Gonzalo Herranz, “Ética médica y píldora del día después”, Diario Médico, 4.IV.01

El autor se refiere al mecanismo de acción de la llamada píldora del día después y se asombra de la nube de ignorancia que rodea a su efecto antinidatorio, precisamente en el tiempo de la medicina basada en la evidencia. En otro artículo que se publicará mañana en la sección de Normativa el profesor Gonzalo Herranz analizará el consentimiento informado en la prescripción de este producto. La reciente aprobación por la Agencia Española del Medicamento de la comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica de píldora del día después (pdd) es un asunto que plantea problemas ético-médicos y deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.

El mecanismo de acción de la pdd incluye un componente de significado ético fuerte: impide la anidación y, con ello, el desarrollo del embrión hu-mano. Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuántas veces los hace. En consecuencia, recetar el médico o tomar la mujer la pdd son acciones con fuerte carga de responsabilidad, en las que juegan un papel muy relevante factores de dos órdenes: uno que podríamos asignar al área de la ética biológica; el otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico consiste en saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando hace uso de la pdd: sólo sabiéndolo no daremos palos de ciego y será posible actuar con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en analizar, a la luz de los principios de la deontología médica, qué requisitos -de información no sesgada, de respeto por las personas y sus convicciones morales- habrían de exigirse para que un médico pueda prescribir la pdd.

Mecanismo de acción en la penumbra ¿Qué sabemos de la pdd? Aquí, la pregunta no se refiere primariamente a su eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso sabemos suficiente. Se refiere a su mecanismo de acción, del que necesitamos saber y hablar más.

Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto diverso y multifactorial, que depende de la relación temporal que se dé entre el momento de la ingestión del producto y el día del ciclo menstrual o el tiempo transcurrido desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se dice que la pdd puede inhibir la ovulación o, a través de sutiles perturbaciones de la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el transporte de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y del ovocito y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar el endometrio y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del huevo fecundado. Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la fecundación; otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos como interceptivos o abortivos muy precoces.

Qué parte juega cada uno de esos factores, y particularmente ese último y decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el resultado neto final de que nazcan menos niños, nadie se ha propuesto dilucidarlo. La cosa, importante como es, permanece envuelta en una tenaz nube de ignorancia. Sorprende que una cosa así ocurra en el tiempo de la medicina basada en pruebas, tiempo en que, en farmacología clínica, se hila muy fino y no están bien vistas ni la ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de estimaciones indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir que, aun dada a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de los cambios que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios pasen en cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en la eficacia del tratamiento.

Claridades y ambages Una situación así obliga a actuar en la duda, con menos datos de los necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes profesan un respeto profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman que jamás uno de ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido, aunque ese riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz de privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que sea condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema ético valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el nombre de las acciones transmuta su moralidad. Afirma un editorial del New England Journal of Medicine: “…aun cuando la contracepción de emergencia actuara exclusivamente impidiendo la implantación del zigoto, no sería abortiva”. Pero no se nos dice qué es. Quebrar la vida de un ser humano, por minúscula que sea la víctima, es algo que merece ser llamado de alguna manera. Impedir la implantación del embrión humano es un hecho de notable importancia ética que no se puede volatilizar por el fácil expediente de dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no desaparece aunque se recurra a la redefinición de gestación y concepción que hace años pactaron la OMS, la ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de la natalidad. Pero la tal redefinición no es de recibo: a ella se vienen resistiendo año tras año, con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de buena voluntad, las sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos, y los libros de embriología humana.

De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la indeterminación, no faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto y la contracepción dura, se manifiestan con sincera franqueza. Un par de muestras: en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la página del Population Council en internet, se lee: “Lo que hacen las píldoras anticonceptivas de emergencia y las minipíldoras de emergencia es, principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el útero), para así inhibir la implantación de un huevo fecundado”. Y Emile Etienne Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la RU-486 (la píldora abortiva que él había diseñado) los métodos de control de la fertilidad que son abortivos muy precoces, como los dispositivos in-trauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y la contracepción postcoital. “De hecho -afirmó en su discurso al recibir la Medalla Lasker- la interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva, es algo que está a la orden del día […] Por esa razón, hemos propuesto el término contragestión, una contracción de contra-gestación, para incluir en él la mayoría de los métodos de control de la fertilidad”.

Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución histórica de la contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la anovulación a la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la fecundación a después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido cambiando en los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de contracepción, como si nada hubiese ocurrido.

El médico que profesa un profundo respeto a la vida y que no ignora el efecto antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo que no necesita, a la vista de los términos que constan en la reciente autorización del levonorgestrel, recurrir a la objeción de conciencia. Pero, si un día se incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o del Sistema Nacional de Salud, el médico podría presentar objeción de conciencia a su prescripción, al igual que lo hace ante el aborto de embriones y fetos de mayor edad.

Etica médica y píldora del día después (II) El profesor D. Gonzalo Herranz comentaba ayer en DIARIO MEDICO la nube de ignorancia que rodea al efecto anidatorio de la llamada píldora del día después. En este segundo artículo, el autor destaca la importancia de una información completa en la prescripción de este producto y la obligación deontológica del médico de respetar las convicciones de la paciente, a quien no puede imponer su opinión.

Aunque es altamente cuestionable que la píldora del día después (pdd) pueda considerarse como un medicamento convencional, de momento en España ha de prescribirse y dispensarse como si de un medicamento genuino se tratara. El farmacéutico sólo podrá dispensarla cuando la haya recetado un médico.

Conviene, pues, preguntarse qué normas deontológicas son especialmente pertinentes al caso. Son dos los artículos del vigente Código de Etica y Deontología Médica que, a mi parecer, las contienen.

El artículo 25 del Código de Etica y Deontología Médica dice que “el médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad”. El código declara que la información sobre la reproducción humana es un área privilegiada, especial. En nuestro caso, impone al médico, en especial al ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd no de modo rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes le preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser objetiva, inteligible, adecuada.

Información éticamente significativa Con datos parciales, oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones responsables. Es criterio general que el consentimiento del paciente no sería genuino, esto es, ni libre ni informado, si el médico le ocultara información que el paciente tuviera por éticamente significativa. Con respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia mujer. El artículo 25 reconoce la especial e intransferible responsabilidad de cada uno en materia de reproducción humana que, en el pluralismo ético de hoy, admite diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal; para otros, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo, a través del material genético, la imagen de la propia identidad.

El médico ha de reconocer que quienes creen que la vida del ser humano comienza con la fecundación actúan con plena racionalidad cuando rechazan un tratamiento que pueda destruir una vida humana naciente, aun cuando la frecuencia absoluta de tal evento fuera baja. Es cierto que, en el proceso de consentimiento informado, el médico no está obligado a referir riesgos muy raros, pero esa norma decae cuando se tengan indicios razonables de que esa rara posibilidad es tenida por el paciente como importante, muy importante. Esos indicios se obtienen informando y preguntando. No hacerlo equivaldría a viciar el consentimiento, que ya no sería informado. Se sabe que se dan efectos psicológicos negativos, sentimientos de engaño, culpabilidad o tristeza, reacciones de rabia o depresión en mujeres que creen que la vida humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que la pdd pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado y dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un caso así puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y judiciales.

Manifestar opiniones, no imponerlas El artículo 8 del código dice que “en el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”. Respetar a las personas es respetar sus convicciones. Como es lógico, las convicciones que el médico no puede imponer no son sólo las políticas, ideológicas o religiosas. Son también las técnicas y científicas. El médico ha de manifestar sus opiniones y recomendaciones que hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición de poder. Si piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después de haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia humana. No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables aquellas formas de regulación de la reproducción que permiten la fecundación y provocan luego la pérdida del embrión.

En su relación con el paciente singular, el médico no puede aplicar los criterios asignados por las encuestas sociológicas a las mayorías. Los sondeos de opinión pueden decir que la opinión prevalente es que el embarazo indeseado o inesperado tiene su destino más apropiado en el aborto, o que la pdd es la opción que ha de ofrecerse sin más averiguación a quien solicita contracepción urgente. Pero ésa bien puede no ser la opinión de muchos otros. Incluso puede estar en contradicción con otras estadísticas.

Así, por ejemplo, entre las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más vulnerable, las circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares) que intervienen en la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy complejas e impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención individual y libre de prejuicios. En todo caso, el más justificado sería el prejuicio a favor de la vida. En efecto, los datos relativos al millón aproximado de adolescentes que anualmente quedan embarazadas en los Estados Unidos suelen mostar con notable constancia que deciden abortar sólo un tercio de ellas (35 por ciento), mientras que los otros dos tercios (65 por ciento) lo continúan, aunque una séptima parte del total (14 por ciento) termina en un aborto espontáneo.

