Alfonso Aguiló, “Fundamentos y límites de la tolerancia en una sociedad plural”, ARVO, II.2001

Entrevista de Carlos Azarola, febrero 2001.

    Michael Novak decía, entre bromas y veras, que en su país –Estados Unidos– hay dos frases que son sin duda las más repetidas por todos los ciudadanos. La primera es: “yo hago lo que me da la gana”; y la segunda…: “esto debería estar prohibido”.

    Ese equilibrio entre la libertad personal y la salvaguardia del bien común, es algo bastante difícil y complejo. Conviene analizarlo con calma, sin trivializaciones, porque la tolerancia ha de tener su justa medida. Todos los hombres aspiramos a la libertad, pero, al mismo tiempo, reclamamos protección frente al empleo que otros hagan de la suya. Vemos necesario que haya unos límites, porque las libertades interaccionan entre sí. Sobre estas cuestiones entrevistamos hoy a Alfonso Aguiló, autor del libro La Tolerancia (Editorial Palabra, Colección “Hacer Familia” nº 68, 3ª edición, Madrid, 2001).

DIFÍCIL EQUILIBRIO —Parece claro que no puede tolerarse todo, pero tampoco perseguirlo todo. ¿Cómo encontrar un equilibrio? Todos sabemos que hay cosas (robo, violación, asesinato, etc.) que tolerarlas sería una degradación. Y que hay otras que perseguirlas convertiría la sociedad en algo asfixiante, pues desembocarían en un régimen represivo. Por eso no conviene perseguir absolutamente todo lo malo, pues entonces se produciría un mal peor. Por ejemplo, la mentira es mala (Aristóteles decía que una prueba de ello era que a nadie le gusta que le llamen mentiroso), pero perseguir absolutamente todas las mentiras de todos los ciudadanos y en toda circunstancia, llevaría a una sociedad opresiva; de hecho, la mayoría ordenamientos jurídicos sólo persiguen la mentira “cualificada” (perjurio, falsedad en un contrato o documento público, calumnia en medios de comunicación, etc.). Algo parecido podría decirse sobre el alcohol, la droga, la prostitución, etc. En todos esos casos se produce un conflicto moral, de naturaleza muy diversa, y encontrar un equilibrio adecuado no es cuestión sencilla, pero se puede avanzar bastante analizando algunos principios básicos en torno a la tolerancia.

SER PERSONAS TOLERANTES —Se habla mucho de tolerancia, pero la historia reciente está demostrando que todavía perviven, o incluso se agudizan, muchas formas de violencia e intolerancia que todos abominamos.

La tolerancia, entendida como respeto y consideración hacia la diferencia, o como una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta a la propia, de aceptación de un legítimo pluralismo, es a todas luces un valor de enorme importancia. Estimular en este sentido la tolerancia puede contribuir a resolver muchos conflictos y a erradicar muchas violencias. Y como unos y otras son noticia frecuente en los más diversos ámbitos de la vida social, cabe pensar que la tolerancia es un valor que –necesaria y urgentemente– hay que promover.

Sin embargo, la tolerancia no es una actitud de simple neutralidad, o de indiferencia, sino una posición resuelta que cobra sentido cuando se opone a su límite, que es lo intolerable. De hecho, muchas formas de intolerancia tienen su origen en un previo exceso de tolerancia, que ha producido conflictos violentos.

—¿Qué se entiende entonces exactamente por “tolerancia”? Hay dos acepciones principales de la palabra tolerancia, que engloban lo que acabamos de decir. Una es el “respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean diferentes a las nuestras”. Y la otra –que recoge su sentido más específico–, señala que “tolerar es permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”; o sea, no impedir –pudiendo hacerlo– que otro u otros realicen determinado mal.

NADIE TIENE DERECHO A IMPONERME SUS VALORES —El problema es que el concepto de bien y de mal son muy relativos para bastante gente…

Puedo responder con una anécdota que contaba Peter Kreeft. Un día, en una de sus clases de ética, un alumno le dijo que la moral era algo relativo y que como profesor no tenía derecho a imponerles sus valores.

«Bien –contestó Kreeft, para iniciar un debate sobre aquella cuestión–, voy a aplicar a la clase tus valores, no los míos: como dices que no hay absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos, y como resulta que mi conjunto particular de ideas personales incluye algunas particularidades muy especiales, ahora voy a aplicar esta: todas las alumnas quedan suspendidas.» Todos quedaron sorprendidos y protestaron de inmediato diciendo que aquello no era justo. Kreeft, continuando con aquel supuesto, le argumentó: «¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es sólo mi valor o tu valor, entonces no hay ninguna autoridad común a ti y a mí. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tampoco tú a mí el tuyo.

»Sólo si hay un valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores absolutos y objetivos fuera de nosotros, sólo podrías decir que tus valores subjetivos son diferentes de los míos, y nada más.

»Sin embargo, no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que, cuando desciendes a la práctica, sí crees en los valores absolutos.» Parecida contradicción surge cuando se habla de poner límites a la tolerancia. Ya hemos visto que parece inimaginable una sociedad en la que se permitiera todo, puesto que hay cosas que no pueden tolerarse si no se quiere acabar en la ley de la fuerza. Y si no toleramos algunas cosas es porque hay verdades y valores que consideramos innegociables.

Por ejemplo, no toleramos el robo para proteger la propiedad, necesaria para la subsistencia libre de las personas; o no toleramos el asesinato para proteger el derecho a la vida de todo hombre. Y hay que resaltar que, en ambos casos, estamos imponiendo a los delincuentes algo con lo que ellos pueden no estar de acuerdo. Y a todos nos parece evidente que si el ladrón no cree en el derecho a la propiedad, o el asesino no cree en el derecho a la vida, o si ambos consideran que tienen razones personales para robar o matar, no por ello sus acciones dejarán de ser reprobables, y castigadas en una sociedad en la que impere la justicia.

