréis ciudadanos de vuestra propia tierra. Tenéis que tener paciencia, podéis tener que esperar cinco años a ver resultados. Les desafié, no quería protegerles: Si queréis seguir viviendo pobres sin comida ni calzado, entonces id a beber a la cantina. Pero si queréis mayor prosperidad, debéis trabajar duro. No podemos hacerlo todo por vosotros; debéis hacerlo vosotros mismos”.

“Como líder –reflexionaba–, uno debe estar dispuesto a tomar decisiones, a emprender acciones impopulares, o que al menos sus resultados y efectos positivos no se van a ver y disfrutar en años.” Era preciso tomarse tiempo, superar el odio y la impaciencia acumulados: “Yo había sido corredor de larga distancia. Disfrutaba de la disciplina y la soledad de los corredores de fondo. Me permitía escaparme de las prisas de la escuela y evadirme al campo con mis pensamientos. Las pruebas y carreras de mi infancia me enseñaron lecciones valiosísimas, me formaron en hábitos que luego me han sido de mucha utilidad”.

Al asumir su cargo de presidente renunció a una tercera parte del salario y creó el Fondo Nelson Mandela para la Infancia. “Si yo no hubiese estado en prisión, no sé si hubiera sido tan bueno con los niños. Estar preso durante 27 años sin ver niños es una experiencia terrible”.

Sacrificó su vida por buscar una salida al racismo. Salió de la cárcel sin rencores y siguió luchando por encontrar una alternativa que impidiera una guerra en Sudáfrica ante la crisis racial que atravesaba ese país: “He peleado en contra de la dominación blanca y de la dominación negra. He apreciado el ideal de una sociedad democrática y libre, donde todas las personas conviven con igualdad de oportunidades. Representa un ideal por el cual vivo y espero alcanzar. Pero, de ser necesario, un ideal por el cual estoy dispuesto a morir.” A pesar de la violencia generada por el apartheid, afrontó la transición con tolerancia y prudencia. “Cuando salí de la cárcel –comentaba– me impuse como misión la libertad de todos. La verdad es que todavía no somos libres. Simplemente hemos logrado la libertad para ser libres, el derecho a no ser oprimidos. Ser libre significa respetar al otro. He caminado un largo trecho hacia esa libertad. He intentado no vacilar. He tenido trompicones en el camino. Al fin he descubierto el secreto: después de conquistar una gran colina, uno descubre que hay muchas otras colinas que escalar.

He tomado un momento aquí para descansar, para ver un poco de la perspectiva del camino que ya hemos recorrido. Pero sólo puedo descansar un momento, porque con la libertad vienen las responsabilidades. No me puedo retrasar, porque nuestro largo camino aún no ha terminado.”

Luis Ruiz: misionero de 90 años dirige 145 leproserías en China

Acaba de cumplir 90 años, y ha sido la primera vez, desde 1930, que el padre Luis Ruiz lo pudo celebrar en Gijón (España) con su familia. «Es que estos últimos 72 años he estado por ahí, por estos mundos de Dios, ¿sabe usted?», argumenta. Acaba de participar en el Congreso Nacional de Misiones que se ha celebrado este fin de semana en Burgos. Monseñor Luis Augusto Castro Quiroga, arzobispo de Tunja (Colombia), le presentó a los medios como «la estrella del congreso», a lo que él respondió, con el sentido del humor que conserva intacto, «apagada, estrella apagada». «Cuando ves la pobreza no puedes cruzarte de brazos», asegura el P. Ruiz. Continuar leyendo “Luis Ruiz: misionero de 90 años dirige 145 leproserías en China”

Una misionera en África: Confianza en Dios

A mí me encantan los niños y disfruto mucho estando y conversando con ellos. Tal vez también a ti te suceda algo igual. Y la razón es muy simple: porque nos fascina su sencillez, su inocencia, su bondad natural, la transparencia de su alma, su pureza y su candor. Casi todos los niños son así. Aunque algunos sean un poco más pícaros, poseen un alma noble y son muy sensibles ante lo grande y lo bello. Te quiero contar hoy una historia para que veas la grandeza de la fe, la inocencia y el candor de los pequeños.

Una noche yo había trabajado mucho ayudando a una madre en su parto. Pero, a pesar de todo lo que hicimos, murió la madre dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años. Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida porque no teníamos incubadora –¡no había electricidad para hacerla funcionar!–, ni facilidades especiales para alimentarlo. Aunque vivíamos en el Ecuador africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros.

