Francisco J. Mendiguchía, “Del mimo al maltrato”

El niño mimado Que hay niños mimados, ahora se les llama hiperprotegidos, es una cosa sabida de siempre, todos hemos conocido más de uno en alguna circunstancia de nuestra vida.

Ahora bien, ¿en qué consiste el mimo? Simplemente que el padre o la madre, o los dos, tienen predilección por alguno o algunos de sus hijos, quizá por el primero, más frecuentemente por el último o, por no tener más que uno, éste es el que se lleva la hiperprotección. La consecuencia es que consienten todos los caprichos del hijo mimado y acceden a todos sus deseos, con lo que el niño se va transformando poco a poco en el rey y señor de la casa; a veces lo que sucede es que ninguno de los padres sirven para educadores y todos sus hijos acaban convirtiéndose en mimados, es decir, en tiranos a los que todo el mundo debe obedecer.

Evidentemente los niños mimados se sienten amados por los padres, y esto es bueno, pues sentirse querido es fundamental para el desarrollo afectivo de cualquier hijo, pero tiene también su parte mala, o al menos, poco deseable y los problemas no tardan en surgir. El niño se va haciendo cada vez más desobediente y agresivo y no puede tolerar que haya en casa o en el colegio otro rey más que él aunque, si no tiene la suficiente fuerza para mostrar su agresividad, se irá convirtiendo poco a poco en un redomado hipócrita que hace el mal a escondidas.

Como todo lo tiene sin ningún esfuerzo por su parte, irá perdiendo poco a poco su capacidad para sacrificarse por algo, acabará por desarrollar un Yo débil e inseguro bajo una apariencia de seguridad y, por su egocentrismo, su adaptación a la realidad será muy deficiente. Esta inadaptación no se notará mucho cuando el niño es todavía pequeño por la protección paterna que le sirve de escudo, pero saldrá poco a poco a la superficie cuando ésta desaparece y entonces tiene que enfrentarse él mismo en persona a unos problemas para los que no está suficientemente maduro y frente a los cuales no sabe cómo elaborar sus propias defensas. En pocas palabras, al llegar a la adolescencia, tendrá muchas posibilidades de convertirse en un joven fracasado.

Hay que hacer la observación de que, afortunadamente, no todos los niños a los que se les mima llegan a convertirse en «niños mimados», ya que algunos no se dejan ahogar en el exceso de cariño y de protección y elaboran un Yo suficientemente fuerte que organiza sus propios mecanismos defensivos.

En otros casos, chicos que ya se han convertido en mimados, o que van camino de ello, se dan cuenta de que, al ingresar en el colegio, se encuentran inermes ante los demás y se despierta en ellos el instinto de lucha del que parecía que carecían, al mismo tiempo que caen en la cuenta que el mundo, aunque sea un mundo tan reducido como es el colegio, no gira en derredor de ellos. Ésta es la causa de que el excesivo mimo constituya una de las pocas indicaciones de internamiento de niños en colegios, fuera del alcance de unos padres que no saben educar.

De todas maneras, hay que ser muy cauto para no caer en exageraciones, como la que ha aparecido recientemente en la prensa, en la que un matrimonio sueco había perdido la custodia de un hijo «retirándole de su hogar» por mimarle demasiado. Esta medida me parece desorbitada y constituye una brutal intromisión del Estado en la familia.

Hay padres que tienen más probabilidades de hacer de sus hijos unos niños mimados. Son casos que podríamos denominar de «familias de riesgo», y entre ellos tenemos los de los padres a los que les cuesta romper el «cordón umbilical psicológico» que les une a los hijos, aun cuando tengan ya diez o doce años; los que consideran al hijo como una propiedad exclusiva al que hay que aislar de todo contacto exterior; los que tienen los hijos, generalmente el hijo, cuando ya son un poco mayores y son mitad padres y mitad abuelos, y ya sabemos lo que miman éstos a sus nietos; y los que tienen algún hijo con algún tipo de inferioridad física o psíquica.

En otras ocasiones lo que sucede es que los padres son personas inseguras, ansiosas u obsesivas que hiperprotegen a los hijos para librarles de males que, en la mayoría de los casos, son imaginarios. Peor aún es cuando el hijo se convierte en el «único objeto amoroso» de los padres, por desplazamiento hacia él de una afectividad que no se satisface de otro modo por malas relaciones matrimoniales o simplemente porque, por divorcio o muerte, la relación afectiva se hace un dúo, cuando debería ser un trío o, mejor aún, un pequeño coro. También puede darse en los casos en los que se da la muerte prematura de alguno de los hijos y los padres, consciente o inconscientemente, se sienten culpables e hiperprotegen a los demás hijos.

Aunque parezca raro, puede suceder que la hiperprotección no sea auténtica, sino una reacción compensatoria de un real rechazo por parte de los padres hacia el hijo, sentimiento que es fuertemente reprimido por chocar contra su conciencia moral, y aun social, tal como sucede cuando los hijos frustran de alguna manera las ilusiones y aspiraciones de los padres.

Los lectores que me hayan seguido hasta aquí creerán que me he olvidado del prototipo de niño mimado, es decir, del hijo único. No es así, pero hablaremos de él en otro capítulo.

El maltrato infantil Una desafortunada consecuencia de la hiperprotección paterna puede ser aquella que los padres, ante la indisciplina del hijo mimado hasta entonces, se pasen, paradójicamente, al extremo opuesto y sometan al niño, al no poder hacer carrera de él, a un trato de rechazo, violencia psicológica y aun física. Es decir, que el exceso de permisividad puede conducir a todo lo contrario: al maltrato.

