Ignacio Aréchaga, “La religión en Harvard”, Aceprensa, 1.XI.06

La religión en Harvard y en la escuela española ¿Se puede ser un hombre o una mujer educados hoy día sin tener conocimientos religiosos? En una universidad de elite como Harvard se lo acaban de plantear ante una reforma del plan de estudios. En la escuela pública española, que no destaca precisamente por su excelencia, parece que lo moderno es mantener las mentes de los alumnos lo más alejadas posible de la cultura religiosa. Continuar leyendo “Ignacio Aréchaga, “La religión en Harvard”, Aceprensa, 1.XI.06″

Juan Domínguez, “El Papa, la razón y el islam”, Aceprensa, 20.IX.06

¿Qué ha pasado para que el discurso más académico de Benedicto XVI en su visita a Baviera, pronunciado en la Universidad de Ratisbona, haya despertado un inesperado aluvión de críticas de portavoces musulmanes? Como suele ocurrir en estos casos, las primeras críticas suelen transmitir una idea simplificada –el Papa habría dicho que el islam es una religión violenta–, y los que vienen detrás se limitan ya a atacar a quien ha pronunciado tal «ofensa», sin preocuparse de conocer el texto y el contexto original.

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Andrés Ollero, “Tolerancia de vía única”, Aceprensa, 30.VIII.06

Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), comenta cómo, con los dogmas políticamente correctos, se coarta la libertad de expresión en nombre de la tolerancia (“ABC”, 22 agosto 2006).

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El crucifijo en la escuela no viola la laicidad, Aceprensa, 8.III.06

El Consejo de Estado italiano, tribunal supremo en la jurisdicción administrativa, afirma en una sentencia publicada el 13 de febrero pasado que la presencia del crucifijo en las aulas de una escuela pública no es contraria a la laicidad. Resumimos la parte de la sentencia relativa al fondo del asunto.

El caso tiene su origen en el recurso de una madre finlandesa que invocaba el principio de la laicidad del Estado para que la escuela de Padua donde estudiaban dos hijos suyos retirara todos los símbolos religiosos. La sentencia del Consejo de Estado señala que, como ha definido el Tribunal Constitucional, la laicidad es un principio supremo del ordenamiento constitucional italiano. No figura expresamente en la Constitución, pero está implícito en varios de los preceptos que establecen los principios fundamentales de la República. Estas normas, por tanto, contienen las condiciones de aplicación de la laicidad, que de otro modo sería un principio abstracto sin virtualidad jurídica.

En concreto, la laicidad está implícita en los artículos que garantizan la inviolabilidad de los derechos fundamentales (art. 2); la igualdad de todos, con independencia de la religión y demás condiciones personales (art. 3); la autonomía recíproca del Estado y la Iglesia (art. 7); la igualdad de todas las confesiones religiosas ante la ley, y su derecho a organizarse libremente (art. 8); la libertad de culto (art. 19 y 20).

Por otro lado, las condiciones de aplicación de la laicidad se definen también con arreglo a la tradición cultural y a las costumbres de cada pueblo, como muestra la diversidad de determinaciones en distintos países. La sentencia menciona los casos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos.

Así pues, la cuestión es “si la exposición del crucifijo en las aulas (…) es contraria a las normas fundamentales de nuestros ordenamiento constitucional que dan forma y sustancia al principio de laicidad”. Para responder, el Consejo examina la función y el significado que tiene el crucifijo en la escuela, según la tradición italiana.

“En un lugar de culto, el crucifijo es propia y exclusivamente un símbolo religioso”, dice la sentencia. En cambio, “en una sede no religiosa, como la escuela, destinada a la educación de los jóvenes, el crucifijo podrá seguir revistiendo para los creyentes los antedichos valores religiosos, pero tanto para creyentes como para no creyentes, exponerlo estará justificado y tomará un significado no discriminatorio en el plano religioso, si es apto para representar y recordar de modo sintético, inmediatamente perceptible e intuitivo (como todo símbolo), valores civilmente relevantes, sobre todo los que sustentan e inspiran nuestro orden constitucional”. En tal caso, “el crucifijo podrá cumplir, aun en un contexto ‘laico’, distinto del religioso que le es propio, una función simbólica altamente educativa, con independencia de la religión que profese cada alumno”.