El médico no puede prejuzgar que la persona que tiene delante participa de las mismas convicciones éticas que él. Y menos todavía puede dar por supuesto que esa persona prefiere ignorar o no dar importancia a las implicaciones morales o religiosas del uso de la pdd. Y, dado que hay pruebas que sostienen que la pdd ejerce un efecto antinidatorio y siendo imposible que el médico sepa de antemano si la mujer que le consulta objetará o no a su empleo, no se puede sostener que sea buena práctica médica privar a la mujer de la información imprescindible para que ella preste su autorización. No dar esa información sería a la vez un engaño y un abuso, que expropiaría a la mujer de su autonomía.

La situación definida como contracepción de urgencia no exime de ese diálogo singular y libre de prejuicios entre el médico y la mujer. No pertenece la prescripción de pdd al pequeño número de situaciones de urgencia extremada en las que puede prescindirse del consentimiento informado. En el caso de la presunta prescripción de la pdd no puede prescindirse de entablar con la mujer una relación inteligente, informativa, éticamente respetuosa, que tenga en cuenta sus creencias y valores. La autorización para comercializar la pdd trae a primer plano esos dos aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el respeto a las convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden los que no han sido tratados aquí para otra ocasión.

Ética médica y píldora del día después (III) D. Gonzalo Herranz, miembro del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra,se pregunta por el silencio de gran parte de la profesión médica ante un tema con fuerte repercusión en la opinión pública y explica la nueva significación del término concepción,a la que se resisten los libros de embriología y los diccionarios. Concluye que la información que se da a las mujeres es paternalista porque las considera incapaces de asumir sus responsabilidades.

Hace poco más de un mes envié a DM un par de Tribunas sobre la píldora del día después (pdd), convencido de que iban a provocar un debate necesario y, así lo deseaba, clarificador. Pero ese debate no se ha producido: han ido pasando los días y nadie del campo profesional ha dicho en las páginas de DM esta boca es mía.

Lo curioso es que se trata de un silencio selectivo, intraprofesional. En la calle, los medios de comunicación, con la colaboración de muchos médicos, no han parado de hablar sobre la pdd con ocasión de los diferentes pasos de su camino hacia las farmacias. Y DM mismo se ha hecho eco de una nota, breve y clara, de la Conferencia Episcopal Española.

¿Qué podrá significar ese silencio dentro de la profesión? Podría, en principio, ser expresión de varias actitudes: del aburrimiento de unos por un asunto mil veces tratado y del que decir algo nuevo parece imposible; del desinterés de otros por un problema moral que juzgan superado; del desdén de muchos ante la naturaleza insoluble de un conflicto ético más; de la fatiga de los que empiezan a cansarse de pugnar por unos valores que ya no son compartidos. Pero la cosa no se puede quedar ahí. Es necesario traerla de nuevo a colación: no es bueno que los médicos respondamos con el silencio o la indiferencia a una cuestión que tanto interesa a la gente y que nos implica de lleno.

Jugando con las palabras Quiero tratar aquí de un punto que está en el fondo del problema y que dejé sólo esbozado en una Tribuna de comienzos de abril: me refiero al cambio léxico que permite a los promotores de la pdd afirmar que ésta no es abortiva. Porque no se trata sólo de un cambio léxico: viene a ser la imposición de una ideología.

Refería, en una de las Tribunas de abril, que se había recurrido a cambiar el significado de algunas palabras para hacer más convincente la idea de que la pdd no es abortiva. Creo que es clarificador conocer la historia y la intención de esos cambios.

La transición a una sociedad dominada por el ethos contraceptivo exigía un cambio de pensamiento y de actitudes sobre lo que haya de entenderse por concepción: sólo cambiando el sentido de la palabra podrían cambiar las costumbres sociales. La cosa resultó bastante sencilla: consistió en disociar concepción de fecundación e identificar concepción con implantación terminada.

Veámoslo con algo de detalle. Concepción, en su acepción original, genuina, de uso general no manipulado, es y ha sido siempre equivalente de fecundación: la concepción es la unión del espermatozoide y el óvulo, es el comienzo del nuevo ser, marca el inicio del embarazo. Eso es lo que en mayoría masiva dicen los diccionarios generales de las diferentes lenguas y lo que repiten en mayoría masiva los diccionarios médicos. Pero en el nuevo orden de cosas las cosas son distintas. En el nuevo lenguaje, concepción ya no es ni fecundación ni comienzo del nuevo ser, sino, como antes, el inicio del embarazo, pero marcado por la culminación de la implantación del blastocisto en el endometrio.

Un significado auténtico El cambio no es un mero ejercicio de precisión académica: supone una revolución ideológica. Pero el significado genuino de las palabras -como en Galicia dicen d’os amoriños primeiros- aguanta impertérrito. Los libros de embriología y los diccionarios se han resistido al cambio. Es un ejercicio a la vez absorbente y divertido examinar lo que unos y otros dicen de concepción y fecundación, de embrión y pre-embrión, de cigoto y mórula, de blastocisto y gástrula, de embarazo y aborto, de contraceptivo y abortifaciente.

La incorporación de la nueva ideología ha sido parcial y errática: se adaptan unos conceptos, pero se dejan sin enmendar otros. Todo parece artificial y fabricado. Baste un botón de muestra: el autoritativo Dorland’s. En la entrada “concepción” sigue la redefinición moderna: “concepción, el comienzo del embarazo, marcado por la implantación del blastocisto en el endometrio”. Pero, curiosamente, los revisores se olvidaron de modificar la entrada “embarazo”, que sigue anclada en la vieja tradición: “embarazo, la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un ovocito y un espermatozoide”. Unas veces el comienzo del embarazo es la implantación; otras veces, la fecundación.

Fascinante.

Las cosas no casan ni pueden casar cuando el lenguaje es torturado y se vuelve loco. Los genetistas que colaboran con los embriólogos clínicos han desarrollado técnicas de diagnóstico génético preconcepcional y preimplantatorio, que le dan la espalda a la nueva nomenclatura. Y se la dan en la práctica profesional también los mismos ginecólogos: en un estudio hecho en 1998, en Estados Unidos, en que se les preguntaba en relación con la información que dan a las mujeres en el proceso de obtener el consentimiento informado, el 73 por ciento respondió que concepción es sinónimo de fecundación y sólo el 24 por ciento indicó que concepción era sinónimo de implantación.

Con la nueva definición de concepción, una cosa queda asegurada: la contracepción no es sólo impedir la concepción, no abarca sólo el conjunto clásico de procedimientos, dispositivos, o sustancias que impiden la reunión del espermatozoide y el oocito y su fertilización. Incluye ahora, y trata de cobijar bajo la calificación ética de contracepción, los procedimientos, dispositivos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión en el tiempo que va de la fecundación al final de la implantación. Lo que hasta ahora era abortivo precoz, conforme al nuevo lenguaje ya no lo es. Sólo merecen el nombre de abortivos o abortifacientes los procedimientos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión ya implantado. Antes de terminada la implantación no se puede hablar de aborto, es incorrecto referirse a una interrupción del embarazo, porque, por la magia de la nueva palabra, el embarazo sólo puede ser interrumpido una vez que ha empezado, y ahora no empieza el día 1, sino un par de semanas más tarde. En el nuevo lenguaje, hablar de abortos de embriones de menos de 14 días es un contrasentido. Eso es lo que nos están diciendo acerca de la pdd algunos representantes de la industria farmacéutica, ciertos agentes sociales y de la Administración, y un sector de médicos.

Ocultar una realidad científica Pero todos sabemos que no estamos ante un juego de palabras, sino ante la cuestión, infinitamente más seria, de nuestras relaciones con los seres humanos más pequeños. Estos, en su inocencia, son destruidos por la pdd.

La manipulación léxica nos dice que no hablemos entonces de abortos, pero no nos dice de qué hemos de hablar. De algún modo habrá que llamar al hecho de privar de la vida a los embriones a los que se impide implantarse en el útero. Los neologismos técnicos de contracepción endometrial, de intercepción postcoital, de efecto antinidatorio sólo describen una parte de la realidad. Ocultan el hecho de que, en muchas ocasiones, según sea el momento del ciclo en que la mujer haya realizado el acto sexual, se impide la supervivencia de un número considerable de embriones humanos.

Eso es lo relevante. Llamarle o no aborto es, en cierta medida, indiferente para la realidad ética subyacente, pero con alguna palabra hay que denominar la acción de eliminar vidas humanas inocentes. Ofuscar a las mujeres diciéndoles que con la pdd nunca pasa nada, en lo biológico y lo ético, es un condenable paternalismo, es tenerlas por incapaces de asumir la responsabilidad de sus acciones, escamotearles la oportunidad de escoger. Deben saber que por efecto de la pdd una vida humana puede ser cercenada, un destino humano cancelado, la promesa de una vida personal anulada. Y esa es una tragedia que no es justo trivializar con juegos de palabras por sugerentes que sean, por inteligentes que parezcan, aunque hayan recibido las bendiciones del ACOG y la FIGO, la OMS o la SEC.