Y ¿qué es el maltrato infantil? La historia comenzó en Estados Unidos en 1946, cuando un radiólogo llamado Caffey describió un nuevo síndrome clínico (los médicos somos muy aficionados a describir nuevos síndromes para pasar a la posteridad) consistente en que los niños que lo padecían presentaban frecuentes fracturas óseas y hematomas subdurales. Desgraciadamente para su descubridor, otro médico americano, Silverman, descubrió que las tales fracturas y hematomas no eran producidas por ninguna enfermedad sino que su origen era traumático y los traumas producidos por los mismos padres, cosa que éstos ocultaban siempre, hasta que se descubría después de minuciosos interrogatorios. Así las cosas la revista «Newsweek» conmocionó a la opinión pública al dar a conocer la triste historia de una afamada niñera (una «nany» como la de la serie televisiva) que había matado a tres niños y herido a doce a fuerza de palizas. Todo ello llevó a que, en 1961, la Academia Americana de Pediatría acuñara el término de «Battered Child» o «Niño apaleado». A los síntomas físicos antes descritos se añadieron después la malnutrición producida por insuficiente alimentación, la carencia de cuidados, los abusos sexuales y el «maltrato psicológico», por lo que se dio al cuadro el nombre, menos restrictivo, de «maltrato infantil».

La inclusión del maltrato psicológico es muy importante porque así se hace ver a los padres que, quizá sin intencionalidad, se puede llegar a ser crueles con los hijos y producirles importantes daños psicológicos. Como ejemplo de ello tenemos la excelente película “El corredor solitario”, en la que se veía a la madre de un niño enurético exponerle a la humillación, casi diaria, de exhibir en la ventana de su dormitorio la sábana que había mojado durante la noche.

Más importancia tienen evidentemente los casos de intentos de suicidio o de suicidios consumados y las fugas de su hogar de hijos que tienen un verdadero pánico a presentar a los padres unas malas notas del colegio, cuando éstos ni siquiera son conscientes del miedo que producen y son los primeros sorprendidos por esta reacción del hijo. No digamos nada si además hay intencionalidad, vejaciones cuando no responden a sus demandas excesivas, encierros en habitaciones durante horas o en sitios obscuros, ridiculizarles delante de amigos, etc.

La sorpresa fue cuando resultó que en el mundo había miles de niños que eran maltratados por sus padres. Cuando se ha empezado a hacer estadísticas, éstas revelan que, desgraciadamente, el maltrato a los niños es una epidemia que va subiendo de año en año, llegándose a estimar que alrededor de seis por cada mil niños sufren de estos maltratos paternos. ¿Cuántos puede haber en España? ¿Seis mil, ocho mil? Probablemente más, quizá menos, pero lo importante no es el número, sino el hecho en sí.

Es evidente que lo primero que se nota en los casos de maltrato son los daños externos pero, aun sin éstos, se puede sospechar cuando se ven niños de aspecto triste y medroso, con dificultades para el contacto, agitación, llantos, gritos y una curiosa demanda de afecto, que se aprecia porque parecen felices cuando se les ingresa en el hospital en vez de demostrar tristeza y desconfianza como es lo normal. Si el cuadro se prolonga, aparece disminución del ritmo del peso y del crecimiento, son frecuentes trastornos psicosomáticos como cefaleas, diarreas, etc., y psicológicamente responden con la aparición de cuadros depresivos.

La edad en la que los niños están más expuestos a padecer maltrato es la de los dos a los seis años. Es curioso que haya niños que parecen especialmente predispuestos a padecerlo y que incluso atraen los malos tratos por parte de los adultos que con ellos conviven, ya sean padres, cuidadores, maestros, etc., por lo cual reciben el poco caritativo nombre de “niños para-rayos” o “niños esponjas”.

Dentro de este grupo tenemos en primer lugar a los niños hiperactivos que, por su constante inquietud, su poca habilidad motora que les convierte en constantes rompedores de objetos, su carencia de atención que les hace víctimas de continuos accidentes y su escaso rendimiento escolar, producen en los adultos que con ellos conviven reacciones de violencia ante sus incapacidades y molestias.

Otros son los niños compulsivos y agresivos que despiertan en los mayores conducta análogas que, a su vez, son motivo de nuevas compulsiones y agresiones infantiles, es decir, lo que en castellano antiguo decíamos un «círculo vicioso» y ahora se llama «feed back» o «retroalimentación».

A estos dos grupos habría que añadir los tercos, que acaban sacando de sus casillas a los que se empeñan en que vayan en la dirección que ellos desean; a los negativistas activos, que no sólo no van en esa dirección sino que quieren ir en la contraria; a los anoréxicos crónicos, que impacientan a los encargados de darles de comer; a los enuréticos o encopréticos a los que hay que estar limpiando a menudo. En niños más pequeños, a los clásicos niños llorones que no dejan dormir a los padres (hace poco apareció en los periódicos la noticia de que un hombre había matado a un hijo de pocos meses de su «compañera sentimental» por esta causa).

Los padres maltratadores Por otro lado también se han descrito tipos de padres más predispuestos a maltratar a sus hijos: padre o madre de inteligencia normal baja, inmaduro emocionalmente, sin ideales, con una infancia desgraciada por frecuencia de malos tratos, y sin conciencia de su problema. Estas personas van aumentando poco a poco sus agresiones y su impotencia para actuar de otra manera.

De todas maneras yo considero mucho más importantes las circunstancias que favorecen estos maltratos. La verdad es que se han hecho muchos estudios a este respecto y los resultados han sido más bien poco concordantes y aun opuestos (por ejemplo, cuando se pregunta: ¿quién pega más el padre o la madre?). Sí aparecen algunos hechos dignos de resaltar: el número de maltratos aumenta si las condiciones de la vivienda son malas y todas las estadísticas están de acuerdo en que, a menor número de habitaciones, más maltrato; los salarios bajos, el paro, el alcoholismo (la célebre paliza de los sábados por la noche), la conducta disocial, un nivel bajo de inteligencia o la presencia de verdaderas enfermedades mentales, también los aumentan.

Pero todo ello, siendo verdad, no debe hacernos olvidar que personas aparentemente normales, cultas y bien situadas en la vida pueden maltratar a sus hijos. Una vez un autor parisino hizo el siguiente retrato robot de una madre maltratadora: mujer divorciada, con hijos pequeños, secretaria de una oficina o empleada en unos almacenes que, después de un día de trabajo agotador, recoge a los niños del colegio, les hace la cena, les acuesta, arregla su casa, prepara la ropa limpia para el día siguiente y que, al ver que los niños se pegan y chillan, les pega una tunda, porque sus nervios se han roto al desbordarse su nivel de aguante.