Pues bien, prosigue la sentencia, “en Italia, el crucifijo es apto para expresar –en clave simbólica, desde luego, pero de modo adecuado– el origen religioso de los valores de tolerancia, respeto mutuo, estima por la persona y afirmación de sus derechos y su libertad, autonomía de la conciencia moral ante la autoridad, solidaridad humana, rechazo de toda discriminación; valores característicos de la civilización italiana”.

“Recordar, por medio del crucifijo, el origen religioso de tales valores y su plena y radical conformidad con las enseñanzas cristianas sirve pues para poner de manifiesto su fundamento trascendente, sin poner en cuestión, más bien subrayando la autonomía del orden temporal con respecto al orden espiritual (no su contraposición basada en una interpretación ideológica de la laicidad que no encuentra confirmación alguna en nuestra Carta fundamental)”. Esos valores de origen cristiano “son vividos en la sociedad civil de modo autónomo (…) con respecto a la sociedad religiosa, de suerte que pueden ser aprobados ‘laicamente’ por todos, con independencia de que pertenezcan a la religión que los ha inspirado y propugnado”.

Si, por tanto, el crucifijo en la escuela tiene la función de expresar el fundamento de los citados valores civiles, “en el contexto cultural italiano parece en verdad difícil encontrar otro símbolo que se preste mejor a hacerlo”.

Tomado de Aceprensa 028/06, 08-03-2006

Jaime Nubiola, “¿Todas las opiniones igual respeto?”, La Gaceta, 26.III.06

No, por supuesto que no. Todas las opiniones no merecen el mismo respeto. Algunas no merecen ninguno, mientras que otras —las de los expertos en la materia— merecen de ordinario un respeto enorme. Veámoslo un poco más despacio, pues la tesis en boga en la cultura dominante viene a ser la de que en un sistema realmente democrático todas las opiniones son igualmente respetables.

El respeto tiene una gran importancia en la vida de cada uno y de la sociedad. Tal como describe Robin Dillon en la voz “respeto” de la valiosa Stanford Encyclopedia of Philosophy, desde niños se nos enseña —o al menos es lo que se espera— a respetar a nuestros padres, profesores y mayores en general, a respetar las normas escolares, las reglas de la circulación, las tradiciones culturales y familiares, los derechos y sentimientos de las demás personas, a los gobernantes y a la bandera (esto en Estados Unidos, pero mucho menos en España), y por supuesto a respetar la verdad y las diferentes opiniones de la gente. De hecho llegamos a adquirir un cierto respeto a todas estas cosas hasta el punto de que, ya de mayores, meneamos la cabeza con indignación cuando nos topamos con personas que parecen no haber aprendido a respetarlas. Sin embargo, en un sentido estricto, sólo la persona humana es realmente merecedora de respeto. Fue el filósofo alemán Immanuel Kant quien en el siglo XVIII puso el respeto a las personas, a todas y cada una, en el centro de la teoría moral. Desde entonces la clave del liberalismo político y del humanismo democrático ha sido la tesis de que las personas son fines en sí mismos con una dignidad absoluta que debe ser siempre respetada.

¡Cuántas veces al ver los rostros desencajados de los inmigrantes de las pateras nos asalta la duda de que en este mundo nuestro siga vigente aquel ideal kantiano! Quienes merecen absoluto respeto son las personas, cada una de ellas, independientemente de su nacionalidad, del color de su piel, su estatus social, el nivel de sus estudios, su edad y condición: desde el feto en las entrañas de su madre hasta el enfermo terminal en una UCI o en las calles de Calcuta. Cada una de esas personas, sea pobre o rica, sabia o ignorante, es acreedora de un respeto absoluto por parte de todos los demás. Esta convicción tiene enormes consecuencias en la vida de cada uno y en la organización misma de la sociedad. Pero tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.