Gonzalo Herranz Departamento de Humanidades Biomédicas Universidad de Navarra

Luis Montengua y Fernando Lecanda, “Células madre: realidades, oportunidades, retos”, N.R., I.02

El reciente anuncio de una empresa americana de haber clonado embriones humanos ha provocado expectación y comentarios. La reacción de los expertos ha sido casi unánime: se trata de un estudio mediocre que presenta datos poco elaborados. Sin embargo, el episodio ha mostrado claramente que hay científicos y empresarios decididos a clonar seres humanos. Hasta hace bien poco había un consenso prácticamente absoluto en contra de la clonación humana. De repente, han comenzado a aparecer llamadas para que se apruebe la denominada «clonación terapéutica», distinguiéndola de «la reproductiva», que sería ética y socialmente condenable. La clonación llamada terapéutica propone producir embriones humanos clónicos de individuos para después diseccionarlos, extrayendo de ellos «células madre» como materia prima para el autotrasplante. Los partidarios de este tipo de clonación invocan de modo reiterado los miles de vidas que, en teoría, se podrían salvar utilizando las células madre embrionarias. La sociedad asiste asombrada a un debate de superespecialistas con argumentos y promesas que difícilmente se puede contrastar. En el presente ensayo, Luis Montuenga y Fernando Lecanda pretenden contribuir a clarificar el estado de la cuestión en relación a esas células madre, tanto las embrionarias como las presentes en los individuos adultos. Estas últimas han sorprendido incluso a los más escépticos por su increíble potencialidad. De hecho, descubrimientos recientes han puesto en entredicho las voces de mal agüero que sugerían que, para conseguir material biológico para las nuevas técnicas de trasplantete por reemplazo celular, no habría más remedio que utilizar embriones humanos.

Desde el momento de la fecundación, el embrión unicelular o zigoto, formado por la fusión del espermatozoide y el óvulo, posee una identidad cromosómica única. Toda la información sobre el desarrollo posterior del zigoto se encuentra codificada en el adn cromosómico en forma de «unidades de información», llamadas genes. Cada gen se podría comparar con uno de los programas o de las canciones registradas en un cd, que sólo se activan cuando reciben las instrucciones y los estímulos necesarios. A partir de la fecundación, los genes que contienen las «instrucciones de funcionamiento y ensamblaje» del organismo se van activando paulatinamente mediante un proceso exquisitamente coordinado. La activación de los genes durante el desarrollo embrionario genera —en el lugar exacto y en el momento oportuno— las estructuras necesarias para dar lugar al organismo adulto. Éste se compone de muchos tipos de células con distinta morfología y función. El camino que media entre una sola célula no especializada —el zigoto— y los 10 billones de células del adulto, requiere la actuación continuada y simultánea de los motores básicos de la biología del desarrollo: la proliferación y la diferenciación celulares.

Tras la fecundación, la primera célula del nuevo organismo comienza a dividirse y pasa a 2, 4, 8… células idénticas que se disponen formando una masa esférica semejante a una mora (mórula). En esos primeros instantes, las células del embrión son totipotentes; es decir, si por algún motivo accidental o experimental se separan, cada una de ellas puede dar lugar a un individuo idéntico. La proliferación celular es un proceso complejísimo cuyo descontrol lleva, entre otras cosas, a la aparición del cáncer. En los últimos años los científicos hemos dedicado un enorme esfuerzo para entender mejor los mecanismos moleculares que intervienen en el control de la proliferación celular. De hecho, tres especialistas, Leland Hartwell, Tim Hunt y Paul Nurse, acaban de recibir el Premio Nobel de Medicina de 2001 por su contribución al conocimiento de la división celular.

Desde los estadios más precoces comienza también el proceso no menos complejo de la diferenciación celular. Por la diferenciación, a partir de una masa informe, las células del embrión se organizan en tejidos y órganos. La diferenciación consiste en una serie de cambios, que llevan a la célula a adquirir características morfológicas y funcionales especializadas. Por ejemplo, una célula nerviosa diferenciada posee unas prolongaciones capaces de propagar y transmitir señales; otras células se fusionan dando lugar a fibras alargadas especializadas en generar movimiento: son las células musculares; otras forman la sangre y adquieren las herramientas biológicas para el transporte de oxígeno o la defensa frente a infecciones. Se sabe que en el organismo adulto hay más de 200 tipos celulares especializados distintos. Es importante comprender que todos ellos provienen en último término de la primera célula, el zigoto, por medio de esos procesos de diferenciación y proliferación. El embrión unicelular o zigoto tiene pues capacidad o potencia omniabarcante, es decir, puede dar lugar a cualquiera de los 200 tipos celulares del organismo. En condiciones normales, a medida que las células del embrión se dividen, se va restringiendo la capacidad de especializarse. Es decir, cuanto más avanzado se encuentra el organismo en su desarrollo embrionario, menos «versatilidad» o «plasticidad» poseen sus células, que ya están determinadas en una dirección más o menos específica. Sin embargo, desde hace tiempo se conoce que existen unas células que suponen una excepción a esta regla. Algunas células de los tejidos del individuo adulto son todavía capaces de diferenciarse en varios tipos celulares distintos. Son las llamadas células madre (stem cells). Una célula madre es, en efecto, una célula capaz de dividirse y dar lugar a diversos tipos de células; algunas de las células «hijas» se especializan mediante diferenciación, y otras mantendrán su capacidad replicativa, y serán por tanto nuevas células madre. La existencia de este tipo de células permite mantener la capacidad regenerativa de los tejidos.

Ya se conocía desde hace tiempo que algunos tejidos, como la sangre o el hígado, son capaces de regenerarse rápidamente en situaciones en las que se han producido daños extensos. La capacidad de regeneración depende de la existencia en los órganos y tejidos de los adultos de este tipo de células madre con capacidad de proliferación y diferenciación. Las células madre se encuentran en la mayoría de los órganos del adulto, y poseen la capacidad de autorrenovarse, es decir, de proliferar y de dar lugar a células diferenciadas o maduras, así como a otras células madre que perpetúan la capacidad de regeneración de un determinado tejido. En los últimos años, se han llevado a cabo progresos muy notables en el área de las células madre hematopoyéticas, que son uno de los dos tipos de células madre que se pueden encontrar en la médula ósea.

Estas células se han aislado y expandido en cultivo y se utilizan en la práctica clínica para el tratamiento de enfermedades hematológicas mediante los trasplantes de médula ósea. La Medicina actual utiliza las células madre de la médula ósea con diversos objetivos terapéuticos, no sólo en el ámbito de la Hematología, sino también para el tratamiento de tumores no hematológicos. La Terapia Celular es un campo bien consolidado en la práctica clínica hematooncológica. Gracias a los nuevos hallazgos en relación a las células madre adultas, es previsible que la terapia celular se desarrolle enormemente, abriendo su campo de actuación al tratamiento de muchas otras enfermedades.

Hasta hace poco, se pensaba que, a partir de las células madre de la médula ósea, sólo se regeneraban células sanguíneas; luego se vio que en la médula ósea había otro tipo de células madre, las del mesénquima, capaces de generar otros tipos celulares relacionados. En los últimos meses, los científicos hemos asistido asombrados a la publicación de numerosos trabajos que demuestran que estas células tienen una potencialidad admirablemente mayor que la pura fabricación de sangre. Esta propiedad se conoce con el nombre de versatilidad o plasticidad celular y consiste en la capacidad de una célula madre de un tejido para convertirse en una célula especializada de un tejido distinto, no relacionado estructural o funcionalmente con el tejido de origen.

Un ejemplo de esta versatilidad es el de las células madre del tejido nervioso, de las que se creía que sólo podían generar células diferenciadas de tipo nervioso. Sin embargo, muchos experimentos recientes han demostrado que no es así. Las células madre del sistema nervioso central en adultos no sólo son capaces de producir neuronas u otras células acompañantes llamadas «gliales», sino que también pueden diferenciarse por ejemplo hacia células sanguíneas. Asimismo, las células madre aisladas de la médula ósea pueden no sólo dar lugar a células de la sangre, sino también diferenciarse en células óseas y del cartílago, grasa, células neuronales, musculares e incluso del hígado, del intestino o del pulmón. Los experimentos que acabamos de citar son los primeros de una amplia serie de excelentes trabajos de investigación publicados en los últimos meses, que han demostrado que las células madre de los tejidos de individuos adultos poseen una plasticidad que va mucho más allá de lo que inicialmente se creía.

Por otro lado, desde hace unos años se conoce cómo aislar las células madre de la sangre del cordón umbilical del recién nacido. Estas células son equivalentes a las células madre de la médula ósea del adulto y tienen la ventaja de que en la sangre del neonato están en una proporción mucho mayor que en la del adulto, y son más fáciles de obtener, expandir y almacenar. Las células madre de la sangre de cordón umbilical se utilizan ya en diversos protocolos hematooncológicos clínicos, sobre todo pediátricos. En diversos países occidentales se han comenzado a promover bancos de sangre de cordón umbilical como material para trasplante heterólogo para diversas enfermedades.

