Alejandro Llano, “Dios a la vista”, La Gaceta, 4.XI.2006

No sólo los americanos del norte, también nosotros —a nuestro modo— confiamos en Dios.

La nuestra es una época sedienta de Dios. La desertización provocada por el intento de expulsarle de la sociedad y de la cultura está provocando un contraefecto que no acontece por primera vez en la historia de los países occidentales. Ortega y Gasset lo anunció a comienzos del siglo pasado, cuando insistió en que no se puede pensar con radicalidad si se abandona la insoslayable referencia al Absoluto. Dios volvía a aparecer en el horizonte, ya se le divisaba. Y otro tanto sucede ahora, incluso por contraste.

Si se lee la entrevista que el pasado domingo concedió Paolo Flores d”Arcais a El País, queda uno sobrecogido por el sectarismo al que parece conducir el empecinamiento de quien se empeña en intentar borrar de este mundo cualquier rastro de lo divino. El fundador de la revista Micro/Mega llega a sostener que Benedicto XVI estaría proponiendo una alianza entre cristianismo e islam en contra del pluralismo democrático moderno. Pero su propia visión de la modernidad sufre un desenfoque radical. Porque el escritor italiano piensa que el hombre moderno sólo ha conquistado su autonomía actuando como si Dios no existiera, cuando cualquier incursión en la historia del pensamiento racionalista ofrece un panorama en el que es precisamente Dios quien ocupa el centro. Ni siquiera hace falta buscar en los libros la experiencia que el siglo XX ha deparado a millones de hombres cuya memoria histórica sigue viva. Todo pluralismo eliminado, millones de personas ejecutadas arbitrariamente, terror y miseria por doquier: fue el resultado de los totalitarismos nazi y soviético, enemigos radicales del cristianismo.

Tales vivencias han apartado, afortunadamente, a los europeos de las aventuras crudamente totalitarias. Pero todo se juega en los modos de pensar. El estatismo sigue presente, aunque en España esté sometido a la dinámica centrífuga de unos nacionalismos que también parecen trasladados desde la época romántica hasta nuestros días. Se pretende legislar hasta el detalle la actuación de las personas, sobre todo en lo que concierne a lo educación de los más jóvenes.

De Dios trata también, evidentemente, un libro que recoge cincuenta cartas dirigidas a él, y publicadas por una editorial que celebra su medio siglo de existencia. Resultan emocionantes los esfuerzos de los agnósticos por aclararse desde una postura que no tiene mucha salida, porque hay que vivir o bien como si Dios existiera o bien como si no existiera, que eso —y no lo que dice Flores d”Arcais— es lo que mantiene Benedicto XVI. Hay cartas luminosas, de fe sabia y profunda, que van al meollo de la cuestión y manifiestan capacidad de orar, es decir, de hablar con el Dios escondido y manifiesto. Otros —incluido algún excelente amigo— se inquietan de que la Iglesia Católica insista en cuestiones polémicas, tales como la manipulación de embriones, cuando parece que esos son pormenores que no tienen mucha importancia ante el Altísimo. Pero acontece que sí la tienen. Porque en ambos temas está en juego la actitud existencial ante el origen de la vida. Y, como agudamente advirtió Hannah Arendt, de la comprensión de la natalidad depende la actitud que se adopte ante el misterio de la condición humana.

Decía Catalina de Siena que, ante Dios, todos somos a la par donadores y mendigos. Sufrimos con el dolor de los demás y con el propio. Y nos llena de esperanza saber que no andamos perdidos en un laberinto al que nos hubiera conducido un azar mostrenco. La situación de España en la hora presente ofrece evidentes motivos de preocupación, sobre todo si se miran las cosas desde una perspectiva cristiana. Pero allí donde se localiza la inquietud, es justo donde surge la esperanza. No sólo los americanos del norte, también nosotros —a nuestro modo— confiamos en Dios.