Alfonso Aguiló, “Lamentarse”, Hacer Familia nº 202, 1.XII.2010

A comienzo de los años veinte, Franklin Roosevelt era una figura importante en la vida pública norteamericana. Tenía 37 años, era alto y bien parecido, y sobre todo era un brillante orador con una carrera política muy prometedora. Ya durante la Primera Guerra Mundial había sido el más alto responsable de la Marina de los Estados Unidos, y en 1920 fue nombrado candidato del Partido Demócrata para ser Vicepresidente de los Estados Unidos.
Sin embargo, durante el mes de agosto de 1921, mientras Roosevelt estaba de vacaciones con su familia en la Isla de Campobello, en New Brunswick, se contagió de una enfermedad que por entonces era de terribles consecuencias, la poliomielitis, una infección viral de las fibras nerviosas de la columna vertebral, que probablemente contrajo nadando en el agua estancada de un lago cercano. En aquella época, la poliomielitis no tenía curación ni vacuna de ningún tipo, y hubieron de pasar casi treinta años hasta que se logró aislar el virus en laboratorio, y algunos más hasta que pudo desarrollarse una vacuna. Hoy, gracias a las campañas masivas de vacunación de la segunda mitad del siglo XX, esta enfermedad puede considerarse erradicada, pero por aquel entonces las cosas eran bien distintas.

El resultado de aquel contagio fortuito de poliomielitis fue que Franklin Roosevelt se quedó paralizado de cintura para abajo para el resto de su vida. Sólo podía levantarse muy trabajosamente y, con la ayuda de muletas, mantenerse en pie, pero no podía andar.

Roosevelt supo sobreponerse a aquel duro golpe. Rechazó la idea de que estaría toda su vida permanentemente paralizado. Probó con numerosos tratamientos médicos, con muy poco éxito. Pero puso un esfuerzo titánico para llevar una vida lo más normal posible. Sujetando sus piernas y caderas por medio de abrazaderas de hierro, aprendió a caminar distancias cortas girando su torso mientras se apoyaba con un bastón. Usaba silla de ruedas en la intimidad, pero procuró aparecer siempre con muletas, e incluso normalmente se mostraba en público de pie, mientras se apoyaba en un lado sobre uno de sus acompañantes.

En torno a 1928 Roosevelt se lanzó de nuevo a la vida política. La crisis económica de 1929 y su apuesta por el cambio le hizo ganarse la confianza del electorado norteamericano y en 1932 derrotó al candidato republicano Herbert C. Hoover y se convirtió en el 32º Presidente de Estados Unidos. Fue reelegido en 1936, 1940 y 1944, con lo que vino a ser el único Presidente en toda la historia de su país que logró gobernar durante cuatro mandatos, hasta su fallecimiento en 1945.

Franklin Roosevelt fue un ejemplo de entereza y tenacidad para superar aquel enorme contratiempo en su vida, que quizá a otros habría sumido en una profunda frustración. Cuentan que, en una ocasión, hablando sobre su prodigioso coraje, felicitaron a su viuda por la energía que había demostrado y ella respondió: “No es que tenga tanta, es que no la malgasta en lamentaciones”.

En vez de lamentarse, o de hundirse, o de arremeter contra su triste destino, Roosevelt plantó cara a su enfermedad y a sus ingratas limitaciones y se propuso seguir adelante con renovado empuje. El resultado fue una carrera política que le llevó a ser, durante muchos años, el personaje más poderoso e influyente del planeta.

Aunque nos parezca que en el juego de la vida nos han tocado malas cartas, podemos hacer una buena partida con esas cartas. En vez de lamentarnos de lo que nos ha tocado vivir, en vez de pensar que la partida está perdida, hemos de jugar lo mejor posible esas cartas, hacer rendir los talentos que hemos recibido, pues, como decía William Shakespeare, el destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”