Francisco J. Mendiguchía, “Las familias que se rompen”

¿Estamos ante un hecho transitorio o realmente la familia, tal como la hemos conocido hasta ahora, está en trance de desaparición? El hecho es que el número de familias que se rompen con la separación y el divorcio de los padres es cada día mayor, sobre todo en parejas de menos de cuarenta años.

No hay más que mirar en torno a nosotros, muchas veces en nuestra propia familia, para ver matrimonios que se separan, a veces por los motivos más fútiles. No quisiera ser pesimista, pero creo que en España debemos estar ya cerca del 20% de hogares rotos por el divorcio, aunque todavía no hemos llegado a la proporción de otros países «más avanzados» como los Estados Unidos, en el que cuatro a cinco de cada diez matrimonios acaban rotos.

No vamos a considerar aquí las causas de estas separaciones ni las consecuencias que producen en los padres, sino que nos ocuparemos únicamente de los efectos que generan en los hijos, a los que un psiquiatra vienés, hace ya más de cincuenta años, pronosticaba un porvenir de «abandono social, inmoralidad y delito». Hoy nos parecen, afortunadamente, estas palabras bastante exageradas, aunque tampoco hay que minimizar el problema porque puede que los padres ganen con la separación, y es posible que así sea en muchas ocasiones, pero «los que nunca ganan y siempre pierden son los hijos».

No he visto un solo caso, repito, ni uno solo, en el que los hijos se hayan alegrado de la separación de los padres. El mayor o menor número de problemas que presenten depende de una serie de circunstancias como son: las relaciones padres-hijos anteriores, el grado de unión de los hermanos, la forma en que los padres llevan su separación, la buena integración social del niño y, en última instancia, del temperamento y carácter de éste.

En algunas ocasiones el niño llega a sentir cierto alivio, si la ruptura ha sido precedida de esa situación penosa e insostenible que se conoce con el nombre de «divorcio emocional», durante la cual los hijos han tenido que soportar momentos de fuerte tensión, discusiones, amenazas y aun agresiones físicas entre los padres. Durante este tiempo es frecuente ver ya en los hijos síntomas de ansiedad, depresión, insomnio, problemas de carácter, disminución de los rendimientos escolares, falta de apetito o cefaleas y en ocasiones, sentimientos de culpa por haber tomado partido por uno de los progenitores, con las correspondientes tendencias hostiles hacia el otro. De todas maneras, por muy bien que vayan las cosas, todos presentan, más pronto o más tarde, y más cuanto más pequeños son, un sentimiento de frustración, de «hambre de afecto» y de que algo les falta, y ello aunque los padres hayan formado nuevos hogares y rehecho la pareja, ya que entonces aparecen ambivalencias afectivas que pueden tardar años en superarse, si es que se superan.

Los casos que nos llegan a los psiquiatras o psicólogos a la consulta son, naturalmente, los de los niños que han reaccionado peor. Yo he visto bastantes en los últimos años y puedo decir que, en casi todos estos «hijos de divorcio», las complicaciones se debían a algo muy frecuente y realmente penoso: la lucha de los padres por atraerse a los niños. Por ello es frecuente ver que, cuando el hijo está en casa de la madre, ésta aprovecha para hablar mal del padre, y cuando está con el padre, éste ataca a la madre, en un intento de ambos de predisponerle en contra del otro cónyuge, convirtiendo al niño en una especie de rehén en una situación de secuestro afectivo.

Siempre recordaré que, en una ocasión, tuve que intervenir en un caso en que una madre, al no fiarse de lo que hacía el padre con los hijos cuando estaban en casa de éste, llegó al extremo de colocarle a uno de ellos, el mayor, un micrófono debajo de su camisa para, introduciéndose en un coche aparcado en las cercanías del domicilio, escuchar todo lo que hablaban y lo que allí sucedía; lo peor fue que se produjo una confirmación de los temores de la madre, pues dos niños sufrían un verdadero maltrato psicológico y físico por parte del padre.

La separación con niños pequeños De todas formas, y aunque las cosas transcurran más apaciblemente y sin tanta lucha, lo habitual es que los hijos pasen, una vez consumada la separación, por un estado, más o menos importante, de depresión y ansiedad. Se manifestará en una tendencia al aislamiento y al rechazo social a mostrarse huraños y recelosos y a elaborar una conducta con rebeldía, negativismo, cóleras inmotivadas y aun con fugas del domicilio que le ha tocado «en suerte».

