Alfonso Aguiló, “Los dos lobos”, Hacer Familia nº 216, 1.II.2012

En una noche estrellada, un abuelo cherokee estaba enseñando a sus nietos sobre cómo debían orientar su vida, sobre cómo cada uno de nosotros decide, poco a poco, qué tipo de persona quiere ser. Y lo hacía con esa sabia pedagogía de los cuentos y las fábulas antiguas. Les decía: “Todo hombre tiene siempre una dura pelea en su interior. Una lucha que hay también dentro de mí. Un combate terrible entre dos lobos.”
“¿Y quiénes son esos dos lobos?”, preguntaban intrigados los nietos. “Un lobo representa el miedo, y el otro el amor”, contestó el anciano.
Les explicaba que el primer lobo encarna la envidia, el rencor, la arrogancia, ese victimismo que nos hace sentir lástima de nosotros mismos y nos hace dejar de luchar. Un lobo que tiene miedo porque es inseguro, y que pretende encubrir ese miedo con agresividad, mintiendo, atacando a traición.
El otro lobo, el que representa el amor, también tiene que luchar. El amor no es pasivo y despreocupado, tiene que luchar constantemente para sobrevivir. Tiene que esforzarse en cada momento para crear espacios de paz, de libertad, de afecto, de comprensión. Tiene que sobreponerse a la mentira de los demás, a su ingratitud, a la tentación que sentimos de responder al mal siguiendo la misma senda.
“Y esos dos lobos también están peleando dentro de vosotros. ¿No lo notáis?”, concluyó el abuelo, mirándoles con atención. Los nietos se quedaron pensativos. Empezaron luego a hacer esas preguntas que los niños suelen plantear con sorprendente clarividencia. Eran pequeñas cuestiones que confirmaban esa lucha interior que se produce ya desde la más tierna infancia en cualquier persona, y que conviene ayudar a reconocer y valorar cuanto antes. Al final, surgió la pregunta clave, la que, lógicamente, más inquietaba a los pequeños: “Abuelo, es verdad que están los dos dentro de nosotros, pero, al final… ¿qué lobo ganará?”.
El anciano se detuvo un momento, para que su silencio diera más solemnidad a algo que era importante para la educación moral de aquellos chicos: “¿Queréis saber cuál de los dos lobos vencerá? Es muy fácil. Aquel que tú decidas alimentar”.
Dentro de nosotros tenemos también esos dos lobos: el mal y el bien, el miedo y la confianza, la tendencia a volcar nuestros intereses en nosotros mismos o en los demás. La pelea es diaria. Cada momento, en nuestro interior, tomamos pequeñas decisiones. Alimentamos a un lobo o al otro. Unas veces nos damos cuenta de que lo hacemos, y otras, por la costumbre, casi no lo advertimos, pero lo hacemos igualmente.
De nosotros depende que un lobo se haga más grande y más fuerte, y mantenga a raya al otro. Y puede haber épocas en que uno de ellos, que parecía estar ganando, sufra sorprendentes derrotas. Es quizá un aviso de la naturaleza, que nos previene contra el engaño de pensar que el bien puede mantener su predominio sin esfuerzo o, por el contrario, que el mal no puede vencerse. La pelea es diaria y nunca está totalmente decidida. Ahí está en buena parte el aliciente y la gracia de vivir.
Dirigiendo nuestros pensamientos, podemos alimentar el pesimismo o el optimismo. Modulando nuestros deseos, podemos alimentar el egoísmo o la generosidad. Podemos encerrarnos en el victimismo o bien transmitir un mensaje positivo. Churchill decía que “un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, mientras que un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”. Ante la adversidad, que se presenta a diario en nuestra vida, podemos abandonarnos a nuestros miedos o hacerles frente. Si damos demasiado espacio al miedo al rechazo o al fracaso, si pensamos demasiado en el “qué dirán”, o nos repetimos demasiado esos mensajes que nos desaniman en vez de animar, entonces, nos predisponemos al fracaso, porque, como decía Henry Ford, “si crees que puedes, tienes razón; y si crees que no puedes, también tienes razón”.