Cuando se les pregunta a los padres el porqué del maltrato, las respuestas suelen ser muy variadas, desde que lo hacen por bien del niño («quien bien te quiere te hará llorar», «la letra con sangre entra»); porque se lo merecen por su mal comportamiento; porque vinieron al mundo sin ellos desearlo (sobre esto del niño no deseado habría mucho que hablar; antes no se programaban los hijos y a todos se les quería igual) o no saben qué contestar, porque se trata de padres psicópatas y sádicos.

Pero hay también motivaciones inconscientes que pueden causar, no sólo rechazo en quien las oye, sino también extrañeza, tal como que ciertas madres no aman a sus hijos más que cuando están enfermos (por ello, si no lo están, se ponen ellas). Algo de esto es lo que sucede en los casos llamado «síndrome de Múnchhausen por poderes» o «síndrome de Polle», pintorescos nombres que se refieren al célebre barón de los cuentos infantiles y a su hija Polle. Consiste en que hay ciertos padres que producen en sus hijos verdaderos síntomas patológicos fraudulentos, como fiebre, diarreas, etc., para lograr así que el niño sea hospitalizado y se le hagan todo tipo de exploraciones, aunque alguna de éstas sea peligrosa; como los niños no tienen ninguna enfermedad real, se les da de alta y parece que los padres se van tan contentos. Lo malo es que, al poco tiempo vuelven con los mismos o distintos síntomas, con lo que los médicos, al cabo de repetirse la historia varias veces, empiezan a sospechar y comprueban que los niños no se curan del todo hasta que no se les separa de los padres.

Las dimensiones reales del maltrato Realmente el conocimiento de que los hombres podemos ser más crueles que las fieras, que jamás hacen daño a sus crías en circunstancias normales, no es muy halagüeño para nosotros. Sin embargo, no puede llegarse a la exageración del psicoanalista Rascovsky, para quien «la cultura humana está construida sobre la dominación y el miedo de los hijos, mediante el falicidio o asesinato de los mismos». La asociación por él fundada, considera maltrato concebir hijos de una forma accidental, sin desearlo, no amamantar al recién nacido, separarle de la madre por algún tiempo en las primeras horas de la vida extrauterina o «¡cualquier tipo de regaño o reproche!».

No es de extrañar que cuando los padres se enteran de estas teorías se angustien, piensen que pueden ser unos malos padres y acaben hechos un lío, sin saber qué hacer con los hijos a los que se les prohibe regañar, aunque vean que sería necesario hacerlo cuando hacen alguna cosa mal.

No digamos nada si alguna vez han tenido que darle un cachete, ya que quedarán para siempre marcados por su sentimiento de culpabilidad. Pues bien, la experiencia nos dice que un cachete dado por una madre a su hijo, administrado inmediatamente después del hecho merecedor del castigo, no produce nunca el temido trauma infantil. Si se le da un manotón en su mano cuando la mete en un enchufe o la acerca a un brasero eléctrico que le puede quemar, tampoco. Además es el único modo de que no se repita la experiencia pues cuando el niño es pequeño no valen los razonamientos ya que no los entiende.

A este respecto una encuesta reciente del Centro de investigaciones Sociológicas revela que más de la mitad de los encuestados era partidaria de «dar un azote a tiempo» para evitar muchos problemas y males mayores. ¿Será que los españoles somos unos sádicos? Ahora bien, los castigos han de tener ciertas condiciones como son las de no ser violentos, ser oportunos y no prodigarse en demasía, pues no es bueno que los padres se acostumbren a ellos como único medio educativo, ni que los propios niños acaben haciendo lo mismo, pues puede empezar así una escalada de violencia que puede acabar en un verdadero maltrato.

Lo importante es que la relación de los padres con los hijos no consista solamente en esos «refuerzos negativos» (hablando en términos conductistas) que son los castigos y aun los cachetes, sino que han de darse también los «refuerzos positivos» que son los premios y las alabanzas cuando hacen las cosas bien, y «siempre» demostrando el amor que se les tiene. Lo que es verdaderamente dañino para la evolución de la personalidad infantil es la relación aséptica y fría de unos padres que jamás dieron un cachete, pero tampoco dieron besos ni pasaron horas jugando con ellos. El niño, al ver que no le regañan nunca, acaba teniendo un sentimiento inconsciente de culpa por no tener que «pagar» por lo que él sabe que está mal hecho, eso sin contar con que terminará por tener la sensación de que realmente no le importa nada a sus padres.

Naturalmente, conforme los niños se hacen mayores, las vías del diálogo y del razonamiento deben ir constituyendo la base de la educación. No son signo de debilidad de los padres, sino de firmeza, siempre que los padres tengan convicciones firmes.

Francisco J. Mendiguchía, “El complejo de Edipo”

«Doctor, mi hijo de cinco años parece que no quiere a su padre y no desea más que estar conmigo. ¿Tendrá un complejo de Edipo?» Posiblemente no haya en toda la psicología infantil un concepto más conocido y más utilizado, no sólo por los técnicos, psiquiatras o psicólogos, sino también por el público en general y por los padres en particular, que el llamado complejo de Edipo o Situación edípica.

Todo el mundo habla de él, en las películas y televisión lo citan cada dos por tres, los periodistas lo explican en múltiples artículos de ilustración, los novelistas pontifican en sus novelas sobre el tal complejo y los biógrafos de personajes célebres bucean con frecuencia en la infancia de sus biografiados, en busca de su correspondiente Edipo.

Ello quiere decir que se supone constituye un acontecimiento vital en el desarrollo de la personalidad humana y no habrá hombre que ame a su madre, y además lo confiese, al que no se le achaque enseguida que padece un Edipo no resuelto y no digamos nada de una esposa celosa de las atenciones que tiene el marido con su madre.

Nociones teóricas ¿Qué es realmente un complejo de Edipo? Como principio contaremos a grandes rasgos la historia del tal Edipo: sabemos que, allá por el año 425 a. C., un gran dramaturgo griego llamado Sófocles escribió una tragedia en la que narraba la historia del rey Edipo. Este rey huyó de Corinto para que no se cumpliera un terrible augurio, el de que iba a matar a su padre y a desposarse con su madre, sin saber que en realidad él no era hijo de los que creía sus padres, sino que había sido adoptado por éstos. En su huida tropieza con su verdadero padre, Layo, lo mata involuntariamente y después se casa con la esposa de éste, Yocasta, que era su verdadera madre. Cuando ambos se enteran de que eran madre e hijo, Yocasta se ahorca y Edipo huye de Tebas después de arrancarse los ojos.