Cuando hablamos de opiniones nos referimos de ordinario a los diferentes pareceres en materias discutibles y discutidas. Abarca desde la mejor manera de organizar la sociedad política, de resolver los problemas de la convivencia humana hasta las preferencias en materias deportivas, artísticas o culturales. No son materias opinables aquellas ya resueltas por la ciencia o por la experiencia acumulada de la humanidad. No es materia opinable ni el teorema de Pitágoras, la ley de la gravedad, la composición química del oro o que el fuego quema. Tampoco es materia opinable que la estricnina es un veneno: los venenos matan independientemente de nuestra opinión acerca de ellos. En cambio, en muchas otras áreas hay diversas maneras legítimas de pensar acerca de las cuestiones que están planteadas. En muchos campos no hay un consenso, o quizás aun cuando haya un consenso mayoritario no se excluye que las opiniones minoritarias divergentes tengan algún valor, esto es, que podamos aprender algo de ellas. En todos estos casos, esas opiniones merecen atención y consideración, pues de ordinario si están formuladas con seriedad, incluso aquellas que parezcan inicialmente más estrambóticas, encierran probablemente algo valioso.

Por el contrario, todos tenemos bien comprobado que no compensa invertir tiempo en tratar de aprender de una persona ignorante en una materia, que no tenga una especial cualificación o un conocimiento de primera mano. Lo peor es cuando el ignorante —tal como pasa a veces con los políticos— argumenta ideológicamente, esto es, defiende una opinión desde una posición preconcebida sin atenerse a los hechos ni a las opiniones opuestas. En este sentido muy a menudo los debates parlamentarios son la forma más contraria posible a un genuino diálogo, pues son una mera confrontación dialéctica resuelta finalmente por la mecánica de los votos. Para un diálogo racional, para un examen constructivo de las diversas opiniones sobre un asunto opinable, hace falta estar al menos de acuerdo sobre la naturaleza del desacuerdo y eso implica que si el oponente presenta mejores razones que las nuestras, cambiaremos de opinión, nos pasaremos de todo corazón a sostener, ahora con más fuerza, la posición que antes atacábamos.

Considerar una opinión, tratar de comprender las razones y los datos que la avalan significa abrirse a lo que de verdadero pueda ofrecer. Entre los medievales una opinión tenía título suficiente para ser considerada en una disputatio por su autoridad. Tal como mostró el filósofo oxoniense Christopher Martin, si un autor, considerado por su experiencia como una autoridad en un campo, formulaba una opinión sobre esa materia que sonaba novedosa, el argumento de autoridad sugería que valía la pena someter a examen a ese parecer. El New York Times on line ha aprendido esto mismo, pues desde hace unos meses distribuye gratuitamente la información, pero en cambio comienza a cobrar por sus artículos de opinión. Si uno desea leer a Krugman, Friedman o las demás luminarias de la prensa norteamericana, debe pagar una cantidad modesta, pero que vendrá a suponer al final una sustanciosa suma para el periódico y para los autores.

Para los españoles casi siempre es verdad lo contrario: pagamos por los datos, pero despreciamos las opiniones, quizá porque estamos acostumbrados a que en cada barbería o en cada tertulia los asistentes resuelvan los mayores problemas que tenemos mediante cuatro declaraciones grandilocuentes y —como suele decirse— se queden después tan panchos. Incluso a menudo se invita en los medios de comunicación a deportistas, artistas o diversos famosos a que opinen sobre cuestiones para las que no tienen ninguna especial preparación. Los lógicos medievales llamaban a este modo de proceder la falacia ad verecundiam: consiste en apelar al sentimiento favorable que se tiene hacia una persona famosa para mover a la audiencia en favor de una conclusión.

Hacer caso a un famoso para formarse una opinión en una cuestión debatida —para la que el famoso no tenga particular competencia— equivaldría a renunciar a pensar por nuestra cuenta; sería en ultima instancia una falta de respeto a nosotros mismos. Todas las personas merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por supuesto, opiniones mejores y peores.

Andrés Ollero, “¿Es o no España un Estado «laico»?”, Zenit, 28.IV.2005

Con ayuda de cinco lustros de jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Andrés Ollero –diputado durante más de 17 años y catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid– afronta la problemática suscitada (enseñanza de la religión en la escuela pública, participación de instituciones en ceremonias religiosas, financiación de las confesiones, etc.) en su obra recién publicada «España: ¿un Estado laico?» (Editorial Civitas), y la aborda en esta entrevista concedida a Zenit.
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Fernando Sebastián, “El laicismo de la Navidad”, Véritas, 13.XII.04

El arzobispo de Pamplona, monseñor Fernando Sebastián, se pregunta en su última carta pastoral si es posible una “Navidad laica”, despojada de toda referencia religiosa y señala las “grietas” por las que “se nos mete el laicismo de Navidad”.