En el mejor de los casos uno o los dos progenitores formaban un nuevo hogar y yo veía a los hijos hechos un verdadero lío. No sabían cómo colocar exactamente a los miembros de su nueva familia en su anterior esquema familiar. Había un chico que para distinguir a los padres, el antiguo y el nuevo, a uno le llamaba papá y al otro padre; otro que denominaba «tía» a la nueva mujer de su padre, si bien la mayoría decían «la que vive con mi padre» o «el que vive con mi madre», aunque era aún peor cuando ni siquiera les identificaban; eran simplemente «el otro» o «la otra».

Todo el que conozca algo de psicología infantil sabe cuán importante es el proceso de identificación, para el desarrollo de la personalidad infantil, de la niña con la madre y del niño con el padre.

¿Qué sucede cuando tienen que identificarse con dos padres o dos madres, o a veces con más en los casos de más de un divorcio? Esta identificación es más difícil y no es infrecuente que, en este proceso de cruces y de cambios de afectos, el niño acabe odiando a alguno de sus padres. Al padre porque le ha dejado sin madre, a la madre porque le ha dejado sin padre o a los dos por haber roto la unidad familiar. Y cuando esto se produce, también a los nuevos padres a los que acaba asignando los antiguos y odiados papeles de padrastro o madrastra (no se olvide que la terminación «astro» es despectiva en nuestro idioma), pudiendo conducir todo ello al desarrollo de «contraidentificaciones» que perturban grandemente la personalidad del niño o del adolescente.

Hemos hablado de las parejas separadas que rehacen sus vidas formando un nuevo hogar, pero hay ocasiones en que los padres, sobre todo las madres, no quieren o no pueden hacerlo y viven solos con los hijos que el juez les ha asignado, aunque con la obligación de que éstos pasen determinado tiempo con el otro cónyuge.

Esto puede crear algún otro problema como es el que se produce cuando a un niño pequeñito le separan de la madre por la probada incapacidad de ésta para educar al hijo (esto sucede muy raras veces) y el niño acaba sufriendo lo que se conoce con el nombre de «carencia afectiva», que está producida por la privación del afecto materno, y lleva a una deficiencia en las relaciones interpersonales que comienzan precisamente en la relación madre-hijo, pero que, y esto vale para los que encuentran nuevos hogares, se produce también con frecuentes cambios de figura materna, si esto sucede en los primeros cuatro años de la vida.

Además de esto hay que consignar que los hombres no suelen estar especialmente dotados para el cuidado de niños pequeños, y tienen que encargar a manos mercenarias este cuidado y la educación de los hijos, si es que los jueces, como sucede en algunos países con buenas instituciones para niños pequeños, no encuentran preferible internar a los niños en alguna de ellas; en nuestro país creemos que muy incapaz tiene que ser el padre para recurrir a esta última solución.

La realidad es que los jueces entregan la custodia de los niños pequeños a la madre pero, y aquí podemos tropezar con un nuevo problema: si no trabajaba antes, tiene que empezar a hacerlo en la mayoría de los casos, pues la pensión del ex-marido no suele bastar y a veces ni llega, produciéndose una situación que tiene cierto parecido a la que sufren las madres solteras: el trabajo les roba el tiempo necesario para el cuidado de los hijos, pues éstos no necesitan sólo amor y dedicación sino también bastante tiempo.

La solución podría ser una guardería infantil, pero este arreglo es sólo bueno si el niño permaneciera en ella cuatro o cinco horas y el resto del día lo pasara con la madre, cosa que sucede raramente; en la mayoría de los casos ésta lleva al hijo o hijos a las ocho de la mañana y los recoge casi a la hora de darles la cena y meterles en la cama. Veamos un par de casos en los que se dan estas circunstancias y que tuvimos que ver por problemas de ansiedad y de carácter.

El primero se trataba de una niña de cuatro años que era dejada en casa de una vecina a las siete de la mañana porque la madre entraba a trabajar a las ocho; la vecina la tenía en su casa hasta las ocho y media, hora en que la llevaba a una guardería en la que permanecía hasta las cinco de la tarde; después la recogía otra vecina y estaba en su casa hasta las siete, hora en que su madre, al terminar de trabajar, la llevaba a su hogar. A las ocho de la noche la acostaba, dado el madrugón que tenía que sufrir la niña al día siguiente. Resultado: la niña había estado, por lo menos, con cuatro «madres», si es que en la guardería no había pasado por más de una cuidadora.

