Sexo y sentimientos: ¿es necesario aprender?

Cuanto más vacío
está un corazón,
más pesa.

Madame Amiel Lapeyre

El amor y el sexo

El amor es la realización más completa de las posibilidades del ser humano. Es lo más íntimo y lo más grande, donde se encuentra la plenitud, lo que más puede absorberle por entero. El entusiasmo mayor que tienen en su vida la mayoría de los seres humanos.

Cuando el placer y el amor se unen a la entrega mutua, es posible entonces alcanzar un alto grado de felicidad y de placer. En cambio, cuando prima la búsqueda del simple placer físico, ese placer tiende a convertirse en algo momentáneo y fugitivo, que suele dejar un poso de insatisfacción. Porque la satisfacción sexual es en realidad solo una parte, y quizá la más pequeña, de la alegría de la entrega sexual con alma y cuerpo propia de la entrega total del amor conyugal.

—Pero no siempre es fácil distinguir lo que es cariño de lo que es hambre de placer.

A veces es muy claro. Otras, no tanto. En cualquier caso, en la medida en que se reduzca a simple hambre de placer, se está usando a la otra persona. Y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos. Cuando se usa a otra persona, se utiliza y se rebaja su intimidad personal.

El ámbito sexual ofrece, más que otros, ocasiones de servirse de las personas como de un objeto, aunque sea inconscientemente. La dimensión sexual del amor hace que este pueda inclinarse con cierta facilidad a la simple búsqueda del placer, a una utilización que siempre rebaja a la persona, pues afecta a su más profunda intimidad.

Al ser el sexo expresión de nuestra capacidad de amar, toda referencia sexual llega hasta lo más hondo, al núcleo más íntimo, e implica a la totalidad de la persona. Y precisamente por poseer tan gran valor y dignidad, su corrupción es particularmente perniciosa. Cada uno hace de su amor lo que hace de su sexualidad.

Aprender a amar

La persona, para ser feliz, debe encontrar respuesta a las grandes cuestiones de la vida. Entre esas cuestiones que le afectan en todo tiempo y lugar, que apelan a su corazón, que es donde se desarrolla la más esencial trama de su historia, está, incuestionablemente, la sexualidad.

Por eso es preciso encontrar respuesta a preguntas capitales como: ¿qué debo hacer para educar mi sexualidad, para no ser esclavo de ella?, pues el cuerpo de la otra persona se presenta a la vez como reflejo de esa persona y también como ocasión de un deseo de autosatisfacción egoísta.

El gobierno más importante es el de uno mismo. Y si una persona no adquiere el necesario dominio sobre su sexualidad, vive con un tirano dentro.

La sexualidad es un impulso genérico entre dos cuerpos. El amor, en cambio, busca ser siempre personal. Y para que el cuerpo sea expresión e instrumento de ese amor personal, individualizado, es necesario educar bien la propia afectividad, educar el cuerpo de modo que no quede tiranizado por el impulso de la búsqueda del placer inmediato y egoísta, sino que actúe al servicio del amor.

Porque, si no se educa bien la propia afectividad, es fácil que, en el momento en que tendría que brotar un amor limpio, se imponga la fuerza del egoísmo sexual. En el momento en que la sexualidad deja de estar bajo el propio control, comienza su tiranía. Chesterton decía que pensar en una desinhibición sexual simpática y desdramatizada, en la que el sexo se convierte en un pasatiempo hermoso e inofensivo como un árbol o como una flor, sería una fantasía utópica o un triste desconocimiento de la naturaleza y la psicología humanas.

Un cierto “entrenamiento”

Si una persona permite que su mente, sus hábitos y sus actitudes se impregnen de deseos sexuales que no buscan un amor pleno, poco a poco se irá deteriorando su capacidad de querer de verdad. Está permitiendo que se pierda uno de los tesoros más preciados que puede poseer.

Si no se esfuerza en rectificar ese error, el egoísmo se hará cada vez más dueño de su imaginación, de su memoria, de sus sentimientos, de sus deseos. Y su afectividad se irá empapando de un modo egoísta de vivir el sexo.

Tenderá a ver al otro de un modo interesado. Apreciará sobre todo el atractivo sexual de esa persona, y se fijará mucho menos en su inteligencia, sus cualidades, su carácter o sus sentimientos. El señuelo del placer erótico antes de tiempo suele arrinconar muchos otros aspectos de esa relación personal.

Y una relación demasiado fundamentada en la atracción física tiende a ser inestable por su propia naturaleza, y es fácil que al poco tiempo acabe en decepción, o incluso en una reacción emotiva de signo contrario, de antipatía y desafecto.

Cuando una persona se encuentra demasiado mediatizada por su impulso sexual, debe tomar una decisión firme para superar ese deterioro afectivo. Es fundamental reconocer la necesidad de dar ese cambio y decidirse de verdad a darlo. Es como un reto personal con el que purificar la imaginación y la memoria, con el que llenar de claridad los sentimientos y los deseos. Es como entrenarse para recuperar la frescura y la agilidad después de haber perdido la buena forma física.

—¿Y no suena un poco artificial eso de “entrenarse”? ¿No basta con tener las ideas claras?

En el amor, como sucede en la destreza en cualquier deporte, o en la mayoría de las habilidades profesionales, o en tantas otras cosas, si no hay suficiente práctica y entrenamiento, las cosas no salen bien.