Pues bien, hace ya casi cien años, Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, desarrolló la teoría de que el niño, después de pasar por las fases oral y anal, llegaba a la fase fálica hacia los tres o cuatro años y que, precisamente en esta fase, se producía el hecho capital del desarrollo infantil: el niño empieza a odiar al padre y a desear que desaparezca, es decir, que muera, porque se ha «enamorado» de la madre y desea poseerla para él solo (ni siquiera compartirla con los hermanos y de ahí el germen de otro famoso complejo, el de Caín), pero como, a pesar de todo, el niño también ama a su padre y no quiere que en realidad se muera, su alma entra en un grave conflicto, fuente de ansiedad y angustia: el niño odia a su padre y, al mismo tiempo, le ama.

Esto estaba muy bien para los niños pero, ¿qué pasa con las niñas? Para que el esquema resultara completo Freud describió a continuación el Edipo femenino. Como es natural, en éste sucedía lo contrario: las niñas se enamoran del padre y odian a la madre que, además, posee el pene del padre, objeto del que ellas carecen (la famosa “envie penis”). A este complejo su, por entonces, amigo y correligionario Jung, le denominó complejo de Electra.

A primera vista se percibe que el Edipo masculino tenía más facilidades de aparecer que el femenino, porque el primer objeto amoroso, tanto de los niños como de las niñas, en sus primeros años, es la madre y, por lo tanto, el niño no tiene que cambiar la dirección de sus deseos, mientras que la niña sí tiene que hacerlo. El psicoanálisis dio la explicación de que esto era fácil para la niña, dado que ésta acaba culpando a la madre de su carencia de pene, y su objetivo es conseguir del padre lo que la madre le ha negado.

La salida de esta situación edípica también es diferente para el niño que para la niña. El niño se siente culpable por sus deseos de muerte y teme ser castigado con la castración, por lo que renuncia a su odio hacia el padre y acaba identificándose con él para así poseer otra mujer cuando sea mayor. En las niñas el proceso es algo más largo, porque ellas no pueden tener miedo a la castración, aunque acaba resolviéndolo de la misma manera, identificándose con su madre.

Con la resolución del complejo de Edipo, los niños, según siempre el psicoanálisis, entran en un periodo de calma afectiva, que denomina «período de latencia», hasta que, en la pubertad vuelven las angustias edípicas.

Ana Freud, la hija del fundador del psicoanálisis, describe nuestro complejo con palabras que no resultan tan provocadoras (tal como se entiende hoy este término en el teatro o en la novela), aunque las consecuencias para el niño de sus sentimientos hostiles las describe casi de un modo apocalíptico: «El miedo que le inspira la procedencia de sus deseos hostiles, el temor de la venganza del padre y la pérdida de su cariño, la desaparición de toda inocencia y tranquilidad en relación con la madre, la mala conciencia y la mortal angustia…» En este camino de la descafeinización del complejo de Edipo, tenemos que, uno de los primeros psicoanalistas de la infancia, Baudouin, escribiera en 1930: «La sexualidad a la que nos referimos no es exactamente lo que todo el mundo entiende por tal nombre, se trata de elementos de sensualidad difusa, de afectividad y de amor, que son en el niño el germen de lo que será propiamente genital en el adulto» y, de hecho, acaba transformando el complejo de Edipo en una atracción hacia el progenitor del sexo opuesto y un cierto resentimiento hacia el del mismo sexo, pero sin más profundidades.

Lo que mucha gente se ha preguntado desde la primera descripción freudiana, es de dónde sacó el concepto y por qué le dio tanta importancia; hasta el extremo de generalizarlo como una evolución normal del niño en su vertiente psicológica. Dado que Freud se casó en 1986 y tuvo seis hijos, podría haber sido la observación de estos lo que le llevó a estas conclusiones, pero si fue así no lo mencionó nunca.

Parece ser que el complejo de Edipo fue mencionado por primera vez por su descubridor en una carta a su amigo Fliess el día 15 de octubre de 1897, en la que escribe: «Se me ha revelado una idea única de valor general. Me he encontrado, también en mi propio caso, enamorado de mi madre y celoso de mi padre y ahora considero esto como un acontecimiento universal en la primera infancia», es decir, lo sacó de vivencias de su propia infancia.

Debió de ser algo profundo y personal cuando un hombre genial, pero también bastante obsesivo como Freud cayó en la magnificación de estos sentimientos y formuló una teoría en la que, tal como la desarrolló él mismo, ya no creen la mayoría de los psiquiatras, y aun muchos psicoanalistas.

Volviendo al inicio de esta teoría freudiana, se vio enseguida que había niños a los que les sucedía lo contrario de lo que ésta presupone, esto es, que había niñas que estaban más unidas a su madre y niños que preferían a su padre y a este fenómeno se le llamó «complejo de Edipo invertido», con lo que la validez de la teoría comenzó a tambalearse. Para explicar esta anomalía el psicoanálisis alegó que en realidad, había dos complejos, el de Edipo y el de Electra, siendo el primero «más frecuente» en los niños y el segundo en las niñas.

Por otro lado, ya desde 1907, un colaborador de Freud y vienés como él, Alfredo Adler, empezó a no admitir la teoría de la libido, poniendo en cambio todo su acento en lo que denominaba «voluntad de poder». Por ello consideró que el Edipo no es más que un episodio de la lucha por el poder, es decir, un intento por parte del niño de apoderarse de la madre imponiéndose al padre, y un intento de la niña de superar a la madre y ser «la esposa del padre» pero no por otra cosa que para hallar seguridad.

Para Jung, el otro gran heterodoxo del psicoanálisis, lo importante es el instinto de nutrición, y el padre no es más que un obstáculo para conseguir lo que desean los hijos, pero que la sexualidad no tiene nada que ver en esto.