El otro caso era el de una niña de seis años. Era recogida por una familia extraña a las siete de la mañana, se encargaba de llevarla al colegio, recogerla por la tarde y estar con ella hasta las ocho de la noche, hora en la que la recogía la madre. Aparentemente el caso parece menos traumático para la niña; pero lo malo es que, cuando yo la vi, ¡iba por la cuarta familia! La separación con niños mayores Si la separación se produce cuando los hijos son ya adolescentes los problemas son de otro tipo. Ellos ya han tomado parte por uno de los progenitores durante el período tempestuoso del pre-divorcio y a lo mejor o, si hablamos con propiedad, a lo peor, les cae la custodia al padre o a la madre odiados; con ello aparecen choques verbales o físicos que acaban mal para el hijo, lo mismo si se doblega (aparición de depresiones, ansiedad, ruptura con el medio ambiente) que si se rebela (agresividad, malhumor, fugas). En ambos casos, el chico o la chica acaban distanciándose afectivamente de la familia, más de lo que es corriente a esta edad, y resuelven sus problemas fuera del hogar, en el grupo o pandilla en el que encuentran la afinidad de la que carecen en casa.

Al no disponer del contrapeso que supone unas buenas relaciones con los padres es más fácil que se produzca una mayor dependencia del grupo y una mayor posibilidad de desarrollar conductas antisociales o de caer en alcoholismo y drogas, sin que esto quiera decir que ello sucederá indefectiblemente. No todo hijo del divorcio acaba en delincuente, como quería nuestro psiquiatra vienés, pero si es cierto que está más expuesto y, aunque sólo una minoría termine así, en todas las estadísticas sobre problemas de conducta y delincuencia juvenil hay una gran proporción de padres separados.

Podríamos decir, si no fuera un contrasentido, que !a «mejor edad» del niño para que sus padres se separen es la comprendida entre los siete y los once años pues ya no sufre de «carencia afectiva». Tiene un grado suficiente de madurez, su comprensión de lo que sucede es mejor, sobre todo si los padres se lo explican adecuadamente asegurándole su amor a pesar de todo y su capacidad de adaptación es lo suficientemente elástica para integrarse en las nuevas condiciones familiares.

Una situación verdaderamente lamentable se produce cuando un juez superior revoca una sentencia anterior y los hijos, después de haberse adaptado a una situación tienen que cambiar a otra, que suele ser la opuesta. Tal es el caso en el que tuve que intervenir hace ya algunos años, en el que un juez, ante la conducta inadecuada de la madre, entregó la custodia de tres niñas y un niño comprendidos entre los dos y diez años de edad al padre, y otro juez, con unas ideas muy particulares al respecto, pasó la custodia a la madre, cuando la hija mayor era casi una mujer a sus dieciséis años, teniendo ésta que dedicarse a la defensa de sus hermanos frente a los maltratos de la madre, con la consiguiente desesperación del padre que no podía hacer nada para evitarlo.

Prevención y actitud a tomar ¿Qué hacer en todos estos casos de ruptura familiar? En medicina hace muchos años que sabemos que es mejor la prevención que la curación, es decir, que para evitar las consecuencias de las separaciones y divorcios, lo mejor es no separarse ni divorciarse. Esto dicho así parece, y lo es, una perogrullada, pues si la gente se separa es quizá porque no ha encontrado otra solución mejor, o por lo menos así lo parece, y ya hemos hablado del penoso período anterior a la separación y su influencia en los hijos, pero lo cierto es también que, en estos últimos treinta años, se ha producido algo que pudiéramos denominar la «futilización» del divorcio, ya que las parejas se separan, en una gran proporción de casos, por motivos más bien banales que podrían ser superados, si no fácilmente, sí con un poco de sacrificio y una mejor formación ética, moral y religiosa de los esposos que les proporcionarían un mayor sentido de la responsabilidad y una madurez de las que parece que carecen hoy en día mucha gente que se casan un poco alegremente.

Cuando la prevención falla se produce la separación, y si en los hijos aparecen las señales de que algo va mal en ellos hay que tratar adecuadamente sus problemas. Esto no quiere decir que haya que poner en tratamiento a todos los hijos de los separados, pues si las separaciones están hechas con un poco de sensatez explicando a los hijos lo que ha pasado, sin más traumas que la pérdida parcial (en el espacio y en el tiempo) de uno de los progenitores, pero asegurándoles la permanencia de su amor y dedicación, y, sobre todo, sin que se produzcan guerras entre los padres, primero por su posesión y luego para que odien al otro miembro de la pareja desunida, estos hijos no presentarán con tanta frecuencia síntomas patológicos. De todas maneras, casi siempre se producen mecanismos de defensa del Yo infantil, siendo el más común el desarrollo de un «caparazón afectivo» que les hace inmunes al sufrimiento y les evita las heridas y que de momento resuelve sus problemas pero que, a la larga, produce un tipo de personalidad frío, inafectivo y egoísta.