Para aprender a leer, a escribir, a bailar, a cantar, o incluso a comer, hace falta proponérselo, seguir un cierto aprendizaje y adquirir una serie de hábitos positivos. Si no, se hace de manera tosca y ruda.

Para expresar bien cualquier cosa con un poco de gracia conviene entrenarse, cultivarse un poco. Cuando una persona no lo hace, le resulta difícil expresar lo que desea. Siente la frustración de no poder comunicar lo que tiene dentro, de no poder realizar sus ilusiones. Y eso sucede tanto al expresarse verbalmente como al expresar el amor. Si no educamos nuestra capacidad de amar y de entregarnos por entero, en lugar de expresar amor nos comportaremos de forma ruda, como sucede a quien no ha aprendido a hablar bien o a comer bien.

Cultivarse así es un modo de aproximarse a lo que uno entiende que debe llegar a ser. Con ese esfuerzo de automodelado personal, de autoeducación, cada persona se hace más humana, se personaliza más a sí misma.

Educar la sexualidad

El autodominio de la apetencia sexual es una parte fundamental de la educación de la sexualidad, a la que conviene dar la importancia que tiene.

Educar los impulsos de la sexualidad, como de cualquier otra apetencia corporal, es importante para no ser dirigido por el egoísmo propio de cualquier apetencia corporal no educada. La sexualidad se expresará de forma parecida a como bebe o come o se expresa una persona que apenas ha recibido educación.

Toda persona debe educar sus deseos para no ser víctima de ataques de ira, para respetar a los demás aunque no nos caigan bien o tengamos opiniones diferentes, para superar nuestras tendencias egoístas, para mantener el empeño en el trabajo aunque estemos cansados, para no comer lo que sabemos que no conviene a nuestra salud o a nuestra buena forma física.

Es algo natural, todas las personas necesitan aprender a educar sus propios estímulos primarios. Si queremos mejorar en cualquiera de esos puntos, hemos de empezar por cuidar nuestra imaginación, nuestra memoria y nuestros deseos. Si estamos constantemente imaginando o recordando o deseando cosas que no deberíamos hacer, es probable que sea más fácil que las acabemos haciendo. Y en todo caso, lo pasaremos peor que si conseguimos dominar mejor lo que sucede en nuestra mente.

Necesitamos una mirada y una imaginación entrenadas en considerar a las personas como tales, no como objetos de apetencia sexual. Por eso, cuando en la infancia o la adolescencia se introduce a las personas a un ambiente de frecuente incitación sexual, se perjudica la afectividad de esas personas. Debilitar en esos chicos y chicas el vínculo entre sexo y amor es una forma de profanar su honestidad y su sencillez, tan necesarias en esa etapa de la vida. Los primeros movimientos e inclinaciones sexuales, cuando aún no están corrompidos, tienen un trasfondo de entusiasmo de amor puro de juventud. Irrumpir en su vida afectiva con la mano grosera de la sobreexcitación sexual daña torpemente su vida emocional.

Tihamer Toth decía que la castidad es la piedra de toque de la educación de la juventud. Por la intensidad y vehemencia del instinto sexual, esta virtud es de las que mejor manifiesta el esfuerzo personal contra los estímulos primarios inoportunos. Quizá por eso la historia es testigo de que el respeto a la mujer siempre ha sido un índice muy revelador de la cultura y la salud espiritual de un pueblo.

Autodominio sobre la imaginación y los deseos

Igual que el uso inadecuado del alcohol conduce al alcoholismo, el uso inadecuado del sexo provoca también una dependencia y una sobreexcitación habitual que reduce a cualquier persona su capacidad de amar.

Y de manera semejante a como una persona puede habituarse al exceso de alcohol, y necesitar cada vez dosis mayores para atender sus apetencias, puede suceder algo parecido con el deseo sexual sobreestimulado, que estará cada vez más ofuscado para percibir la belleza, menos capaz de sentimientos nobles y más ávido de sensaciones artificiosas, que con facilidad pueden conducen a grandes decepciones, pues la persona se encuentra cada vez más enganchada y menos satisfecha.

Sobrealimentar el instinto sexual lleva a un funcionamiento anárquico de la imaginación y de los deseos. Cuando una persona adquiere el hábito de dejarse arrastrar por sus fantasías sexuales, su mente tendrá una carga de erotismo que disparará sus instintos y le dificultará conducir bien su capacidad de amar.

—¿Y no hay otra solución que reprimirse?

Pienso que no es tanto cuestión de reprimir ese impulso como de encauzar bien los sentimientos de la propia afectividad. Basta que la voluntad procure oponerse o distanciarse de los estímulos que resultan negativos para la propia afectividad.

Es preciso frenar los arranques inoportunos de la imaginación y del deseo, en el sexo como en cualquier otro ámbito, para ser fiel a la propia pareja, para preservar la familia, para educar los propios impulsos de manera que sirvan adecuadamente a la capacidad de amar. Entender esto es decisivo para captar el sentido de ese sabio precepto cristiano que dice “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”.

Quien se esfuerza en esa línea, poco a poco aprenderá a convivir mejor con su propio cuerpo y con el de los demás, y los tratará conforme a la dignidad que poseen. Gozará de los frutos de haber adquirido la libertad de disponer de sí y de poder entregarse a otro. Vivirá con la alegría profunda de quien disfruta de una espontaneidad madura y profunda, en la que el corazón gobierna a los instintos.

Alfonso Aguiló