El prelado tiene en cuenta no sólo “la presión de quienes quieren eliminar las referencias religiosas de la vida pública y construir una sociedad estrictamente laica, sin tiempos ni lugares para Dios” sino también “la fiebre del consumismo y la debilidad religiosa de muchos cristianos”.

En este sentido, el arzobispo pide “a las familias católicas”, que se planteen “cómo quieren celebrar la Navidad”, si “como cristianos de verdad” o arrastrados por “el modelo laicista y consumista que lo está devorando todo”.

Respecto al propósito de los que quieren “una sociedad en la que todos hablemos, actuemos, vivamos y muramos como si Dios no existiera” niega que esto sea moderno y menos “la condición indispensable para que podamos vivir en paz en una sociedad pluralista”.

“¿Qué pluralismo es éste que nos impide vivir a cada uno según nuestras propias creencias?” pregunta monseñor Sebastián; para él se trata del “pluralismo del rodillo, de la uniformidad, y del silencio preventivo”.

El arzobispo se refiere en este contexto a “los pequeños caciquismos de quienes quieren aplicar estas ideas para ser más progresistas que nadie” por ejemplo en la escuela: “no se cantan villancicos porque hay veinte niños que no son cristianos”.

“Invocar la no confesionalidad del Estado es del todo impertinente. Primero que la aconfesionalidad del Estado significa que el Estado no tiene religión propia, precisamente para poder proteger y fomentar la religión o las religiones que libremente quieran profesar y vivir los ciudadanos”.

“Es obligación del Estado aconfesional respetar y apoyar las manifestaciones religiosas que los ciudadanos quieran tener, sin agravio de nadie, en ejercicio del derecho sagrado de su libertad religiosa”, afirma.

En este sentido, sugiere que “los niños cristianos hagan su fiesta cristiana en la escuela, dejando a los no cristianos que vengan si quieren o que se queden en casa” y dejando “que los niños musulmanes celebren su fiesta otro día, ilustrando y entreteniendo a sus compañeros cristianos”.

Por otra parte, monseñor Sebastián, dice que “el laicismo de la Navidad” se mete en los propios cristianos cuando prevalece “la fiebre del consumismo y la debilidad de la fe religiosa”.

“Las fiestas de Navidad se van en regalos, cenas, viajes y comilonas. Se juntan las familias, cosa que está muy bien, se juntan los amigos, santo y bueno también, se lo pasan muy bien, pero no van a Misa, ni rezan, ni dan gracias a Dios, ni hay un gesto o una sola palabra que invite a vivir religiosamente la Navidad”.

El contexto de libertad religiosa que favorece la sociedad democrática, debe servir -según el prelado- para “vivir la Navidad correctamente”, dedicando “un tiempo para dar gracias a Dios por habernos enviado a su Hijo Jesucristo, nacido de María Virgen, como Salvador nuestro y Salvador de todos los hombres”.

La celebración religiosa de la Navidad implica la preparación durante “los cuatro domingos de Adviento, con sus lecturas, sus cantos, sus símbolos propios, que van poniendo poco a poco nuestro espíritu en sintonía con la Navidad”.

“El día de la fiesta hay que ir a Misa, y si se puede ir a la Misa del Gallo, mejor. Conviene montar en casa un Belén, pequeño o grande. Mucho mejor que la figura de “Papá Noël” o el árbol de Navidad. Una cosa no quita la otra, pero en una casa cristiana no debería faltar el Nacimiento, grande o pequeño”.

Las familias católicas deberían en la “cena de Nochebuena o en la comida de Navidad, rezar un poco, dando gracias a Dios por el misterio de la Encarnación de su Hijo que viene a salvarnos, hay que tener un recuerdo para María y José, cantando villancicos y repartiendo los regalos que queramos”.