El tratamiento más idóneo de los problemas infantiles de la separación es el de la psicoterapia, bien individual o bien familiar, siendo esta última la preferida e interviniendo todos los miembros de la familia, pero sin perder nunca de vista que lo que nosotros, los paidopsiquiatras, intentamos, es tratar la patología del niño, no arreglar el matrimonio, que es misión de otros terapeutas, aunque algunas veces pueda producirse en el curso de nuestra intervención, si bien mi experiencia me dice que esto sucede raras veces.

La muerte de uno de los padres Otro caso es cuando la familia se rompe, no por una separación, sino por la pérdida de algún progenitor. Y si uno lee los antiguos tratados de psicología y psiquiatría infantiles ve que dedicaban extensos capítulos a la orfandad, bien parcial por la desaparición del padre o de la madre, bien total si faltaban ambos.

Afortunadamente, hoy en día la vida media de hombres y mujeres se ha alargado tan considerablemente que, en general, cuando los padres mueren los hijos son tan mayores que difícilmente podría tildárseles de huérfanos (sólo la carretera sigue produciéndolos con cierta asiduidad). Hay una excepción a lo dicho anteriormente y la constituyen las guerras, que todavía son capaces de llenar orfanatos en los países en que esta desgracia ocurre.

Veamos en primer lugar los efectos de la carencia de la madre: Cuando ésta se produce, y una vez pasado el shock que la muerte de la madre origina en el padre y en los hijos, la familia intenta adaptarse a la nueva situación e indefectiblemente tenderá a recuperar el equilibrio perdido, buscando para ello una sustituta de la madre, bien fuera de la familia con un nuevo matrimonio del padre, surgiendo con ello la figura de la madrastra, bien dentro de ella adoptando la hija mayor el papel de madre.

Cuando es la hija mayor la que ocupa el papel de la madre ausente, los demás hermanos la respetan y obedecen con arreglo a su nuevo «rol» y acaban por tener hacia ella una relación afectiva que es más de madre-hijos que de hermana-hermanos, mientras que con el padre se produce una situación ambivalente, pues tiene que ser una especie de esposa para llevar la casa, cuidar de las necesidades materiales de la familia, compartir con él las inquietudes económicas, conllevar la educación de los hermanos pequeños, etc., mientras que en el plano afectivo no puede haber ningún cambio y las relaciones tienen que seguir siendo las puramente filiales.

Esta situación suele durar hasta la emancipación de todos los hijos, pero no es extraño que la simbiosis creada respecto al padre se mantenga durante toda la vida de éste, con el consiguiente cercenamiento de las posibilidades vitales de la hija. Por ello el padre debe renunciar a tiempo a la comodidad que esta situación supone para él y permitir que la hija viva su propia vida.

Cuando el padre se casa de nuevo, el papel de la madre muerta es incorporado por la madrastra, lo cual suele ser motivo de conflictos en un principio, sobre todo si los hijos son ya un poco mayores, y más aún si se había llegado al equilibrio familiar descrito anteriormente cuando una de las hijas tenía ya en propiedad el papel de madre y tanto ella, como los demás hijos, toleran mal que «otra mujer» venga a suplantarla. De todas maneras, sobre todo si los hijos son pequeños, tarde o temprano se vuelve a rehacer el equilibrio familiar, aceptando cada cual el papel que le corresponde sin que se produzcan traumas mayores, en contra de la leyenda que hace de la madrastra un ser necesariamente negativo.

Cuando realmente pueden aparecer cuadros de carencia de afecto y posteriormente trastornos de la vida emocional y de la personalidad en estos niños sin madre, es cuando no aparece ninguna imagen sustitutiva de esta hermana, madrastra, abuela joven, tía soltera, etc., y se recurre a personal contratado que suele cambiar con relativa frecuencia, pues la imagen de la sirvienta abnegada que se sacrifica durante muchos años, quizá toda la vida, pasó a la historia hace ya mucho tiempo. Peor aún es si se recurre a un internado precoz.