Es muy probable que estas células se constituyan en una fuente excelente para la obtención de células madre que sean capaces de reponer gran cantidad de tejidos. Además de las células del cordón umbilical o de la placenta, relativamente fáciles de obtener, se busca actualmente la producción masiva en el laboratorio de células útiles para el autotrasplante a partir de las células madre de la médula ósea del propio paciente. Esta estrategia tiene la gran ventaja de que las células diferenciadas que recibirá el paciente serán derivadas de sus propias células, lo que evita uno de los grandes problemas de la terapia celular —y de cualquier trasplante— que es el rechazo de las células procedentes de un organismo extraño. Este es también uno de los argumentos técnicos —independientemente de los problemas éticos— que hace que la terapia celular basada en células madre del adulto sea preferible a la que se basa en células madre derivadas de embrión.

Todos estos hallazgos recientes sugieren claramente que el uso de células madre procedentes de adultos es una alternativa perfectamente viable al uso de células madre pluripotenciales embrionarias. De hecho, en varios laboratorios del mundo se están generando resultados prometedores que hacen pensar que, en un futuro próximo, las células madre obtenidas de un paciente adulto podrán ser expandidas en el laboratorio para ser utilizadas para la regeneración de tejidos dañados del propio paciente. Si se consigue poner a punto esta tecnología, podríamos disponer de una herramienta eficaz para el tratamiento de una serie de enfermedades y disfunciones congénitas y degenerativas. Sin embargo, antes de que se puedan utilizar en la clínica, es necesario que los investigadores resuelvan una serie de retos tecnológicos todavía pendientes que se podrían resumir en los siguientes puntos: · Estimular la capacidad de proliferación in vitro de las células madre para producir en cultivo el número suficiente de células para abordar el trasplante con garantías, sin merma de su potencial de diferenciación.

· Definir minuciosamente las características moleculares de las células madre para ser capaces de estandarizar los protocolos de aislamiento y purificación.

· Finalmente, hay que demostrar que en cada una de las enfermedades que se quiera tratar a partir de estas células, se consigue una mejora funcional estable (tras el trasplante al tejido).

Estos puntos están en buena parte resueltos para el caso de las células madre de médula ósea utilizadas para enfermedades hematooncológicas, pero siguen siendo interrogantes para otro tipo de células madre en adultos y para la aplicación de cualquiera de estas células madre en enfermedades diversas a las tratadas hoy mediante terapia celular. Los investigadores que sean capaces de resolver estos retos científicos no pasarán inadvertidos en la historia de la ciencia.

Las células madre embrionarias derivan de un grupo de células del embrión de pocos días. En esta fase, el embrión de mamífero recibe el nombre de blastocisto. En teoría, tras su extracción del blastocisto, estas células madre son capaces de proliferar durante largo tiempo sin por eso perder su capacidad de diferenciación. Estas células forman parte del embrión pero no son capaces de dar lugar aisladamente a un organismo adulto. Su aislamiento implica necesariamente la destrucción del embrión. Como las células madre de adultos, las embrionarias, además de poseer la capacidad de replicarse en cultivo, son susceptibles de diferenciarse bajo la acción de diversos estímulos químicos y de dar lugar a una serie de tipos celulares distintos.

En 1998 se publicaron los primeros resultados del aislamiento de estas células provenientes de embriones humanos. En las semanas sucesivas a la publicación de estos artículos científicos se produjo un impresionante despliegue de noticias en los medios de comunicación y de declaraciones públicas. Las células madre derivadas de embriones humanos (abreviadas como ES, del inglés embryonic stem) se presentaron como un recurso que podría potencialmente llevar a tratamientos de reemplazo de tejidos en muchas enfermedades: Parkinson, diabetes, infarto de miocardio, etc. Quizás movidos por el deslumbramiento que la ciencia genera en nuestra sociedad, especialmente cuando se mezcla con la compasión que inspira el sufrimiento de tantos enfermos, algunos medios de comunicación presentaron esta noticia con tintes de sensacionalismo simplista. Las informaciones escritas en algunos medios y, sobre todo, las ilustraciones que se llegaron a publicar —y todavía se publican—, llevaban a concluir erróneamente que los científicos estábamos a punto de dominar la síntesis de órganos artificiales en el laboratorio.

Desde un punto de vista exclusivamente técnico —y, sin pensar ahora en queé para obtener células madre embrionarias hay que destruir al embrión humano—, las células madre de origen embrionario son particularmente atractivas para un científico interesado en este campo. Y esto por varios motivos: su gran plasticidad, son fáciles de conseguir y cultivar; y son muy sensibles a la acción de los agentes diferenciadores. Además, estas células embrionarias, aparentemente, no pierden su capacidad de proliferación con el tiempo y, por tanto (en teoría) se podrían mantener indefinidamente en cultivo.

Las células madre embrionarias tienen la capacidad de diferenciarse hacía varios tipos celulares. Los primeros trabajos con estas células embrionarias demostraron que tal diferenciación ocurre de modo espontáneo y sin ninguna regulación: estas células madre forman en cultivo masas heterogéneas de células que se diferencian sin orden ni concierto. Su vitalidad, junto a su gran capacidad proliferativa, es en principio una ventaja para la terapia celular; sin embargo, esa potencialidad supone también una espada de Damocles: las celulas madre procedentes de embriones son muy difíciles de controlar. De hecho, muchos de los experimentos en los que se trasplantan estas células a animales de experimentación, terminan con la aparición frecuente de unos amasijos tumorales de células heterogéneas, denominados teratomas, compuestos de masas informes de células entre las que se intercalan caóticamente fragmentos de tejidos parcial o completamente diferenciados. A pesar de ello, los especialistas están consiguiendo orientar, con mayor o menor eficacia, parcial o totalmente la diferenciación de estas células en cultivo, sobre todo hacia la línea nerviosa, muscular y hematopoyética (formación de sangre). Además, en el caso de las células madre de ratones, hay algunos éxitos parciales en la reimplantación en modelos animales de células diferenciadas hacia cardiomiocitos, neuronas o células sanguíneas. Por ejemplo, se ha trasplantado a un ratón deficiente en mielina células madre de ratón diferenciadas en cultivo hacia células productoras de mielina. En ese ratón, las células trasplantadas producían mielina de características aparentemente normales. Aunque los experimentos en animales sean prometedores, como ocurre con las células de los adultos, los retos que deben ser solventados por los investigadores para poder usar las células madre embrionarias humanas en estrategias clínicas de terapia celular no son en absoluto triviales. Es preciso, por ejemplo: · Controlar de modo estricto la diferenciación hacía un único tipo celular bien definido, sin contaminación de ningún otro. · Evitar imperativamente la aparición de teratomas tras su inyección en el órgano receptor. · Evitar el problema del rechazo tras su implantación.

· Demostrar la funcionalidad o beneficio terapéutico tanto en animales como en humanos.

· Ser capaces de controlar los niveles de diferenciación y proliferación para evitar problemas derivados de la «superpotencia» diferenciadora y proliferativa propias de las células madre embrionarias.

La publicación de muchos resultados de los descritos anteriormente ha suscitado y sigue encendiendo pasiones en los Estados Unidos que reverberan en otros países occidentales. Varios son los intereses que están en juego. Por un lado, algunos miembros de la comunidad científica, se consideran a veces ultrajados cuando desde instancias externas se recorta su capacidad de acción. Cuando se habla de limitar por motivos éticos o legales el trabajo del científico, algunos lo consideran una intromisión intolerable y un recorte de su libertad. Algunos investigadores tienden a recibir las preguntas de la sociedad sobre las implicaciones éticas o legales, como cargas impuestas desde fuera que no tienen más remedio que aceptar. En la medida en que formamos parte (y dependemos financieramente) del colectivo social, los científicos debemos plantearnos a fondo las preguntas que la comunidad nos formula sobre la investigación que llevamos a cabo. Asimismo, debemos aceptar los limites y las prioridades que entre todos los ciudadanos nos marcamos a través de la actividad política y legislativa. Si queremos asegurar que la ciencia sirve realmente a la sociedad, los científicos tenemos que convencernos a fondo de la importancia capital de la ética en la investigación, y de que es prioritario condicionar los propios objetivos intelectuales y científicos a valores humanos, éticos y sociales. Esos valores están muy por encima de los descubrimientos, e incluso de sus potenciales aplicaciones benéficas. Los investigadores necesitamos cimentar nuestro trabajo sólidamente en los pilares de la Ética, para reconocer sin miedo que ningún nuevo conocimiento, ni ningún avance terapéutico, justifica la renuncia al respeto de la igualdad y la dignidad humana a todos los niveles.