Karen Harney, una psicoanalista de tendencias sociales o ambientalistas, se pregunta: «¿El complejo de Edipo debe producirse forzosamente en todo niño o, por el contrario, es inducido por circunstancias determinadas? No hay pruebas de que las reacciones de celos destructivas y permanentes, como las del complejo de Edipo, sean en nuestra cultura tan comunes como acepta Freud, pero pueden, sin embargo, producirse artificialmente por la atmósfera en la que el niño evoluciona.» Tenemos además otros hechos importantes: ¿Cómo pasan su Edipo los niños que no tienen padre o no tienen madre o, lo que es aún peor, no tienen ni padre ni madre y se han criado en instituciones de asistencia? Según los psicoanalistas ortodoxos estos niños pasan la situación edípica imaginativamente o, en los casos de orfandad total, viven la experiencia con los cuidadores de distinto sexo que se ocupan de ellos. La verdad es que estas explicaciones no son muy creíbles.

Por último, hemos de pensar que la sociedad familiar que Freud conoció, aun en sus últimos años, no tiene nada que ver con la actual. Las madres ya no pasan tantas horas con sus hijos, porque casi todas trabajan y, por el contrario, el padre ya no es aquel señor todopoderoso que veía a los hijos solamente unos minutos al día y se permitía pocas familiaridades con ellos, sino que ahora conviven muchas horas con sus hijos: juegan con ellos, los lavan, les dan de comer y los transportan marsupialmente durante horas colgados de su pecho.

Mi concepto de Edipo Entonces, ¿por qué esta casi universalidad en la creencia del complejo de Edipo a lo largo de tantos años? Esto me recuerda un cuento infantil que se llamaba algo así como «El traje del rey» y relataba la historia de unos sastres que estafaron a su rey haciéndole creer que le habían confeccionado un traje que sólo podían ver los listos, pero no los tontos. Como es lógico, no había tal traje y el rey aparecía en público en paños menores, pero nadie se atrevía a decírselo por temor a pasar por tonto. Todo fue bien hasta que le vio un niño, que ya se sabe que son los que dicen las verdades, y exclamó: ¡pero si el rey va desnudo! Yo, como el niño del cuento (se dice que los viejos nos volvemos un poco niños) tampoco he visto complejos de Edipo en niños normales, tal como los definió Freud. Pero yo no he sido ni el primero ni el único en España, pues allá por el año 1957, otro viejo paidopsiquiatra, el Dr. Jerónimo de Moragas, escribió un libro titulado “Psicología del niño y del adolescente” en el que decía: «He conocido muchísimos niños que jamás han pasado por una situación edipiana. Nunca una persona, no empeñada en descubrir hechos concretos que demuestran teorías abstractas, y que haya tratado con niños de distintas categorías personales, familiares y sociales, ha podido encontrar en ellos ninguna tendencia a preferir al progenitor del sexo opuesto.» Sin embargo, yo estoy convencido de que, a esa edad de los tres a cuatro años, sí comienza una cierta mayor afinidad entre hija y padre y entre hijo y madre y hasta, en ocasiones, un rechazo por el progenitor del mismo sexo. Pero a mi modo de ver, la situación es inversa a la descrita por Freud; son los padres los que muestran estas preferencias, los padres por las hijas y las madres por los hijos, aunque, naturalmente, el cariño sea el mismo para todos y, por supuesto, no los odian en ningún caso, siempre que se trate de personas normales.

Lo que sucede es que los padres tienen una tendencia natural y espontánea a proteger a las niñas y a mimarlas por un reflejo atávico y educacional de respeto, deferencia y protección hacia el sexo opuesto, además de que el hombre, por no haber sido nunca niña, no acaba de entenderlas del todo y, por el contrario, sí han sido niños (cocineros antes que frailes) y conocen mejor sus trucos para evadirse de la autoridad paterna.

A las madres les pasa lo mismo con los hijos, ellas no han sido niños y tampoco los entienden muy bien, pero sí han sido niñas y saben mejor cómo manejarlas.

Los niños, que son más listos de lo que creemos, aprenden enseguida la lección y así, las niñas cortejan a los padres porque saben que son más fáciles de manejar que las madres, mientras que los hijos lo hacen con las madres por el mismo motivo.

Por todo ello se van produciendo, a lo largo de los años, unas relaciones afectivas, que algunos siguen llamando edipianas, pero que no tienen nada que ver ni con Edipo ni con Sófocles.

El complejo de Edipo como patología Pero si el complejo de Edipo hemos dicho que no constituye una fase del desarrollo normal infantil, he de admitir, porque así lo he visto en alguna ocasión, que en determinadas circunstancias pueden presentarse situaciones realmente edípicas en el sentido freudiano, tal como sucede cuando algunas madres, con carencias afectivas generalmente, se comportan respecto a sus hijos con una intimidad excesiva y los erotizan inconscientemente.

Un ejemplo de lo que acabo de exponer es lo que cuenta Stendhal en sus recuerdos: «Mi madre era una mujer encantadora y yo estaba enamorado de ella… ella me quería con pasión y me abrazaba sin cesar y yo detestaba a mi padre cuando venía a interrumpirnos.» Hay que tener en cuenta que esto tenía que sucederle a Stendhal cuando era menor de siete años, edad que tenía cuando murió su madre.

El caso inverso, es decir, el complejo de Electra, no lo he visto nunca, siendo muy curioso, pero su estudio nos llevaría demasiado lejos, el que en los casos de abusos sexuales y aun de verdadero incesto, se produce justamente lo contrario, es excepcional en la relación madre-hijo.

Otras circunstancias que pueden favorecer la aparición de verdaderas situaciones edípicas son las que cita un psicoanalista, nada sospechoso de heterodoxia freudiana, Otto Fenichel, que no sólo daba una gran importancia a la visión por parte de los hijos de la llamada «escena primaria» entre los padres (dato que hay que tener muy en cuenta para no dilatar demasiado tiempo la salida de los niños de los dormitorios paternos), sino que también hablaba de sustitutos de esta escena primaria y citaba entre ellos la observación de adultos desnudos, es decir, lo que muchos padres hacen hoy en día por considerarlo normal y aun beneficioso para su educación.