Si es el padre el que fallece, su ausencia suele producir problemas que son más bien de tipo económico que afectivo, sobre todo antes, cuando las madres no trabajaban fuera del hogar pero, aun en el caso de que la madre sea solvente económicamente, se puede reproducir el cuadro antes descrito de la madre separada a la que confían la custodia de los hijos.

Cuando la carencia paterna se hace notar más es cuando los hijos se van haciendo mayores y más aún durante su época de adolescentes, al carecer «éstos» y aun «éstas» de una figura paterna con la que identificarse (su Yo ideal) que les dé seguridad y estabilidad y que les pueda servir de guía en el camino de la vida, amén de que en esta edad es más necesaria que nunca la autoridad que el padre representa.

Es cierto que la madre puede desempeñar el papel de padre, si tiene las cualidades necesarias para ello, pero lo que es mucho más raro, es que uno de los hermanos lo tome. La figura del padrastro está más desdibujada y éste suele ser mejor tolerado por las hijas que por los hijos, sobre todo si estos últimos han llegado ya a la edad de la adolescencia, pues verán en el nuevo padre un intruso y un rival que les disputa el cariño de la madre, produciéndose así verdaderas situaciones edípicas en el sentido freudiano.

Por último he de señalar la posibilidad, tanto en estos casos de padre muerto y nuevo matrimonio de la madre como en el de la formación de un nuevo hogar por parte de la madre separada, de que se produzcan casos de incesto o, por lo menos, de abusos sexuales por parte del nuevo padre con las hijas de los anteriores matrimonios, al debilitarse el tabú de la consanguinidad en personas de muy deficiente formación, no ya religiosa, sino de simple ética o moral, dada la convivencia forzosamente íntima que supone la vida familiar. En casos de muerte de la madre o nuevo matrimonio del padre, la posibilidad de un incesto es afortunadamente, hoy por hoy, mucho menor.

Francisco J. Mendiguchía, “Problemas psicológicos de los hijos”

En 1935, una expedición arqueológica francesa descubrió en Mari, a orillas del Éufrates, los restos de dos habitaciones que posiblemente fueran las aulas de una escuela, una vieja escuela sumeria de más de 4.000 años de antigüedad, en la que unos alumnos, sentados en unos bancos hechos de ladrillos de arcilla, aprendían los saberes de su época y recibían una buena tunda si no estudiaban o se portaban mal, pues no en balde uno de los puestos de profesor recibía el nombre de “Encargado del látigo”. Lo que hacían allí los niños lo sabemos bastante bien, porque en las excavaciones se han descubierto miles de tablillas de arcilla escritas en caracteres cuneiformes que nos lo describen. En una de ellas un padre atribulado escribía amargamente: «Hijo perverso que te tengo bajo mi vigilancia…; he interrogado a mis parientes y amigos, he comparado y no he hallado alguno como tú…; no pierdas el tiempo en el jardín público ni vagabundees por las calles.» En otra –no hay nada nuevo bajo el sol- se describe cómo los padres de un mal alumno invitan al maestro a su casa y le agasajan para incitarle a ser benevolente con su hijo que no sacaba muy buenas notas.

Por aquellos tiempos, y no demasiado lejos de Sumer, un sabio egipcio llamado Ptahhotep, que vivió cuando reinaba la V Dinastía, escribía, no en tablillas ni en caracteres cuneiformes, sino en papiro y con la bella escritura jeroglífica, lo que él denominaba «Enseñanzas», las cuales consistían en consejos para los padres: «Si eres un hombre de calidad educa a tu hijo… Si eres instruido seguirá tu ejemplo… Haz por él toda cosa buena puesto que es tu hijo… No separes tu corazón de él…» Un poco más tarde, en tiempos de la XII Dinastía (1.900 años a. C.), otro sabio, Jeti, en un texto que era uno de los preferidos en las escuelas egipcias recomendaba a los niños, quizá un poco exageradamente: «Amar a los libros más que a la propia madre.» Con el tiempo se fue conociendo un poco mejor lo que era el alma del niño y aunque un historiador nos diga que «al igual que todos los pueblos antiguos, los griegos ignoraban del todo la existencia de la psicología infantil», lo cierto es que Plutarco escribió en aquella época su tratado “Sobre la educación de los niños”. Espigando un poco a través de los siglos, vemos que Raimundo Lulio (siglo XIII) en un libro sobre la infancia pedía que «se produzca en armonía el desarrollo mental y el crecimiento corporal del niño» y que Erasmo de Rotterdam (siglo XVI) escribiera una obra llamada “De pueris”, de la que dice un autor moderno, Debesse, que «un psicólogo moderno puede encontrar ideas más cercanas al sentido común que la psicología genética contemporánea».

