Juan Manuel de Prada, “Definicíón de lo carca”, ABC, 30.VIII.2004

Desde que Rodríguez Zapatero la mencionara en una de sus arengas veraniegas, la palabra «carca» se ha convertido en una suerte de talismán lingüístico que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. De campo semántico tan extenso como impreciso, con el concepto de lo «carca» ocurre aproximadamente lo mismo que con lo «cursi», según observara el gran Ramón Gómez de la Serna, «que tiene algo de perecedero y se va quebrando de generación en generación». Así, por ejemplo, veranear en un balneario habría sido considerado carca (amén de cursi) hace veinte años; hoy, en cambio, constituye un signo de distinción, muy en boga entre urbanitas estresados. Los abrigos de pieles, hace apenas un lustro, convertían ipso facto a su poseedora en una carca redomada; sin embargo, las ministras de cuota acaban de demostrarnos, por si alguien aún no se había enterado, que la peletería cotiza al alza en la voltaria bolsa de la moda indumentaria. El Diccionario de la Real Academia define «carca» como un adjetivo o sustantivo despectivo de significado más bien brumoso: «De actitudes retrógradas», o sea, nostálgicas del pasado. Sin embargo, la experiencia demuestra que el pasado regresa periódicamente a nuestras vidas, disfrazado de porvenirismo: los trajes de raya diplomática o el arte pop ayer nos parecían desfasadísimos, hoy se nos antojan el no va más de lo fashion, mañana quizá los volvamos a recluir en el desván de los cachivaches obsoletos. ¿Cómo definir, pues, lo «carca»? A falta de una mayor concreción, «carca» puede ser empleado como anatema con que se denigra al contrincante. A veces, estas descalificaciones de brocha gorda adquieren un predicamento indiscriminado entre los elementos biempensantes: así ha ocurrido, por ejemplo, con otro epíteto muy manoseado por nuestra progresía, «fascista», que lo mismo puede servir para motejar a un amante de la zarzuela, a un padre que no deja a su niña frecuentar las discotecas o a un asesino etarra. Ante la proteica heterogeneidad del mundo, quien se cree en posesión de la verdad se atrinchera en los tópicos (que son la cáscara con que se recubren las verdades vacías) y relega a los arrabales del oscurantismo a quienes profesan ideas distintas de las suyas. Por supuesto, en la denostación de esas ideas adversas no interfiere sistema de pensamiento ni criterio lógico alguno, mucho menos la reflexión moral; el denostador se erige en juez supremo que reparte bulas y sambenitos y dictamina arbitrariamente qué actitudes son carcas y cuáles deben considerarse intachablemente modernas, según su sacrosanta voluntad.

Si deseamos aquilatar el significado de «carca» sin incurrir en la caracterización tosca tendremos, pues, que acudir a la casuística. Así, por ejemplo, aceptando que el respeto a la vida, su consideración de bien jurídico máximo sobre el que se asientan los demás derechos humanos, constituye una muestra de avance social, ¿por qué el detractor del aborto es considerado «carca»? Si las etimologías, que nunca engañan, nos enseñan que «matrimonio» significa «oficio de la madre», ¿por qué quien niega entidad matrimonial a una unión infecunda es tildado de «carca»? Y, descendiendo a terrenos más pedestres o administrativos, ¿por qué restringir los horarios comerciales se califica de progresista? ¿Por qué un trasvase fluvial es más «carca» que una planta desalinizadora? ¿Por qué enviar tropas en misión humanitaria a Irak es más «carca» que mandar tropas con idéntico cometido a Afganistán? ¿Por qué una ministra de cuota que retoza entre pieles es una imagen progresista y una señora del barrio de Salamanca que se pasea con su abrigo de visón es una imagen «carca»? Prueben, por higiene mental, a desarrollar esta gimnasia casuística y comprobarán que, a la postre, el progresismo es un ejercicio de cínica conveniencia.

Juan Manuel de Prada, “Clonación terapéutica”, ABC, 14.VIII.2004

La llamada «clonación terapéutica» se presenta como un avance científico al servicio de la Humanidad (las mayúsculas que no falten); para que la patraña resulte más convincente y vencer las reticencias de quienes aún se atreven a oponer ciertos reparos éticos a la destrucción masiva de embriones, se utiliza el dolor de los enfermos, prometiéndoseles que la clonación será la purga de Benito. El parkinson, la diabetes, la leucemia, la esclerosis múltiple, el alzheimer -se afirma sin empacho- serán aniquilados como por arte de ensalmo, una vez que las autoridades gubernativas autoricen la experimentación con embriones. Y, naturalmente, los enfermos que padecen estas afecciones pican el anzuelo: se les ofrece una tabla de salvación; y, como náufragos que están a punto de claudicar, se aferran obstinadamente a ella. Quienes les han tendido dicha tabla saben que les están vendiendo humo; pero se aprovechan de su ignorancia y, lo que aún resulta más sórdido, de su sufrimiento. Y es que detrás del engañabobos de la llamada «clonación terapéutica» hay dinero, mucho dinero, infinitamente más del que podamos imaginar.