Una estudiante de partera fue a buscar una cuna que teníamos para tales bebés, y la manta de lana con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que, al llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente en el clima tropical. –”¡Era la última bolsa que nos quedaba! –exclamó–; y no hay farmacias en los senderos del bosque”. –”Muy bien –dije–; pongan al bebé lo más cerca posible del fuego y duerman entre él y el viento para protegerlo. Su trabajo es mantener al bebé abrigado”.

Al mediodía siguiente, como hago muchas veces, fui a orar con los niños del orfanato que se querían reunir conmigo. Les sugerí a los niños varias intenciones para su oración y les hablé del bebé prematuro. Les conté el problema que teníamos para mantenerlo abrigado, pues se había roto la bolsa de agua caliente y el bebé se podía morir fácilmente si cogía frío. También les dije que su hermanita de dos años estaba llorando porque su mamá había muerto. Ruth, una niña de 10 años, oró con la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos: –”Por favor, Dios mándanos una bolsa de agua caliente. Mañana no servirá porque el bebé ya estará muerto. Por eso, Dios, mándala esta tarde”. Mientras yo contenía el aliento por la audacia de su oración, la niña agregó: –”Y mientras te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para su hermana pequeña, y así pueda ver que tú la amas realmente?” Con frecuencia las oraciones de los chicos me ponen en evidencia. No creía que Dios pudiese hacerlo. Sí, claro, sé que Él puede hacer cualquier cosa. Pero hay límites, ¿no? Y yo tenía algunos grandes “peros”. La única forma en la que Dios podía responder a esta oración en particular, era enviándome un paquete de mi tierra natal. Yo llevaba en Africa casi cuatro años y nunca jamás recibí un paquete de mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente? A media tarde, cuando estaba enseñando en la escuela de enfermeras, me avisaron que había llegado un auto a la puerta de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había ido, pero en la puerta había un enorme paquete de once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto, no iba a abrir el paquete yo sola. Así que invité a los chicos del orfanato a que juntos lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había vendas para los pacientes del leprosario. Luego saqué una caja con pasas de uvas variadas. Eso serviría para hacer una buena horneada de panecitos el fin de semana. Volví a meter la mano y sentí… ¿sería posible? La agarré y la saqué… ¡Sí, era una bolsa de agua caliente nueva! Lloré… Yo no le había pedido a Dios que mandase una bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía hacerlo. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se abalanzó gritando: –”¡Si Dios mandó la bolsa, también tuvo que mandar la muñeca!”. Escarbé el fondo de la caja y saqué una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos. Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: –”¿Puedo ir contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que sepa que Dios la ama de verdad?” Ese paquete había estado en camino por cinco meses. Le había preparado mi antigua profesora de religión, quien había escuchado y obedecido la voz de Dios mucho antes de que sucedieran las cosas, y fue Él quien la impulsó a mandarme la bolsa de agua caliente, a pesar de estar yo en el Ecuador africano. Y una de las niñas había puesto una muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes, en respuesta a la oración llena de fe de una niña de diez años que la había pedido para esa misma tarde.

Tomado de www.catholic.net

Un elefante atado

Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo. Se asombró de que tan corpulento animal no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca, y que de hecho no hiciera el mas mínimo esfuerzo por conseguirlo. Decidió preguntarle al hombre del circo, que le respondió: “Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que no podía escaparse y por eso ni siquiera lo intenta”. Esto nos sucede a todos en algunos temas, en los que tenemos topes o barreras con las que chocamos porque siempre las hemos visto como insuperables, aunque ya hayamos crecido lo suficiente para vencerlas, y no lo hacemos solo por un porque en algún momento nos detuvieron.

Los siete magníficos

En la película “Los siete magníficos” (Director: John Sturges, 1960), Ixcatlan, pueblecito mejinano dominado por la banda de Calvera, decide buscar protección reclutando pistoleros para que los defienda. El primero que reclutan es Chris Adams, quien accede a ayudarles si se le encomienda la selección y el mando de los otros hombres. Ya había participado en muchos trabajos, y cobraba unos honorarios muy elevados. Cuando le proponen proteger a Ixcatlan, se sorprende al ver que lo que le van a pagar no es mucho, pero es todo lo que aquellos hombres tenían: “Muchas personas me han dado grandes sumas, pero hasta ahora nunca nadie me había dado todo”.