En resumen que, en contra de lo que sostiene el psicoanálisis, no es cierto que el complejo de Edipo forme parte de la evolución normal de la personalidad del niño y, por tanto, tampoco lo es que de su resolución dependa en gran parte el equilibrio psíquico del adolescente y aun del adulto. Ahora bien, en ocasiones sí que puede aparecer este complejo y, cuando esto sucede, revela una patología de las relaciones padres-hijos que hay que tratar adecuadamente.

Julio de la Vega-Hazas, “La salud como valor moral”, ARVO, XI.02

Últimamente estamos asistiendo a un fenómeno sorprendente. Desde diversas instancias públicas se ha empezado a combatir el llamado “botellón” callejero de adolescentes, con alarmantes avisos de chicos y chicas que empiezan a beber regularmente a los trece años.
Al mismo tiempo, desde las mismas instancias se quieren instalar expendedoras de preservativos en colegios y centros juveniles, en campañas que difícilmente esconden el fomento de la promiscuidad que conllevan, sin atender prácticamente a la edad de inicio. Continuar leyendo “Julio de la Vega-Hazas, “La salud como valor moral”, ARVO, XI.02″

Angel García Prieto, “Elogio de la debilidad”, Arvo, 1.XI.02

Cada cual es único, y por tanto anormal (Alexandre Jollien).

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Ignacio Sánchez Cámara, “Algo más que ratones”, ABC, 7.XII.02

La ciencia ha descifrado la secuencia completa del genoma del ratón. Sólo 300 de sus 30.000 genes difieren de los del hombre. La semejanza genética de las dos especies se aproxima al 99 por ciento. Ante tan extrema afinidad biológica, algún científico ha llegado a proclamar que, en esencia, los humanos «somos ratones sin cola». Ignoro el efecto que la noticia haya producido en la comunidad de nuestros parientes ratones, pero aventuro que a algunos humanos les debe de estar produciendo un intenso regocijo. Al fin y al cabo, parecen empeñados, con su conducta y su inteligencia, en borrar aún ese uno por ciento de diferencia. Decretada la igualdad intelectual y moral entre los hombres, le toca el turno ahora a la igualdad entre todos los animales y, más tarde, entre todos los seres vivos. Espero con ansiedad la confirmación del viejo y estrecho parentesco del hombre con la patata o la alubia. Después de leer el ensayo de Rousseau sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres, Voltaire escribió al pensador ginebrino que tras su lectura le daban a uno ganas de andar a cuatro patas. La estirpe de los rusonianos silvestres no dejará de celebrar esta fraternidad entre ratones y hombres. Todo lo que pueda ser utilizado para rebajar la dignidad del hombre o negar su realidad personal les produce un gran entusiasmo. Acaso se reconocen mejor a sí mismos.

Sin embargo, acaso no convenga despreciar ese uno por ciento. Pequeñas diferencias pueden producir grandes consecuencias. Entre un hombre y una mujer las diferencias son mínimas, pero nada despreciables. Como decía el fiscal que interpretaba Spencer Tracy en «La costilla de Adán», viva la diferencia. Hitler y Einstein, pongamos por caso, tienen la misma secuencia genética, y las diferencias entre ellos, si no me equivoco, no son insustanciales. No es seguro que podamos encontrar la base genética de la genialidad y de la estupidez, de la bondad y de la maldad. La igualdad genética es compatible con la desigualdad espiritual, intelectual y moral. Si existen tantas diferencias entre seres con los mismos genes, un uno por ciento de diferencia puede ser mucha diferencia. Para empezar permite, entre otras cosas, pesar 3.000 veces más, vivir 40 veces más, fabricar la bomba atómica, viajar a la Luna, pintar los frescos de la Capilla Sixtina, investigar con ratones y descubrir las secuencias genéticas. Al parecer, ese uno por ciento limita algo a los ratones y les dificulta la experimentación con hombres. Pero el argumento ratonil se puede volver contra sus esgrimidores, pues cuanto menos puedan imputarse las diferencias reales a causas biológicas o materiales, más necesario será apelar a razones espirituales o inmateriales. El hombre no se limita al barro genético de que está hecho, sino que es ante todo una realidad personal que tiene que actuar libremente con ese barro y en una circunstancia que no ha elegido, en función de un proyecto vital o de un ideal de vida. Por eso, lo propiamente humano no puede ser apresado por la genética.

Lo relevante del descubrimiento, desde el punto de vista de su aplicación, deriva de las posibilidades terapéuticas que abre para la investigación. El ratón, viejo amigo del científico, se revela más fiel amigo del hombre que el perro, por cierto más alejado genéticamente de nosotros. La naturaleza biológica del hombre no constituye su verdadero ser sino sólo su punto de partida. Acaso hayamos perdido la cola a cambio del espíritu, el alma y la inteligencia. La ciencia tiene algunas limitaciones. No se puede encontrar algo allí donde no está.

Joseph Ratzinger, “El relativismo, nuevo rostro de la intolerancia”, Zenit, 1.XII.02

El relativismo se ha convertido en la nueva expresión de la intolerancia, según considera el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe en la clausura en Murcia el Congreso de Cristología organizado por la Universidad Católica de San Antonio.

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Joseph Ratzinger, “El secreto para evangelizar la cultura de la comunicación”, Zenit, 10.XI.02

La evangelización no es asimilación, imprime un cambio radical. Ante el desafío que presenta la evangelización en la sociedad de la comunicación, el cardenal Joseph Ratzinger está convencido de que «la fe está abierta a todo aquello que en la cultura es grande, verdadero y puro». Ahora bien, esta apertura no es ingenua: «el Evangelio provocará siempre un corte que purifica y resana la cultura».