A lo largo del tiempo, sobre todo a partir de los siglos XVIII y XIX, el conocimiento del niño y de su psicología fue desarrollándose paulatinamente hasta que, en 1882, apareció el libro que se considera como el primer tratado de psicología infantil, la obra de W. Preyer titulada “El alma infantil”.

A partir de entonces han aparecido cientos, y puede que miles de libros que tratan de explicarnos cómo es la psicología del niño, del adolescente y su evolución hasta alcanzar la juventud y la madurez, amén de los artículos, más o menos científicos, que aparecen todos los días en revistas especializadas y que muestran los trabajos de cientos de autores repartidos por todo el mundo, constituyendo en su conjunto una nueva ciencia, la Paidopsicología, que ya en 1914 con taba con veintiún revistas dedicadas a ella.

La Psiquiatría infantil o Paidopsiquiatría apareció, como tal ciencia, en el último tercio del siglo pasado con la obra de Emminghaus “Trastornos psíquicos de los niños”, aparecida en 1887 y, en la actualidad, constituye una espléndida realidad en la mayoría de los países. El primer tratado español de esta especialidad data de 1908 y lo escribió el Dr. Vidal Perera, apareciendo pocos años después el del Dr. Rodríguez Lafora.

Si cualquier persona se interesa hoy por estos temas de la psicología y psiquiatría infantiles, puede entrar en cualquier librería y escoger una gran cantidad de textos, unos más técnicos y otros más orientados hacia la divulgación, que tratan de hacer comprender a los padres cómo es el niño, cuál es su desarrollo psicológico y los problemas que éste lleva consigo y la manera más científica de educarle, guiarle a lo largo de su infancia y adolescencia, para integrarle de la mejor manera posible en nuestra complicada y aun conflictiva sociedad actual, muy diferente de las vieja, civilizaciones antes comentadas.

Y sin embargo hoy, siglos después, podemos hacernos esta pregunta inquietante: ¿al cabo de tantos miles de años, conocemos y formamos mejor a nuestros hijos que nuestros antepasados sumerios y egipcios? La respuesta tiene que ser forzosamente positiva. ¿Sería posible que hoy sucediera lo que el médico Heroard relataba del rey Luis XIII de Francia del que decía: «Su madre, María de Médicis, le acaricia al fin por primera vez cuando tenía ya cerca de siete meses», así como que, el mismo Luis XIII, habiendo sido ya coronado a los diez años, dijera «Preferiría no tantas reverencias y tantos honores, pero que no me hicieran azotar»? Por supuesto que no en la mayoría de los casos, aunque es precisamente en nuestro siglo cuando se han descrito los cuadros clínicos de las «carencias afectivas» y de los «niños maltratados» para vergüenza nuestra, aunque eso sí, todos los países del mundo han hecho suya la legislación sobre “Los derechos del niño” aprobada por la ONU.

De todas formas hemos de admitir que en la actualidad conocemos mucho mejor el psiquismo del niño, cuáles son sus necesidades y apetencias y cuáles sus formas de reaccionar ante las estimulaciones que le llegan del medio en que se desenvuelve, familiares, escolares y sociales y de ese modo hacer que la infancia y la adolescencia no sean unas etapas conflictivas y dolorosas, aunque también vemos que las diferentes escuelas psicológicas tienen a veces unos puntos de vista tan distintos y en ocasiones tan opuestos (psicoanálisis y conductismo, geneticismo y ambientalismo, Freud y Adler) que resulta difícil conocer dónde está, aunque sea aproximadamente, la verdad.

Con estas líneas no tengo la pretensión de hacer un nuevo tratado, uno más, de psicología y psiquiatría infantil, sino simplemente hacer unas reflexiones sobre lo aprendido por mí mismo en más de cuarenta años de ver y tratar problemas infantiles. Queremos poner a los padres sobre aviso en los errores que pueden caer cuando intentan aplicar, siempre y en todos los casos, lo que han leído en algún libro o escuchado en conferencias y cursillos, generalmente bien intencionados, pero sesgados doctrinariamente en determinados casos. Y, al mismo tiempo, llevar la tranquilidad a sus espíritus cuando temen no saber educar a sus hijos o creen haber hecho algo que puede producir en ellos el famoso «trauma de la infancia», que les llevará a la infelicidad, a la neurosis o a algo peor.