Siempre se me había antojado un asunto sobredimensionado. El complemento presupuestario a la asignación tributaria que el Estado aporta al sostenimiento de la Iglesia es una cantidad ínfima -apenas unos millones de euros- en comparación con la cantidad mucho más abultada que la Iglesia revierte sobre la sociedad. Pero ese complemento se había convertido, muy especialmente en los últimos años, en excusa para las más burdas demagogias, que prenden como la yesca entre la gente incauta, y hasta para muy patibularias amenazas. Algún ministro llegó, incluso, a recordar a la Iglesia que ese grifo se podía cerrar si perseveraba en defender posturas contrarias a las que mantenía el gobierno de turno. Pero la libertad de la Iglesia ni se compra ni se vende: ha recibido una encomienda divina que seguirá cumpliendo, en cualquier circunstancia, no importa que sus arcas estén vacías, que es como, por cierto, siempre están, porque el dinero que la Iglesia percibe de inmediato lo emplea en el cumplimiento de su encomienda. Esta libertad que concede la pobreza no es incompatible, sin embargo, con la autonomía financiera; desde que ese complemento presupuestario fuese instituido, la Iglesia española ha mostrado su deseo de que le fuera retirado, siempre que el porcentaje de la asignación tributaria fuese realista y no fundado sobre la ficción absurda de que todos los contribuyentes la ayudarían en sus necesidades.
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