Los embriones humanos congelados, sobrantes de las técnicas de fecundación in vitro (fivet), son percibidos por algunos científicos como una «materia prima» muy apetecible para investigar sobre las células madre. Son centenares de miles los embriones humanos que yacen abandonados en los tanques de congelación de los centros de reproducción asistida olvidados de sus progenitores. En España, casi cuarenta mil. Se pretende, pues, dar salida a esos embriones de «desecho» para producir el máximo rendimiento científico, terapéutico o industrial. En el fondo se propone obtener un rendimiento práctico en el campo de la investigación sobre las células madre, aprovechando la difícil circunstancia de la existencia de esos cientos de miles de embriones congelados. El dilema del incierto destino de los embriones congelados ya se había anunciado en los debates iniciales sobre las nuevas técnicas de reproducción asistida a finales de los setenta. Ahora, en España, ha llegado la hora de tomar decisiones sobre el tema, y nuestros políticos parecen encontrarse ante un callejón sin salida. El canto de sirena de algunos científicos, que pretenden darle una salida fácil al problema, proponiendo que esos embriones humanos sean utilizados como materia prima para experimentos diversos, es realmente una tentación fácil. No será sencillo tomar una actitud coherente con el respeto a la vida humana en todas sus fases, incluida la embrionaria. Pero no es imposible. El presidente Bush, en Estados Unidos, ha tomado recientemente una decisión que, si bien es discutible y no contenta a todos, refleja la convicción de que la vida de cada embrión humano es un valor que debe ser protegido. Ante la algarabía organizada en la opinión pública, con protestas contra lo que se considera un recorte del mito del eterno progreso, el presidente norteamericano ha salido al paso publicando una decisión que no ha contentado ni a la comunidad científica —los científicos que quieren usar los embriones humanos—, ni a los detractores de este tipo de experimentación. Su decisión consistió en autorizar financiación pública únicamente para la utilización de las 23 líneas celulares derivadas de embriones humanos que ya estaban disponibles en ese momento en varios laboratorios del mundo, pero no para producir nuevas líneas. De esta forma se evitan nuevas destrucciones de embriones para la investigación. Algunos opinan que esta decisión salomónica no es más que un intermezzo para comprobar si las expectativas anunciadas a bombo y platillo se transforman o no en realidades de beneficios terapéuticos concretos, antes de dar el paso a una total liberalización. Los investigadores norteamericanos que publicaron a finales de 1998 los primeros trabajos sobre el aislamiento de células embrionarias humanas sabían que no podrían contar con financiación pública para sus trabajos. La sociedad norteamericana, a través de sus representantes, había mostrado claramente su rechazo a la investigación destructiva con embriones humanos, y había prohibido financiar con dinero público cualquier investigación en ese sentido. Por este motivo estos científicos se dirigieron a la empresa privada para buscar fondos, con el compromiso de ceder cualquier patente derivada de su investigación. De este modo, una empresa de biotecnología, Geron Corporation, interesada en la explotación de nuevas tecnologías biológicas, se ha hecho con varias patentes que, si llegan a explotarse comercialmente, pueden convertirla en líder del negocio de producción de células embrionarias humanas para el reemplazo tisular. Geron posee, entre otras, una patente para la utilización de las células madre embrionarias humanas; y otra —que compró hace poco al Roslin Institute escocés, donde se creó a la oveja Dolly— que permitirá clonar células somáticas para crear embriones clónicos a partir de cada paciente. La secuencia de trabajo que persigue Geron es precisamente la que se conoce como «clonación terapéutica»: a) extraer células somáticas de un paciente (por ejemplo, de su piel); b) crear a partir de ellas un embrión clónico; c) extraer y cultivar las células madre embrionarias de ese embrión y d) diferenciarlas y trasplantarlas al paciente para la regeneración de alguno de sus tejidos.

Todo un programa tecnológico con unas inversiones hasta ahora de 26.000 millones de pesetas, y unas pérdidas anuales de alrededor de 5.000 millones. Los inversores de Geron esperan recuperar esas cantidades a largo plazo. Para ello necesitan que la sociedad americana no ponga trabas jurídicas, legales o éticas a su trabajo. Pero además, tiene otros problemas. Geron está embarcado en una dura batalla legal con la universidad de Wisconsin, donde trabajaba el investigador que puso a punto la técnica, para defender sus derechos de patente. Además, Advanced Cell Technologies, la empresa de la competencia, dirigida pilotada por un antiguo directivo de Geron, ha anunciado hace unos días la clonación del primer embrión humano. Por si fuera poco, si no llega a ser por el parón legislativo a raíz del 11 de septiembre, la clonación podría estar ya prohibida en los ee uu. Para sobrevivir, Geron —y otras empresas— necesitan flexibilizar esta situación, y presionar ante instituciones nacionales e internacionales para romper las trabas legales que podrían frustrar sus objetivos. Se trata de conseguir vía libre para una tecnología que puede reportar muchos beneficios económicos, en la medida en que tenga alguno terapéutico. No es extraño que los lobbies de las compañías farmacéuticas hayan alzado sus voces en favor de la utilización de embriones humanos para esta experimentación. En el Reino Unido fueron precisamente las compañías farmacéuticas y el Ministerio de Industria los motores que propiciaron el cambio de la legislación aprobado en agosto del año pasado admitiendo la clonación terapéutica. La reiteración de un sencillo y convincente argumento consiguió por ejemplo modificar la posición del propio Gobierno, que meses atrás se había manifestado claramente en contra de la clonación terapéutica. El mensaje decía básicamente que el Reino Unido fue pionero en la fivet y en la clonación de Dolly , y no puede permitirse el lujo de perder el liderazgo en la clonación terapéutica. Muchos otros países de la ue han criticado abiertamente esta actitud utilitarista. Entre otras cosas, muchos se preguntan quiénes serán los verdaderos beneficiados de estas tecnologías de «terapia solipsista», y quiénes podrán afrontar los enormes gastos que suponga un protocolo tan sofisticado.

Para concluir, pensamos que vale la pena aventurarse a hacer algunas sugerencias de actuación desde el punto de vista ético, legal y político. En nuestra opinión, la complejidad del asunto requiere que los científicos aportemos también nuestras ideas a estos aspectos del debate, combinando nuestra específica perspectiva profesional con los argumentos propios de la reflexión política y el sentido común. Es cierto que las consideraciones que formulamos a continuación pertenecen al ámbito sociopolítico, que no es nuestra especialidad. Sin embargo, precisamente por nuestra condición de científicos, podemos aportar algunas ideas también a este aspecto de la discusión, con una perspectiva quizás diversa a la de los no especialistas.

Todos los estamentos implicados coinciden en que las cuestiones éticas que subyacen a estas nuevas tecnologías son trascendentales. Estamos a punto de decidir que el embrión humano puede ser utilizado como materia prima para la investigación, llevando casi al extremo el proceso de cosificación del embrión iniciado que se inició en los albores de las técnicas de reproducción humana asistida. Comienzan también a oírse voces que quieren abrir las puertas a la clonación humana. Para tomar estas decisiones hay que tener en cuenta todos los aspectos humanos, sociales, económicos y científicos implicados. Aunque hay excepciones, en general, el punto de vista de la Europa continental es más respetuoso con el hombre que el utilitarismo anglosajón, pues está más basado en la convicción de la existencia de valores irrenunciables en torno a la dignidad personal. La triste experiencia de la historia reciente europea en relación a la ética de la investigación biomédica es un argumento omnipresente en el fondo de las discusiones, y nos ayuda a caer en la cuenta de que la ambigüedad en estas cuestiones tiene consecuencias nefastas. Si verdaderamente se considera a la Historia como experimentada maestra y consejera de nuestro comportamiento futuro, el análisis ético y las medidas políticas o legales que se propongan ahora deberán basarse en un exquisito respeto al protagonista más débil e indefenso: el embrión humano, a quien hay que procurar proteger con todos los medios. Se ha subrayado también la importancia de tomar conciencia de que las decisiones éticas, políticas y legislativas que hoy adoptemos en torno a esta cuestión son de enorme relevancia para el futuro de nuestra sociedad. Hay que alejar a cualquier precio las tentaciones de tipo eugenésico basadas en las posibilidades de estas técnicas. Mediante la clonación humana, o la selección de embriones con herramientas moleculares, se podrá sin duda diseñar la descendencia desde el punto de vista de la constitución somática. De hecho, en las últimas semanas se ha empezado a plantear la conveniencia de autorizar la elección del sexo de las criaturas obtenidas por fecundación in vitro (fivet). Pero esto parece ser sólo el principio. A partir de los datos del proyecto Genoma se pueden fabricar sondas moleculares para el análisis genético que proporcionen un retrato muy ajustado de las condiciones somáticas de cualquier embrión. Con el tiempo, también se podrá predecir cuáles son las enfermedades a las que tendrá mayor propensión. Estos datos se pueden utilizar para beneficio de ese nuevo individuo, pero también como fundamento para la «eugenesia molecular», la nueva eugenesia del tercer milenio, que podrá desechar los embriones en función de su identidad genética, o utilizar la clonación para copiar la descendencia según un modelo previo. Si no tomamos decisiones claras, podemos volver a los tiempos de la «ficha eugenésica» que se vivieron en las primeras décadas del siglo pasado en muchos países occidentales, precisamente aquellos en los que la investigación científica, y en concreto la Genética, estaba más desarrollada. En la medida en que progresivamente se reduce el embrión humano a simple materia prima para el trabajo científico, se abre un poco más el camino por el que puede introducirse la nueva selección genética molecular, de consecuencias incalculables. El sentido de responsabilidad debe llevar a legisladores y autoridades políticas a poner los medios para evitar a toda costa que resurjan planteamientos parecidos a los de la mentalidad eugenésica de principios del siglo xx. Uno de esos medios es explicar claramente a la sociedad en qué consiste la clonación y cuáles son sus peligros, de modo que se genere la convicción de que es necesario controlar esta investigación. Para tomar las decisiones acertadas, hay que estudiar la cuestión con objetividad y rigor crítico. Es preciso evitar a toda costa que las decisiones estén condicionadas por los hechos consumados, por la competencia entre grupos de investigación, o por presiones mediáticas o financieras. Ante todo, hay que pensar con sentido de responsabilidad en las generaciones futuras. En un momento tan delicado como el actual, donde las razas y las religiones han de intensificar sus esfuerzos por convivir en paz, sería un contrasentido introducir nuevos elementos de división entre los hombres, con nuevos criterios como la calidad sanitaria o la pureza genética.

