Mientras ocupan el debate público asuntos más estrepitosos (y triviales), se aprueba en el Congreso un proyecto de ley de reproducción asistida que ampara, bajo coartadas terapéuticas, la eugenesia y la clonación. Como no podía ocurrir de otra manera en una época desarmada moralmente, la ciencia se erige aquí en instancia suprema e inapelable: «Todo lo que se sabe hacer, se puede hacer», parece ser el lema. Esta mitificación de la ciencia como fuerza salvífica no ha mostrado reparos siquiera en pisotear la dignidad de la vida humana; de este modo, se ha llegado a aceptar la posibilidad execrable de «fabricar» vidas, servirse de ellas como material de experimentación y después destruirlas. Aprovechándose de la ingenuidad o la desesperación de mucha gente que se deja embaucar con falsas esperanzas, la propaganda justifica la perversidad de la clonación terapéutica pregonando que permitirá sanar enfermedades hoy incurables. Y con esta expectativa (que no es sino coartada que se sirve del sufrimiento ajeno), se convierte la vida humana en un producto de laboratorio y se destruyen alegremente unos embrioncitos de nada para extraerles células o tejidos, como si fueran proveedores de piezas de recambio.
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