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe presentó su propuesta al concluir el Congreso «Parábolas Mediáticas – Hacer cultura en tiempos de comunicación», organizado por la Conferencia Episcopal Italiana, en el aula de las audiencias generales del Vaticano. En su intervención, que llevaba por título «Comunicación y cultura: nuevos caminos para la evangelización en el tercer milenio», el cardenal alemán subrayó que la evangelización no es una simple asimilación a la cultura dominante: «La fe ha sido siempre crítica con la cultura, y hoy debe ser más impávida y valiente». «La fe es un “corte”, una oposición a todo elemento de la cultura que cierre las puertas al Evangelio». Ratzinger pidió a los agentes de la cultura y la comunicación que tuvieran «una fe crítica y valiente» y se opuso a «irenismos fáciles y a degeneraciones culturales del presente». Haciendo un repaso histórico de la inculturación del Evangelio, constató que «desde siempre, el cristianismo ha estado amenazado por elementos anticristianos», y hoy estamos ante una cultura «que se aleja de manera siempre creciente del cristianismo». Prueba de ello son, constató, «las amenazas a la vida, los ataques a la familia basada en el matrimonio, la reducción de la fe a una realidad subjetiva, la secularización de la conciencia pública, la fragmentación y la relativización de la ética». En este contexto, concluyó, «la evangelización no es nunca simplemente una comunicación intelectual, es un proceso vital, una purificación y una transformación de nuestra existencia, y para esto es necesario un camino común». Ante una cultura que presenta la fe como un camino imposible de recorrer, Ratzinger presentó así el desafío decisivo de la «evangelización de la cultura».

Tomado de Zenit, ZS02111002

Alejandro Llano, “Empresa y responsabilidad social”, 23.XI.2002

Conferencia pronunciada en el Palacio de Congresos de Madrid en la Jornada de Antiguos Alumnos del IESE.

La responsabilidad es una dimensión constitutiva de la libertad. No representa algo así como su contrapartida negativa, una especie de “pero” que se le haya de poner a nuestra autónoma capacidad de decisión y realización: “Libertad, sí, sí, eso está muy bien, pero libertad responsable”. Decir “libertad responsable” es una suerte de repetición, un pleonasmo. Porque una libertad irresponsable no pasaría de representar algún tipo de veleidad o de capricho, carente de la categoría antropológica que a la libertad le corresponde en la comprensión del ser y del actuar humanos. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “Empresa y responsabilidad social”, 23.XI.2002″

Informe sobre el estado de la libertad religiosa en el mundo, 26.X.02

WASHINGTON, 26 octubre 2002 (ZENIT).- El 7 de octubre el gobierno norteamericano hacía público su último informe sobre libertad religiosa en el mundo. A pesar de los muchos acuerdos internacionales que obligan a las naciones a garantizar la libertad religiosa, el informe observa: “Gran parte de la población mundial vive en países donde el derecho a la libertad de religión se ve restringido o prohibido”.

El informe internacional sobre libertad religiosa para el año 2002, prepab6987alf rado por el Departamento de Estado, es el cuarto informe de esta clase desde que entrara en vigor el Acta Internacional de Libertad Religiosa de 1998. El último informe cubre el periodo que va desde el 1 de julio de 2001 hasta el 30 de junio del 2002, y tiene información sobre más de 190 países.

La primera parte del informe se ocupa de las naciones donde se restringe la libertad religiosa. A la cabeza de la lista se encuentran los países considerados como totalitarios o autoritarios en sus intentos de controlar las creencias o la práctica religiosa. En Birmania, por ejemplo, “el gobierno generalmente se ha infiltrado o controlado los encuentros y actividades de prácticamente todas las organizaciones, incluyendo las religiosas”. Aunque las autoridades demuestran preferencia por el budismo, incluso el clero budista está severamente restringido en sus actividades, dice el informe.

Con respecto a China, el informe habla de la “dura represión” de aquellos grupos que carecen de aprobación oficial. Se ha intensificado en algunos lugares la campaña del gobierno para encauzar toda expresión religiosa en organizaciones que estén bajo supervisión, observa el informe.

La policía sigue cerrando mezquitas, templos y seminarios que no se someten a controles oficiales y “sobre todo los líderes de los grupos no autorizados, son con frecuencia objeto de hostigamiento, interrogatorio, detención y abuso físico, incluida la tortura”.

También recibe críticas Corea del Norte. “Los grupos confesionales y de derechos humanos fuera del país han mostrado numerosos informes sobre la manera en que los miembros de las Iglesias clandestinas son golpeados, arrestados y asesinados”, establece el informe.

Otros países asiáticos mencionados son Laos y Vietnam. El informe pone especial atención en la persecución de los protestantes Hmong en Vietnam, algunos de cuyos miembros han sido acusados de practicar la religión ilegalmente y han sido encarcelados con penas de más de tres años.

Cuba también está en la lista negra, pues según el informe, el gobierno mantiene “sus esfuerzos por mantener un fuerte grado de control sobre la religión”. El informe menciona la vigilancia a la que someten a los fieles las fuerzas de seguridad y añade: “La capacidad de las Iglesias para crear escuelas, formar a trabajadores religiosos, e imprimir material religioso está prohibida o severamente restringida”.

Naciones islámicas La siguiente categoría de países examinados incluye a aquellos que manifiestan hostilidad hacia las religiones minoritarias o no aprobadas. Muchos de estos países son islámicos. En Irán, por ejemplo, hay “una atmósfera de amenaza para algunas minorías religiosas”. Los grupos minoritarios sufren discriminación en áreas tales como empleo, educación y vivienda.

En Irak, continúa la persecución contra la minoría musulmana chií. El informe acusa al gobierno de “una brutal campaña de asesinatos, ejecuciones sumariales, arrestos arbitrarios, y detenciones prolongadas contra los líderes religiosos chiítas y sus seguidores”.

En cuanto a Pakistán, el Departamento de Estado de los Estados Unidos acusa al gobierno de ser incapaz de proteger los derechos de las minorías religiosas y de no estar dispuesto a actuar “contra las fuerzas sociales hostiles a quienes practican una fe diferente”. El informe también critica las leyes contra la blasfemia (cuyo castigo incluye la pena de muerte), que son usadas para acusar e intimidar a los musulmanes así como a otros creyentes.

El informe es incluso más duro cuando habla de Arabia Saudí. “No existe libertad de religión en Arabia Saudí”, establece. No se permite ninguna manifestación pública de creencias no musulmanas, constata. No se permite al clero de otras religiones entrar en el país para proporcionar servicios a sus fieles que viven en Arabia Saudí.

Ni siquiera los musulmanes se libran de la persecución. Los miembros de la minoría chií hacen frente “a una discriminación política y económica institucionalizada, incluyendo restricciones en la práctica de su fe”.