La sarta de patrañas se inicia con la retahíla de enfermedades que, según los apóstoles de la llamada «clonación terapéutica», se remediarán de la noche a la mañana. Muchas de ellas son de etiología desconocida o apenas dilucidada; otras muchas carecen de tratamiento satisfactorio. Simplemente, la ciencia aún no ha establecido sus causas ni su diagnóstico. ¿Cómo es posible prometer un remedio para enfermedades casi ignotas? Aprovechándose de la credulidad de la pobre gente, mercadeando con sus aflicciones y padecimientos. Del mismo modo que antaño los charlatanes de feria prometían a su clientela la curación de sus achaques si compraban tal o cual elixir o bebedizo, hoy las multinacionales de la genética presentan la llamada «clonación terapéutica» como la panacea que salvará a millones de enfermos desahuciados. La segunda patraña actúa como corolario de la primera y es, a la vez, más rocambolesca y abyecta. Una vez que se ha convencido a la pobre gente de que la llamada «clonación terapéutica» remediará todos los males habidos y por haber, se presenta dicho espejismo como una solución al acceso de cualquier bolsillo. Pero la realidad es muy otra. ¿Quiénes serían los beneficiarios de la llamada «clonación terapéutica»? No, desde luego, los enfermos de escasos recursos que aguardan el resultado de estas experimentaciones como un maná llovido del cielo, sino una clientela muy adinerada, capaz de afrontar ingentes gastos. ¿O es que esos enfermos desahuciados piensan que la Seguridad Social financiará la compra de oocitos, el cultivo de embriones, la obtención de células madre, el personal cualificado para su manipulación, las pólizas de seguro derivadas de los riesgos que se asumen en una técnica tan costosa y arriesgada? ¿A tales extremos utópicos alcanza la credulidad? La llamada «clonación terapéutica», si finalmente demostrara sus efectos curativos, sólo beneficiará a unos pocos millonarios. ¿Por qué los gobiernos que se apresuran a permitir la experimentación con embriones no empiezan por aclarar que la sanidad pública jamás podrá asumir los costes de esta nueva modalidad de medicina-ficción? Comprobará el lector que ni siquiera he entrado a discutir aquí el estatuto del embrión, a quien asiste la dignidad inherente a toda vida en ciernes. Considero superfluo oponer argumentos jurídicos o morales a una engañifa tan gruesa. La llamada «clonación terapéutica», presentada aviesamente como una panacea científica, es tan sólo un negocio pingüe ideado por quienes hacen del sufrimiento ajeno un medio de lucro. ¿Por qué lo llaman Progreso cuando quieren decir Dinero?

Juan Manuel de Prada, “La sonrisa del matarife”, ABC, 7.VIII.2004

Leo en estos días Koba el Temible (Anagrama), un libro de Martín Amis, airado y extrañamente conmovedor, que glosa la figura de Stalin y execra la connivencia de los intelectuales europeos con el comunismo. Una connivencia que, vergonzante y como en sordina, se prolonga hasta hoy, actuando sobre el subconsciente colectivo de un modo tan sibilino como pernicioso. Como el propio Amis señala en algún pasaje de su libro, «todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen; nadie sabe nada, en cambio, de Vorkutá ni de Solovetski». Pecaríamos de ingenuidad, sin embargo, si atribuyéramos dicho desconocimiento a la ignorancia selectiva de las masas; si hoy la mortandad desatada por el nazismo ocupa un capítulo medular en el libro de la memoria colectiva, mientras la mortandad mucho más abultada del comunismo apenas representa una nota a pie de página, es porque las élites dirigentes, representantes del progresismo rampante y hegemónico, así lo han querido. No en vano, en su juventud seudorrevolucionaria, dichas élites se amamantaron en las ubres del legado estalinista.

En Koba el Temible, Amis cuenta una anécdota de apariencia banal, pero de significación sobrecogedora. En el curso de un reciente mitin electoral celebrado en la sede de New Statesman, una publicación laborista, uno de los oradores recuerda su juventud, cuando en compañía de «antiguos camaradas» redactaba aquella revista, tan contemporizadora con el comunismo. El público responde entonces con una unánime carcajada afectuosa. Amis se pregunta qué ocurriría si un orador recordase con nostalgia en el curso de un mitin a sus fraternales camisas negras. «¿Es esa la diferencia -escribe Amis- entre el bigote pequeño y el bigote grande, entre Satanás y Belcebú? ¿Qué uno suscita espontáneamente la furia y el otro la risa?». Juguemos a trasladar la anécdota al ámbito autóctono. ¿Qué ocurriría si un político español rememorase festivamente su juventud falangista? Habría firmado su acta de defunción. En cambio, se contempla con admiración que haya militado en las filas comunistas. Y, por supuesto, a los combatientes estalinistas que perecieron en la Guerra Civil se les asigna el calificativo extravagante de «defensores de la democracia»; mientras a los combatientes que militaron en el bando de Franco se les despacha como chusma fascista.

El libro de Martín Amis, feroz y cáustico como sus novelas, transita por los pasadizos pavorosos que ya nos iluminara Solzhenitsyn en El archipiélago Gulag. Entre el desfile de horrores desatado por el comunismo (hasta completar un catastro fúnebre de veinte millones) merecen reproducirse algunas frases sentenciosas de Stalin: «La muerte soluciona todos los problemas; no hay hombre, no hay problema»; y también: «Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, simple estadística». Sobre esta burocracia de la muerte se fundó la ideología que aún abastece de mitologías el llamado pensamiento progresista. El terror nazi se esforzaba por ser exacto, calculador, dirigido contra una parte de la población en razón de su etnia; el terror comunista, en cambio, era deliberadamente aleatorio e indiscriminado, pues su enemigo era el hombre. «El comunismo -afirma Amis- es una guerra contra la naturaleza humana».

En algún lugar del infierno, Stalin, el Gran Matarife, sonreirá complacido al contemplar la supervivencia de su legado. Con sarcasmo y algo de fatiga, Martín Amis recuerda que cuando su padre, el también escritor Kingsley Amis, abjuró públicamente de su pasado comunista, fue de inmediato tildado de «fascista» por los intelectuales británicos. Cincuenta años después, motejar de «fascista» al que piensa distinto sigue siendo el pasatiempo predilecto de nuestra progresía; el que lo probó lo sabe. El Gran Matarife sonríe, orgulloso de mantener su predicamento.