Si aceptáramos el relativismo, cada persona tendría derecho a su verdad y su criterio para definir lo bueno y lo malo, y entonces cualquier imposición de la ley (que muchas veces es manifestación de un sentido moral) sería una muestra de intolerancia. Lo propio humano es que los límites de la libertad no estén en la fuerza de los otros (como sucede en la ley de la selva), sino en valores que exige la dignidad humana.

RECELO HACIA LA TOLERANCIA —Mucha gente muestra recelo ante la idea de la tolerancia, pues le parece que fomenta el permisivismo. Y en el caso de la fe, su relajamiento.

Recelar de la tolerancia es como recelar de la libertad. La libertad exige tolerancia, y eso es algo que está muy presente en la fe cristiana. Dios no impide que se produzca el mal, ni lo castiga inmediatamente, pues hacerlo sería incompatible con la libertad.

C. S. Lewis decía, con su habitual sentido del humor, que un mundo en el que Dios corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de la libertad de los hombres, obligando a que todos sus actos fueran “buenos”, sería algo realmente grotesco. El palo tendría que volverse blando cuando quisiera usarse para golpear a alguien; el cañón de la escopeta se haría un nudo cuando fuera a ser utilizada para el mal; el aire se negaría a transportar las ondas sonoras de la mentira; los malos pensamientos del malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se negaría a cumplir su función durante ese tiempo; y así sucesivamente. Si Dios tuviera que evitar cada uno de esos actos malos, o castigarlos de inmediato, toda la materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones, sería un auténtico show. Es cierto que se impedirían los actos malos, pero la libertad humana quedaría anulada.

La tolerancia tiene unas hondas raíces cristianas. Si analizamos, por ejemplo, la parábola de la cizaña, vemos que expresa con gran claridad que querer erradicar totalmente la cizaña –el mal–, supone arrancar también el trigo –el bien–, y que por tanto es preciso esforzarse en disminuir en lo posible el mal, pero no pretender perseguirlo todo y siempre.

¿CÓMO DISCERNIR ENTONCES? —¿Y con qué criterio se puede distinguir cuándo debe impedirse algo y cuándo debe tolerarse? Es preciso hacer una valoración moral, atendiendo con rectitud al bien común, que es la única causa legitimadora de la tolerancia. Debe juzgarse valorando con la máxima ponderación posible las consecuencias dañosas que surgen de la no tolerancia, comparándolas después con las que serían ahorradas mediante la aceptación la fórmula tolerante.

El fundamento último de la tolerancia, y lo que justifica permitir el mal menor cuando podría impedirse, es el deber universal y primario de obrar el bien y evitar el mal. Cuando reprimir un error comporta un mal mayor, la tolerancia está justificada y, en muchos casos, es incluso éticamente obligatoria. Lo que nunca sería lícito es hacer el mal para obtener un bien, pues sería como decir que el fin (bueno) justifica los medios (malos). La tolerancia no es hacer un mal menor para evitar un mal mayor, ni hacer un mal pequeño para conseguir un bien grande: tolerar es no impedir el error, que no es lo mismo que hacerlo.

TOLERANCIA Y CRISTIANISMO —¿Cómo se explican algunas actuaciones históricas de la Iglesia en las que se ha empleado la violencia en nombre de la fe? La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos, y a través de ese caminar por la historia, no puede evitar que el grano bueno esté mezclado con la cizaña, que la santidad se establezca junto a la infidelidad y el pecado. La Iglesia es santa, pero alberga en su seno a pecadores. Por eso ha querido hacer una profunda y valiente revisión de su pasado, y esa purificación de la memoria ha supuesto un acto de coraje y de humildad en el reconocimiento de las deficiencias realizadas por cuantos han llevado el nombre de cristianos a lo largo de la historia. Los cristianos de hoy –aun no teniendo responsabilidad personal en esos errores– han pedido perdón por esas culpas, y hacerlo ha sido un signo de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, que refuerza su credibilidad y ayudará a modificar esa falsa imagen de oscurantismo e intolerancia con que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en identificarla.

Además, si examinamos la evolución de la libertad a lo largo del mundo y de la historia, puede verse que las culturas de raíces cristianas manifiestan un concepto y una aplicación de la libertad mucho más madura. Echando un vistazo a la situación mundial en este último siglo, puede decirse que la tolerancia ha germinado fundamentalmente en los países de mayor tradición cristiana. En cambio, la intolerancia se ha mostrado con gran crudeza en los países gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi, la URSS y todos los países que estuvieron bajo su dominio, China, etc.); también la violencia del integrismo islámico sigue bastante presente en los países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político, y donde ya lo han alcanzado (Arabia, Irán, etc.) la tolerancia religiosa es prácticamente inexistente; y otros países asiáticos no islámicos (Vietnam, China, etc.) no parecen mejorar mucho la situación.

El hecho de que algunas veces a lo largo de la historia la verdad se haya alzado con aires o con hechos de intolerancia, e incluso que en su error haya llegado a llevar hombres a la hoguera, no es culpa de la verdad sino de quienes no supieron entenderla. Todo, hasta lo más grande, puede degradarse. Es cierto que el amor puede hacer que un insensato cometa un crimen, pero no por eso hay que abominar del amor, ni de la verdad, que nunca dejarán de ser las raíces que sostienen la vida humana.