Sin duda, para evitar la tendencia a la cosificación del embrión humano, además de la tarea de clarificación científica y ética, es preciso desarrollar medidas legales y políticas. Es imperativo, por ejemplo, poner los medios para evitar la creación de nuevos embriones humanos destinados a la experimentación. Asimismo, es necesario poner coto a la venta o transferencia comercial de embriones sobrantes de fivet para protocolos experimentales. En ausencia de una legislación plenamente acorde con las exigencias éticas de la dignidad humana, vemos necesario que se tomen las medidas adecuadas para que, al menos, se conozca bien el destino de todos los embriones que se producen para fivet. Si las autoridades sanitarias quieren evitar que se produzcan más embriones que los necesarios para finalidades reproductivas, debería funcionar correctamente algún tipo de registro nacional de embriones congelados. Asimismo, se debería exigir a las unidades de fivet que informen a sus pacientes del número máximo de embriones que van a intentar conseguir y obtengan su consentimiento informado por escrito respecto a ese número.

Desde un punto de vista científico los resultados obtenidos y los retos planteados para células madre del adulto y células madre embrionarias son equiparables. Sin embargo, teniendo en cuenta todos los aspectos (científicos, éticos, legales), el uso de células madre procedentes de adultos es una alternativa de valor muy superior al uso de células madre embrionarias, puesto que permite evitar la manipulación destructiva de embriones. Solamente las células madre del adulto han mostrado su eficacia terapéutica y se utilizan ya de rutina en los trasplantes de médula ósea, mientras que los beneficios de las células madre embrionarias son hasta el momento meramente especulativos en lo que se refiere a las aplicaciones clínicas. Por tanto, es prioritario que los poderes públicos promuevan decididamente proyectos de investigación básica en relación a mecanismos de diferenciación y regeneración, y a las posibilidades de las células madre en tejidos adultos y del cordón umbilical. Aunque quizá sea necesario un cierto plazo para demostrar su eficacia, la promoción de la investigación en torno a estas células ayudará a resolver los retos propios de la terapia celular por reemplazo sin necesidad de embarcarnos en proyectos científicos y estrategias tecnológicas que comprometan al ser humano embrionario.

Luis Montuenga y Fernando Lecanda Nueva Revista, Nº79. Enero-Febrero 2002.

Antonio Pardo, “Mentiras sobre la clonación terapéutica”, Viatusalud, 14.X.02

En febrero de 1997, el Dr. Wilmut, del Instituto Roslin de Escocia dio a conocer el éxito de la primera clonación realizada a partir de células de animal adulto. Desde entonces, el rechazo de la aplicación de dicha técnica al hombre se ha ido debilitando. Hoy es frecuente encontrar la opinión de que sería éticamente aceptable su práctica con fines terapéuticos, excluyendo tajantemente la posibilidad de emplearla con fines reproductivos.

La utilidad terapéutica que se pretende para dicha técnica busca tratar enfermedades causadas por degeneración de los tejidos o por su funcionalidad deficiente; la frecuencia de estas enfermedades está creciendo de modo paralelo al aumento de la edad media de la población de los países occidentales. Aunque, en algunos casos, pueda existir un tratamiento que alivie en parte la enfermedad (diabetes, Parkinson), la solución definitiva parece pasar por la sustitución de las células enfermas (muertas o desfallecientes) por otras que actúen adecuadamente, en suma, por el trasplante de cultivos de células que se integren en el enfermo y reemplacen la función deficiente de las células originales enfermas.

La técnica de clonación se pretende necesaria para conseguir la compatibilidad de las células trasplantadas con el receptor, de modo que las defensas de este último no destruyan las células que le curarían. Para conseguir un trasplante de células compatibles con el enfermo se tendrían que dar los pasos siguientes: 1. Tomar una célula del paciente y efectuar la clonación, de modo que se obtuviera un embrión humano (un nuevo ser humano en estado embrionario) genéticamente idéntico al enfermo.

2. Cultivar en el laboratorio este embrión durante 5 ó 6 días, al cabo de los cuales se separan las células de su disco embrionario (con la muerte de dicho embrión). Esas células son las denominadas “células madre” o stem cells.

3. Esas células separadas se deben tratar para evitar su envejecimiento cuando tengan que multiplicarse para poder trasplantarse.

4. Transformar esas células en células del tipo que necesita el enfermo (células nerviosas, musculares, etc.).

5. Realizar el trasplante, sin que haya rechazo y de modo que las células trasplantadas se integren funcionalmente en el enfermo.

De todos estos pasos, solamente se sabe hacer, hasta el momento, el número 2, que se ha ensayado sobre embriones sobrantes (si la vida humana se puede calificar de “sobrante”) de procedimientos de fecundación in vitro. Sabemos destruir los embriones y separar su disco embrionario, y poner esas células en cultivo. Nada más. El reciente anuncio, hecho por la empresa Advanced Cell Technology, de haber realizado la clonación humana no es tal: sólo han activado unos óvulos no fecundados, y han conseguido que se reprodujeran algunas veces antes de morir. La clonación humana no se ha realizado todavía.

Estas esperanzas de curación de las enfermedades degenerativas de la humanidad son falsas. Si repasamos cómo se ha de realizar la técnica, la clonación beneficiaría sólo a un enfermo, aquel de quien se tomen las células de partida. Sería una técnica complejísima, extraordinariamente cara, que sólo beneficiaría a unos cuantos millonarios que podrían permitirse pagarla. Y también beneficiaría a algunos aprovechados, como Advanced Cell Technology, que, so capa de hacer un bien a la humanidad, en el fondo buscan inversores para que su empresa pueda medrar en un medio con mucha competencia como es el estadounidense. Las actuales noticias esperanzadoras son una cortina de humo de los medios que oculta esta cruda realidad.

La cuestión se pone todavía más de manifiesto cuando se observa que la pretensión de curar a media humanidad mediante la clonación no tiene ninguna repercusión práctica, ni siquiera de tipo experimental. Toda la bibliografía sobre células madre obtenidas de embriones humanos se reduce a media docena de artículos publicados desde 1998. Ninguno de ellos tiene aplicabilidad práctica a ningún enfermo (ya hemos mencionado anteriormente el estado de las investigaciones sobre todos los pasos técnicos necesarios). Simultáneamente, se están realizando investigaciones en células madre obtenidas del organismo adulto (en el que existen, y al parecer mucho más abundantes de lo que se pensaba hace unos años), con las que ya se han realizado experimentaciones clínicas, y de las que ya ha habido algunas curaciones como resultado.

¿Por qué entonces el empeño en destruir embriones humanos, para colmo generados de un modo antinatural? Nuevamente, la explicación de esta conducta por la economía: se prevé que, si sucede lo mismo que en los años 80 con la manipulación genética, aunque ahora estas técnicas estén en sus albores, rendirán pingües beneficios económicos dentro de una o dos décadas. Pero, para iniciar tan prometedor negocio, se hace necesario derribar las barreras éticas que impiden desarrollarlo; se trata, por tanto, de cantar las alabanzas de todas las posibles curaciones y de los resultados preliminares, y de argumentar que de todos modos se trata tan sólo de destruir unos pocos embriones (falso, serán muchos miles los que morirán) para beneficio de toda la humanidad (falso, sólo de algunos ricos).

Aunque el turbio asunto de los intereses económicos y la poca solidez científica de la clonación “terapéutica” bastarían para dejarla aparcada, su problema principal no reside ahí, sino en que estamos jugando con vidas humanas (embrionarias, pero humanas al fin) que serán creadas para su destrucción en aras de la ciencia (es decir, del poder económico de los poderosos), y nunca será éticamente correcto, ni por supuesto cristiano, emplear una vida humana como un mero medio para el fin que sea.

