Alfonso Aguiló, “Equilibrar la confianza”, Hacer Familia nº 249, 1.XI.2014

En una de las Historias Magrebíes de Rezzori, un padre anima a su pequeño hijo a saltar a sus brazos abiertos, desde el árbol al que se había subido. El niño salta, el padre se aparta y le deja caer al suelo. El niño llora y el padre le explica: “Eso es para que aprendas a no fiarte ni de tu padre”.

Robert Spaemann glosaba ese viejo relato diciendo que, en cierta manera, aquel padre tenía algo de razón: no es la confianza lo que se aprende, sino la desconfianza. Y dejando aparte las bromas, puede decirse que lo natural y lo esperable sería partir de la confianza, es decir, de que todos merezcamos por principio la confianza de los demás. Y contaba Spaemann otra anécdota que había vivido de cerca poco tiempo antes. La dueña de un pequeño teatro de Stuttgart estaba vendiendo entradas. Un joven pidió una rebaja por ser estudiante, pero no llevaba el carnet que lo acreditaba. La vendedora le concedió la rebaja diciendo: “No le conozco. Por tanto, no tengo motivo para no fiarme de usted”.

Es un análisis interesante. Desde luego, si el joven era realmente un estudiante, agradecería el gesto; y si no lo era, quedaría avergonzado, porque la confianza que se nos otorga sin merecerla nos avergüenza y, por regla general, es un motivo para intentar merecerla. La confianza suele surtir efecto en la persona a la que se le otorga, y favorece que se haga digno de ella. Por eso hemos de procurar crear a nuestro alrededor un ambiente en el que todos, de entrada, cuenten con la confianza en los demás y de los demás.

¿Y qué hacer cuando defraudan esa confianza? Está claro que deben atenerse a las consecuencias. Pero eso no significa que esas personas ya nunca puedan cambiar. La confianza también se manifiesta en el perdón, en conceder nuevas oportunidades. Y se puede perdonar aunque no se tenga la convicción de que esa persona vaya a merecer en lo sucesivo esa confianza, y hacerlo precisamente para que, por el hecho de otorgarla, eso le motive a merecerla.

Así debió ser el caso de la mujer de Dostoiewski, cuando este volvió a pedirle otra vez dinero, y era lo último que a ella le quedaba, una pequeña herencia. Y él le habló de una inversión de grandes perspectivas, y ella le dio el dinero amablemente, sabiendo que quizá volvería gastarlo en el juego. Y así sucedió. Lo perdió todo. Pero la vergüenza por haber abusado de la confianza de su mujer lo curó de una vez para siempre de su adicción al juego.

Se trata de un ejemplo heroico de la fuerza transformadora de la confianza, aunque de ahí no puede deducirse que cualquier confianza esté justificada. Pero el aprecio a los hijos, a los amigos, a los alumnos, nos hace estar dispuestos a arriesgar y a conceder nuevas oportunidades. Con un límite, claro está, porque de lo contrario también puede ser muy deseducativo, pues todos tenemos también que aprender que defraudar la confianza de alguien es algo muy serio y no puede salirnos gratis.

Todo esto es importante para poder convivir. Porque todos acabamos defraudando de una manera o de otra la confianza de los demás. Y todos esperamos comprensión y nuevas oportunidades de hacerlo mejor. Todos dependemos de la cooperación de los demás. Y todos sabemos que el control sin confianza no es eficiente, igual que sabemos que el ingenuo exceso de confianza lleva a tomarse demasiadas “confianzas” y deteriorar el ambiente. Por eso la confianza tiene su justo medio y requiere encontrar un equilibrio, no siempre fácil.

Todos nos sabemos vulnerables, y sabemos cómo nos ayuda vivir en un entorno que nos facilite ser fieles a nuestros principios. Por ejemplo, estar protegidos por unos criterios de transparencia y de buenas prácticas no tiene por qué verse como desconfianza de los demás, sino más bien de desconfianza de nosotros mismos con nuestras debilidades. Una confianza en la ayuda que entre todos podemos prestarnos. Ayudarnos a ponernos menos fácil ser deshonestos, es, si se hace con el debido equilibrio, una muestra de confianza de las personas entre sí. Cuando se confunde la confianza con el acomodamiento o el chanchullo, todos salimos perjudicados. Hay que confiar, pero todos debemos rendir cuentas de la confianza recibida.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”