Ignacio Sánchez Cámara, “Tribunos de la plebe”, ABC, 1.II.03

La democracia, abandonada a sus impulsos naturales, tiende a la demagogia y a la mitología de las encuestas. Como si gobernar fuera sólo someterse a la arbitraria opinión de las mayorías, sin considerar cómo se forma esa opinión e influir sobre ella. Y no me refiero sólo a la manipulación, sino sobre todo al prejuicio de que sea irrelevante el proceso de formación de las opiniones, es decir, el proceso educativo. Lo que importa es la encuesta y la estadística. Alabanza de cantidad y menosprecio de excelencia. La democracia obliga a gobernar en nombre de la mayoría, pero no a erigirla en tótem de sabiduría. La estrategia de los demagogos de todos los tiempos ha sido siempre la misma: degradar y, a la vez, halagar al pueblo. Para servirse de él. Rebasando el sentido digno que tuvo esa magistratura en Roma, cabría calificarlos como tribunos de la plebe. La dominan mediante el halago y la degradación.

Y, sin embargo, eso no es democracia. Al menos no lo fue en sus orígenes atenienses. El historiador Tucídides nos traza el retrato inmortal de Pericles y alaba sus virtudes para oponerse e incluso irritar a sus conciudadanos y convencerles de lo que él estimaba mejor para los intereses de Atenas, incluida, por cierto, la guerra contra los lacedemonios. Quien no se opone alguna vez a la opinión dominante, quien, al menos, no se preocupa de si es atinada y noble, no es demócrata sino demagogo. Quien cree que el dictamen de las urnas o de las encuestas dirime cuestiones morales sucumbe a una de las peores idolatrías: la de la plebe.

La estadística y la encuesta no son argumentos morales. Si acaso, y si no están manipuladas, son descripciones de hecho, de estados de opinión. Pero la repetición o la generalización de una tesis moral en ningún caso entraña un argumento suplementario en favor de ella. Frente a los profesionales de la demagogia, hay que preferir y admirar a esos pocos que aspiran a oponerse y a convencer. Si además lo hacen ejerciendo la actividad política, aún resulta más admirable. La democracia no consiste en la apoteosis del consenso ovino, en el rumor monocorde de los balidos que sólo reclaman el mediocre bienestar del rebaño, sino en la libre deliberación entre hombres libres. ¡Qué autosuficiencia ridícula exhiben algunos cuando los perezosos y viejos tópicos que albergan sus cabezas son corroborados por la plebe y sus tribunos! Apenas hay otra cosa que tribunos de la plebe. Apenas queda un rastro de cónsules, por no hablar de senadores y verdaderos aristócratas.

De pronto, la amenaza de un acontecimiento terrible y odioso resucita la imagen perdida de algunos políticos que no renuncian a pensar por sí mismos y que aspiran a convencer y a cambiar el curso y el sentido de la opinión dominante. No se resignan a ser siervos de la gleba intelectual de la plebe. Aunque estuvieran equivocados, y acaso lo estén, su actitud sería en sí misma saludable. Y resulta aún más sorprendente su existencia si se considera que incluso la mayoría de los intelectuales, cuya razón de ser es esa oposición a la dictadura intelectual de los más, hace tiempo que se pasaron a las filas de la demagogia y del tribunado de la plebe. Cuanto más inseguro está uno de la bondad de sus opiniones más necesita del consuelo y la corroboración de las muchedumbres. Si estamos equivocados, al menos somos muchos. Tienen todo el derecho a que se gobierne según su opinión, pero no a pretender que tengan razón. La aritmética puede dirimir una disputa política, pero no cancelar un debate moral.