Antonio Pardo. Departamento Humanidades Biomédicas. Universidad de Navarra Tomado de http://www.viatusalud.com/

Andrés Ollero, “El supermercado genético”, PUP, 6.IX.2002

No es fácil alcanzar el merecido respeto intelectual del que goza Jürgen Habermas, incluso entre quienes sin suscribir ninguno de sus postulados básicos admiramos la pulcritud con que los despliega y el implacable rigor con que asume sus consecuencias. Una trayectoria de varios decenios le ha llevado desde las juveniles perspectivas críticas de la Escuela de Francfort a proyectar la ética del discurso sobre problemas polémicos del actual debate bioético, sin temor a ser tachado de conservador.

Publica ahora con un polémico «postscriptum», fruto de su debate con los americanos Dworkin y Nagel, sus reflexiones sobre el diagnóstico pre-implantatorio. Dicha técnica, que evoca experimentos eugenésicos de triste recuerdo, es elemento inseparable no sólo de la clonación reproductiva sino también de la llamada «terapéutica», que un poco disimulado “lobby” intenta ahora instalar en el mercado demonizando a la anterior.

Para empezar, se esfuerza por aislar este problema de la polémica sobre el aborto, intentando soslayar un duro argumento de sus interlocutores: a qué viene tanto sobresalto por la suerte que puedan correr embriones de cuatro días, en experimentos destinados a eliminar malformaciones congénitas, en países cuyas leyes no penalizan la muerte de embriones de cuatro meses, si se detecta que ya las padecen. A su juicio, mientras en el aborto entra en juego la autonomía de la mujer envuelta en un indeseado conflicto, en la eugenesia «negativa», que aspira a corregir (por vía de clonación «terapéutica» o no) defectos genéticos, son los mismos padres los que provocan el conflicto, al querer diseñar un hijo con arreglo a lo que consideran condición vital óptima.

Sorteado trabajosamente este inicial obús argumental, contrapone la «lógica del sanar», característica de todo tratamiento clínico o realmente terapéutico, con la irrupción en el ámbito humano de intervenciones propias de la cría de especies animales. En el primer caso, la tarea médica escenificaría plásticamente el núcleo de su ética discursiva: médico y paciente se reconocen como seres de simétrica dignidad, sin que el primero instrumentalice al segundo, al no actuar sin su informado consentimiento, ni siquiera en beneficio paternalista de su propia salud.

Su propuesta de trasladar al laboratorio esta lógica terapéutica del sanar se estrella frente a una actividad que reviste más indicios de «técnica» ingenieril que de «praxis» clínica. Se está instrumentalizando a embriones, sometidos a un proyecto que plasma preferencias que no duda en calificar de «narcisistas»; con una terminología qué redunda, quizá involuntariamente, en la evocación del nazismo. Se ha desdibujado así la frontera entre lo gestado y lo fabricado.

No deja de ser curioso que planteamientos como el suyo, obligados por una opción drásticamente secularizadora a expulsar de la escena a cualquier supremo ser providente, haya de -confiar al riguroso respeto del azar biológico el futuro de la libertad humana. La temible alternativa sería cambiar la providencia por una planificación totalitaria a cargo de los supremos decisores de la política y el mercado.

Frente a los defensores de la «eugenesia liberal» a la americana, preocupada sólo de discutir «cómo» llevarla más adecuadamente a cabo, esgrimirá los más sólidos argumentos que su ética discursiva pueda brindar sobre «si» debe o no ser permitida. No oculta su temor de que el utilitarismo anglosajón empuje a un «shopping in the genetic supermarket).

La clave ética del rechazo de un tipo de diagnóstico de inevitable consecuencia eugenésica radicaría en que genera un juego «asimétrico» de responsabilidades, incompatible con la dignidad humana, que llegaría a alterar la estructura misma de nuestra experiencia moral. Aunque no la aluda expresamente, la clonación terapéutica no esquivaría sus afirmaciones lapidarias: tal investigación con embriones no apunta a un futuro nacimiento, con lo que «cosifíca» al embrión.

Incluso cuando pretende ser reproductiva no le reconoce, ni siquiera hipotéticamente la condición de interlocutor al proyectarse su futura biografía.

A sus colegas americanos tal discurso ético les suena a música celestial. Yendo a lo práctico, la paterna intervención «eugenésica» no les parece menos respetuosa con la dignidad del hijo que el condicionamiento con que le marcará más tarde la paterna tarea «educativa».

La mayor dificultad la encontrará Habermas a la hora de justificar la dignidad del embrión, al impedirle su opción antimetafísica reconocerla desde la concepción. El «embrión», por ser «inviolable», habrá ya de ser tratado como la persona que algún día será; pero «in vitro» ya ha existido una «vida humana». Aun no reconociéndole derechos, despierta en él la «intuición de que la vida humana pre-personal no puede convertirse simplemente en un bien disponible en concurrencia con otros», lo que lleva a considerarla «indisponible». El establecimiento de tan decisiva frontera acaba quedando en la penumbra…

Estratégicamente enrocado en el diagnóstico pre-implantatorio, no llega a abordar en qué momento de la investigación genética ha comenzado a consumarse la involución que denuncia. Es obvio que la propia fecundación «in vitro», manejando más de un embrión, incluye ya una selección implícitamente eugenésica del más valioso. Se limitará a no ocultar su convicción de que el sometimiento de la protección de lo que llama «vida pre-personal» a fines terapéuticos produce, por vía de «acostumbramiento», una «pérdida de sensibilidad de nuestra visión de la naturaleza humana».

La «Deutsche Forschungsgemeinschaft», representativa del mundo investigador alemán, sí lo hizo, aceptando resignadamente que ya al admitirse la fecundación «in vítro» se «rebasó el Rubicón», lo que haría «poco realista» pretender volver al statu quo anterior. Para Habermas, que no aprecia diferente gravedad moral entre utilizar para fines de investigación embriones «sobrantes» o fabricarlos para dicha instrumentalización, sus recomendaciones le parecen una «tímida maniobra» incapaz de enfrentarse a los dictados del mercado. Tiene, por otra parte, la honestidad de reconocer que su propuesta de una «protección escalonada» de la vida humana favorece otro de los más eficaces argumentos que obligarían a desandar el Rubicón: la sucesiva ruptura de diques o pendiente resbaladiza. No sólo la suscribió el Presidente federal Johannes Rau; él mismo acaba resaltando a sus interlocutores americanos la inviabilidad práctica de todo intento de distinguir entre una admisible eugenesia «negativa», correctora de defectos genéticos, y otra «positiva», rechazable por su intento de diseñar seres humanos a la carta.

Por paradójico que resulte, lo más valioso de la aportación de Habermas para la suerte de la humanidad no radicará tanto en las laboriosas conclusiones de su ética discursiva, que producen estupor a sus interlocutores americanos, sino en esas intuiciones pre-discursivas a los que su propio planteamiento obliga a negar fundamento racional.

  Andrés Ollero Tassara, Catedrático de Filosofía del Derecho Tomado de http://www.PiensaUnPoco.com/

Ignacio Sánchez Cámara, “Clonación ¿terapéutica?”, La Gaceta, 21.VI.2007

El pleno del Congreso de los Diputados aprobó el pasado jueves la nueva Ley de Investigación Biomédica, que convierte a España en el cuarto país europeo que legaliza la clonación con fines terapéuticos. Sólo el Partido Popular se opuso a la medida. La noticia ha pasado casi inadvertida, perdida en algún discreto lugar de las páginas de Sociedad de la mayoría de los diarios y, con apenas alguna excepción, por ejemplo este periódico, sin ningún comentario o análisis valorativo. Es decir, se ha colado de manera vergonzante.

La escasa repercusión en los medios contrasta con la trascendencia de la decisión, acompañada de una buena dosis de hipocresía. Así, la ley prohíbe expresamente crear embriones para la investigación, pero eso es precisamente lo que aprueba, sin más que recurrir a una tergiversación del lenguaje. Sutilmente, lo que se clona no son «embriones» sino «óvulos activados». Esperamos con ansiosa curiosidad la diferencia.

En realidad, estamos ante la aprobación del uso de embriones humanos con fines pretendidamente terapéuticos. Y digo pretendidamente, porque, como explicó magistralmente en estas páginas el viernes pasado Natalia López Moratalla, la clonación carece hasta ahora de uso terapéutico y sólo puede utilizarse, de momento, con fines de investigación.

