¡Oh, quién no hubiera reinado!

El 29 de marzo de 1621 un hombre e 43 años empapado de sudor, encendido por elevada fiebre, manos temblorosas, mirada despavorida, se revuelve con desazón en el lecho. Entre gemidos, articula unas palabras en voz quebrada por el llanto, las repite una y otra vez: Oh, quién no hubiera reinado… quién no hubiera reinado.

Tras una pausa flexiona el cuello, cierra las manos, las aproxima al rostro calenturiento, interrumpe la respiración entrecortada, la voz se aflauta por el espasmo de laringe provocado por la angustia y repite el mismo lamento en un tono más elevado: ¡Oh, quién no hubiera reinado… quién no hubiera reinado! Es el hombre más poderoso del mundo: Felipe III, dueño de los destinos de un gigantesco imperio, “en el que no se pone el sol”.

Hacía apenas un mes, a finales de febrero, se había iniciado la dolencia: “Erisipela con calentura continua y crecimientos y tan profunda tristeza que ésta sirvió de anuncio a la más temida desdicha, y Su Majestad juzgó luego que había de morir, que parece quiso Dios darle este conocimiento tan firme que dispusiese con más prevención su alma para el último trance. Continuóse el mal agravándose cada día hasta que el lunes 29 de marzo se tuvo del todo por deshauciado… “.

A las dos de la tarde, todos saben que va a morir, y él fue el primero en percatarse. Unas horas antes hizo llamar a su primogénito para que el penoso espectáculo le sirviese de lección inolvidable. Advirtió a los servidores que le alumbrasen con los candeleros e indicó al futuro Felipe IV que se aproximase al lecho: Heos llamado para que veáis en lo que fenece todo.

“Diole allí consejos de padre y de rey, y llegando los infantes los echó a todos la bendición y se retiraron. Quedó el rey luchando entre las congojas de la muerte, que en aquella hora aprietan más a los más poderosos…”.

Sin embargo, Felipe III es descrito por sus contemporáneos como persona llena de clemencia, de benignidad, de liberalidad, alejado de los placeres, aficionado a la soledad y al retiro, grave y reservado.

Los reproches que hace la Historia a Felipe III, y que tanto atormentaron a su conciencia en el lecho de muerte, se centran en la indiferencia y pereza, con abandono de sus deberes en manos del valido.

Su padre, Felipe II, estuvo ya muy preocupado con la aparente cortedad de ese hijo dócil y abúlico. Mucho se lamentó de que Dios, que le había dado tantos reinos, no le concediese un hijo capaz de gobernarlos. Se interesó en su educación, pero su temor de que las limitaciones del hijo le hicieran víctima de errores, hizo que el carácter de Felipe III fuera rígido, excesivamente minucioso, indeciso. Un tipo de carácter que recibe con inmenso alivio la ayuda de otra persona que se “responsabilice” de sus actos.

Tomado de Perfiles humanos, Juan Antonio Vallejo–Nájera, Ed. Planeta, p. 47.