La ostra marina

Era una ostra marina que, como todas las de su especie, habia buscado la roca del fondo para agarrarse firmemente a ella. Una vez que lo consiguio, creyo haber dado en el destino claro que le permitiria vivir sin contratiempos su ser de ostra. Un dia, durante una tormenta en la profundidad del mar, de esas que casi no provocan oleaje en la superficie, pero que remueven el fondo de los océanos, un pequeño grano de arena entró dentro de ella. Aunque cerró rápidamente sus valvas -así lo hacia siempre que algo entraba en ella, pues es la manera de alimentarse que tienen las ostras-, ya había entrado, y la ostra no pudo hacer lo de siempre. Bien pronto constató que aquello era sumamente doloroso. El grano de arena le hería por dentro. En vez de digerirlo, más bien la lastimaba a ella. Quiso entonces expulsar ese cuerpo extraño, pero no pudo. Ahí comenzó su drama. Lo que Dios le había mandado pertenecía a aquellas realidades que no se dejan integrar, y que tampoco se pueden suprimir. El granito de arena era indigerible e inexpulsable. Y cuando trató de olvidarlo, tampoco pudo. Porque las realidades dolorosas que Dios envía son imposibles de olvidar o de ignorar. Frente a esta situación, no le quedaba más remedio que luchar contra su dolor, rodeándolo con él, y entonces vio que tenía una hermosa cualidad desconocida para ella. Era capaz de producir sustancias sólidas, que normalmente las ostras dedican a su tarea de fabricarse un caparazon defensivo, rugoso por fuera y terso por dentro, pero que también pueden dedicar a la construccion de una perla. Y eso fue lo que sucedió. Poco a poco, con lo mejor de sí misma, fue rodeando el granito de arena del dolor que Dios le había mandado, y a su alrededor comenzó a formar una hermosa perla. Normalmente las ostras no tienen perlas, sino que son producidas solo por aquellas que se deciden a rodear, con lo mejor de sí mismas el dolor de un cuerpo extraño que las ha herido. Muchos años después de su muerte, unos buzos bajaron hasta el fondo del mar. Cuando la sacaron a la superficie se encontró en ella una hermosa perla. Cada uno debe preguntarse qué ha hecho con ese granito de arena que Dios ha puesto en su vida y que tenemos la oportunidad de convertirlo en una perla.

La estatua de barro

La estatua del Buda de barro alcanzaba casi tres metros de altura. Durante generaciones había sido considerada sagrada por los habitantes del lugar. Un día, debido al crecimiento de la ciudad, decidieron transladarla a un sitio más apropiado. Esta delicada tarea le fue encomendada a un reconocido monje, quien, después de planificarlo detenidamente, comenzó su misión. Pero fue tan mala su fortuna que, al mover la estatua, ésta se deslizó y cayó, agrietándose en varias partes. Compungidos, el monje y su equipo decidieron pasar la noche meditando sobre las alternativas. Fueron unas horas largas, oscuras y lluviosas. De repente, al observar la escultura resquebrajada, cayó en cuenta que la luz de su vela se reflejaba a través de las grietas de la estatua. Pensó que eran las gotas de lluvia. Se acercó a la grieta y observó que detrás del barro había algo, pero no estaba seguro qué. Lo consultó con sus colegas y decidió tomar un riesgo que parecía una locura: pidió un martillo y comenzó a romper el barro, descubriendo que debajo se escondía un Buda de oro sólido de casi tres metros de altura. Durante siglos este hermoso tesoro había sido cubierto por el barro. Los historiadores hallaron pruebas que demostraban que, en una época, el pueblo iba a ser atacado por bandidos. Los pobladores, para proteger su tesoro, lo cubrieron con barro para que pareciera común y ordinario. El pueblo fue atacado y saqueado, pero el Buda fue ignorado por los bandidos. Después, los supervivientes pensaron que era mejor seguir ocultándolo detrás del barro. Con el tiempo, la gente comenzó a pensar que el Buda de Oro era una leyenda o un invento de los viejos. Hasta que, finalmente, todos olvidaron el verdadero tesoro porque pensaron que algo tan hermoso no podía ser cierto.

El Príncipe pasó por aquí

“¡Cómo quiere madre que eche cuenta en nada esta mañana, si el Príncipe va a pasar por aquí! Dime tú cómo me peino, madre. Qué vestido me voy a poner… Sí, madre, no me mires así. Ya sé que él no alzará sus ojos a mí ventana; ya sé yo que lo veré sólo un momento… Pero el príncipe va a pasar por aquí, madre, y yo quiero ponerme ese instante lo mejor que tengo”. (…) “Madre, ya el Príncipe pasó. Cómo brillaba el sol de la mañana en su carroza. Yo abrí el velo de mi casa, me arranqué del cuello la cadena de rubíes y la eché a su paso…”. “Sí, madre, no me mires tú así; ya sé que él no cogió mi cadena; ya sé que la aplastó una rueda de su carro; que sólo quedó de ella una mancha grana en el polvo; que nadie sabe que el regalo era el mío; ni para quien era… Pero el Príncipe pasó por aquí, madre, y yo le eché a su paso el mejor tesoro”. (Peekay, protagonista de “La potencia de uno”, de Courtenay)