Alfonso Aguiló, “El sentido de culpa”, Hacer Familia nº 124, 1.VI.2004

El escritor danés Henrik Stangerup presenta en su novela “El hombre que quería ser culpable” una interesante reflexión sobre el sentido de culpa. Su protagonista, Torben, ha cometido un crimen, y pretende en vano que los responsables de la justicia de la sociedad en que vive lo reconozcan como tal. Sin embargo, le dicen que su acto no ha sido un asesinato, sino un lamentable accidente provocado por las circunstancias. Le aseguran que ha venido forzado por la sociedad, que es la única verdaderamente culpable. Le tratan como a un desequilibrado, víctima de un absurdo complejo de culpabilidad. Enseguida le dejan en libertad e intentan hacerle olvidar todo recuerdo de su mujer.

Pero él sabe que ha matado a su mujer en un acceso de cólera y embriaguez, se siente culpable y quiere pagar por ello. A lo largo de la novela, el protagonista irá enloqueciendo de verdad, abrumado por la expropiación que han hecho de los fundamentos de su responsabilidad personal, mientras intenta sin éxito probar que es culpable de esa muerte.

El mensaje del libro es claro: si en cualquier colectivo humano se pierde el sentido de culpa, o la noción de mal, se acaba por no poder hablar ya del bien. No puede haber verdadero bien si no se comprende la existencia del mal. Y ahogando la culpabilidad de la persona se llega a ahogar a la persona misma. Para Torben, el único modo de resolver su problema es logrando ser perdonado, y como la fallecida ya no puede hacerlo, busca algo que repare su culpa: mientras no lo consiga, se siente anulado como persona.

En nuestra vida familiar, profesional o social puede sucedernos, salvando las distancias, algo parecido. Cualquier persona comete errores que producen un daño en quienes le rodean –y en uno mismo–, y todo eso suele llevar aparejado un sentido de culpa. Si pretendemos desentendernos de la realidad de ese daño que hemos producido, o intentáramos proyectar sin razón nuestra culpa sobre los demás, entonces nos haríamos un nuevo daño, y más grave, a nosotros mismos, porque no ponemos remedio a ese mal sino que lo ignoramos o lo escondemos.

El sentimiento de culpa por algo que hemos hecho mal es como un aviso, igual que lo es, por ejemplo, el dolor físico, que nos avisa de que algo en nuestro cuerpo no anda bien. Es natural y positivo sentir culpabilidad por lo que hacemos mal. Si hemos obrado erróneamente, lo lógico es que a causa de ello nos sintamos mal, o incluso muy mal. No debemos entonces permitir que la memoria y la imaginación lo revivan de continuo, pero tampoco está la solución en ignorarlo y amontonar tierra encima. Es preciso reconocer y comprender el error, y utilizar la voluntad para emerger con mayor fuerza de la experiencia pasada.

Si se experimenta debidamente la culpa, la primera reacción es la búsqueda del perdón y el intento de reparar en lo posible el daño causado. Después, cuando ya se ha sido perdonado y se ha hecho lo razonablemente posible para compensar ese mal, es cuando se siente un verdadero alivio y es más fácil olvidar.

La ofensa es como una herida, y el perdón es el primer paso en el camino de su curación, que puede ser larga. El perdón no es un atajo para alcanzar la felicidad, sino una larga senda que hay que recorrer. Por eso, cuando algunas personas dicen que no se arrepienten de nada, y que si volvieran a nacer lo harían todo igual, demuestran ser poco conscientes de los errores que han acumulado a lo largo de su vida. Si no los advierten, si no se sienten culpables de todos esos atropellos y buscan el modo de reparar el daño que han hecho, están inmersos en un grave proceso de autoengaño que tendrá algún día un amargo despertar.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”