El arzobispo dice que la “Navidad es una fiesta digna de ser bien celebrada”, y afirma que “no es hora de diluir nuestro cristianismo, sino de afirmarlo y vivirlo con tranquilidad y alegría, dando gracias a Dios por lo mucho que nos ha dado y ofreciéndoselo a los demás por si quieren asomarse a conocer la fuente de nuestra alegría”.

“Esto es lo moderno, conservar nuestra fe, conocerla y vivirla mejor, y ser capaces de dar testimonio de ella con tranquilidad y espontaneidad, sin molestar a nadie, ni tener miedo de nada ni de nadie”, concluye.

Fernando Sebastián, “Iglesia en democracia”, Alfa y Omega nº 421, 21.X.04

Con frecuencia, los católicos tenemos que oír que no estamos acomodados a la vida democrática. Esta acusación puede producir inseguridad y malestar en algunos de nosotros. Vale la pena que nos preguntemos seriamente si la fe cristiana dificulta realmente el desarrollo de una cultura democrática…

Si esto fuera así, sería difícil de explicar que la democracia haya nacido precisamente en el seno de los países de cultura cristiana. Sin exageración, podemos decir que los principios que rigen la vida democrática han nacido del cristianismo. La igualdad y los derechos de las personas, la soberanía de los pueblos, el concepto de autoridad como servicio al bien común y no como simple dominio o imposición, la igualdad de todos ante la ley, todo esto, nace históricamente de la experiencia cristiana y de los valores morales del cristianismo. Incluso cuando semejantes ideas se afirman contra la Iglesia, quienes las defienden son hijos de la tradición y de la cultura cristianas.

No es difícil mostrar la compatibilidad entre la Iglesia y la vida cristiana con la organización democrática del Estado. El Estado democrático se organiza como defensor y protector de las libertades de los ciudadanos. Entre estas libertades o derechos de los ciudadanos están universalmente reconocidas como algo esencial la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Ahora bien, la Iglesia, que ha sabido vivir en todas las épocas y situaciones de la Historia, entiende que, en las sociedades modernas y democráticas, puede y debe vivir en el espacio de la libertad religiosa plenamente reconocida, sin privilegios ni discriminaciones de ningna clase. Los ciudadanos son quienes, en virtud de su propia decisión personal, abren el espacio necesario para que la vida religiosa y moral tenga un lugar en la sociedad, y las instituciones civiles puedan legítimamente tratar con las instituciones religiosas, que representan en materia religiosa la voluntad y los derechos civiles de los ciudadanos.

Desde estos principios, en los momentos de transición política, asumimos los españoles la figura de un Estado no confesional. Algo bastante diferente del Estado laico de tradición francesa. El Estado democrático no confesional es aquel que, sin tener ninguna religión como propia, protege positivamente la práctica religiosa de sus ciudadanos como parte del bien común, sin imponer preferencias ni rechazos que no vengan impuestos por las exigencias del bien común o del orden público. Aunque el Estado no sea confesional, la sociedad sí puede serlo, tal como lo decidan libremente los ciudadanos en el legítimo derecho de su libertad en materias religiosas. Ellos son quienes, en el ejercicio de su libertad, dan un determinado tono religioso a la vida social. Dentro del patrimonio cultural y espiritual de una sociedad entran de manera relevante las tradiciones religiosas y las convicciones morales de sus ciudadanos, su propia historia espiritual y religiosa. El Estado sirve y protege la libertad de los ciudadanos y, por tanto, también la vida religiosa que ellos libremente quieran tener y desarrollar. Un Estado no beligerante en materias religiosas no puede imponer ni excluir una determinada confesión en contra de otra, ni tampoco ignorarlas a todas en favor de una pretendida confesión de laicismo. Esto es exactamente lo que dice el artículo 16 de la actual Constitución española.

En el momento de la transición, muchos pensábamos que, con la nueva situación social de la Iglesia, iría desapareciendo el anticlericalismo y las diferencias de sensibilidad religiosa dejarían de ser un problema en la nueva sociedad democrática. Pero parece que no es así. Un movimiento de reacción contra la antigua situación de confesionalidad estatal, en la que no se reconocía plenamente el derecho a la libertad religiosa, sigue dando argumentos a personas e instituciones para considerar a la Iglesia y a los católicos como un peligro para una sociedad verdaderamente democrática.