En Sudán, muchas de las víctimas de los ataques del gobierno en la larga guerra civil son miembros de grupos cristianos o de religiones indígenas, dice el informe. Los reclutamientos forzados y la esclavitud continúan en las zonas en guerra, al igual que la conversión forzada al Islam. “El reconocimiento del Islam por parte del gobierno como religión de Estado promueve una atmósfera en la que los no musulmanes son tratados como ciudadanos de segundo orden”, observa el informe.

También se critica a Turkmenistán y a Uzbekistán. El primero continúa restringiendo las manifestaciones religiosas; el gobierno impone severos límites a las actividades de las organizaciones no registradas. En Uzbekistán, los grupos islámicos no autorizados hacen frente a una “dura campaña”, mientras que las iglesias cristianas son toleradas solamente si no intentan lograr conversiones entre la población local.

Leyes no respetadas Otro grupo de países no son capaces de hacer cumplir las leyes existentes que supuestamente protegen la libertad religiosa. En Bangladesh, “con frecuencia la policía es lenta al tener que asistir a miembros de las minorías religiosas cuando son víctimas de crímenes, lo que contribuye a una atmósfera de impunidad”.

En Bielorrusia, la política gubernamental favorece a la Iglesia ortodoxa, mientras otros grupos hacen frente a un “creciente hostigamiento”. Una nueva ley en proceso de ser aprobada aumentaría las restricciones de la libertad religiosa. También se critica a Rusia por continuar utilizando la Ley sobre Libertad de Conciencia de 1997. El informe observa las dificultades que afronta el clero, especialmente los cristianos católicos y evangélicos, para obtener visados de entrada o permanencia en Rusia.

En Egipto se ha registrado cierta mejora, pero su gobierno continúa procesando a personas por creencias no ortodoxas. Y “el proceso de aprobación para la construcción de una Iglesia ha continuado siendo un desperdicio de tiempo y responde de manera insuficiente a las esperanzas de la comunidad cristiana”, dice el informe de Estados Unidos.

También se juzga la violencia religiosa en la India, particularmente los enfrentamientos de inicios de este año protagonizados por grupos hindúes en Gujarat. La hostilidad hacia los musulmanes en Gujarat ha estado relacionada con problemas en la coalición de gobierno, liderada por el Bharatiya Janata (BJP), partido nacionalista hindú “con lazos con grupos chauvinistas hindúes implicados en el pasado en ataques contra las minorías religiosas”.

Otro país criticado es Indonesia. Su gobierno “tolera en la actualidad los abusos contra la libertad de religión”, acusa el Departamento de Estado. Y en Nigeria, la introducción de la Sharia, o ley islámica, en varios estados del norte contradice cláusulas de la Constitución federal, observa el informe. Los miembros de las religiones minoritarias tienen que afrontar en muchas partes discriminaciones por parte de los funcionarios estatales.

Como en pasados informes, algunos países europeos –Bélgica, Francia y Alemania– son criticados por sus leyes que limitan las actividades de algunas sectas. El informe alega que estas leyes “anti-culto” podrían llevarse a la práctica “de forma que den como resultado la persecución de personas por su fe”. El informe también advierte que estas leyes, especialmente una francesa, podrían ser copiadas por otros países, donde las autoridades no serían tan cuidadosas a la hora de llevarlas a la práctica.

El 11 de octubre se cumplía el 40 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II. “La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa”, establece Dignitatis Humanae, la declaración aprobada en el Concilio sobre libertad religiosa. La autoridad civil, observa el documento “excede sus límites si pretende dirigir o impedir actos religiosos”. Cuarenta años después, muchos hombres y mujeres del planeta esperan que este derecho básico se respete.

Tomado de Zenit, ZSI02102602

André Frossard, “¿Y si la ciencia demostrara que Dios no existe?”, Arvo, 15.XI.02

“Esta pregunta se hace eco de un temor, muy habitual entre los creyentes, ante el auge de las ciencias naturales que contradicen en no pocos puntos su credo religioso, al tiempo que manifiesta una esperanza avivada periódicamente por el ateísmo militante. Ese temor fue el que indujo a los rectores de la Iglesia a condenara Galileo, no a la hoguera, ciertamente, sino a una especie de “arresto domiciliario”, castigo que no deja de tener su ironía referido á un hombre que se mostraba seguro de estar dando vueltas alrededor del sol. Para aquellos eclesiásticos, la tierra debía ocupar el centro del mundo universo, y pretender lo contrario suponía infligir a la Escritura santa un agravio lindante con la blasfemia. Tuvo que pasar un siglo para que se reconociera el error y para que se cayera en la cuenta de que la importancia de la tierra no dependía de su localización en el espacio. Los creyentes sufrieron mucho en el siglo XIX ante las declaraciones de Marcelin Berthelot en el sentido de que “en adelante, el universo no guardará secreto alguno para los sabios”. En esa línea, es razonable pensar que llegue el día en, que se prescinda de “la hipótesis de Dios” forjada en los siglos oscuros de la ignorancia.” Sin embargo, el objeto de la ciencia no es más que lo observable y lo medible, y Dios no es nulo uno ni lo otro.

Para demostrar que Dios no existe, sería menester que lo que vosotros llamáis “la ciencia” descubriera un primer elemento que no tuviera causa, que existiera por él mismo, y cuya presencia explicara todo lo demás sin dejar nada fuera. Y justamente ese elemento es lo que nosotros llamamos Dios.

Extracto de “Preguntas sobre Dios”, Rialp, Madrid 1991, pp. 70-71.

——————————————————————————– El autor, André Frossard André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

Ateo perfecto, ni se planteaba el problema de Dios El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: “Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…) El mundo: material y explicable Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…) No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Fascinado por Marx Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…) El domingo El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…” Navidad sin sentido En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Sus padres unidos por el socialismo Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

La política llenaba la vida familiar Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…) Jesucristo hubiera sido de los suyos Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”.

Encontró a Dios sin buscarlo Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios. Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

Cómo lo encontró No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…) Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…) Una revolución exraordinaria Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó. Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Best-seller mundial Frossard escribió el libro de su conversión, “Dios existe. Yo me lo encontré” (Editorial Rialp), que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.