Hoy por hoy, no cabe esperar de la clonación ninguna curación, sino sólo presuntas expectativas. Por esta razón, no cabe hablar estrictamente de clonación terapéutica, sino de clonación con fines investigadores. Por el contrario, sí es posible curar mediante la utilización de células madre de adulto, lo que no plantea ningún conflicto moral. Cada vez se abre más paso la evidencia científica acerca de la validez de la células del propio paciente en medicina regenerativa. Y se dirá, ¿es que la clonación con fines de investigación médica sí plantea conflictos morales? Y hay que responder afirmativamente, pues se trata de «fabricar» seres humanos (eso sí, invisibles para el ojo humano, y a quién le va a importar el destino de lo que no se ve), aunque el fin sea la búsqueda, que no la curación efectiva, de eventuales métodos terapéuticos.

La clonación es una de esas barreras que la humanidad no debe traspasar, aunque sea al servicio de fines, en principio, loables. Y no sólo por razones de naturaleza moral, sino porque transforma la autoconcepción que los hombres tenemos de nosotros mismos. Es una puerta abierta a algo que va más allá de lo que, al menos hasta ahora, ha sido la humanidad. Si fuera algo de suyo bueno, y que no planteara graves objeciones morales, no se trataría de manera tan vergonzante y con tantos circunloquios y enredos verbales. Se anuncia con cierta complacencia, como si eso nos situara en la vanguardia de la ciencia universal, que España es el cuarto país europeo en aprobarla, después del Reino Unido, Bélgica y Suecia. Y se omite el número de los que no lo han hecho «todavía». ¿Por qué no lo han hecho ya más países si es cosa tan fantástica y que permitirá curar tantas enfermedades? Por otra parte, en Estados Unidos, líder mundial indiscutible en investigación biomédica, aunque la clonación terapéutica no está prohibida, no se practica como consecuencia de las restricciones de los fondos federales para ello y del ambiente contrario en la opinión pública.

Por lo demás, nuestro Parlamento ha aprobado esta medida sin promover el necesario debate en la sociedad y sin alcanzar el consenso con la oposición. Poco ruido para demasiadas nueces. Al parecer, eso de que el fin no justifica los medios empieza a ser considerado como prescindible antigualla.

Juan Manuel de Prada, “Tocomocho genético”, XLSemanal, 8.I.2006

Ando desde hace algunos años absolutamente alucinado con los métodos inescrupulosos y sensacionalistas que ha adoptado la investigación genética, más atenta a la fanfarria mediática y a las cotizaciones bursátiles que al verdadero progreso científico. En esta nueva deriva degenerada sorprende, en primer lugar, el relativismo desenfadado con el que se han despachado los muy espinosos dilemas éticos que rodean la manipulación de embriones: si el siglo XX entronizó la banalidad del mal (recordemos la sobrecogedora frase de Stalin: «Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), parece que el siglo XXI será el que por fin se atreva a aprovechar las ‘utilidades industriales’ de tan bestial aserto. Pero la desfachatez amoral con que nuestra época ha resuelto el dilema de la manipulación de embriones no resultaría tan insoportablemente obsceno si no se justificase, para mayor recochineo, con coartadas humanitarias que sacan tajada del dolor de mucha gente y de la compasión que dicho dolor provoca en cualquier persona no completamente impía. Mucho más cruel aún que dejar morir a alguien sin esperanza es dejar que muera tras haberle hecho concebir esperanzas infundadas sobre su hipotética recuperación. Que es lo que, hoy por hoy, está favoreciendo, incluso estimulando descaradamente, la investigación genética: usar el dolor de esos enfermos (a quienes se moviliza para que protagonicen campañas en pro de la clonación o para que soliciten a los gobernantes una legislación permisiva en la materia), a quienes a cambio se les ofrecen soluciones inverosímiles, o siquiera inciertas, a sus dolencias. La investigación genética se presenta como una especie de panacea universal que derrotará de un plumazo el sufrimiento humano; se presenta, incluso, como una vía promisoria de acceso a la inmortalidad. Una vez excitada esa ‘codicia de salud’ que anima al hombre contemporáneo, ¿qué importa si muchas de las enfermedades que la investigación genética promete remediar aún son de etiología desconocida? ¿Qué importa si las células madre que, según se nos predica, remediarán estas enfermedades ignotas, puedan extraerse de órganos adultos, sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos? ¿Qué importa, incluso, si dentro de unos años hay que reconocer el fracaso de los experimentos? Para entonces, la investigación genética ya habrá rendido unos beneficios opíparos a sus promotores; si, en esa búsqueda del enriquecimiento fácil, se han liquidado unos cuantos miles o millones de embrioncitos de nada («Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), bastará con alegar que «cayeron en acto de servicio». Y a otra cosa, mariposa.

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Oriana Fallaci, “Nosotros los caníbales (investigación con embriones)”, El Mundo, 9.VI.2005

Italia celebrará un referéndum los días 12 y 13 de junio donde los ciudadanos de ese país decidirán si quieren que se permita la investigación con embriones humanos, si se profundiza el desarrollo científico en áreas como la fertilización asistida y las pruebas con células madres. A raíz de la consulta a la población, la escritora Oriana Fallaci publicó en el Corriere della Sera un artículo que EL MUNDO reproduce íntegro por la actualidad que posee el tema en nuestra sociedad y la necesidad de un debate entre ciudadanos debidamente informados. En Italia se votarán cuatro cuestiones de una ley considerada muy rígida. El primer punto permitirá derogar el artículo que impide la investigación sobre embriones -el asunto más controvertido-; mientras que los tres capítulos restantes son mucho más técnicos y dependerán, en esencia, del primero.

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Juan Manuel de Prada, “Imbéciles clonados”, ABC, 17.VIII.2002

Una pareja de perturbados estadounidenses ha anunciado su deseo de recurrir a la clonación para procrear, facultad que la sabia naturaleza les había denegado. En una entrevista concedida a una cadena televisiva, entre otras lindezas de parecido jaez, la pareja de perturbados ha proferido: «Queremos tener un hijo, pero no queremos traer al mundo un niño anormal; si supiéramos que el feto padece graves malformaciones, abortaríamos de inmediato». No se puede compendiar en menos palabras una apología tan risueñamente depravada de la eugenesia: primeramente, se clona un embrioncito de nada; y si el experimento no funciona, pues nos cargamos el embrioncito y santas pascuas. Que los autores de esta aseveración no hayan sido aún internados en un manicomio ratifica una sospecha que llevo incubando durante años. Estamos asistiendo, como imbéciles clonados, a la aceptación legal y social de las más nauseabundas aberraciones. Todas aquellas chorradas de la oveja Dolly, todos aquellos rollos macabeos de la llamada «clonación terapéutica» no eran sino preámbulos de lo que vendría después. De lo que se trataba era de aturdir a la masa de imbéciles clonados con aproximaciones al meollo del asunto, para que, cuando por fin se anunciase la aberración definitiva, la docilidad y el hastío nos dejasen huérfanos de argumentos éticos.

Los artífices de estas aberraciones sabían perfectamente cuál era su objetivo; pero sabían también que el anuncio de ese objetivo no sería posible sin la previa conversión de la humanidad en un rebaño de imbéciles clonados que rinden culto a la Sacrosanta Ciencia. Por supuesto, había que lograr que los Dogmas de esta nueva religión resultasen ininteligibles; sólo así, envolviéndolos en la nebulosa de la confusión y el milagro, se lograría que los imbéciles clonados los acatasen. Un día, los artífices de estas aberraciones nos presentaron la inmolación de unos cuantos miles de embrioncitos de nada como la panacea que convertiría el Alzheimer, la leucemia o el Parkinson en males tan fácilmente extirpables como un divieso en el culo. Inmediatamente, los medios de adoctrinamiento de masas se dedicaron a propagar la Buena Nueva, mientras los Gobiernos de los Estados más progresados la financiaban; y los imbéciles clonados quedamos a la espera, aguardando el remedio a nuestros males y hasta engolosinados con una insinuada promesa de inmortalidad. Algunos años después, ya empezamos a intuir que la llamada «clonación terapéutica» es un timo más burdo que el del tocomocho; pero, mientras el trampantojo aún ejerza sobre nosotros su fascinación esotérica, los artífices de estas aberraciones seguirán forrándose. Ya han conseguido lo más difícil, que es disfrazar su avaricia rampante con los ropajes del altruismo; mucho más sencillo será invocar a partir de ahora otras excusas que les permitan proseguir sus experimentos y el engorde de su cuenta corriente.

Como el rollo macabeo de la «clonación terapéutica» ya no cuela, los artífices de estas aberraciones recurren a nuevos disfraces. Y así, comercian con el instinto de maternidad de las mujeres estériles, y con la compasión que su tragedia despierta en el común de los mortales. Puesto que los imbéciles clonados ya estamos suficientemente maleados por la propaganda y nos limitamos a aceptar estólidamente lo que venga, los artífices de estas aberraciones sólo requieren, para completar la hazaña, el concurso de algún tonto útil, como esa pareja de perturbados estadounidenses, que se avenga a ejercer de cobaya. Pero no nos escandalicemos ahora; el mal se consumó hace ya mucho tiempo: ocurrió el día en que aceptamos que un embrión podía sacrificarse, como si fuese una empanadilla que arrojamos a la sartén.