Lo que algunos consideramos tratamiento justo de la vida religiosa de los ciudadanos en el marco de la sociedad civil, otros lo consideran como confesionalismo remanente. Para remediarlo propugnan la laicización del Estado y pretenden configurar una sociedad laica, sin ninguna referencia religiosa ni moral, sin otra norma objetiva que el pleno reconocimiento de una omnímoda y quimérica libertad que termina siendo un auténtico nihilismo moral. Ante semejante propósito surgen inevitablemente muchas preguntas. Si el Estado está al servicio de una sociedad concreta, ¿no deben los gobernantes tener en cuenta y favorecer las decisiones y preferencias religiosas y morales de los ciudadanos? ¿Acaso la religión o las religiones libremente profesdas por los ciudadanos no forman parte del patrimonio cultural y espiritual de la sociedad tal como existe en realidad? ¿Acaso los ciudadanos no necesitan una referencia objetiva para encauzar su libertad por los caminos de un progreso auténticamente humano? ¿Es que el legislador no tiene el deber de discernir moralmente lo que verdaderamente favorece el bien común de los ciudadanos? + Fernando Sebastián Aguilar Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

Luis María Anson, “Laicismo”, La Razón, 13.II.04

Establecer un Estado laico significa que, ante la ley, deben ser iguales los creyentes en las diversas religiones y, también, los que no tienen ninguna. El laicismo de Estado no consiste en imponer una nueva confesionalidad: la laicista. Los no creyentes en España constituyen una pequeña minoría que tiene derecho a ser respetada. Hebreos, budistas, musulmanes, protestantes, ortodoxos integran también grupos reducidos de fieles. En un Estado laico sus creencias no deben ser discriminadas. Todos iguales ante la ley. Los católicos, en fin, constituyen en nuestro país una abrumadora mayoría. Cada domingo acuden a misa un número de fieles superior a los votantes que, cada cuatro años, apoyan en España al partido mayoritario. El Papa congregó en su último viaje a Madrid a dos millones de personas. Y en el acto dedicado a la juventud le rodearon más de un millón de jóvenes.

Resulta obligado en nuestra democracia pluralista […] el respeto a los derechos de las minorías laica, hebrea, budista, protestante u ortodoxa. No es de recibo que una reducida minoría de laicos trate de imponer a las diversas confesiones religiosas y a la abrumadora mayoría de católicos una nueva confesionalidad, una especie de religión sin Dios, que es la laicidad.

Los católicos deben desembarazarse de esas nuevas cadenas, de tanta cínica opresión, y hacer valer su presencia mayoritaria en la sociedad española. Deben ser exquisitos con los que creen en otras religiones, también con los que no creen en ninguna, pero no dejarse avasallar como si tuvieran que avergonzarse de una fe que, aparte la dimensión espiritual, que es lo más importante, ha construido en gran medida Europa, ha alentado y conservado los bienes de la cultura, ha dado vida durante siglos a las Universidades, ha llevado el progreso real y las manifestaciones creadoras del espíritu a medio mundo.

Jaime Nubiola, “¿Guerras de religión?”, La Gaceta, 6.III.2004

Hace escasas semanas tuve ocasión de visitar la catedral de Barcelona y pude ver el famoso Cristo de Lepanto, que iba en la nave capitana en aquella singular batalla naval de 1571 que significó el declive del poder turco en el Mediterráneo. Llamó mi atención una lápida en el suelo de la capilla que testimonia que allí está enterrado el Obispo Irurita, asesinado en los primeros días de diciembre de 1936. Esos hechos -afortunadamente ya lejanos en el tiempo- cobraban ante mis ojos una especial actualidad, pues aquel mismo día el entonces conseller de Ensenyament, Josep Bargalló, declaraba en la prensa su empeño por cancelar los acuerdos vigentes con la Santa Sede y “luchar” -así decía- por la laicidad de la escuela pública. Al mismo tiempo decía sorprenderse porque, de todas las declaraciones que había hecho desde su nombramiento, las que causaban más reacciones y debate eran las relacionadas con la religión.
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