Alfonso Aguiló, “Los derechos de los demás”, Hacer Familia nº 144, 1.II.2006

Abraham Lincoln fue elegido miembro de la Cámara de Representantes del Estado de Illinois en 1834. A pesar de haber nacido en Kentucky, un estado donde se reconocía y ejercía la práctica de la esclavitud, siempre se opuso firmemente a ella. En 1837 fue uno de los dos miembros de la Cámara que firmó una propuesta abolicionista. Elegido miembro del Congreso de los Estados Unidos en 1846, pronto destacó por la formulación de un plan de emancipación gradual en el distrito federal de Columbia.

Al acabar su mandato como congresista federal, en 1849, regresó a Springfield para continuar ejerciendo su profesión como abogado. Pero en 1854, debido a su asombro ante la aprobación de la Ley Kansas-Nebraska, favorable a la esclavitud y promovida por el senador Stephen Arnold Douglas, decidió retornar a la política y se presentó contra él como candidato al Senado Federal, pero fue derrotado.

En 1858 fue de nuevo candidato contra Douglas, y mantuvieron entonces una larga serie de debates entre ambos personajes acerca de la esclavitud. A pesar de que finalmente Lincoln tampoco ganó esas elecciones, aquella confrontación dialéctica resultó memorable y le valió el reconocimiento de buena parte de la opinión pública del país.

En 1860 Lincoln fue nominado como candidato a la Presidencia en una plataforma de reivindicación antiesclavista, e inició una dura campaña en la que tuvo de nuevo a Douglas como uno de sus más duros rivales. Esta vez Lincoln ganó las elecciones por una amplísima mayoría e inició su mandato como Presidente en marzo de 1861. Inmediatamente puso en marcha un programa antiesclavista que culminó con la Proclamación de la Emancipación del 1 de enero de 1863. Tuvo que esperar hasta su reelección, en noviembre de 1864, para obtener los apoyos necesarios para consolidar los efectos de tal medida, y en 1865 se incorporó una Enmienda a la Constitución que aseguraba que ni la esclavitud ni la servidumbre involuntaria existirían nunca en los Estados Unidos ni en ningún territorio sujeto a su jurisdicción.

Ha pasado un siglo y medio desde que tuvieron lugar todos aquellos encendidos debates políticos y sociales sobre la legitimidad de la esclavitud. Lincoln defendía que la esclavitud era injusta en sí misma, mientras que Douglas decía que le era indiferente que el pueblo votara a favor o en contra de ella, mientras se respetara lo que opinara la mayoría. “Dejemos que el pueblo decida, —afirmaba Douglas—, de forma que los ciudadanos de cada estado determinen el estatus esclavista o no de su territorio”.

El fenómeno de la esclavitud es una muestra de cómo pueblos enteros pueden permanecer sumidos durante siglos en errores sorprendentes, y de cuánto ha costado salir de esa ceguera. Es una muestra de que unas verdades resultan más patentes en cierto momento, mientras que otras, igualmente verdaderas, contrarían actitudes y hábitos muy arraigados, y cuesta mucho reconocerlas. Y es una muestra también de que no siempre hay una relación directa entre la verdad y el número de personas a las que esa verdad persuade. Lincoln se movía en un territorio moral más elevado que el simplemente legal de Douglas, y sostenía que la mera mayoría no legitima cualquier decisión, porque ni el 99 por ciento de los votos justificaría que se prive de sus derechos humanos al restante 1 por ciento.

Defender los derechos de los indefensos —sean esclavos, no nacidos o personas oprimidas por el motivo que sea— siempre será una causa loable para quienes no ahogan su conciencia en el cómodo refugio de la masa. Y como al final son las mayorías quienes deciden, el hecho de defender al débil, al ausente, a quien es oprimido por la dictadura de las mayorías, a quien no tiene voz ni voto en decisiones que le afectan, todo ese defender los derechos de los demás es algo que hace más humanas a las personas y a toda la sociedad.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”