Juan Manuel de Prada, “Primera comunión”, ABC, 21.V.2001

Ayer, mientras mi ahijada Sara recibía su Primera Comunión, me acordaba de una sublime película (como casi todas las suyas) de Max Ophüls, «El placer», basada en relatos de Guy de Maupassant. En uno de los episodios, la madama de un concurrido burdel parisino cerraba su establecimiento para asistir a la Primera Comunión de su sobrina, hija de un jocundo campesino interpretado por el grandioso Jean Gabin, y se llevaba con ella a todas sus pupilas, un gineceo de muchachas bulliciosas a quienes su oficio no había logrado arrebatar la alegría. Cuando las putas, muy peripuestas y alborozadas, acuden a la misa en la que la sobrina de su jefa va a recibir a Dios, Ophüls nos acaricia la víscera de la emoción y nos remueve ese fondo de pureza que los hombres albergamos, allá al fondo de la memoria, bajo la maleza de los años. Las niñas comulgantes unen sus voces blancas para cantar el milagro de la Eucaristía, y la cámara se alza para captar la luz polinizada, casi comestible, que invade la iglesia rural; flotando en el aire, mecido por el ímpetu de esas gargantas que aún no conocen el pecado, Dios entra de puntillas, invisible y balsámico, en la iglesia, y se posa en el corazón de esas putas bondadosas, que por un momento, con los ojos arrasados de lágrimas, vuelven a ser niñas como antaño.

Una sensación similar me asaltaba ayer, mientras mi ahijada Sara se convertía en morada de Dios. La veía desfilar por el pasillo central de la iglesia, con su vestido blanco velado de organdí, con sus mitones blancos, con su alma blanca y su cuerpo blanco y su oración blanca en los labios, y me acordaba del niño que fui, del niño que habitaba dentro de mí, como un ángel que de pronto se desperezase, para lavarme de pecados y herirme con la herida de la nostalgia, que nunca cicatriza. Veía a mi ahijada Sara en el altar, flanqueada por otras niñas tan blancas como ella, embalsamadas de blanco, cuajadas de blanco, como una primavera unánime que espantase el acecho de las sombras, y me acordaba de mí mismo, cuando en un tiempo que ya creía enterrado (pero que, de pronto, se congregaba, pujante y vívido, en mi carne) formulaba con infinita veneración e infinito temblor aquellas palabras de la liturgia: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Veía a mi ahijada Sara unir su voz de luna a las voces de las otras niñas, en una hoguera blanca que se enroscaba en torno al sagrario, como una voluta de fuego purísimo, y me acordaba del niño que fui, encandilado de misterio, crédulo y fervoroso, aureolado de una pureza que ya creía reducida a cenizas, pero que de repente me ha calentado con su rescoldo, con una delgadísima reminiscencia que me ha atravesado, como una espada incruenta, ese rincón de la memoria donde se guarece lo mejor de nosotros. Veía a mi ahijada Sara alargar la lengua para recibir a Dios, y la veía cobijarlo hospitalariamente en su boca, pegadito al paladar, para que allí se fuera disolviendo lentamente, silenciosamente, con esa parsimoniosa beatitud que tiene la vida sostenida sobre el filo del milagro, y he recordado que un día ya muy lejano yo también fui por primera vez anfitrión de Dios, para mostrarle las estancias de mi castillo interior, que eran transparentes e inundadas por una luz cenital, limpias e inoxidables como una patena.

Hoy, en esas cámaras se aloja el polvo decrépito del pecado, las telarañas cansadas del desengaño, la mugre anciana que la vida va arrojando sobre nosotros, pero mientras veía a mi ahijada Sara reclinada en el altar, en diálogo mudo con su Huésped, he sentido, de repente, que un aire invisible entraba en mis estancias sin ventilar, para orear la ropa guardada en los armarios, para hacer restallar, otra vez blancas y otra vez orgullosas de su pureza, las sábanas de los recuerdos, en las que está estampada el alma de un niño que nunca muere. Yo también, junto a mi ahijada Sara, he vuelto a hacer la Primera Comunión.

Alfonso Aguiló, “Educar desde la coherencia”, Hacer Familia nº 87, 1.V.2001

«Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con seriedad pero con desenvoltura era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).

»Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.

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Juan Manuel de Prada, “Adecuarse a los tiempos” (píldora), ABC, 8.V.2001

Escuchaba el otro día, por azar, un programa radiofónico en el que se ponderaban las virtudes de las pildorita llamada, con sintagma bastante inepto, del «día después». Uno siempre ha cultivado la creencia de que el lenguaje ha sido inventado para pronunciar verdades; cuando, por el contrario, el lenguaje se hunde en los atolladeros de la sintaxis forzada, es porque quien lo usa está preparando meticulosamente el advenimiento de la mentira. El programa discurría por estos atolladeros sin rebozo alguno; los contertulios, unánimes y apologéticos, no dudaban en comparar la comercialización de la pildorita con el descubrimiento de la penicilina. Para estímulo de mi hilaridad, se empleaban locuciones tan delirantes como «prevención del embarazo» y otros dislates lingüísticos de parecido jaez que fui apuntando en una libreta, para incorporarlos a mi antología del eufemismo cínico. Cuando se aproximaba el desenlace del programa, el locutor invitó a los contertulios a compendiar lapidariamente sus posiciones; uno de ellos soltó esta frase: «Yo recomendaría a la Iglesia que sepa adecuarse a los tiempos que corren, que no vaya siempre a la zaga de las demandas de la sociedad».

Esta recomendación me produjo cierta perplejidad, sobre todo porque había sido formulada en un tono ecuánime o, como diría un cursi, «conciliador». No parecía delatar ningún agrio anticlericalismo, sino más bien una invitación generosa al acomodo de los usos sociales. Y de inmediato pensé que esas palabras eran una expresión nítida de cierta estupidez contemporánea, muy propagada y admitida, según la cual las convicciones ideológicas y morales pueden amoldarse a la circunstancia concreta, como si fuesen tabletas de chicle que se estiran y encogen elásticamente, al gusto del consumidor. Hasta hace poco, la deslealtad a esas convicciones era tildada de oportunismo; hoy, a quienes la profesan se les tacha de intransigentes, inmovilistas, retrógrados y no sé cuántas lindezas más. El relativismo en que plácidamente nos hemos instalado propicia la confusión entre convicciones y meros usos sociales; así, se considera igualmente carca a quien se resiste a abdicar de prejuicios anacrónicos y a quien defiende valerosamente sus ideas. Este relativismo comodón se ha extendido a todos los ámbitos de la vida, aun a los más sagrados; lo que antes eran consideradas componendas innobles o veleidades de tontaina hoy se reputan como síntomas de «tolerancia», de «amplitud de miras», de «inteligencia práctica». Hay que empezar a reivindicar la intransigencia como virtud; porque la transigencia ha dejado de ser aquella capacidad para consentir en parte con lo que se cree justo, razonable y verdadero, y se ha convertido en sinónimo de tragaderas, de lasitud ideológica, de sincretismo moral, de mistificación y endeblez, de papanatismo y sumisión a las modas que convienen.

La figura del veleta, antaño tan execrada, se erige hoy en modelo de conducta. No importa que los comportamientos fácilmente mudables se apliquen a asuntos menores o a principios incontrovertibles; importa, ante todo, «adecuarse a los tiempos». Cada vez con mayor frecuencia me tropiezo con personas a las que creía amigas que, ante la defensa apasionada de una idea por mi parte, atribuyen ese apasionamiento a circunstancias de la edad: «Es que todavía eres muy joven —me dicen—. Ya cambiarás». No entienden que el cambio biológico en nada puede afectar a una serie de convicciones que justifican una vida; sobre su cimiento se asienta lo que uno es, para bien o para mal, y sobre ese cimiento crece el hombre que uno quiere ser. Todas estas reflexiones me vinieron a la cabeza, en indignado tropel, mientras escuchaba a aquel chisgarabís radiofónico que aconsejaba «adecuación a los tiempos», como si la pildorita llamada del «día después» fuese lo mismo que la minifalda o el top-less. Quizá los politicastros que autorizan o desautorizan su venta, después de «pulsar la demanda social», así lo crean; nosotros, los intransigentes, no.